Capítulo tercero

Al día siguiente por la mañana, un joven se presentó en el hotel en Kurfürstendamm. Vestía un ajustado traje gris, y llevaba en cada mano una cartera casi nueva.

El botones de servicio inició un ademán para cogerle las dos carteras.

—Muchas gracias —le dijo el joven, con voz áspera, rehusando. Y se dirigió a conserjería, para hablar con el encargado de recepción.

El empleado contempló atentamente al joven; de momento, no pudo evaluarlo con su habitual precisión, circunstancia que le hizo despertar su curiosidad. Era posible que aquel joven hubiese confundido la puerta del hotel; pero resultaba ser uno de esos individuos que se mantienen en sus trece. Además, daba la sensación de tener algo más que aplomo.

—¿El señor Von Seylitz-Gabler? —dijo el visitante.

—¿Cómo, por favor…? —respondió el encargado de recepción, como si no hubiese comprendido lo que se le pedía.

Para aquel joven no parecía existir nada capaz de confundirlo o de imponerle. Sus ojos tenían una expresión evaluadora y estaban ligeramente entornados como si estuviesen fijos en un objetivo de tiro. Continuaba sin soltar las dos carteras de mano. Contestó:

—Quiero hablar con el señor Von Seylitz-Gabler.

—¿Por qué asunto?

—Eso no le importa a usted —contestó el joven, escueta y concluyentemente.

El encargado de recepción se quedó un poco perplejo. Y pensó que el joven tenía razón. ¡Realmente, no le importaba en absoluto! Pero el otro no tenía por qué emplear aquel tono tan crasamente ofensivo.

Mas el joven en cuestión sí podía hablarle en aquel tono. Exigente, continuó diciendo:

—No dispongo de tiempo para perderlo aquí esperando.

—¿A quién debo anunciar? —preguntó el encargado de recepción, con la respiración alterada, como si le obligasen a escalar la cumbre de una montaña; casi sin disimular su indignación, agregó—: Su nombre, por favor.

—Mi nombre no importa —respondió el joven.

—¡Su nombre, por favor! —insistió el encargado de recepción, y pareció estar a punto de salirse de sus casillas—. ¿Qué se ha figurado usted? No puedo tratar así como así al señor Von Seylitz-Gabler…

—Sí puede —objetó el joven, sin variar su aspecto de total indiferencia—. Sólo necesita comunicarle que vengo por encargo del señor Tanz.

El encargado de recepción cogió el teléfono y pidió comunicación con el apartamento del señor Von Seylitz-Gabler; mientras lo hacía, contemplaba con creciente repugnancia al joven que estaba parado allí y miraba alrededor como si estuviese en la plaza de un mercado. El refinado lujo del hotel no parecía impresionarle lo más mínimo; todo lo contrario, en los ojos de aquel joven provocador al empleado le pareció advertir verdadero desprecio. Estuvo tentado para hacer un gesto de desdén; pero la conversación que sostenía por teléfono no le permitía ningún desasosiego.

—El señor general le espera —comunicó el encargado de recepción, disgustado—. Haré que lo acompañen hasta el apartamento del señor general.

Un botones acompañó, cual un práctico de puerto, al joven hacia el ascensor. El visitante continuaba con las dos carteras en la mano, y andaba por las alfombras persas como si lo hiciese por el asfalto.

Von Seylitz-Gabler esperaba al visitante en el centro de su apartamento; vestía una bata de seda azul, rodeaba su cuello con un chal de seda gris, y llevaba metidos sus desnudos pies en unas pantuflas de viaje. Su rostro denotaba una benévola expresión paternal.

—¿Qué me trae usted, hijo? —inquirió Von Seylitz-Gabler, con voz resonante.

—Una carta del general Tanz —contestó el joven. Dejó sus carteras de mano, buscó en uno de los bolsillos de su chaqueta y le tendió la carta al visitado.

Lo que el encargado de recepción no habría logrado desentrañar lo consiguió la experta mirada de Von Seylitz-Gabler: ante él estaba un soldado vestido de paisano, que, por su forma de proceder y el medio en que se desenvolvía, no era sino un ordenanza.

—¿Nombre? —preguntó Von Seylitz-Gabler, en tono benévolo.

—Alfred Wyzolla, mi general —contestó el joven, solícito.

—¿Graduación?

—Sargento, mi general.

—¿Arma?

—Infantería, mi general.

—Excelente —respondió Von Seylitz-Gabler, aprobatorio. Luego dedicó su atención a la misiva, escrita en papel neutro y con letras sobresalientes. Leyó lo siguiente:

Ilustrísimo señor coronel general: Le agradezco sus tan cordiales líneas. Perduran en mi mente, señor coronel general, las horas decisivas que pasé junto con usted. Con sumo agradecimiento acepto su amistosa invitación, y me satisfará volver a verle.

Con afectuosos saludos a su honorable esposa Guillermina, le queda agradecido, señor coronel general, Tanz

Von Seylitz-Gabler contempló breve pero intensamente los rectos y firmes rasgos de escritura, en los que estaba contenido todo el espíritu de lucha de Tanz; parecían columnas de soldados en una marcha militar.

Se fue a la habitación contigua, o sea al dormitorio, donde su esposa terminaba con esmero su tocado. Estaba sentada ante el espejo, y se sonrió complaciente al ver reflejada en él la figura de su esposo. Tendió la mano y recibió la carta.

