Capítulo segundo

Kahlenberge apareció puntual en el vestíbulo del hotel en Kurfürstendamm, a la hora acordada. Sin embargo, no vio a monsieur Prévert sentado en ninguna de las numerosas butacas. Se dirigió a conserjería, pidió un periódico y se sentó cerca de la entrada, desde donde contemplaba embebido el esmerado lujo del hotel.

Se le acercó un botones y le comunicó discretamente:

—¿Es usted el señor Kahlenberge? Un señor llamado Prévert le llama al teléfono.

Monsieur Prévert comunicó:

—Me he retrasado. Por lo tanto, le ruego, estimado amigo Kahlenberge, que me espere un poco más. Pero se me antoja que esa breve espera no le aburrirá, y aun estoy convencido de que será así.

—¿Y por qué no, querido?

—Porque es muy posible que se encuentre con un antiguo conocido suyo —le contestó amablemente monsieur Prévert.

—¿No se le habrá ocurrido también alojar a Von Seylitz-Gabler en este hotel?

—¡Naturalmente! ¿Por qué he de dispersar nuestras fuerzas? Por lo demás, estimado amigo, debería tener en cuenta lo siguiente: sería muy oportuno que Von Seylitz-Gabler invitase a Tanz.

Tras aquella conversación, Kahlenberge volvió a sentarse en la butaca; impaciente, tenía puesta la mirada en la escalinata que conducía al primer piso. No necesitó esperar mucho: vio a Von Seylitz-Gabler descender al vestíbulo; tenía el aspecto de un digno caballero con pelo entrecano sobre un rostro cesariano, aunque con un verdadero porte de sargento mayor que se siente como un maharajá. Su andar era sublime.

Al advertir la presencia de Kahlenberge, se desconcertó levemente y se le pusieron los ojos como los de un conejo cuando ve acercarse una serpiente. Aquella reacción duró sólo unos segundos, pasada la cual tendió las manos hacia Kahlenberge e inició una sonrisa:

—¡Qué casualidad! ¡Parece increíble! ¡Verdaderamente, suceden maravillas y sorpresas! ¿Cómo está usted, estimado señor Kahlenberge?

—Tengo pensado dar una conferencia aquí, en Berlín —contestó éste.

—Pues yo estoy preparando mis memorias —explicó Von Seylitz-Gabler, solícito—. Parece que se comenta mucho acerca de este asunto. Varios editores van detrás de mí husmeando la verdad acerca del final de nuestra guerra. Tenemos proyectado editarlas en tres tomos con ilustraciones y guiones, con el fin de que puedan ser adaptadas al cine; queda la posibilidad de que, luego, pasen a Hollywood. Además, he recibido ya algunas ofertas del extranjero.

—¿Y cómo está su respetable señora? —preguntó Kahlenberge.

—¡Excelentemente, dadas las circunstancias actuales!

A poco, apareció la señora Von Seylitz-Gabler, que también mantuvo su habitual aplomo. Su huesuda mano apretó resuelta y segura la de Kahlenberge.

La siguiente media hora perteneció a la distinguida señora. Kahlenberge escuchaba con resignación; contestaba a preguntas y recibía explicaciones, mientras esperaba la oportunidad que le permitiese ocuparse en lo que le había encomendado Prévert. Y dicha oportunidad llegó cuando dicha señora concedió una pausa en su discurso.

—Es un placer —dijo Kahlenberge— poder estar sentado en armonía entre viejos amigos. Ello hace despertar el deseo de revivir tiempos pasados. En resumen: para completar esta agradable reunión, falta sólo el general Tanz.

—¿El general Tanz? —exclamó la señora Von Seylitz-Gabler, como empujada por el embate de una ola de recuerdos—. ¡Fue todo un hombre!

—Y, además, un general ejemplar —intervino Von Seylitz-Gabler, convencido de sus palabras—. Al menos, lo fue mientras estuvo bajo mi mando.

—Sin embargo, está ahora al servicio del mundo oriental —dijo Kahlenberge, con frialdad—. Es decir, está a sueldo de los soviets.

