7. EL AÑO 4 Y EL AÑO 5:
LA FIESTA DE REGENERACIÓN DEL REY Y EL REINADO DE NEFERTITI

En el año 4 del reinado, el rey Amenofis IV encarga a Mai, el gran sacerdote de Amón, que dirija una expedición a las canteras del Uadi Hammamat para extraer de ellas un bloque en el que se esculpirá una estatua real, sin duda una de las representaciones del monarca destinadas a enseñar la teología de Atón.

El culto de Atón está ya muy desarrollado en este cuarto año de reinado: templos nuevos, miles de personas a su servicio, altares copiosamente cubiertos de ofrendas de alimentos. Las ciudades de Egipto reconocen la supremacía de Atón y le envían metales preciosos, ropas, telas, aceites, vino, carnes, etc. Los templos pagan una especie de impuesto sagrado para que el culto del dios puesto en el pináculo por el faraón quede correctamente asegurado en el interior del recinto sagrado de Karnak. Estas aportaciones en materiales diversos y en alimentos están lejos de ser despreciables. Por consiguiente, todas las divinidades rinden oficialmente homenaje a Atón.

El proceso se ajusta totalmente a la tradición y no se observa en parte alguna la menor huella de rebeldía. El clero de Amón, como todos los demás, cumple sus deberes habituales. El poder real se ejerce plenamente. Sin embargo, hay una innovación importante: Atón, que tiene su liturgia propia en Karnak, no se encarna en una estatua que tenga forma particular, a diferencia de otras divinidades, como Anubis, Hator o Ptah. No obstante, si se considera que las estatuas colosales del rey son la representación simbólica de Atón, conviene matizar esta observación.

Se ha insistido mucho en que Amenofis IV decidió suprimir toda imagen de Atón. El dato es inexacto. En primer lugar, hay esos colosos; en segundo lugar, los dos «cartuchos» que rodean el nombre de la divinidad; por último, el sol rodeado de rayos que ilumina a la familia real y le infunde permanentemente la energía creadora que necesita. Como las demás divinidades, cuyo culto continúa celebrándose en todo Egipto, Atón recibe un soporte simbólico, a través del cual se da forma y se transmite su naturaleza secreta.

La presencia de los dos cartuchos es muy significativa. Atón pasa a ser el rey de los dioses, el soberano sin par, que expresa su realeza por intermedio del faraón; con lo cual nos vemos de nuevo sumergidos en la teología solar del Antiguo Imperio, cuando el monarca es el único intermediario entre el principio divino y su pueblo.

En el año 4, Amenofis IV toma una decisión sorprendente: celebrar su primera fiesta del sed, dicho de otro modo, el ritual mágico de regeneración de la potencia real.

Amenofis IV es un hombre joven y no ha reinado más que cuatro años. ¿Padece ya una fatiga física o psíquica que le fuerza a celebrar este ritual excepcional? Resulta difícil creerlo. Me inclino más bien a pensar que el faraón, que ha concebido ya las próximas etapas de su reforma religiosa, necesita un «suplemento» de poder mágico, un incremento de su dinamismo creador. La obra que se ha prometido cumplir exige esta «Carga» metafísica, que la totalidad de los dioses y las diosas ofrecen al alma del rey.

El panteón, en su conjunto, es invitado a dirigirse a Tebas. Cada divinidad ocupa una capilla, a la que conduce una escalera. El rey sube los escalones y rinde homenaje a cada uno de sus invitados sobrenaturales, los cuales, a cambio, le otorgan la potencia vital de la que son depositarios.

Conocemos el lugar donde se desarrolló esta fiesta de regeneración. Se trata del templo «Atón ha sido encontrado», erigido al este de Karnak. El edificio, que tenía la forma de un rectángulo de 130 por 200 metros aproximadamente, estaba orientado hacia el este: En un patio descubierto, rodeado por una columnata, se enfrentaban los colosos reales, portando, alternativamente, la doble corona tradicional y las dos altas plumas de Chu, símbolo del aire luminoso que permite a la vida circular por el universo. Esas estatuas, como hemos visto, representaban probablemente al rey andrógino, encarnando el aspecto padre-madre de Atón.

Como el resto de los edificios atonianos de Karnak, este templo fue reducido a pequeños bloques, empleados después para construir los pilonos de Karnak. Ahora bien, muchos de ellos muestran escenas de la fiesta del sed. Por lo tanto, se puede admitir que la regeneración del rey y el aumento de su poder fecundador se realizaron en este lugar, situado bajo la soberanía de Atón, definido como el dios viviente, el gran dios, aquel a quien pertenece la fiesta del sed, el señor del cielo y de la tierra.