—¡Ha aceptado la invitación! —comunicó Von Seylitz-Gabler, con un apenas incontenible aire triunfal—. Como ves, bastan un par de líneas escritas por mi mano para que se sigan mis proposiciones. ¡Como siempre! Y, de pronto, todo parece ser como en los viejos tiempos, casi se palpa. Con su habitual proceder, ha enviado Tanz a uno de sus ordenanzas; se trata de un joven magnífico, de lo mejor. ¡Es una verdadera lástima que sirva a los comunistas!

—Tendrías que invitarle a comer hoy mismo —recomendó la esposa, pertinente.

—Has tenido una excelente idea.

—Tanto más cuanto hoy comerá Ulrica con nosotros. A eso lo llamo yo una feliz coincidencia, que tendría que corroborar de un modo organizado.

Von Seylitz-Gabler asintió con un gesto, y regresó a la habitación contigua, donde encontró al joven sargento Alfred Wyzolla en la misma postura anterior. Evidentemente, esperaba disposiciones, instrucciones, órdenes, las cuales Von Seylitz-Gabler estaba dispuesto a darle gustosamente.

—¡Veamos! —exclamó Von Seylitz-Gabler, con ímpetu casi juvenil.

La disposición, comunicada por Wyzolla, era la siguiente: Tanz le había enviado anticipadamente, al objeto de entregar la carta y de ver si se disponía de un hospedaje adecuado. Si lo había, entonces preparar inmediatamente el recibimiento del general; si no, notificárselo en seguida al general, quien se encontraba en el cuartel del Berlín oriental, para tener una entrevista. Caso de no disponerse, comunicárselo; el general llegaría automáticamente tres horas después, o sea a la una de la tarde, al hotel situado en Kurfürstendamm, en el Berlín occidental.

—Excelente organización —elogió Von Seylitz-Gabler—. Aunque la nuestra no funciona peor, pues ya lo tenemos todo dispuesto.

Realmente era así, y, por consejo de Kahlenberge, había reservado un apartamento. Conseguir una habitación adicional para Wyzolla era cosa de poca importancia.

Wyzolla cogió sus dos carteras de mano y le dispensó al general un saludo militar, tras de lo cual se dirigió al apartamento destinado a Tanz.

Allí puso en movimiento a camareras y camareros, y a los mozos. Les hizo indicaciones precisas respecto a cómo debía ser atendido el señor Tanz. Inmediatamente, organizó con el personal una especie de limpieza general del apartamento.

Tras de efectuar una inspección y parecer satisfecho, lo cual no exteriorizó, despachó a la servidumbre. Ya solo, sacó cuidadosamente el contenido de las dos carteras de mano.

Mientras tanto, Von Seylitz-Gabler habló por teléfono con Kahlenberge, y le informó, no sin enfática satisfacción, de la presente visita del general Tanz. Y concluyó diciendo:

—Ha aceptado en seguida mi invitación. Celebraría que usted aceptase una taza de café, después de las dos de la tarde, en mi apartamento.

—Con mucho gusto —respondió Kahlenberge.

Y se puso en contacto por teléfono con Prévert:

—Tanz llegará sobre las doce.

Prévert escuchó los detalles que Kahlenberge le daba de la conversación telefónica con Von Seylitz-Gabler.

—De momento, no sé nada más, aunque me parece que es suficiente por ahora. Poco después de las dos, veré al general Tanz. Pero ¿qué actitud debo adoptar? ¿Tiene usted algún deseo en este sentido?

—Procure crear un ambiente lo más agradable posible alrededor de él.

—Sospecho que no me será nada fácil.

—Inténtelo como sea. Tanz debe sentirse bien en la medida que las circunstancias lo permitan.

—Algo así como el asno que se dispone a andar por el hielo.

Prévert no pudo menos de echarse a reír, pues conocía una gran parte de los proverbios alemanes, y le gustaban porque eran aplicables en casi cualquier situación:

—Le quedaría muy agradecido si usted lograse inspirar una reunión, en cierto modo selecta, para esta noche.

—Mis posibilidades recreativas son ilimitadas —respondió Kahlenberge sarcásticamente.

Rainer Hartmann, con su pasaporte que acreditaba su ciudadanía francesa, y vecino de Antibes, se encontró de nuevo en Berlín. En aquella ciudad, la puerta de cada casa parecía emanar a su encuentro la alegría de la existencia. Los viandantes caminaban a su lado; el empedrado de la calle le miraba alegremente; el cielo aparecía despejado, y, así, Hartmann se creía feliz.

Puede decirse que fue Ulrica la primera persona con quien se encontró en el aeropuerto. Aquel encuentro lo consideró como una contingencia increíblemente feliz. Los años transcurridos se fundieron. Lo que antes había sido, parecía haber resurgido a partir del día anterior. Ulrica y él se habían convertido de repente en el centro del mundo. La joven guardaba la advertencia que se le había hecho como una red dorada.

Hartmann pasó la noche en la pensión Phoenix, la cual le pareció como un sueño de verde y rosada luz. La mañana siguiente se presentaba indescriptiblemente prometedora. Se desayunó con Ulrica; se tomaron una copa de vino espumoso, juguetearon cogiéndose de las manos y se sintieron felices como despreocupadas criaturas cuando escapan de la vigilancia de los mayores. El día asomaba resplandeciente por la ventana. El cielo se presentaba cual un adorno de flores de profuso y claro colorido.