—Usted nunca fue amigo de él —le respondió la señora.

Con el fin de suavizar el diálogo, intervino Von Seylitz-Gabler:

—El meritísimo Tanz estuvo a punto de enviarme al otro mundo, a raíz de los sucesos del 20 de julio; pero no le di la oportunidad.

La señora Von Seylitz-Gabler soltó una sonora carcajada:

—¿Es que entonces Tanz no habría cumplido con su deber si lo hubiese hecho?

—Fue un acontecimiento verdaderamente trágico, desesperado. No obstante, la tragedia va acompañada de grandeza.

Kahlenberge volvió a sus anteriores insinuaciones:

—¡Es una verdadera pena que el general Tanz no esté reunido con nosotros! Me gustaría volver a verlo. ¿No creen ustedes que deberíamos invitarlo? No es fácil que vuelva a presentarse otra ocasión para hacerlo.

—Me parece muy bien su proposición —dijo la señora Von Seylitz-Gabler. Y, dirigiéndose a su esposo, le preguntó—: ¿No eres del mismo parecer, Herbert?

Von Seylitz-Gabler convino:

—La probada camaradería entre nosotros, viejos generales, nada tiene que ver con las actuales fronteras y banderías. En nosotros, hasta el mismo enemigo será siempre tratado con refinada caballerosidad. Cuando entonces se me obligó, por orden de la superioridad, a firmar el documento de capitulación de mi ejército, saludé militarmente a un general soviético que tenía delante de mí.

—Entonces, escriba unas líneas a nuestro camarada Tanz —aconsejó Kahlenberge—, invitándole a que nos visite.

—Con mucho gusto —contestó Von Seylitz-Gabler, solícito, pues su esposa movía los ojos como si fuesen banderas de señales de la marina—. Pero, si invito a Tanz a nuestra reunión, ¿quién me garantiza que esa invitación llegará a sus manos?

—Soy comerciante —contestó Kahlenberge— y como tal puedo ser eficaz, dado que me dedico a negocios de ámbito internacional. Así puedo hacer que esa carta llegue cuanto antes a su destinatario.

Entonces, Von Seylitz-Gabler sacó papel de cartas y un sobre de su bolsillo; tanto lo uno como lo otro llevaban impreso en letras góticas: «Von Seylitz-Gabler». En dicho papel escribió lo siguiente:

Estimado y respetable camarada: Nosotros, el camarada Kahlenberge y un servidor de usted, estaríamos sumamente satisfechos de verlo de nuevo. Le esperamos para cambiar impresiones relativas a ulteriores posibilidades. Sin duda, respetamos incondicionalmente su especial situación. Venga a vernos lo antes posible. Nos hospedamos en un hotel de Kurfürstendamm, en Berlín.

Allí le espera, entre otros, su viejo camarada. Von Seylitz-Gabler

Aquel mismo atardecer, dicha carta llegó a manos de monsieur Prévert. Y Kahlenberge le informó acerca de su contenido y de cómo había procedido para que fuese escrita. Los dos se rieron gozosamente.

—Espero —dijo Kahlenberge, con suave ironía— que esté usted satisfecho de mi papel.

Tomaron el coche y se dirigieron a la taberna de Mutter Neuhaus, situada en las cercanías del teatro Schiller. Era un angosto y largo local, con numerosas mesas individuales, luz discreta, suelo con baldosas de madera, cómodos asientos y pacíficos parroquianos. Ninguna de las conversaciones entre los concurrentes superaba el agradable ruido de las copas y botellas.

Mutter Neuhaus se acercó contoneándose a la mesa a que estaba sentado Prévert, a quien saludó con sencilla cordialidad y le trató como si fuese un berlinés nativo. En los últimos diez años, lo había visto pocas veces, aunque había advertido en seguida en aquel hombre, de cara redonda y ojos de mirada cautivadora e inteligente, a un buen catador de vinos.