Dicha fiesta es una confirmación teológica de la coronación. Afirma la omnipotencia del faraón. El poder de todas las divinidades se concentra en su persona simbólica.

Además, el ritual subraya la realidad sagrada y la importancia de la pareja real. Los talatates encontrados en el noveno pilono demuestran que Nefertiti y Akenatón representaron los papeles centrales en esta fiesta, cuyos orígenes se remontan a la primera Dinastía. Akenatón encarnó a Ra, Nefertiti a Hator. En el momento de la unión de Ra y Hator, el sol divino vive una comunión celeste con la diosa del universo, encargada de revelar y embellecer la creación.

En las paredes de este templo de Atón, había varias representaciones del rey y la reina intercambiando muestras de afecto. Así se ponía de relieve la idea del matrimonio, del amor inalterable que unía al rey y la reina. En efecto, la vida divina se transmite a la humanidad entera a través de la pareja real.

Aunque la simbología no es nueva, su figuración traduce la inclinación de los soberanos hacia expresiones más realistas que en el pasado. Por ejemplo, en uno de los bloques se ve el lecho conyugal recibiendo los rayos del sol divino. A un lado, Amenofis IV y Nefertiti abrazados. El acto carnal, evocado con la nobleza habitual en el arte egipcio, reviste aquí un carácter sagrado, puesto que va a ser realizado por la pareja real, elevada a la altura de una entidad divina. Por lo demás, es el lecho vacío lo que aparece iluminado, no el aspecto humano.

Gracias a la fiesta del sed, la pareja reinante adquiere una nueva potencia. «Equipada» con la magia divina, en el máximo de su eficacia, está preparada para desarrollar su acción.

¿Nefertiti, reina faraón?

Acabamos de ver aparecer a Nefertiti durante el acontecimiento capital que marcó el cuarto año del reinado. No se trata en modo alguno de una casualidad. A los ojos de muchos, la aventura amarniana se expresa sobre todo a través de la admirable sonrisa de Nefertiti, universalmente conocida por sus bustos, conservados en Berlín y El Cairo y cuyos ojos contemplan para siempre la eternidad. El rey no llevó a cabo nada esencial prescindiendo de la presencia de su esposa. En estos últimos años, la investigación egiptológica ha puesto de manifiesto el papel decisivo de una reina que, a pesar de su celebridad, permanecía todavía en la sombra.

Nefertiti fue mucho más que una esposa y que una madre. Numerosos indicios dejan suponer que la reina fue, después de su marido, la principal «cabeza pensadora» de la reforma religiosa y que participó de la manera más activa en el establecimiento del culto de Atón.

Como Hatshepsut y Tiyi, Nefertiti pertenece a la estirpe de reinas excepcionales que imprimieron una huella profunda en su época. Influyendo sobre el curso de los acontecimientos, participando de manera constante en el ejercicio del poder, desempeñaron su «oficio» de reinas con una energía sorprendente.

El compromiso religioso de Nefertiti no deja lugar a dudas. No permanece indiferente a la reforma decidida por su esposo. Incluso es posible que fuese su instigadora. Hasta su muerte, se la verá presente, al lado del rey, en todas las ceremonias oficiales en honor de Atón. Gran sacerdotisa del culto, cumplió cotidianamente con sus deberes religiosos.

Los textos y numerosas escenas figuradas subrayan la comunión espiritual que unía al rey y la reina. ¿Simple fraseología cortesana o testimonio de un amor profundo? La ritualización no excluye lo cotidiano. El matrimonio de Nefertiti y el príncipe Amenofis se decidió sin duda en el nivel más alto del Estado. Por lo demás, parece tan poco convencional como el de Amenofis III y Tiyi, puesto que el futuro rey hubiera debido unirse a Sit-Amón, la princesa heredera. ¿Hay que pensar en un matrimonio de amor desde el principio? No lo sabemos. Lo que sí es cierto es que nació entre los dos seres un sentimiento profundo. Los artesanos de Al-Amarna expresan magníficamente la felicidad de la pareja real, que basaba su alegría de vivir en un ideal sagrado. Su amor resulta indisociable del culto del sol divino y del conocimiento de su irradiación.

Pero ¿quién era esta Nefertiti, destinada a convertirse en la soberana del reino de Egipto? Su nombre, que significa «La bella ha venido», ha hecho creer durante mucho tiempo en su origen extranjero.