Cogidos del brazo, Hartmann y Ulrica tomaron el metro hasta las cercanías de Iderfenngraben, donde él dejó a su acompañante en una cervecería y pidió que le sirviesen una cerveza blanca. Luego se encaminó a la casa de tía Grete; con alegre impaciencia subió los cuatro peldaños que conducían a la puerta.

Tía Grete era el elemento más destacado de la familia. Había tenido la dicha de encontrar un hombre que la amaba incondicionalmente. Nadie podía saber el porqué de aquel ilimitado amor; pero sí se sabía que era así. El matrimonio tenía diez o doce hijos. Y el que los hijos pueden ser una riqueza, quedaba demostrado en aquella familia, pues cuatro de los siete ya llevaban el sueldo a casa. Los ingresos mensuales que tía Grete administraba eran considerables.

Allí, Hartmann se encontró con su madre; se lanzó a ella y vio un pálido y afilado rostro, surcado por infinidad de arrugas, y unos ojos como no creía haber visto nunca; ojos que, cual un lago entre montañas bajo la canícula, invitaban a quedarse.

Y mientras abrazaba a su madre, los miembros menores de la familia de tía Grete hormigueaban a su alrededor: una criatura se le acercó a gatas; otro, un poco mayor, le miraba asombrado; una niña de edad escolar parecía querer echársele encima con familiar afectuosidad. Ante aquel alud de cariño, tuvo que hacer un considerable esfuerzo para no perder la serenidad.

No sabía qué decir. Sostenía las manos de su madre. Sentía cómo se agolpaban en derredor cabezas infantiles, lo cual le hacía sentir el calor del nido familiar. Dos niños estaban sentados en sus rodillas, y la niña de edad escolar le rodeaba el cuello con sus brazos.

—Seguro que tendrás hambre —le dijo su madre—. Las criaturas nunca pierden las ganas de comer.

—¡Nunca! —chillaron cuatro o seis voces.

Tía Grete había preparado una torta, fiambre con gelatina, huevos y anguila en gelatina.

Numerosos platos estaban puestos ante Rainer Hartmann. Los chiquillos le instaban a comer; sabían que las opíparas sobras les pertenecían. ¡Aquel día fue una verdadera fiesta para ellos!

—¡Te agradezco el telegrama que me enviaste! —le dijo Hartmann a su madre, al tiempo que le acariciaba el brazo y fijaba la mirada en el plato de anguila en gelatina—. Son unos platos exquisitos. Desde mi infancia no había estado tan mimado como ahora. ¡Dios, me siento excelentemente! Pero, si queréis obsequiarme con el paraíso terrenal, no estarían de más unas croquetas de patata.

—¡Cuantas quieras! —respondió tía Grete, solícita.

Los chiquillos, glotones, le miraron desilusionados, pues comían croquetas de patata al menos una vez por semana.

—¿De qué telegrama me has hablado, hijo mío? —le preguntó la madre.

Hartmann se sobrecogió y guardó silencio. Los platos, puestos ante él, despedían un olor seductor. Sin embargo, en aquel momento necesitaba una respuesta a su pregunta:

—¿Es que no me enviaste ningún telegrama?

—No.

Hartmann se quedó profundamente pensativo, lo cual no le impidió, sin embargo, probar todos los platos que le habían servido, y aún comía más de lo que su estómago le permitía. Hubo momentos en que le parecía verse trasladado junto con aquellos platos a los felices tiempos de su infancia. Jadeante, dijo:

—Es posible. Independientemente de lo que pueda suceder, me siento feliz en vuestra compañía. Más no se puede pedir.

Luego se despidió de los suyos y les prometió volver aquella misma noche o, a más tardar, el día siguiente a mediodía. Abrazó a su madre y apretó su cara contra la de la anciana, tras lo cual dio apretones a una docena de manos infantiles. Tía Grete se sonreía feliz; estaba segura de haberlo atiborrado de comida.

Rainer Hartmann entró en la cervecería donde Ulrica le estaba esperando. Entretanto, la joven se había tomado otra cerveza. Sus ojos denotaban fatiga; parecía como si quisiese dormir la siesta.

—¿Es que no es maravilloso nuestro Berlín? —inquirió la joven, impaciente, y parpadeando ante Hartmann.

—Sí lo es —contestó éste, con el rostro sombrío como si estuviese cubierto por una cortina de finísima seda—. Pero tengo la sensación de haberme metido en una montaña de algodón. Una cosa es cierta: ¡Aquí hay algo que disuena! ¡Mi madre me ha dicho que no me envió ningún telegrama, aunque yo recibí uno de ella! Esta circunstancia me parece inquietante.

—Puede ser una confusión —respondió Ulrica; percibió que se le acercaba el momento del que Prévert la había advertido; las instrucciones recibidas rezaban: quitarle importancia a las cosas, emplear la disuasión y la evasiva—. Quizás haya entendido mal tu madre la pregunta, o no hayas comprendido tú su respuesta.

—Comoquiera que sea, persiste el hecho alarmante. ¡Mi madre no me envió ningún telegrama!

—¿Se lo has preguntado con exactitud? —quiso saber Ulrica.