—Esta misma noche —dijo monsieur Prévert— enviaré esta carta al general Tanz. Tal vez mañana esté ya en su poder. Si todo marcha bien, puede que pasado mañana Tanz se encuentre aquí, pues estoy seguro de que vendrá.

—Es de esperar que usted no se equivoque. Bien podría suceder que no aceptase la invitación.

—Si no me engaño, esta invitación supone para él lo que un bote para un náufrago.

—Manifiesto sueño dorado de la señora Von Seylitz-Gabler ha sido siempre ver a su hija convertida en la esposa de un general, para lo cual tenía puesto el ojo en Tanz. Y se da la circunstancia de que Ulrica continúa soltera.

—Sabremos preservarla del sueño dorado de su madre.

—Por descontado, toda vez que usted es quien dispone del destino. ¿Y le divierte esta gran cacería?

—A veces, tengo la deprimente sensación de que nosotros, los policías, andamos a la caza de enfermos, de fichados y de anormales, dignos de lástima. Pero no podemos capturar a los verdaderos delincuentes de este mundo, a aquellos que juegan con la muerte como los niños lo hacen con sus bolitas.

—Que pase buena noche —le dijo Kahlenberge, y su ironía era suave como el agua de lluvia.

La mañana siguiente la pasó Prévert en su habitación del hotel donde se hospedaba, situado en Steinplatz; estaba junto al teléfono mientras revisaba los documentos que hacían referencia al homicidio perpetrado el 20 de julio de 1944 en la calle de Londres: dichos documentos pertenecían a la Sureté.

Durante aquella sugestiva ocupación, recibió una noticia de Antibes. El hombre de confianza que tenía allí, según lo convenido, se había puesto en contacto con Edouard Manessier; por su parte, éste había procedido, tal y como le había indicado Prévert en el telegrama, con Hartmann, quien, como era de esperar, había reaccionado favorablemente al telegrama de su madre. Así, pues, había tomado el avión de la línea Niza-Génova-Munich-Berlín, adonde llegaría a las 19:47 horas, al aeropuerto de Tempelhof.

Inmediatamente tuvo Prévert una conversación telefónica con Ulrica von Seylitz-Gabler. Con habilidad, despertó el interés de la joven, que, tras un momento de vacilación, dijo estar dispuesta a ir al restaurante Copenhague después de terminar su trabajo a las seis de la tarde.

Poco antes de mediodía, recibía Prévert la tan esperada llamada telefónica del funcionario Karpfen; se le comunicó que Liebig, comisario de la brigada criminal de Dresde, había llegado con los datos pedidos, y que le esperaba, para entrevistarse, a las dos de la tarde.

Prévert llegó al Berlín oriental a la hora en punto. Saludó al funcionario Karpfen, que, a su vez, le presentó a Liebig, comisario de la citada brigada. Primeramente hablaron de cosas sin importancia y cambiaron los cumplidos de rigor, eludiendo cualquier alusión política, tras lo cual entraron de lleno en el asunto.

El comisario Liebig estaba recostado en su asiento, como un cochero en el pescante de su carruaje. Era tan grueso que parecía un balón de fútbol con piernas y cabeza. Daba la impresión de un hombre al que le costara gran esfuerzo el solo intento de dar un paso. Además, esbozaba una sonrisa, ilusoria como la de la luna figurada en los cuadros de los románticos. Y, como si estuviera leyendo el parte meteorológico para la navegación marítima, comenzó diciendo:

—Si no estoy mal informado, usted supone que existe cierto paralelismo entre el homicidio perpetrado en Dresde e investigado por mí y otro hecho homicida.

—Una cierta similitud demuestra mi suposición —confirmó monsieur Prévert.

El comisario Liebig abrió su cartera de mano, que parecía un maletín, repleta de documentos, tras lo cual dijo:

—Quizá lo más sencillo sea hacer un intercambio de las presentes actas de investigación.

Prévert reconoció que era lo más práctico. Liebig parecía el típico profesional; un crimen era un crimen, cuya consecuencia resultante era la pregunta: ¿Quién puede ser el criminal? Y lo que importaba era seguirle la pista.