Se pensó llegar a la verdad sacando las conclusiones de un acontecimiento diplomático. Amenofis III, al ver que aumentaba el poderío hitita y presintiendo que Egipto se vería muy pronto amenazado, quiso estrechar sus alianzas tradicionales. Envió, pues, un embajador al rey de Mitanni, Dusratta, para pedir la mano de su hija. Este tipo de matrimonio diplomático, muy común en el antiguo Oriente, sellaba un pacto entre los dos países así relacionados. Mantener un buen entendimiento con Mitanni se había hecho esencial.

Dusratta respondió favorablemente a la solicitud del faraón y le envió a la princesa Taduhepa, que llegó sin problemas a la corte del señor de las Dos Tierras.

A partir de ahí, las fuentes permanecen mudas. La princesa extranjera desaparece. Ciertos egiptólogos pensaron que había cambiado de nombre, que se había convertido en Nefertiti y que, en vez de casarse con Amenofis III, se unió a su hijo Amenofis IV. Según tales autores, el mismo nombre de Nefertiti, que hace alusión a la venida a Egipto de una princesa extranjera, constituye una especie de prueba.

Por otra parte, el fanatismo religioso de Nefertiti, que se apegó obstinadamente al culto de Atón, se explicaría mejor si se admitiese que la reina de Egipto era de origen asiático. En efecto, si se admite también la procedencia asiática del dios Atón, se comprenderá que Nefertiti predicase en favor de su propia parroquia.

Pero en mi opinión, toda esta edificación no es más que un castillo de naipes, y la identificación de Nefertiti con la asiática Taduhepa no tiene nada de probable.

Pensemos primero en el nombre de Nefertiti. Cierto que su significación, «La bella ha venido», parece explicarlo todo, pero se trata sin la menor duda de una coincidencia. El argumento es mucho menos convincente de lo que parece, puesto que se trata de un tipo de patronímico muy egipcio. Por regla general, las princesas que se establecían en Egipto —y el caso fue frecuente— conservaron su nombre de origen o tomaron un nombre «egiptizado», que traiciona su procedencia extranjera. No ocurre así con Nefertiti. Se trata de un nombre egipcio bastante clásico, y la prueba de la identificación Taduhepa-Nefertiti demuestra más bien lo contrario. Según los análisis más completos, «La bella ha venido» fue, pues, una egipcia de pura cepa.

En cuanto al argumento del «fanatismo», carece de toda seriedad. Se basa en un postulado inexacto, es decir, el origen asiático del dios Atón, que pertenece en realidad a la tradición religiosa egipcia y que no fue importado. En el estado actual de la documentación, ninguna indicación permite suponer que Nefertiti fuera la joven princesa de Mitanni enviada a la corte de Amenofis III. Qué fue de esta última, lo ignoramos. O bien falleció, o tomó efectivamente un nombre egipcio que, hasta el momento, nos ha impedido identificarla. Pero aún nos falta por descubrir a la familia de Nefertiti, la egipcia.

Se nos ofrecen varias hipótesis. Según la primera, Nefertiti sería simplemente hija del faraón Amenofis III y de la reina Tiyi, o bien del faraón y de una de sus esposas secundarias. Amenofis IV y Nefertiti serían en este caso hermanos.

Un obstáculo importante nos impide retener esta suposición. Nefertiti no ostenta jamás el título de «hija del faraón» que, de ser cierta, le hubiera correspondido.

Otra hipótesis, más verosímil, hace de Nefertiti la hija de un gran personaje de la corte. ¿Es posible identificar a ese alto dignatario, el padre de «La bella ha venido»? Un personaje de primer plano retiene enseguida nuestra atención, el «Padre Divino» Ay. Íntimo de Amenofis III, formó parte igualmente del entorno de Akenatón y representó un papel destacado antes, durante y después de la revolución amarniana. Hermoso ejemplo de serenidad en la tormenta, Ay era teniente general del cuerpo de carros y escriba del rey. Su extraño título de «Padre Divino», o «Padre de Dios», además de su sentido simbólico, indica probablemente su calidad de suegro del faraón.

Queda un detalle perturbador. Nunca se designa claramente a la esposa de Ay —llamada Tuiu— como la madre de Nefertiti. En realidad, todo nos inclina a deducir que fue tan sólo su nodriza.

Para resolver esta nueva dificultad, habría que suponer que la madre de Nefertiti, primera esposa de Ay, murió poco después del nacimiento de la niña. Tuiu se encargó entonces de la educación de la chiquilla, aunque los textos se ocupan de precisar que no era su madre.

Aunque esta hipótesis nos parece más convincente, debido sobre todo a la gran personalidad de Ay, que fue uno de los personajes claves de la época, reconozcamos que faltan las pruebas definitivas.

Hay que señalar también que el nombre de Nefertiti tiene una significación teológica precisa. «La bella» no es otra que la diosa Hator, «que ha venido» de las comarcas lejanas a las que había huido. Para que el amor y la armonía reinen de nuevo en Egipto, el faraón debe realizar los ritos que harán regresar a la diosa lejana. Como subraya justamente Claude Traunecker, «La bella ha venido» es «un nombre teológico atribuido a la esposa real en el momento de la fiesta tebana del sed» a la que hicimos alusión, es decir, durante el acto esencial de la regeneración mágica del principio real.

El azar de la conservación de los monumentos nos ha permitido salvaguardar los retratos de Nefertiti. El egiptólogo francés Pierre Montet, hablando del descubrimiento de uno de los famosos bustos de la reina, evoca dicho azar en estos términos: «Cuando se cerraron provisionalmente las excavaciones de Tell al-Amarna a principios del verano de 1914, los restos descubiertos y el inventario fueron mostrados a un representante del Servicio de Antigüedades, que se esforzó por distribuirlos en dos partes equivalentes. En el lote alemán, figuraba un bloque enyesado de muy escaso interés, que, al llegar a Berlín, se transformó por milagro en una cabeza de reina tocada con un alto birrete.[9] En un estado perfecto de conservación, era la obra más atractiva —no digo la más bella— que salió jamás del suelo egipcio. Se trataba de Nefertiti la esposa de Akenatón…»

Todo el mundo conoce ese rostro admirable, cuya finura se alía con la serenidad. Gracias a él, la vida de una gran reina de Egipto ha conquistado realmente la eternidad. Lo que nos parece una obra maestra no es, de hecho, más que un modelo de escultor, un trabajo inacabado. No se incrustó más que un ojo. Este tipo de trabajo servía al maestro escultor para perfilar el esbozo, antes de ejecutar la obra definitiva.

La cabeza conservada en el Museo de El Cairo, no menos bella, fue descubierta por el inglés Pendlebury durante la campaña de excavaciones de 1932-1933 en Al-Amarna. Ninguna inscripción permite identificar formalmente a la reina. No obstante, la comparación con otras obras autoriza una atribución probable. La cabeza, de perfil admirable y ojos no incrustados, debía de estar situada sobre una estatua. La expresión es meditativa. Más allá incluso de una belleza que las palabras no alcanzan a describir, transmite una experiencia espiritual de una intensidad absoluta. No cabe duda de que se reproducen fielmente los rasgos de la adoradora de Atón, que vive en el corazón de la luz celeste.

Cuello largo, nariz recta y fina, labios delicados, barbilla puntiaguda… Nefertiti, «La bella», era, en efecto, una mujer muy hermosa. Por lo demás, esos retratos no muestran ninguna de las famosas «deformaciones» amarnianas con que aparece a veces en ciertas representaciones.

En un relieve de la muy oficial tumba amarniana del «Padre Divino» Ay, se ve al rey, a la reina y a tres de sus hijas durante una entrega de collares de oro. El faraón tiene la barbilla exageradamente pronunciada, mientras que la figura de Nefertiti se mantiene dentro de las normas «clásicas», con un rostro de una pureza perfecta. Existían, pues, distintos cánones estéticos durante el reinado y sería inexacto retener exclusivamente el más espectacular y el más inhabitual.

En los relieves de Karnak, Nefertiti lleva con frecuencia lo que se ha convenido en llamar la «peluca nubia puntiaguda», formada a veces hasta por cinco capas de trenzas o de rodetes.[10] En la frente, un doble uraeus, que traduce su soberanía sobre las «Dos Tierras». La de las manos puras —se lee en un arquitrabe del templo «Atón ha sido encontrado», descubierto en el noveno pilono de Karnak—, la gran esposa del rey, que la ama, Señora del Doble País, Nefertiti —que su vida sea preservada—, Amada del grande y viviente disco solar que está en fiesta, ella que reside en el templo del disco solar, en la Heliópolis del sur Nefertiti celebraba un culto en este edificio, en el que Atón había elegido residencia.

Pero hay más aún. El estudio de los talatates ha permitido reconstruir una verdadera «columnata de Nefertiti» y unas puertas monumentales, en que se ve a la reina rendir homenaje al sol divino, representado bajo la forma de un disco del que brotan rayos terminados en manos. Una de ellas sostiene la llave de vida y la presenta ante la cara de la reina, a la que se ve igualmente sosteniendo dos sistros sobre una mesa de ofrendas.

Es Nefertiti, exclusivamente Nefertiti, la que cumple estos actos esenciales, elevando la ofrenda hacia el sol divino. Su esposo, el rey Amenofis IV, está ausente. Ella ostenta el título de nefer-neferu-Aton, «Perfecta es la perfección de Atón», como si encarnase en su persona simbólica la última realidad del dios.

Tomando el conjunto de los talatates conocidos, Nefertiti aparece aproximadamente el doble de veces que Amenofis IV. Un bloque procedente de las excavaciones de Hermópolis y conservado en el Museum of Fine Arts de Boston revela un detalle extraordinario. En dicho bloque figura una barca estatal perteneciente a Nefertiti, esto es, una de las grandes embarcaciones utilizadas en los ritos reales. La reina aparece coronada y se la ve golpeando con la maza a un adversario, al que aferra por los cabellos antes de abatirle. Escena muy clásica en el arte egipcio, de ordinario se halla estrictamente reservada al rey, y no se ve nunca a la reina en tal actitud, específicamente guerrera.

Por consiguiente, en este episodio ritual, se considera a Nefertiti como un faraón varón. Más profundamente, se la identifica con el rey, a la vez masculino y femenino, que, al abatir al «enemigo», somete las fuerzas caóticas y oscuras, a fin de que Egipto permanezca en la luz de Dios. Por lo demás, la maza simbólica blandida por el faraón se llama a veces «la iluminadora», e intenta menos destruir que purificar.

El mismo acto ritual se encuentra igualmente representado en un bloque de Karnak, en el que Nefertiti golpea con una maza a «prisioneras» arrodilladas ante ella. La interpretación de una «faraona guerrera» es claramente insuficiente. Se trata en realidad de hacer triunfar la luz sobre las tinieblas, liberando energías positivas.

J. H. Harris ha propuesto interpretar las estatuas colosales de Karnak desprovistas de sexo como una representación de Nefertiti, apoyándose para ello en su asombroso estatuto real en Kayak.[11] Según Harris, el rey y la reina simbolizan la pareja primordial, origen de toda creación, encarnando el primero al dios Chu y la segunda a la diosa Tefnut.

Se ha puesto en duda la existencia de una estatua colosal de Nefertiti, aunque la hipótesis no tiene nada de inverosímil si se admite que se la consideraba como un rey-dios. Pero ya sea Amenofis IV o Nefertiti, ese tipo de estatua gigante y asexuada es, como hemos visto, una traducción visual de la teología de Atón, que insiste sobre el carácter primordial del dios, a la vez padre y madre de todos los seres.

Se construyó en Karnak una avenida de esfinges, algunas de las cuales tenían la cara de Amenofis IV, mientras que otras tenían la cara de Nefertiti. Esto confirma la importancia de la pareja, puesto que el rey y la reina eran complementarios e indisociables en el ejercicio del poder sagrado del que fueron investidos por Atón.

A la luz de estos indicios precisos, ¿hay que deducir que Nefertiti no fue una reina ordinaria y que se comportaba como un auténtico faraón, en posesión de las prerrogativas tradicionales de un rey en ejercicio? Nefertiti conduce un carro, recibe directamente los rayos del sol, maneja el cetro del «poder», de la autoridad suprema, consagra las ofrendas… Pudiendo ser calificada de «divina», Nefertiti se presenta sola ante el altar de Atón. Tiene una relación teológica directa con el dios, sin necesidad de la presencia de su marido. En los «pilares de Nefertiti», la reina, que toca el sistro, es «aquella que encontró a Atón». En otras palabras, el equivalente exacto de Akenatón.

Algunos egiptólogos no vacilan ya en considerar a Nefertiti como una verdadera reina faraón, a la manera de una Hatshepsut. Pero aunque la hipótesis se apoya en datos indiscutibles, no hay que olvidar que Nefertiti no reina sola. Amenofis IV se encuentra a su lado. Sin embargo, está claro que, en el interior de la pareja, la reina llena una función esencial, de una amplitud considerable. Nefertiti forma parte del ser del faraón. Más todavía, puede hacerlo manifiesto mediante la práctica del ritual.