—¡Claro que no! No he querido alarmarla ni estropearle la dicha de volver a verme.

—En eso puede consistir el principal error —dijo Ulrica, en tono persuasivo—. Tú no has procurado indagarlo con la debida circunspección. El telegrama puede no haberlo enviado tu madre, sino tus tíos, o también alguno de sus vecinos. Existen muchas posibilidades. En ello no veo ninguna razón para que te inquietes así.

—Sin embargo, tendría que marcharme de Berlín en el primer avión que salga —respondió Hartmann, ensombrecido—. Tengo la sensación de como si se me echase encima un alud.

—¡Fíjate qué día más hermoso! Te encuentras de nuevo en Berlín y yo estoy a tu lado. ¿No te satisface acaso?

La entrevista en el despacho de Karpfen, funcionario del ministerio del Interior, empezó a las doce del día y transcurrió en un amable ambiente. Finalizó una hora después con verdadera desazón. Además de Karpfen, estaban presentes monsieur Prévert, de París; Liesowski, de Varsovia, y Liebig, de Dresde.

Karpfen no quería desperdiciar aquella esclarecedora conversación que iban a sostener los tres criminalistas. Con ello intentaba distraerse de su insulsa y rutinaria ocupación cotidiana.

—¡Sin formalismos de ninguna clase, señores! —dijo él, atento—. Permítanme que les desee de todo corazón una bienvenida. Les agradezco la buena voluntad que han tenido al aceptar mi invitación. ¡Por un eficaz trabajo conjunto!

Y alzó la copa. Liesowski había llevado una botella de vodka «Bison». Karpfen prefería el vodka polaco al ruso.

Los circunstantes se sonrieron y se tomaron el contenido de la copa.

—No perdamos tiempo —continuó Karpfen.

Los criminalistas se pusieron a sacar actas de investigación de sus carteras de mano. Mientras lo hacían se contemplaban con disimulo unos a otros, circunstancia que no pasó inadvertida a ninguno de ellos, lo cual provocó una reservada hilaridad.

—Si partimos del punto de vista de la similitud —dijo Liesowski—, entonces el caso más importante por analizar es el último, pues con él se suele empezar siempre.

—Exactamente —convino monsieur Prévert, y miró al criminalista varsoviano como si contemplase una botella de coñac centenario—. Con ello tendremos un punto fundamental.

Karpfen le hizo un gesto de asentimiento a Liebig, tras lo cual éste expuso sumiso sus materiales:

—Sobre los datos precisos que puedo darles, el caso habla por sí solo. El asunto parece terminante. La víctima ha sido identificada. Pero, hasta el momento, carecemos de huella alguna respecto al autor del hecho. Disponemos de abundantes alusiones y sospechas, pero sin pruebas definitivas.

—Tal vez podamos aportar algunas indicaciones en este sentido —dijo monsieur Prévert—; pero no sin antes conocer los resultados de sus investigaciones.

Liebig empezó a informar; a medida que iba extendiéndose, más atentos estaban Liesowski y Prévert, quienes se miraban de vez en cuando; al principio, lo hicieron de un modo breve y vago; mas no tardaron en ir compenetrándose con circunspección.

Mientras, Karpfen, que creía conocer todos los datos, permanecía sentado en su butaca con aspecto melancólico y parecía estar ausente de lo que allí se hablaba. En todo ello no encontraba nada que tuviese cierto interés o pudiera ser señalado como algo sensacional. Era del parecer que el homicidio en cuestión había sido obra de un loco, lo cual podía suceder en cualquier nación de las más cultas.

Todo lo dicho por Liebig, comisario de la brigada criminal de Dresde, quedaba resumido del modo siguiente:

En la noche del 12 al 13 de agosto de 1956, fueron oídos gritos en el inmueble número 7 de la Sterngasse, en Dresde. Dichos gritos salieron del piso habitado por una tal Erika Mangler, la cual no tenía profesión determinada. El hecho fue comunicado inmediatamente a la policía, que halló el cadáver mutilado de una mujer. Personado el juez de guardia, se determinó asesinato por móviles sexuales. Inmediatamente, se procedió a la búsqueda del homicida. Las declaraciones de numerosos testigos eran contradictorias, y algunas de ellas absurdas. Erika Mangler estaba en la lista de las mujeres temporalmente prostituidas.

—Existen muchos puntos coincidentes —dijo Liesowski, después que Liebig terminó de hablar, y lo dijo sin dar muestras de emoción—. En 1942, investigué un caso parecido en Varsovia, o sea, parecidos eran el lugar del hecho, la víctima, el proceso de ejecución del crimen, y casi coincidentes los resultados del examen forense.

—Asimismo se parece a otro caso perpetrado en la parisiense calle de Londres, en 1944 —dijo monsieur Prévert.

—¿Cierto? —exclamó Karpfen, y empezó a despertar lentamente de su modorra—. Pero ¿cómo es posible la misma escena en tres lugares totalmente distintos?

—Es muy sencillo —le contestó monsieur Prévert, con voz ronca—. Posiblemente, el autor de los hechos ha recorrido mucho mundo. La última guerra es un ejemplo indirecto de migración de gentes. Tales acontecimientos históricos dejan a menudo paradójicas huellas. En el caso que nos ocupa, necesitamos encontrar alguien que haya estado en los tres lugares coincidiendo además en el tiempo en que se cometieron los tres homicidios.