Por lo tanto, se hizo el intercambio de actas. Los dos sabían que aquellos documentos no eran completos, debido a la conveniencia de guardar en secreto ciertas cosas y los métodos de trabajo. Pero se conformaron, dado que no podían elegir otra cosa.

Se pusieron a hojear los papeles. Su experiencia de muchos años les permitía abarcar con una sola mirada los detalles de más importancia, y leer rápidamente las actas de investigación.

Estaban uno frente al otro sentados en duras butacas, que ya habían utilizado los empleados prusianos; luego, los funcionarios de la policía imperial; más tarde, los funcionarios del Servicio de Seguridad de la República de Weimar; posteriormente, los miembros de la Gestapo y de las S. S., y, finalmente, los comisarios de la brigada criminal de un estado recién formado.

—Realmente, parece tratarse de dos casos paralelos —comentó el comisario Liebig, al finalizar la lectura, y denotó estar profundamente impresionado.

—También yo soy de ese parecer —respondió Prévert.

—No obstante, muchos detalles pueden coincidir por pura casualidad —dijo el comisario Liebig, reflexionando.

—Tratemos de determinar cuáles son los puntos que tienen una determinada analogía —aconsejó Prévert—. Enumeremos simplemente todo lo que tenga significativa coincidencia en ambos casos.

—Eso sería el método más sencillo que se nos ofrece —respondió Liebig—. Sin embargo, no aconsejo apurar ahora todas las posibilidades, porque podría resultar muy precipitado.

—¿Por qué? —inquirió Prévert, atento.

—Poco antes de mi salida de Dresde, recibí una noticia de Varsovia, y precisamente de la jefatura de Policía, la cual va firmada por un tal Liesowski. ¿Sabe usted lo que me comunica en ella? Liesowski dice que en Varsovia sucedió un caso parecido al ocurrido en Dresde.

—¿Cuándo? —preguntó Prévert, vehementemente.

—En 1942 —contestó Liebig.

—¡Hay que llamar inmediatamente a ese Liesowski! ¿Puede usted hacer que venga?

—Puedo —contestó Liebig, solícito.

A las seis menos cuarto, Prévert aguardaba sentado en el restaurante Copenhague. Nunca había visto a Ulrica von Seylitz-Gabler, salvo en unas fotografías. A pesar de todo, la reconoció en seguida.

La muchacha o, mejor dicho, la joven mujer, que entró a las seis en punto en el restaurante, correspondía a la imagen que él tenía formada de ella. Sus andares denotaban una enfática serenidad; su cuerpo era esbelto y nervioso. Lo más cautivador era su pelo, corto y ensortijado, que habría dado a su rostro un aspecto de indiferencia de no ser por la atenta y serena expresión de sus ojos.

Prévert creyó darse cuenta de cómo debía proceder: franco congraciamiento, para inspirar confianza, sin industriosas maniobras de acercamiento ni protectora capciosidad. A Ulrica von Seylitz-Gabler solamente se la podía atraer con sinceridad.

Se saludaron con comedida y desligada amabilidad, parecieron no desagradarse uno al otro, y, a los pocos minutos, se franquearon casi como viejos conocidos.

—Ante todo, quiero aclararle una cosa —dijo monsieur Prévert—: conozco parte de su vida mejor de lo que usted se figura.

—Usted mencionó por teléfono el nombre de Hartmann, y ésa ha sido la razón de que haya venido. ¿Qué sabe usted de él?

—Muchas cosas. Mi amistad con Hartmann empezó en julio de 1944.

—A partir de aquella fecha —dijo Ulrica—, cesó nuestra amistad, o, más exactamente, nuestras relaciones quedaron cortadas.

—Soy funcionario de la policía parisiense, quizás esto le aclare algo.

—¿Y habla usted de Rainer Hartmann como de un buen amigo suyo? Me sorprende.

—¿Por qué?

Sobrecogida, Ulrica miró a Prévert; por sus ojos pasó fugaz un destello de angustioso desvalimiento; pero superó rápidamente aquel momento de flaqueza:

—¿Qué quiere usted saber de mí?

