1. ¿A FAVOR O EN CONTRA DE AKENATÓN?

Desde el momento en que hicieron su aparición en la historia, Akenatón y Nefertiti no han dejado de suscitar pasiones contradictorias. Phil Glass, uno de los mejores adeptos a la música llamada «repetitivo», acaba de escribir una ópera en la que Akenatón, comparado a Einstein y Gandhi, aparece como un revolucionario, que creó una ciudad ideal y trastocó nuestra concepción del mundo. El autor pertenece a una tradición egiptológica pro Akenatón, que Weigall ilustraba ya en estos términos: «Akenatón nos expuso, hace tres mil años, el ejemplo de lo que debía ser un esposo, un padre, un hombre honesto, de lo que debía sentir un poeta, enseñar un predicador, perseguir un artista, creer un sabio y pensar un filósofo. Al igual que otros grandes señores, lo sacrificó todo a sus ideales y su vida mostró hasta qué punto sus principios eran impracticables».

Se ha insistido mucho igualmente sobre la ternura, la bondad y la dulzura del rey. H. de Campigny piensa que esa actitud se explica por un acontecimiento ocurrido durante la infancia de Akenatón: «A los ocho años, Akenatón vio a los soldados de su padre, el faraón Amenofis III,[2] amontonar ante éste, siguiendo la sangrienta costumbre de la época, las manos cortadas a los enemigos vencidos y caídos en la batalla. El espectáculo conmovió al pequeño, y el olor característico le removió hasta tal punto que le hizo sentirse mal. Más tarde, cuando relataba este recuerdo de su infancia, confesaba que el simple pensamiento de la guerra evocaba en su memoria el olor a cadáver».

Este testimonio tendría una importancia capital si no fuera por el hecho de que se trata de una pura invención, del principio al fin. Que yo sepa, no existe ningún documento egipcio que dé constancia de la anécdota.

Para el americano Breasted, «Akenatón era un hombre ebrio de divinidad, cuyo espíritu respondía con una sensibilidad y una inteligencia excepcionales a las manifestaciones de Dios en él… un espíritu que tuvo la fuerza precisa para diseminar ideas que sobrepasaban los límites de la comprensión de su época y de los tiempos futuros».

Weigall, autor de un libro sobre Akenatón, dice que fue «el primer hombre a quien Dios se reveló como la fuente de un amor universal, exenta de pasiones, y de una bondad que no conoce restricciones».

Se podría componer así una verdadera letanía favorable al rey y a la experiencia amarniana. Pero hay que reconocer que, con mucha frecuencia, estos panegíricos rozan con el papanatismo y prescinden por completo de la documentación.

Ahora bien, la corriente en contra de Akenatón es todavía más potente y más segura de sí misma, hasta el punto de inducir en ciertos eruditos una especie de histeria vengadora. Según Lefébure, Akenatón era una mujer disfrazada de hombre. El egiptólogo francés pensaba en Acencheres, hija de un rey Horus del que no se ha encontrado ningún rastro. Para Marlette, uno de los pioneros de la egiptología francesa, el faraón herético no fue otro que un prisionero castrado que las tropas egipcias se habían traído del Sudán. Llegado al poder por vías tortuosas, el desdichado se había vuelto loco.

B. D. Redford, autor de la obra «científica» más reciente sobre Akenatón y Nefertiti, se muestra enemigo encarnizado del rey. En su opinión, este último no era, en el mejor de los casos, más que un poeta. Dotado de una inteligencia escasa, enamorado de sí mismo, nulo en lo que se refiere a la política internacional, perezoso y reinando sobre una corte corrompida, Akenatón se comportó como un soberano totalitario, que negaba la libertad individual y fue el campeón de un poder universal, exigiendo una sumisión absoluta. Arrastrado por su pasión, el acérrimo adversario de Akenatón le acusa de locura por la simple razón de que hacía celebrar las ceremonias rituales bajo el sol, insoportable en Egipto de marzo a noviembre.[3]

Claude Traunecker, autor de trabajos muy notables sobre la época amarniana, califica la experiencia de Akenatón de «lamentable fracaso». Ciertos egiptólogos acusan incluso al faraón maldito de haber provocado la decadencia y la caída del Egipto ramesida, es decir, de unos hechos ocurridos cerca de trescientos años después de su muerte…

Dado que esta corriente apasionada en contra de Akenatón no se apoya en ninguna base seria, los adversarios del rey han tratado de encontrar argumentos indiscutibles. ¿No habrá sido Akenatón un gran perturbado? No faltaron eruditos para afirmar que la mezcla de sangre egipcia y asiática resultó perjudicial para el faraón, que fue un hombre tan refinado como degenerado. ¿Acaso no se observa, al mirar los retratos del rey, su extraño cráneo, sus labios gruesos, su pelvis excesivamente ancha, su vientre hinchado?

El egiptólogo francés Alexandre Maret nos ofrece esta descripción abrumadora: «Amenofis IV[4] era un adolescente de talla mediana, de osamenta endeble y formas redondas afeminadas. Los escultores de la época nos han legado fielmente ese cuerpo de andrógino de senos protuberantes, caderas demasiado anchas, muslos demasiado torneados, que le dan un aspecto equívoco y enfermizo. La cabeza no es menos singular, suavemente ovalada, con los ojos un poco oblicuos, una nariz larga y fina, la protuberancia de un labio inferior prominente, el cráneo redondo y hundido, inclinándose hacia delante como si el cuello fuese demasiado débil para soportarlo».

Por su parte, el egiptólogo alemán Erman nos proporciona un testimonio que él juzga decisivo. «El joven rey, que estaba físicamente enfermo, como se ve en sus retratos, era sin la menor duda un espíritu inquieto. Llevó a cabo sus reformas desde el principio con un celo excesivo, que forzosamente tenía que perjudicarle.»

Los científicos modernos han llevado su minuciosidad hasta el punto de interrogar a los médicos para identificar con el máximo de certidumbre la supuesta enfermedad de Akenatón. Según se dice, se trataba del «síndrome de Fröhlich», que el egiptólogo inglés Aldred expone en estos términos: «Los hombres que padecen esta enfermedad muestran frecuentemente una corpulencia análoga a la de Akenatón. Las partes genitales permanecen sin envoltura y pueden estar tan rodeadas de grasa que no sean visibles. La adiposidad se reparte de distinta manera según los casos, pero se da, sin embargo, una distribución de la grasa típicamente femenina, sobre todo en las zonas del pecho, el abdomen, el pubis, los muslos y las nalgas». La voz del enfermo no muda, sus órganos genitales se mantienen en el estadio infantil y es incapaz de procrear, experimentando incluso aversión por los niños.

Pese a toda su genialidad, Akenatón no fue, en opinión de estos autores, más que un hombre enfermo, cuyo psiquismo exacerbado se expresaba en visiones místicas. En otras palabras, un personaje romántico y apasionado, que se sobreponía de vez en cuando a su oscuro mal y se refugiaba en una religiosidad que le hundía poco a poco en el fanatismo.

No se ha encontrado la momia de Akenatón. Por lo tanto, esos juicios médicos se basan exclusivamente en los análisis de las representaciones del rey, creadas por los artistas egipcios que trabajaban bajo las órdenes del faraón.

No olvidemos que las famosas características del rey, de las que hablan todos los observadores, son igualmente visibles, aunque a veces en un grado menor, en su esposa Nefertiti, en los miembros de su misma familia, los signatarios de la corte e incluso los funcionarios de menor rango.

¿Hay que deducir que una verdadera epidemia se abatió sobre el conjunto de la corte de Akenatón y que el síndrome de Fröhlich se extendió a una velocidad fulgurante? ¿No sería mejor buscar en otra dirección y admitir que los artistas, por orden del rey, crearon voluntariamente tipos artísticos que ahora nos parecen extraordinarios porque no comprendemos su intención?

Las observaciones de Jean Servier me parecen muy 'juiciosas: «Los egiptólogos anglosajones deploran el aspecto enfermizo de Amenofis IV y su débil constitución. Tiene el rostro delgado, pero sensual, dicen, los hombros caídos, las caderas demasiado anchas para un hombre, y el vientre abultado ya… Además, los asuntos del Imperio no le inspiran ningún interés. Para sus colegas franceses, el príncipe es un idealista generoso, pero que se halla absorto en sus sueños, que carece de amplitud de miras, lo que evidentemente tenía que provocar su caída. A nadie parece haberle llamado la atención el rostro tranquilo del soberano, como bañado en la luz suave de las certidumbres al fin descubiertas. Nadie ha pensado en que el busto en gres de Amenofis IV, que en otro tiempo se alzaba en Karnak, abre una vía que volverá a emprender, muchos siglos más tarde, el arte greco-búdico. Quizá el problema no resida en saber si un faraón del siglo XIX antes de nuestra era podría haber sido en la actualidad un jugador de críquet, haber remado en el equipo de Cambridge u Oxford o si hubiera estado en su lugar en el banco de los ministros durante una de las repúblicas francesas». Las alabanzas y las críticas ponen de manifiesto el mismo desconcierto del mundo científico frente a la experiencia amarniana. Yo encuentro todos esos juicios excesivos y sumarios.

Simplifican una realidad que es, sin la menor discusión, compleja. Y sobre todo, olvidan el contexto egipcio. ¿Por qué empeñarse en juzgar a Nefertiti y Akenatón en función de nuestras concepciones modernas de la política y la religión? ¿Por qué obstinarse en encajarles a toda costa en los esquemas racionalistas heredados de la historia reciente y formular contra ellos críticas desde las alturas de una vanidad contemporánea que no tiene ninguna razón de ser?

Con los elementos de que disponemos y sin ocultar las numerosas zonas de sombra que subsisten, debidas a las lagunas de nuestra información, intentaremos ahora captar el genio propio de esta época, considerada como excepcional, y de este reinado, en apariencia extraño.