—¿Cómo concibe usted eso? —preguntó Karpfen, sonriéndose complaciente—. En los años 1942 y 1944, en Europa, estaba todo poco menos que patas arriba.

Liesowski dijo:

—Cuando investigué aquel hecho, me encontré con un punto muy significativo; tanto era así, que un funcionario alemán tomó inmediatamente el asunto en sus manos.

—Dicho funcionario era el oficial alemán Grau, ¿no es así?

Liesowski miró a Prévert, como si acabase de recibir un valioso presente:

—¡Exactamente! Y mi punto de partida en las investigaciones sobre aquel crimen fue el siguiente: un testigo declaró haber visto un hombre con uniforme del ejército alemán salir del lugar del hecho.

—¿Un soldado cerca del lugar del crimen? —exclamó Liebig, objetivamente interesado; se puso a hojear con vehemencia sus documentos, y encontró pronto lo que buscaba—. También yo dispongo de una declaración parecida según la cual fue visto un soldado sentado al volante de un coche que estuvo bastante rato aparcado en una bocacalle. Pero mis funcionarios no encontraron nada que les hiciese despertar sospecha alguna, pues el soldado conductor del vehículo era un sargento apellidado Wyzolla, hombre joven todavía. Esto me parece muy importante si lo relacionamos con los otros dos casos, porque en los años en que se perpetraron Wyzolla era aún niño.

—Ahora nos encontramos en el punto culminante de la cuestión —dijo Prévert, y miró a Liesowski—. ¿Está usted de acuerdo?

El comisario de la brigada criminal de Varsovia contestó:

—En efecto; creo que es el punto culminante.

—¡Un momento! —exclamó Karpfen; estaba totalmente despierto y respiraba como un corredor pedestre—. ¡Calma, señores! ¡Por favor, calma! ¿No perciben que nos estamos metiendo en un terreno escabroso y peligroso?

—¿Por qué? —preguntó Prévert—. Estamos aquí para capturar a un asesino. ¿Qué puede haber en ello de escabroso y peligroso? Por lo demás, hace ya doce años que conozco el nombre del homicida. Hasta ahora sólo me faltaba cerrar la serie de pruebas. En este momento estoy absolutamente seguro de mi asunto.

—También creí entonces conocer al autor del hecho —dijo Liesowski—. Pude hallar con esfuerzo un testigo que hizo exactas declaraciones. El comandante Grau estaba totalmente de acuerdo con mis sospechas. Pero, como era de prever, no pudo continuar investigando aquel hecho sucedido en Varsovia. La declaración de que disponíamos era tan sorprendente, que estuve cierto tiempo resistiéndome a creer en la veracidad de la misma.

—Así me sucedió a mí —dijo monsieur Prévert, haciendo un gesto de conformidad a su colega polaco.

—¡Sean concretos, por favor! —exigió Liebig, impaciente; en aquel momento, no era sino un criminalista, y parecía no advertir la mirada preventiva y el resollar amenazador de Karpfen—. Con sólo teorías no puedo hacer nada, necesito pruebas convincentes.

Como si desenvainase la espada, hizo Prévert un gesto de invitación a Liesowski, indicando que cedía el paso al de más edad; éste dijo:

—Nos referimos a un general apellidado Tanz.

Karpfen saltó de su asiento, estaba colorado como un tomate y daba la impresión de estar a punto de que le diese un vahído. Y, categórico, dijo:

—Con esto queda suspendida la entrevista. No me parecen gratas las últimas observaciones. Por favor, señor Liebig, le ruego que se ajuste a esta medida: le exijo que recoja sus actas y se abstenga de dar más información hasta nueva orden. Siento tomar esta medida, pero no me queda otra solución.

—¿Cómo? —preguntó Prévert—. ¿Es que intenta interceptar la labor de la justicia? ¿No se expresa así cuando se intenta ocultar un suceso?

Karpfen, funcionario del ministerio del Interior, se dejó caer en su butaca, estiró las piernas, sacó un pañuelo y se puso a secarse el sudor de su frente. Con voz opaca, contestó:

—Señores, ustedes son criminalistas y gente experta en su profesión. Pero yo soy un funcionario del Estado y, como tal, tengo mis deberes especiales; funcionario de un Estado a quien le ha costado esfuerzo alcanzar el reconocimiento que se merece, originado por motivos que no corresponde manifestar aquí. En cambio, ustedes, monsieur Prévert y pan[5] Liesowski, son súbditos de naciones de las que no podemos esperar simpatía alguna, lo cual me parece comprensible.

—¿Qué les parece si descorchásemos una botella de champaña de Crimea? —propuso Prévert.

—Me parece bien —dijo Liesowski—. Al fin y al cabo, tenemos motivos para celebrarlo.

Liebig pareció acoger con júbilo aquel respiro. Se levantó diligente de donde estaba sentado y descorchó la botella, y mientras lo hacía mantuvo sus anchas espaldas, y sus no menos prominentes posaderas, dirigidas a Karpfen.