—Nada —contestó Prévert, escuetamente—. Es decir, nada que pueda causarle molestia.

—¿Tiene usted amistad con Hartmann?

—Soy su amigo, que significa algo más que amistad. Tal vez Hartmann no lo sepa. Pero quizá sea conveniente que usted esté enterada de ello.

—No sé por qué, pero usted me inspira confianza —dijo Ulrica.

La joven se tomó un sorbo de cerveza danesa que le había servido el camarero mientras contemplaba a Prévert, y, a medida que lo hacía, iba fiándose más de aquel hombre, y así empezó a contarle cuanto sabía, que, aunque no mucho, era muy importante:

—En aquella ocasión, el 20 de julio de 1944, en París, se dijo que Hartmann había desertado, y que su deserción estaba relacionada con el horripilante asesinato cometido en la calle de Londres.

—Comoquiera que sea, usted no creyó a Hartmann capaz de cometer un acto así.

—Considero totalmente absurda cualquier acusación de orden criminal contra él.

—Celebro su criterio respecto a esta cuestión, pues revelará muchas cosas.

—¿Revelar qué? —preguntó Ulrica, y sus ojos reflejaron de nuevo inquietud—. ¿Tiene usted que comunicarme alguna noticia desagradable?

—Puede estar tranquila. Nada de lo que voy a decirle es desagradable. Pero es posible que lo que pienso pedirle no sea agradable.

—Ante todo, dígame: ¿Cómo está Rainer Hartmann?

—Bien, adecuadamente a las circunstancias.

—¿Cuándo lo vio usted por última vez?

—El verano pasado. Suelo pasar mis vacaciones en la población donde él reside. Cenamos juntos una vez a la semana; al igual que a mí, le gusta beber clarete.

—¡Por favor, continúe! —pidió Ulrica.

—Caso que le interesen los detalles —dijo Prévert, obsequioso—, puedo decirle que Hartmann continúa soltero. No sé si alguna vez ha pensado en casarse; pero sí puedo asegurarle que le es prácticamente imposible hacerlo, pues no puede conseguir los papeles necesarios sin aventurar su existencia. Debo aclararle una cosa: en 1944, lo llevé allí donde vive ahora, y lo dejé bajo la protección de unos seguros y buenos amigos míos; y, como éstos son personas influyentes, Hartmann posee el carnet de identidad francés y, desde ayer, un pasaporte francés.

—¿Por qué ayudó a Hartmann en aquella ocasión? ¿Por qué sigue estimándolo como amigo suyo? Eso únicamente es posible si usted lo considera inocente de la acusación que pesa sobre él.

—Me faltaban las suficientes y convincentes pruebas de su culpabilidad. A ello se sumó un relato de los más extraños que oí en toda mi carrera profesional, bastante saturada de casos de la más diversa índole. Un relato que hasta el momento ha quedado sin punto final. Y nada me desasosiega tanto en este mundo como los relatos sin punto final.

El local fue llenándose lentamente. Por delante de la puerta del establecimiento empezaba a aumentar el tránsito rodado del atardecer por Kurfürstendamm. La acorralada ciudad estaba llena de vida. Prévert consultó su reloj de pulsera.

—¿Es que le entretengo? —inquirió Ulrica, al momento.

—Perdón —contestó Prévert—. Esta pregunta tendría que habérsela hecho yo, estando, como estoy, informado de que los padres de usted se encuentran en Berlín.

—Anoche cené con ellos. Y es probable que mañana comamos juntos. Pero ¿cómo sabe usted que mis padres están en Berlín?

—Me lo dijo un amigo mío, el señor Kahlenberge, que se aloja en el mismo hotel. Ha venido para dar una conferencia; tal vez consiga yo ofrecerle importante material para ella.

—Por favor, cuénteme más sobre Rainer Hartmann.

—¿Cómo no? Casi no ha cambiado nada; continúa siendo el mismo buen mozo con su dulce y melancólica cara angelical. Pero en su interior parece existir una herida grave, herida que hasta hace poco no parecía estar en vías de curación, aunque esa circunstancia puede variar rápidamente.

—¿Y desde entonces no ha estado en Alemania?

—No ha podido hacerlo sin correr el riesgo de ser detenido. Al principio, estuvo acusado de desertor, acusación que proscribió a la terminación de la guerra. Pero recayeron, además, sobre él las sospechas de ser autor de aquel asesinato. Un hombre de la sección de contraespionaje en París, apellidado Grau, conocía toda la verdad respecto a aquel caso; pero lo mataron, por lo cual el caso Hartmann pasó a manos de la policía de lo criminal alemana, en cuyas listas de delincuentes reza todavía el nombre de Hartmann. Un asesinato no prescribe tan fácilmente. Hartmann sospecha que existen todavía los correspondientes expedientes sobre su acusación, en los que no hay un punto siquiera en favor de él.

—Eso debe de ser horrible para él, pues fue siempre un hombre sensible —dijo Ulrica, con voz apagada.

—Hartmann ha intentado eliminar ese complejo. Estuvo decidido a no hablar más de este asunto ni a pensar en él. Pero todo intento resultó infructuoso, pues continúa perteneciendo a las contadas y apreciables personas que no desean sino empezar una nueva vida.

—¿Es que piensa en ello?

—Me parece que es la principal cuestión para Hartmann. ¿No tendría usted interés en preguntárselo personalmente?

A Ulrica le pareció verse sobrecogida por una desbordante emoción:

—¿Quiere darme a entender que puedo hablar con Hartmann, poco menos que aquí, en Berlín?

—Así he querido expresarme —contestó Prévert—. Y si antes he consultado el reloj, lo he hecho para no perder la llegada de cierto avión. ¿Quiere acompañarme, Ulrica?

—Sí —contestó—; pero no sé cómo conducirme en su presencia.

—Hágalo con la mayor naturalidad posible —aconsejó Prévert—. Camino del aeropuerto, le daré ciertas instrucciones. Todo lo demás lo confío a su instinto.

—Me siento abandonada a merced de las circunstancias —dijo Ulrica.

—Se equivoca —respondió Prévert, bromeando—. Aquí el único que puede sentirse abandonado soy yo, pues me sucede como si le hubiese entregado a usted la llave de mi tesoro. Pero conozco el proverbio; si no dejase la llave en sus manos, me convertiría en un hombre impotente.

Informe intermedio

Otros documentos y notas para reconstruir el complejo de hechos relativos a Berlín.

Comentario del teniente mayor Félix Steinbeisser, que perteneció al llamado Ejército Nacional Popular. Procedía de las filas de la Juventud Libre Alemana; fue oficial; luego, oficial de la sección política y empleado en el ministerio de Defensa. En 1957, abandonó la República Democrática Alemana por razones de «conflictos ideológicos». Llegó a la Alemania occidental, donde actuó de «experto en cuestiones militares orientales».

El siguiente comentario —llamado consulta— lo cedió tras de muchas exigencias y a trueque de unos honorarios:

El general Tanz fue un personaje prominente en la esfera del Ejército Nacional Popular, aunque pareciese estar en segundo plano. Si carecía de popularidad, fue porque no quiso o no fue capaz de intervenir en asuntos políticos. Tanz era únicamente militar.

Después de haber caído prisionero, pasó varios años en Silesia y en la Unión Soviética. Nunca fue nombrado dentro del marco del Comité Nacional de la Alemania Libre; sin embargo, creo en la posibilidad de que él tuviese alguna relación con la referida institución.

Al constituirse el Ejército Nacional Popular, se le encomendaron importantes misiones y planes directivos de organización. A partir de 1955, estuvo al mando de un cuerpo de ejército de tanques en la plaza de Dresde.

En 1956, el general Tanz desapareció de la esfera de la opinión pública. A partir de entonces no oí hablar de él oficialmente. Aquí no puedo insertar ninguna de las conjeturas que circulan en torno a su persona, por no permitírmelo mi característica tendencia a la verdad histórica.