Con perseverante encono, el funcionario Karpfen continuó con su aclaración:

—Les ruego que consideren la siguiente circunstancia: nosotros, el Estado a cuyo servicio estamos mis camaradas y yo, nos vemos en la necesidad de continuar armándonos. Si lo hacemos, es con el único fin de colaborar en defensa de la paz, en cuyo empeño no podemos evitar cierta latente desconfianza, tanto de acá como de allá. Por otro lado, me hago cargo de la importante simpatía que Francia y Polonia han venido siempre prodigándose.

—Su última observación me ha calado profundamente en el alma —dijo Prévert, sin ceremonias. Alzó su copa en honor del criminalista polaco.

A lo que Liesowski dijo:

—Estoy obligado a brindar por ello.

Acalorado, Karpfen continuó:

—Entretanto, no podemos permitir que ustedes pongan en peligro los valores que nos ha costado tanto esfuerzo alcanzar. Sin embargo, les aseguro solemnemente que obraremos con justicia; pero ¡no a costa de un escándalo público! ¡Es un ruego, señores míos! ¡Nuestros generales no son animales silvestres, sino que representan una necesidad vital para nosotros! Les pido comprensión, dadas las circunstancias en que nos encontramos.

—Mi comprensión respecto a los asesinos es extremadamente limitada —respondió Prévert, y se tomó el contenido de su copa—. En cambio, es ilimitada ante una buena bebida o exquisito manjar. De momento, lo que más me interesa es probar el caviar de ustedes.

A la una en punto, el señor Tanz entró en el hotel situado en Kurfürstendamm. Cubría su alta y robusta figura con un traje castaño claro. Su rostro parecía de bronce; sus ojos miraban alejados, como si abarcase con la vista inacabables ejércitos.

En el vestíbulo del establecimiento, encontró en actitud de espera a Wyzolla, que pareció querer saludar a su general como en una parada militar. Fue al encuentro de Tanz y le comunicó discretamente que el apartamento estaba dispuesto según las instrucciones recibidas. El general Von Seylitz-Gabler esperaba al general Tanz para comer en un íntimo círculo familiar.

Tanz hizo un significativo gesto de asentimiento. El paso de los años no había operado sensibles cambios en su aspecto: un atezado cutis que cubría tensamente huesos y tendones; una aguda, prominente y atrevida barbilla; el azul claro de sus ojos, como tiene la gente de mar, al que no le es desconocida la fuerza de los doce vientos; los trazos de sus labios, como labrados por un afilado cuchillo en una masa dura. Sólo parecían más profundos los pliegues que iban de la nariz por las comisuras de los labios hasta la barbilla.

El general Tanz desatendió los movimientos, cual los de un catre de tijera, que le dispensaba el encargado de recepción y, acompañado de Wyzolla, subió la escalera que conducía al primer piso. Allí le hizo una indicación a su voluntarioso e incondicional acompañante para que se quedase a prudente distancia de la puerta, o sea que estuviese de centinela, tras lo cual entró en el apartamento de Von Seylitz-Gabler.

El saludo de bienvenida fue íntimamente cordial. Se miraron, se tendieron los brazos y se dieron fuertes y prolongados apretones de manos.

—¡Por fin! ¡Por fin! —exclamó la señora Von Seylitz-Gabler, con teatral y bien estudiada gentileza.

—¡Esto parece casi como en los inolvidables tiempos pasados! —dijo Von Seylitz-Gabler, al sentarse a la mesa.

—¡A decir verdad, sólo falta nuestra Ulrica! —agregó la señora, que, como siempre, pensaba en la parte práctica—. Pero vendrá más tarde. Debo decirle que Ulrica ejerce una profesión. Es una criatura muy capaz.

—¿Qué tal le ha ido, entretanto, estimado amigo?

Tanz esperaba aquella pregunta, y así, tenía preparada una respuesta. Miró serenamente, como un médico observa a su paciente, y contestó:

—He cumplido con mi deber.

—Habrá tenido dificultades en determinados momentos —conjeturó la señora Von Seylitz-Gabler.

—¿Fue alguna vez fácil cumplir con el deber? —le respondió, jovial, Von Seylitz-Gabler a su esposa—. ¡Cuanto más en los tiempos que corren!

Se hicieron servir el siguiente plato; mientras el camarero lo servía, hablaron de cosas sin importancia. Pero la señora no tardó en volver a hablar de su hija:

—Nuestra Ulrica no nos ha olvidado, ni la tradición de nuestra familia, aunque accidentalmente parezca resistirse a ella.

—A menudo, he pensado en usted —dijo el general Tanz—. Usted y su familia han significado siempre mucho para mí, señor coronel general.

A Von Seylitz-Gabler le conmovieron aquellas palabras. Su esposa pareció experimentar lo mismo. El plato de solomillo de corzo con lombarda estaba exquisito.

—El soldado ha procurado siempre tomar la mejor decisión según se le han presentado las circunstancias —dijo Tanz—. El destino me ha desviado al otro lado, aunque continúo encontrándome en Alemania.

—Es una situación totalmente respetable —aseguró Von Seylitz-Gabler, y se llevó el tenedor lleno de lombarda a la boca, seguido de una buena ración de arándanos—. En el fondo, lo que usted ha pasado no es sino el resultado de aquellos difíciles a la vez que victoriosos tiempos bajo la dirección del cabo bohemio. En aquella ocasión permanecimos impertérritos en nuestros puestos, lo cual podemos enunciar con toda seguridad: ¡la ley es un mandato! Bien mirado, obramos así para evitar males mayores. Si no lo hubiésemos hecho, otros crueles y desaprensivos advenedizos hubieran ocupado nuestros puestos.

—Algo parecido me sucedió en los últimos tiempos —dijo Tanz—. Siempre he procurado obrar lo mejor posible, y todo lo que he hecho ha sido pensando en el beneficio de Alemania.

¿Es que toda mi actividad en la otra parte no ha sido en beneficio de los alemanes?

—Indudablemente —convino Von Seylitz-Gabler—. ¡Es un valioso material humano! Se aprecia en la persona de su sargento Wyzolla: es un hombre firme como un roble.

—¡Es uno entre muchos! Por causa de hombres así, he creído conveniente no eludir mis compromisos hasta que un día se reconozca la necesidad de edificar una Alemania valiosa e indivisible.

—¡Bravo! —exclamó Von Seylitz-Gabler, conmovido—. Sus palabras honran mi modo de pensar.

Y la señora aseguró:

—No puede usted imaginarse la alegría que nos causa el tenerle de nuevo entre nosotros. Le hemos echado mucho de menos.

—Estoy sumamente agradecido —aseguró Tanz, y tomó la mano de la señora Von Seylitz-Gabler y se la besó con eficiente caballerosidad—. Si todas las personas fueran como usted, respetable señora, no tendríamos tantas complicaciones. Pero, dado el estado de cosas, debo temer, desgraciadamente, enojosas equivocaciones.

Von Seylitz-Gabler se recostó en su asiento; estaba satisfecho por la excelente comida y la agradable compañía. Con importante tono, dijo:

—Usted, estimado amigo, debe saber que en nuestro país se vuelve lentamente a respetar los verdaderos valores y a escuchar las viejas experiencias. Quedan atrás los tiempos de la desatinada crítica, de la confusión intelectual y del deleznable enlodamiento de nuestra propia casa. Poco después de la guerra se solicitaba de las criaturas que nos mirasen despectivamente. A la juventud se le convenció para que descargase todo el escarnio posible sobre nosotros. Muchos de nuestros camaradas se hallaban poco seguros. Pero todo ello pertenece ya al pasado.

—No puede hacerse usted una idea —intervino la señora— de lo mucho que hemos sufrido, aunque nos hayamos mantenido en una actitud imperturbable.

—Al principio, aquello era verdaderamente humillante —continuó Von Seylitz-Gabler, y bajó su entrecana cabeza—. Me abochorna pensar lo que los periódicos alemanes escribían, lo que los literatos soltaban de sus sucios dedos, lo que vertían las emisoras de radio: ¡Agua de estiércol a cubos! Pero queremos olvidarlo. Aquellos hombres descarriados han mejorado su actitud y rectificado sus errores. En la actualidad, abre usted un periódico y encuentra que tiene carácter; lee un libro y se encuentra con la grandeza de nuestro pasado; escucha las emisiones de radio y no se oye ninguna palabra contra el vigor de la estructura y de la tradición.

—A eso lo llamo yo una verdadera conciencia —convino Tanz—. Valdría la pena luchar por ello. Me parece acertado lo que acaba de decir, señor coronel general.

—No quiero darme más importancia que la que tengo —respondió Von Seylitz-Gabler, pertinente—. Hemos soportado tiempos dificilísimos. Pero ¿tienen los tiempos difíciles otro sentido que el de ser soportados? Los antimilitaristas o pacifistas son en la actualidad gente prácticamente muerta; pueden hablar y escribir cuanto quieran, pero ya no ejercen influencia en la sociedad.

—En el otro lado, o sea de dónde vengo, pasó poco más o menos lo mismo —dijo Tanz, y se quedó pensativo.

Von Seylitz-Gabler relató no sin cierto orgullo bien justificado:

—Para que usted se haga una idea de cómo ha sido enfocada de nuevo nuestra vida espiritual hacia un verdadero e importante medio, basta decirle que no sólo vuelve a escuchársenos a nosotros, viejos y experimentados soldados, sino que también se nos busca para oímos. Actualmente, se disputan mis memorias; se ha concertado un contrato con una editorial inglesa, y una gran revista norteamericana me ha solicitado los derechos de edición.

—Es plausible —reconoció Tanz—. Aquí reina un ambiente en el que se puede respirar. Le felicito, y quiero agregar: ¡Nadie lo tiene tan bien merecido como usted!

—Por ningún concepto he pretendido enumerar mis éxitos personales, sólo he querido esbozarle un cuadro de nuestra situación actual. Y espero que usted se dé cuenta de dónde está el verdadero campo de acción de los hombres beneméritos. Con toda franqueza, estimado amigo: ¿Tendría deseos de incorporarse a nosotros?

Tanz, que había mantenido su cuerpo levemente inclinado, se enderezó. Su rostro, rígido como el hormigón, parecía resplandecer. Y, como si soltase palabras troqueladas por su boca, dijo:

—Para mí, el sentido del deber es lo sublime; pero tiene que ser un sentido del deber liberal. Servir para uno mismo no cabe en mi modo de pensar; prefiero un servir juicioso.

—¿Quiere con eso decir que tarde o temprano está dispuesto a borrón y cuenta nueva? —exclamó Von Seylitz-Gabler, feliz.

—Me atrevería a esperar un trato adecuado.