Instrucciones del profesor Kahlert, ex teniente mayor y luego capitán en el estado mayor del general Von Seylitz-Gabler, las cuales fueron transmitidas al señor Kahlenberge. Su reconstrucción se logró gracias a la ayuda de unos apuntes que proporcionó el señor Kahlenberge:

Kahlert: Ante todo, le agradezco cordialmente la buena voluntad de dar una conferencia ante nosotros. Al decir «nosotros», quiero referirme a personas de igual ideología. Nuestro club político, que lleva el condicional atributo «Club académico de Amigos de la reconstrucción y Custodia de los deberes tradicionales», asimismo llamado «Club Tradicionalista», lo componen beneméritos ex oficiales, impertérritos ancianos de diversas organizaciones, relevantes artistas, estudiantes patriotas y científicos conscientes de su deber. En una palabra, usted se encontrará ante un auditorio donde podrá dar soltura a su espíritu de soldado.

No dudo de que usted está convencido de que en nuestra organización impera la libertad de pensamiento. Eso no impide que nosotros sepamos respetar ciertas e irrebatibles exigencias de carácter fundamentalmente nacional. Le digo esto a título de información y con el firme convencimiento de que tales aclaraciones son totalmente superfluas para usted, respetable señor Kahlenberge, pues han sido hechas simplemente por rutina.

Por lo tanto, debe usted considerar lo siguiente: la reunificación que tanto ansiamos todos nunca será puesta en peligro por nosotros, sino por los otros. Más aún: sólo existe una Alemania competente, que es la nuestra. Bonn no es Pankow. Si alguna vez los alemanes tienen que luchar entre sí, entonces se sabrá de antemano dónde están los buenos alemanes. ¡Sólo nuestra causa es la verdaderamente justa!

Pero ¿para qué le digo todo eso? Usted sabe bien lo que actualmente sucede en Alemania. Al fin y al cabo, usted fue general. Hay que confiar en hombres como usted; si no, ¿en quiénes confiar?

Conversación telefónica entre el ministerio del Interior de Berlín oriental y la Dirección de Seguridad de Varsovia. Hablaron Liebig, comisario de la brigada criminal, y Román Liesowski, también comisario de policía.

Esta conversación telefónica forma parte de una serie de datos que se llevó un funcionario del Servicio de Seguridad de la República Democrática Alemana, al pasarse a la Alemania occidental, y que ya hemos citado en un anterior informe intermedio. El diálogo fue en alemán:

Instrucciones dadas por monsieur Prévert a Ulrica von Seylitz-Gabler en el taxi que los llevó desde el restaurante Copenhague, en Kurfürstendamm, hasta el aeropuerto de Tempelhof:

Procure dar la impresión de que el encuentro con él ha sido una casualidad. Pero no se lance a él en seguida; dele la posibilidad de que la reconozca; facilítele unos segundos de preparación interior.

Cuantas más explicaciones le dé usted a Hartmann, y mejor si se limita a insinuaciones, menos riesgo correrá de ser preguntada. La práctica demuestra que el hombre olvida antes lo que le han contado que lo que le han preguntado.

Para mí es importante que Hartmann esté rodeado de un ambiente lo más agradable posible. Debe sentirse seguro y bien.

Intente sugerirle que no es aconsejable visitar de noche el sector oriental, ni tampoco de día. Aconséjele amablemente que se quede a pasar la noche en el sector occidental. Propóngale que se aloje en la pensión Phoenix, en la calle Nürnberger; aquí tiene la dirección. Allí ya están avisados para que le faciliten una habitación.

Lo más importante es que no mencione para nada mi nombre mientras haya posibilidad de evitarlo, pues si Hartmann oye pronunciarlo, caerá en la cuenta de lo que llevamos entre manos. Le prometo que él se enterará a su debido tiempo. Pero si se enterase prematuramente, podría resultar peligroso. ¿Peligroso para quién? Evíteme tener que decírselo.