—¡Qué bien! —intervino la señora, y puso amablemente su mano sobre la de Tanz—. Sin duda se encontrará bien entre nosotros. Nuestro círculo de amistades es muy amplio, y nuestras reuniones sociales vuelven a tener forma y brillantez. Hasta ministros se sienten honrados con poder asistir a nuestras reuniones.

—¡Es que también es un honor para dichos personajes! —exclamó Von Seylitz-Gabler, con buen humor—. ¡Pero usted, querido Tanz, será siempre recibido con particular cordialidad! Existen múltiples posibilidades, por ejemplo: puede desarrollar una actividad privada; dedicarse a la publicidad; introducirse en la industria, con ayuda de nuestro amigo Kahlenberge; escribir sus memorias por encargo oficial; hacerse consultor, o bien reincorporarse al servicio militar, etcétera.

Tanz hizo un leve ademán:

—Como usted sabe, mi lema ha sido siempre el mismo. ¡Ser más que aparentar! Por eso desearía algo que me apartase de lo sensacional

—¡Serán respetados sus deseos, déjeme hacer a mí! Esta misma noche, contando con el asentimiento suyo, daremos una pequeña recepción; invitaremos a unas diez o doce personas; entre ellas hay gente de mucha influencia. También invitaremos al amigo Kahlenberge. Así podrá usted hacer una especie de sondeo, sin compromiso alguno, por supuesto. ¿Está de acuerdo?

—Con mucho gusto —contestó Tanz, y su voz sonó conmovida; la copa que sostenía en la mano crujió entre sus convulsos dedos; su mano quedó ensangrentada, más pareció no advertirlo; con correcto— comedimiento, concluyó: —Les estoy agradecido.

Informe intermedio

Más documentos, extractos de manuscritos; resultados de indagaciones, y declaraciones.

Extracto del manuscrito de la conferencia que Kahlenberge tenía intención de dar ante un selecto público, en Berlín:

… Creo de suma importancia no confundir el concepto soldado con el concepto guerra, sino separarlos concienzudamente. Pues al instruir a un hombre para la guerra, se le instruye también para el homicidio. Y si se afirma con auténtica buena fe que se le instruye para el mantenimiento de la paz, entonces es necesario asimismo formarlo como persona. No hay otra salida.

Instruir hombres para una ciega obediencia es equivalente a convertirlos en necios, lo cual es la forma más cómoda para mantener la influencia sobre la tropa, procedimiento que nada tiene que ver con el mandar a hombres. La formación de un ejército debe ser un proceso espiritual y no un trabajo de organización rutinario. Un ejército no puede estar en manos de hábiles políticos que estén en el Poder, sino en las de hombres inteligentes y con espíritu de responsabilidad.

Si el transcurso de la Historia consiste en la llamada legitimidad, entonces estamos perdidos. Pero si la Historia significa solamente enseñanza y experiencia, reconozcamos que es necesario romper con el pasado, y hacerlo de un modo radical. Mientras el soldado sea sólo un luchador, un guerrero, un acataórdenes y un homicida, se verá sometido a las voraces y sanguinarias fieras de la guerra…

Fragmentos de una carta que Guillermina Von Seylitz-Gabler dirigió a la esposa de un hermano suyo, el cual era un resorte importante en un ministerio:

… Seguro que te acuerdas del general Tanz, pues te he hablado mucho de él. Tú sabes que nunca fantaseo; pero siempre le he tenido simpatía al general Tanz. Es un hombre de acción, y quizá sea uno de los últimos que quedan. Me gustaría que Ulrica, que tanto me preocupa, se casara con él.

… La suerte quiso que Tanz se quedase en la zona oriental, donde se ha esforzado en cumplir con su deber y ha salido airoso en tal cumplimiento. Vero ¡con cuánto sacrificio!

… Ha depositado toda su confianza en Herbert y en mí. Si alguna vez se ha dado un caso de verdadera conciencia, es en la persona de él. Deberías procurar hablarle de ello a tu esposo y querido hermano mío. Pues es necesario tomar una determinación en favor de él. Por mi parte, no hay inconveniente alguno. Pues lo que esos soviets se hayan permitido en este caso…

Nota de una conversación telefónica, desde Berlín oriental a Dresde, entre el comisario de la brigada criminal Liebig y el inspector Homtrager:

Fragmento de las memorias del señor Von Seylitz-Gabler, tomado del capítulo que lleva por subtítulo «La encrucijada del deber».

Sin presunción, y con pertinente comprensión, puedo decir que nunca eludí problema alguno. Procuré siempre ser un padre para mis soldados. Jamás me pasó por la imaginación capitular ante un cabo Hitler; por eso procuré ayudar a mis soldados a obtener una existencia, comparativamente digna, con lo que pude evitarles males mayores a muchos de ellos. Y, con no abandonar mi puesto, serví al futuro de Alemania.

Aunque no coincida exactamente en muchos puntos, se encontró en parecida situación, después de la segunda guerra mundial, uno de mis camaradas, el benemérito general Tanz. También él actuó siempre teniendo en cuenta a Alemania, a los soldados y hombres alemanes que lucharon para defender las conquistas de Occidente…

Nota de una conversación sostenida por teléfono entre Homtrager, inspector de la brigada criminal de Dresde, y Liebig, comisario de la misma, que se encontraba en Berlín oriental: