EPILOGO
EL banquete de los muertos
Berlín, 1956
El avión de pasajeros en que viajaba Kahlenberge llegó a Berlín. La visibilidad era perfecta. Ninguna nube impedía ver el panorama de la ciudad. Cuando el aparato de la Air France se dispuso a tomar tierra, parecía como si el cielo ofreciese unas bien logradas medidas: el sol brillaba de un modo deslumbrante.
Kahlenberge presionó levemente contra sí su suave cartera de mano, en la que llevaba el borrador de la conferencia que debía dar ante un selecto y competente público en Berlín.
El pesado aparato rodó por la pista de aterrizaje hasta que fue deteniéndose lentamente. Los pasajeros se levantaron de sus asientos y se dirigieron a la puerta de salida. Las azafatas se sonreían; Kahlenberge les devolvió cortésmente la sonrisa y se despidió de ellas en un correcto francés; en el transcurso de aquellos años, había tenido posibilidad de mejorar sus conocimientos lingüísticos. Las azafatas eran encantadoras, y Kahlenberge se alegraba de ello.
Con buena disposición de ánimo caminó por la pista hacia el edificio del aeropuerto. Amaba a la ciudad y a sus habitantes. Berlín significaba para él la plataforma desde donde se podía contemplar toda Europa. Dar una conferencia allí podía considerarse como una distinción, para lo cual se había preparado escrupulosamente. Como tema había elegido: «Vencimiento del pasado».
Personalmente, él creía haberlo vencido.
Informe breve
Kahlenberge, durante los años que median entre las dos fechas: a fines de julio de 1944, huida de Kahlenberge, entonces aún general, con monsieur Prévert y con el cabo Hartmann, al mediodía de Francia. Reside en Marsella hasta 1945. Gracias a la protección de monsieur Prévert, estuvo ocupado en trabajos de organización para el ejército de ocupación francés desde 1945 hasta 1947, en Coblenza. Desde 1948 hasta 1952, empleado influyente en una fábrica de camiones y maquinaria agrícola, en Essen. A partir de 1953, director de planificación de dicha empresa. Además, publicó algunos trabajos en periódicos y revistas, mayormente disertaciones. Autor de unas memorias solicitadas por el Ministerio correspondiente.
—Muchas gracias, señor director general —le dijo el empleado al devolverle a Kahlenberge su pasaporte.
Kahlenberge se sonrió complaciente. En la empresa donde trabajaba le llamaban «general» desde mucho antes de que le diesen el nombramiento de director general. Constantemente había insistido en que no se le diese aquel tratamiento; pero como los empleados que lo rodeaban parecían estar satisfechos de dárselo, al fin lo había aceptado.
Buscó con la mirada en derredor. El profesor Kahlert, historiador y ex capitán de su estado mayor, le había procurado aquella invitación. Y seguro que no desperdiciaría la oportunidad de enviar a algunos de sus correligionarios para que recibiesen al visitante. Pero Kahlenberge no vio a nadie que se interesase por él, circunstancia que lo desanimó un poco. Mas en seguida vio en ello su parte positiva: podría entregarse a su querido Berlín sin que nadie le estorbara.
Cuando en el despacho de equipajes fue a coger su maleta, una carnuda mano se agarró fuertemente de la suya. Y una ronca y tenue voz le preguntó:
—¿Puedo serle útil en algo?
Kahlenberge conoció en seguida aquella voz; fuertemente sorprendido, se volvió al hombre, bajo de estatura, que estaba a su lado, y exclamó:
—¡Oh, monsieur Prévert, qué casualidad!
Monsieur Prévert recibió la mano que Kahlenberge le tendía, y la apretó levemente. Los dos se sonreían como si hubiesen sido bien agasajados.
Monsieur Prévert parecía aún más pequeño; su redondo y achatado rostro estaba cubierto por una sutil red de arrugas, y sus ojos brillaban cual visos de puros cristales.
Kahlenberge tuvo una breve e hiriente sensación de deslumbramiento. Y, lleno de presentimientos, preguntó:
¿Es pura casualidad nuestro encuentro?
—No se forje ilusiones —recomendó Prévert cortésmente.
Informe breve
Prévert, durante los años que median entre las dos fechas: a fines de julio de 1944, huida con Kahlenberge y Hartmann. Kahlenberge se quedó en Marsella, y Hartmann se refugió en Antibes. Desde 1944 hasta 1945, Prévert trabajó con los maquis (movimiento de la resistencia francesa). En 1945, se incorporó de nuevo a la Sureté, en Parts. Entre 1945 y 1949, jefe de la sección contra actos de violencia. De 1950 a 1951 trabajó en la reorganización del Servicio de Seguridad del Estado. A partir de 1954, jefe de la sección francesa de la Interpol.
—Confío en usted —respondió Kahlenberge.
—Esto puede ser ventajoso para usted —dijo monsieur Prévert, e hizo un ademán invitador.
Un hombre que vestía un sencillo traje gris cogió sin decir una sola palabra la maleta de Kahlenberge, y se encaminó delante de los dos hacia la salida, donde esperaba un coche oscuro; era un Renault con la matrícula de Berlín.
Tomaron asiento en el vehículo, y tras un ademán de Prévert el coche se puso en marcha hacia el interior de la ciudad en dirección a Kurfürstendamm.
—No tiene por qué asombrarse ni estar contrariado —dijo Prévert—. No podrá dedicarse de momento a su conferencia. ¿Ha fijado ya la fecha?
—No todavía.
—Excelente —respondió Prévert, satisfecho—. Quizá pueda ofrecerle con ello la posibilidad de corregir algún que otro detalle.
—¡Por consiguiente, nuestro encuentro no es fortuito! —dijo Kahlenberge, intentando mostrarse satisfecho—. Evidentemente continúa usted con el vicio de jugar con la gente como si fuesen piezas de ajedrez.
—¡Fíjese en esta ciudad! —recomendó Prévert—. ¿Se da usted cuenta de la inquietud que impera en ella? Para mí, Berlín es como una gigantesca cuba de vino en fermentación. Creo que me permitirá esta comparación, pues continúa gustándome el vino.
El automóvil se detuvo ante el establecimiento de comestibles finos Dollhagen en Kurfürstendamm. El conductor abrió, en la misma actitud de silencio, la portezuela posterior derecha: Prévert y Kahlenberge descendieron del coche. Los viandantes pasaban apresurados ante los dos, sin prestarles atención alguna, accidente que satisfizo a Kahlenberge, pues pasaba como cualquier berlinés.
—Primeramente, tomaremos algo —dijo monsieur Prévert—. Usted debe de necesitarlo, estimado amigo, y a mí tampoco me vendrá mal.
Subieron al primer piso, donde estaba el restaurante; ya había reservada una mesa en el rincón de la ventana de la izquierda. El camarero mayor saludó sonriente con un gesto, y Prévert devolvió el saludo con el amplio movimiento de mano con que un presidente inaugura una presa. Inmediatamente les fueron servidas ostras, coliflor en vinagre y una botella de Chablis 53.
—¡Casi como en Francia! —dijo Kahlenberge.
Prévert asintió con la cabeza. Mientras comían habló sonriéndose de las inesperadas conquistas que toda guerra puede llevar consigo: se refería al encuentro con las finezas del arte culinario. ¿Podría quizás una nación dar con la idea de hacerle la guerra a Francia, por aquel mero hecho? Eventualmente estaba de acuerdo, pero sólo en eso.
—Estoy satisfecho de comer —dijo Kahlenberge cuando de las ostras sólo quedaban las conchas y dos limones exprimidos—. Ahora puede usted ir al grano.
—Con mucho gusto —respondió Prévert, amable. Repartió el vino que quedaba en la botella, y continuó diciendo—: Lo que tengo que comunicarle, estará dicho en pocas palabras. En estos años transcurridos, nos hemos visto poco; pero sí hemos tenido contacto regular por correspondencia. Hace unos días que recibí su última carta, en la que me llamó la atención una frase; me tropecé con ella como un sonámbulo, aunque ahora ya estoy despierto.
No creo que mi carta dijese nada de particular, si no me engaña la memoria.
—La frase a que me refiero —respondió Prévert— reza lo siguiente: «También el general Tanz parece comprender los fenómenos del tiempo, pues desea evidentemente unirse a un mundo mejor: el mundo occidental».
Kahlenberge sacudió sorprendido su calvo y brillante cráneo, que continuaba pareciendo una bola de billar. Dijo:
—No encuentro nada extraordinario en ello. Un hombre da a entender que ya no se encuentra bien en la Alemania oriental, lo cual es la opinión de millones. Casi se podría decir que es uno de los fenómenos más naturales en nuestro mundo.
—Todo lo contrario —repuso Prévert, convincente—. En este caso concreto, no concibo nada menos natural.
Informe breve
Tanz, durante los años que median entre las dos fechas: después del aplastamiento de la insurrección en París, a fines de julio de 1944, ascendido a jefe de cuerpo de ejército. Con el mismo mando, trasladado de Francia al frente oriental. Por último, estuvo al frente de sus tropas en Silesia y en Brandeburgo, fue cogido prisionero en la capitulación ante los ejércitos soviéticos. Entre 1945 y 1949, prominente recluso en un campo para generales prisioneros de guerra en las cercanías de Moscú. Desde 1949 hasta 1951, consejero del ejército de ocupación soviético acantonado en Sajonia y Turingia. En 1952, tomó parte en la organización del llamado ejército popular de la República Democrática Alemana. Y, según rumores, posible suplente del ministro de Defensa de dicho estado, a partir de 1955.
—¿Y por qué le inquieta eso? —inquirió Kahlenberge mientras volvía a sonreírse complaciente—. ¿Qué persigue con ello?
—Algo —contestó Prévert—. Lo que persigo puede llamarse en cierta medida una fantasía, lo cual resulta muchas veces incómodo, y no sólo para mí.
Los dos apuraron sus copas y pidieron que les sirvieran otra botella. Guardaron silencio mientras el camarero les servía. Tenían puesta la mirada en la ventana, y parecían contemplar sugestionados el Kurfürstendamm. Pero observaban sus rostros reflejados en los cristales, intentando adivinar uno a otro sus pensamientos.
—Si mal no comprendo —dijo Kahlenberge, inclinándose hacia delante—, es a usted a quien debo agradecer esta invitación para dar una conferencia en Berlín, ¿no es así?
—Digámoslo más exactamente: he contribuido para que fuera así.
—¿Y cuáles son sus intenciones en el fondo de todo esto?
—Muchas, estimado amigo: primeramente, he tenido ocasión de volver a verle; en segundo lugar, no descarto la posibilidad de poder divertirle en cierto modo, porque es posible que le pueda ofrecer un espectáculo que usted no debe desaprovechar por ningún concepto. Pero aún hay más; puede darse el caso de que necesite de su ayuda.
Tras de haber oído la última frase, Kahlenberge convino con un sombrío movimiento de cabeza y dijo:
—Suponía algo por el estilo. Por lo tanto, no debe ya sorprenderme que usted intente utilizarme como una especie de cebo, preparado precisamente para Tanz.
—¿Qué no le gusta en todo eso?
—Con franqueza, Prévert, ¿qué pretende de Tanz?
—¿Es que realmente no se lo imagina?
—Admitamos que usted intenta reclutarlo; que pretende ganar al prestigioso general Tanz para el campo occidental y que quiere hacerlo con mi ayuda, a cuyo fin siempre estoy dispuesto. O sea, usted desea cazar un león, y yo debo ayudarle a tender los lazos.
—Es posible —respondió Prévert con franqueza.
—Es monstruoso ver en qué se ha convertido usted —dijo Kahlenberge con no menos franqueza. —De nuevo parece que usted trate a los enemigos de ayer como viejos amigos. ¡Nunca existieron nazis, sino alemanes! Se han acabado tres guerras, la Historia es una prostituta, y Francia y Alemania van cogidas del brazo en este estrepitoso local que es Europa.
—Aquí, le podría decir: es la marcha del tiempo.
—En este caso, sólo puedo responderle, Prévert: ¡Por mí, puede irse al infierno con su marcha del tiempo!
—Mi cordial agradecimiento por sus buenos deseos —respondió Prévert, satisfecho.
Y acompañó a Kahlenberge a alzar la copa. Sus ojos, pequeños, brillaban como el agua cristalina herida por los rayos del sol. Se frotó las manos como si acabase de concertar un buen negocio y continuó diciendo:
—¿Se acuerda de la extraña historia del cabo Hartmann? ¡Nos la contó durante nuestra huida al mediodía de Francia!
—¡No fue sino una espeluznante barbaridad! —contestó Kahlenberge—. Producto de una fantasía inconteniblemente ascendente. O puede que sea el resultado de una cadena de alucinaciones y criterios erróneos. ¿No fue ésa la opinión de usted, entonces?
—Realmente, lo que el buen Hartmann nos contó era para ponerle los pelos de punta a cualquiera. Pero me pregunto de nuevo: ¿fue aquel relato una barbaridad o no?
—¡Por favor, Prévert! Entonces usted mismo se mostró escéptico, por no decir más.
—En efecto —reconoció Prévert.
—¿Es que actualmente ha cambiado de parecer? ¡Estimado y respetable amigo, eso es absurdo! ¡Es un completo desatino!
—¡Hay tantas cosas absurdas y desatinadas! Y lo más absurdo y desatinado es la guerra. Cuanto más pienso en esto, tanto más clara se me hace la idea de que realmente el hombre es capaz de todo; en particular si la guerra le limpia el camino de obstáculos, independientemente de la graduación que pueda ostentar.
—En su modo de enfocar la cuestión —aconsejó Kahlenberge—, no olvide que ese Hartmann estaba entonces totalmente acabado.
—¡Pero no fue un asesino! Estoy seguro de que no fue capaz de cometer un acto de violencia.
—¡Tampoco yo hago tal afirmación! Le ruego que me comprenda: Hartmann pasó muchas calamidades capaces de desequilibrar a cualquiera por fuerte que fuese. Sirva de ejemplo lo que le sucedió en el frente ruso. La sangrienta fábula sobre Tanz contada por él sólo pudo ser producto de su febril imaginación.
—También yo opinaba así entonces —afirmó Prévert—. Pero solté este asunto como quien suelta una patata asada acabada de sacar del rescoldo. Luego, otras apremiantes misiones me apartaron de esta cuestión. Como usted sabe, entonces teníamos que lograr la victoria. Después, estuvimos ocupados en satisfacer el importe de la misma.
—¿Sabe usted algo de Hartmann?
—Lo he venido guardando como se guarda enterrado un tesoro —contestó monsieur Prévert—. Y da la coincidencia de que ayer supe que realmente he guardado un tesoro en la persona de Hartmann.
Informe breve
Hartmann, durante los años que median entre las dos fechas: a fines de julio de 1944, huida al mediodía de Francia; primero estuvo en Marsella; luego se aposentó en casa de un pescador, en Antibes, donde trabajó en la reparación de redes y barcas de pesca. En marzo de 1945, trabajó de peón con un maestro albañil en la reparación de instalaciones portuarias. En el verano de 1947, trabajó en obras de reparación de calles, muros y vallados, y en la construcción de viviendas en Antibes. Más tarde se trasladó a Cap d’Antibes, donde se puso a trabajar y fijó su residencia, ocupando una vivienda cerca de Castell, hasta la fecha de los hechos aquí relatados. En dicha localidad fue considerado francés y estuvo protegido por muchas personas influyentes ligadas al movimiento francés de resistencia.
—Es característico en ese hombre —comentó Kahlenberge—. Se ha enterrado y aislado. Eso evidencia que le da importancia a vivir como retirado en un claustro. Así les sucede con frecuencia a los hombres que temen enfrentarse con la vida. No me extraña esa reacción de Hartmann.
—Como Hartmann existen muchos más hombres de lo que usted se figura, con la única diferencia de que no todos cuentan con el temperamento necesario para asombrarse del valor de esta consecuencia. Él no quiere aceptar ningún compromiso; se conforma con sobrellevar su destino. Y el que Hartmann sea así y no de otra manera alienta mis más profundas sospechas. Continuamente me pregunto: ¿Y si entonces dijo la verdad y sólo la verdad?
Kahlenberge apuró su copa aun cuando no le proporcionaba placer el confortador, pastoso y seco contenido de la misma. Sintió pesadez en la cabeza. Preguntó:
—¿Es que sabe usted algo, Prévert?
—El general Tanz mantiene correspondencia con el señor Von Seylitz-Gabler y le da a entender que no tendría inconveniente en cambiar de frente; éste se lo comunica a usted, y usted me lo dice por carta a mí. De ello surge imperiosa la pregunta: ¿porqué?
—¿Por qué? Usted conoce mi opinión respecto a Tanz. Pero, en este caso, puede que se trate de un simple motivo honorable.
—¡Puede…, pero no es así! Y menos tratándose de Tanz.
—Tal vez menosprecie usted la influencia que el señor Von Seylitz-Gabler sigue conservando en la actualidad.
—He contado de antemano con esa influencia. Generales como ese Von Seylitz-Gabler forman hoy una institución en Alemania. Pueden perder batallas y aun guerras; pero lo que no pierden tan fácilmente es la influencia.
Informe breve
Von Seylitz-Gabler durante los años que median entre las dos fechas: a fines de julio de 1944, fue ascendido a jefe de ejército y condecorado de nuevo con la orden de las hojas de roble para la venera, y felicitado por el Führer y jefe supremo de las fuerzas armadas, por su ejemplar comportamiento con motivo de los sucesos del 20 de julio. Luego, privilegiado prisionero de guerra en el castillo de Beil, en Stuttgart; allí escribió sus memorias sobre las causas de la derrota de Alemania, con referencias a la incapacidad militar de Hitler. Desde 1946 hasta 1949, tranquilo intermedio en la villa Friedhold, en Berchtesgaden. En 1950, fue uno de los tres presidentes honorarios de la Unión de ex combatientes… A partir de 1951, escribió memorias, artículos y dio conferencias sobre el tema general: intangibilidad del soldado alemán; especialmente, ¡ese dichoso honor! Y sobre los reconocidos luchadores por la renovación del espíritu defensivo, que, en esta ocasión, se le llamaba capacidad defensiva. Y se dedicó a preparar una obra acerca de sus memorias. Era soldado hasta la medula.
—El señor Von Seylitz-Gabler debe de ser un chismoso —dijo Kahlenberge—. Pero sus relaciones son extraordinarias. A nadie mejor que él podía haberse dirigido el general Tanz si piensa separarse de la Alemania oriental.
Monsieur Prévert respondió:
—En ocasiones, tengo la costumbre de echar una ojeada a los informes de nuestro Servicio de Seguridad, y lo hago para matar el aburrimiento, por decirlo así. Y, sea por casualidad o por suerte, llámelo como le parezca, el mismo día que recibí su carta en la que me comunicaba que Tanz pensaba retirarse de su empleo en la zona oriental, llegó también a mis manos un informe secreto de un determinado agente en el que se me informaba detalladamente sobre un acto de violencia.
Kahlenberge respiraba fatigado como si intentase escalar la cúspide de una montaña: ¿Se trata de un homicidio parecido al que Hartmann nos había descrito?
Monsieur Prévert asintió:
—No sólo es parecido, sino que coincide con todos los detalles del que oímos contar a Hartmann. Más aún: el referido crimen se cometió en Dresde, donde se encontraba Tanz cuando ocurrió el suceso. Le prometo que lo pasará usted divertido aquí. Es cuanto puedo garantizarle. —Hizo una seña con el dedo para que el camarero le trajese la cuenta.
Kahlenberge se levantó de su asiento; su rostro expresaba una sonrisa forzada:
—¿Y qué papel me tiene reservado a mí?
—Ante todo, el de amigo —contestó Prévert, cordial—. Aquí me muevo en un terreno totalmente desconocido, pues mi anterior trato con generales fue, afortunadamente, muy escaso. Por lo tanto, carezco de especiales conocimientos en este sentido; conocimientos que usted, estimado Kahlenberge, posee suficientemente. En ello veo una de sus principales misiones, y espero que me llame la atención su oportuna franqueza.
—¿Y qué más quiere de mí?
Prévert hizo efectivo el importe de la consumición. Luego cogió con delicadeza a Kahlenberge y se lo llevó hacia la salida:
—Estimado amigo, usted se encuentra en Berlín para dar una de sus conferencias. Es la versión oficial. Pero esa conferencia no le ocupará exclusivamente todo el tiempo. Además, tendrá ratos libres para hablar con algún que otro viejo amigo suyo de los tiempos pasados en Varsovia y en París.
—¿Alude tal vez a Von Seylitz-Gabler? No querrá usted atraerlo aquí a Berlín…
Prévert alzó las manos como un comerciante ante quien se pone en tela de juicio la calidad de sus mercancías. En tono amistoso, explicó:
—Al señor Von Seylitz-Gabler se le ha pedido que se persone en una editorial berlinesa por un asunto relacionado con la publicación de sus Memorias. No ha sido difícil encontrar un motivo que despertara su interés. En resumen: el ex coronel general ha picado en el anzuelo con su señora esposa Guillermina, por supuesto. Los gastos corren a cargo del editor.
—Ahora, sólo falta la hija.
—Ulrica von Seylitz-Gabler ya lleva unos años viviendo en Berlín; actualmente, está de secretaria de un consejero industrial.
Informe breve
Ulrica von Seylitz-Gabler durante los años que median entre las dos fechas: inmediatamente después del 20 de julio, desavenencias con sus padres. Infructuosos intentos de los mismos para hacer entrar en razón a Ulrica, quien se independizó aún más. Entre 1945 y 1948 tuvo relaciones con un coronel estadounidense que resultó estar casado. Luego se acomodó definitivamente en Berlín, donde intentó hacerse maniquí, artista y modelo para fotografías, logrando un éxito mediocre en todo ello. En 1952 Ulrica aprendió taquigrafía y mecanografía, y se colocó en empresas industriales.
—¿Y qué se propone usted con ese dilatado encuentro familiar?
—Francamente, no lo sé todavía, señor Kahlenberge. De momento estoy seguro de hacer venir a Tanz. Tanto Von Seylitz-Gabler como usted, si usted está de acuerdo en lo referente a lo sucedido antaño, cumplirán las funciones de lo que podríamos llamar imanes. Luego, podrá actuar de testigo o de valioso experto en el asunto.
—¿No tiene intención de hacer venir a Hartmann? ¿O piensa llevar a cabo su plan sin el testigo principal?
—Me dispongo a dar los pasos correspondientes por lo que a esto se refiere.
Los dos salieron a Kurfürstendamm y contemplaron la Gedachtniskirche, cuyo ennegrecido campanario ofrecía un aspecto deprimente, por lo que destacaba mucho más que las lisas fachadas de los nuevos edificios en aquella amplia avenida. La acribillada y ruinosa torre del templo, que se mantenía en pie con el resto de sus fuerzas, era un mudo testigo de amargas discusiones. En ninguna parte del mundo existía un obelisco tan sombrío como el campanario de aquella iglesia.
—Sólo necesita cruzar la calle —le dijo Prévert a Kahlenberge—. Enfrente está su hotel; ya le ha sido reservada una habitación con teléfono. Y, si no me equivoco, su equipaje está allí.
—Cuenta usted con una notable organización —dijo Kahlenberge.
Acordaron reunirse a la hora de la cena; sobre las siete de la tarde, Prévert esperaría al amigo Kahlenberge en el vestíbulo del hotel. Se dieron un apretón de manos, y se sonrieron como dos sencillos hombres que maquinasen sobre cualquier tontería juvenil. Kahlenberge se encaminó hacia el hotel. Y Prévert subió al coche que le estaba esperando.
—A la Friedrichstrasse —le dijo Prévert al chófer.
La citada calle estaba en el sector oriental de la ciudad. El conductor del vehículo de Prévert no dio la menor muestra de sorpresa.
El automóvil pasó los dos puestos de vigilancia en la puerta de Brandeburgo sin impedimento alguno; rodó por el paseo Unter den Linden y torció a la izquierda para entrar en la Friedrichstrasse, donde se detuvo ante la gris y polvorienta fachada del edificio del Almirantazgo; sus ventanales de arco conopial y sus esmerilados cristales proporcionaban uniformes líneas arquitectónicas a aquella guarida de autoridades prusianas de otrora.
En aquel edificio, monsieur Prévert fue recibido como uno de los altos funcionarios de la respetable Sureté y coordinador de la Interpol. Le atendió Karpfen, funcionario del ministerio del Interior de la República Democrática Alemana. En aquella ocasión, los policías de todo el mundo eran todavía los únicos funcionarios que tenían intereses comunes, aun cuando se tratase de reos de muerte.
Entre aquellos dos expertos de la policía internacional se desarrolló primero una conversación de tipo profesional. Se intercambiaron experiencias sobre la rápida determinación de las huellas dactilares. Hasta hablaron de iniciativas para un posible mejoramiento en la realización de pesquisas en el terreno internacional. Finalmente, charlaron sobre el empleo de drogas y de detectores para comprobar la veracidad de las declaraciones en los interrogatorios; pero lo hicieron de un modo oficioso.
Aquel estado de latente confianza fue aprovechado hábilmente por Prévert, pues advirtió en seguida los puntos vulnerables de Karpfen y así consiguió lo que deseaba. El señor Karpfen, redondo como una pelota de goma y con el semblante surcado de arrugas como el entristecido rostro de un payaso, se sintió comprendido y honrado por el trato íntimo que le prodigaba su casi legendario colega parisiense.
—No tengo nada que ver con la política —dijo Karpfen, patético; pero contuvo al momento sus pensamientos, alarmado por aquel impulso de sinceridad—. ¡Aunque, en el fondo, soy un hombre político y, como tal, estoy en el campo de la democracia!
—Pero, en primer lugar, es usted un funcionario de la policía.
—Desde luego —convino Karpfen, gustoso.
—¿Y no ha de considerarse como compañerismo si nos ayudamos mutuamente?
—¡Pues claro!
—Y bien —dijo Prévert, mientras ponía con devoción una mano encima de la otra—, ¿no hubo, hace unos días, un horripilante acto de violencia en Dresde?
Karpfen se quedó sorprendido:
—¿Cómo lo sabe?
—Nosotros apenas si necesitamos explicamos los métodos empleados por los servicios de información.
El funcionario del ministerio del Interior alzó resignado las manos; existían cosas que debían ser aceptadas naturalmente. Por otro lado, estaba acostumbrado a tener que aceptar. Dijo:
—También aquí tenemos el principio de no ocultar nada, aunque es costumbre nuestra no apresurarnos a hablar, pues con ello podríamos comprometer el éxito de las pesquisas que estamos realizando.
El acto de violencia perpetrado en Dresde, que Prévert acababa de mencionar, había alarmado a la policía de la brigada criminal. El organismo central berlinés había encomendado el caso a uno de sus mejores criminalistas, sin haber obtenido hasta aquel momento un resultado positivo. Pero era una necesidad vital para la policía de la citada brigada llevar a feliz término la lucha contra los elementos delincuentes si no quería ceder un peldaño a la policía de la brigada social.
—Quizá pueda ayudarle, estimado colega.
Karpfen cogió al vuelo aquel asidero:
—Agradecemos toda ayuda en este sentido. Pero ¿en qué se fundan sus suposiciones respecto a la ayuda que me ofrece?
—Por las informaciones que tengo, el acto cometido en Dresde parece tener cierto paralelismo con otro perpetrado dentro de la esfera de mi actividad hace algún tiempo.
—Es muy interesante —afirmó Karpfen—. ¿Podría usted poner a mi disposición algunos datos respecto al caso?
—Por supuesto —contestó Prévert, denotando un convincente altruismo en su papel de colega—. Aunque, para evitar cualquier desagradable confusión, desearía prudencia respecto a la procedencia de las actas de las investigaciones realizadas hasta ahora.
—¿Es imprescindible? —exclamó Karpfen, y escuchaba como un tímido ciervo.
—Es una condición que pongo. Por ningún concepto quisiera cometer una equivocación, que posiblemente tendría desagradables consecuencias, cosa que no puedo permitir dada la posición en que me encuentro.
El funcionario hizo un grave gesto de asentimiento. Meditó un instante sobre la situación: el acto de violencia perpetrado en Dresde parecía no tener nada que ver con la política o algo por el estilo. Tras lo cual dijo:
—Respetable y estimado colega: es para mí un honor y una satisfacción trabajar conjuntamente con usted. Haré que pongan a su disposición todos los datos que poseemos, así como el comisario encargado del caso; aquí, en mi oficina. Digamos mañana después de mediodía.
—Le quedo muy agradecido —dijo Prévert con vehemente cordialidad—. Esto sería nuestro convenio. Quisiera pedirle un favor de orden personal, cuyo cumplimiento considero muy preciso, con la esperanza de poder darle las gracias en París, respetable colega.
—¡París! —exclamó Karpfen, con entusiasmo apenas contenido—. ¡Quién sabe cuándo tendré ocasión de visitarlo de nuevo!
—El mes próximo, a más tardar —dijo Prévert—, serán elaborados los nuevos métodos de investigación de que hemos hablado al principio de nuestra entrevista. Por lo tanto, pienso aceptar alguna de las sugerencias que usted ha hecho. Con respecto a eso, tendrá lugar en breve una conferencia en París.
—Excelente —respondió satisfecho el funcionario del ministerio del Interior—. Ahora, comuníqueme ese favor personal que me ha pedido.
Prévert no vaciló un momento en contestar:
—Por favor, tome nota. Se trata de una tal Constanze Hartmann; es viuda de un empleado, y vive en Halle, Giebichensteinstrasse, número 14, piso segundo. Le agradecería mucho que esa anciana señora se personase en Berlín, y que, si es posible, los gastos corran a cuenta del Estado. Los detalles con respecto a eso se los confío a usted.
—Para lograrlo, se podrían pretextar motivos sociales, algo así como un reconocimiento médico. Y hasta un pretexto de orden cultural; por ejemplo: visita al teatro de la Opera o al Museo del Estado.
—¡Cualquier subterfugio me parece bien, estimado colega! Lo importante es que esa señora se presente lo antes posible en Berlín, pues quisiera hacerle un favor a un joven amigo mío que es hijo de dicha señora. Vive en el mediodía de Francia desde que finalizó la guerra. Y desearía de todo corazón ofrecerle la posibilidad de ver una vez más a su anciana madre.
—Es conmovedor —dijo Karpfen, no sin ironía—; además, se trata de un caso relativamente inofensivo. Cumpliré su deseo, considerándolo como un amistoso servicio.
Y lo dará por bien empleado —afirmó Prévert—. Mientras exista una Internacional policíaca, el humanitarismo no estará perdido del todo.
Informe intermedio
Extracto de unos borradores de las memorias del ex general Von Seylitz-Gabler:
Los sucesos del 20 de julio nos afectaron profundamente, porque no correspondían a la tradición prusiana. Es absurdo alegar como posible ejemplo la convención de Tauroggen, donde el rey sancionó, en virtud de su gracia divina, el suceso descubierto. Pero con Hitler la cosa fue distinta, pues era innegable que había sido elegido por la mayoría del pueblo. Por eso se le podía llamar un fenómeno democrático. Y a nosotros, soldados, no nos cupo otra cosa que escuchar la voz de nuestra patria.
Sin embargo, me conmuevo cuando pienso en los sucesos del 20 de julio. Mi corazón de soldado estaba con los rebeldes, pero mi conciencia militar sólo debía pensar en el Reich. Y, mientras siga escribiéndose historia, prevalecerá el férreo lema: «Bueno es lo que el Imperio necesita, y malo lo que le perjudica».
Con esto no quiero decir que estuviese al margen de lo que sucedía. Pero verdaderamente me hice cargo del conflicto y del profundo abismo entre los camaradas simpatizantes de la rebelión. Aquellos días anduve agitado de acá para allá tratando de encontrar una solución adecuada a todos nosotros. Mas, hoy debo reconocerlo, ¡no encontré ninguna! Sólo pude hacer una cosa: no sacrificar a ninguno de aquellos que se habían aventurado a lo imposible, sino ayudarlos con caballerosa discreción; tanto fue así, que no pocos me agradecieron su vida. Pero el verdadero soldado nunca debe esperar el agradecimiento, sino que ha de cumplir con su deber. Única y exclusivamente eso fue lo que hice yo e hicieron también mis mejores camaradas. Por consiguiente, podemos afrontar abiertamente la Historia.
Conversación telefónica entre Karpfen, funcionario del ministerio del Interior, en Berlín, y Liebig, comisario de la brigada criminal, en Dresde.
Este diálogo transcurrió el 21 de septiembre de 1956, y fue registrado taquigráficamente por un funcionario del Servicio de Seguridad de la República Democrática Alemana. Su nombre no importa. Abandonó la R. D. A. en mayo de 1959, por causas desconocidas, y se llevó consigo una serie de datos, entre los cuales figuraba la conversación que a continuación insertamos:
Karpfen: ¿Cómo marchan sus investigaciones?
Liebig: Están ultimadas las averiguaciones en el lugar del hecho.
Karpfen: ¿Ha descubierto al autor?
Liebig: No; las huellas son confusas y desorientadoras. Puse en movimiento a todos los funcionarios disponibles; pero los resultados son poco menos que negativos.
Karpfen: ¿Hay algún indicio de que este crimen pueda, ¡ejem…!, tener cualquier fondo político?
Liebig: No; se trata de un acto de violencia común, o sea de un abominable asesinato de una mujer y de una absurda mutilación de su cuerpo.
Karpfen: Para ser más claro, Liebig: ¿existe alguna sospecha de que ese acto haya podido ser perpetrado por alguien, que…, no sé cómo decirlo…, no pueda ser molestado? Es decir, por alguien a quien haya que tratar con cierta reserva.
Liebig: No existe el menor indicio.
Karpfen: Monsieur Prévert, cuyo nombre no debe de serle a usted desconocido, afirma conocer un caso paralelo a éste. ¿Qué le parece?
Liebig: Si realmente existe un caso parecido, tal vez nos facilitara una pista importante para proseguir nuestras pesquisas.
Karpfen: Acepto gustoso la sugerencia hecha por usted, señor comisario. Le ruego que mañana se persone con todos los datos en mi despacho. Luego, veremos.
Insertamos a continuación una carta que Ulrica von Seylitz-Gabler escribió a Hartmann.
Existen por lo menos unas ochenta cartas como ésta, de las cuales ninguna llegó a su destinatario. Ulrica von Seylitz-Gabler estuvo escribiendo cartas durante doce años; pero no envió ninguna, por desconocer las señas de a quien iban dirigidas y no saber si estaba todavía vivo o no:
Te escribo continuamente porque no encuentro otra ocupación que me atraiga y me sosiegue como dedicarte unas líneas. ¿Por qué seremos las mujeres en el fondo tan desvalidas? Para cada una de nosotras sólo hay un hombre, entre tantos millones, que nos agrade. Muchas de nosotras jamás encuentran a dicho hombre. Cuando sucede así, estamos destinadas a casarnos con cualquier otro, lo cual hacemos la mayoría de las veces con sufrido enternecimiento. Pero si la dicha, o la desdicha como suele decirse, ha querido que una encontrase al hombre soñado entre tantos millones de ellos, ¿qué hacer? Hay que esperar hasta volver a encontrarse con él, aun cuando sea necesario aguardar toda una vida.
Es desesperante, lo sé. Pero no quiero supeditarme al buen sentido común. Espero, y cifro mi felicidad en esta espera. Constantemente tengo puesto delante de mí un retrato: de día lo tengo en mi mesa de trabajo en la oficina; de noche, junto a mi cama. Es una fotografía confusa y descolorida por el paso de los años, en la que estamos los dos juntos; está hecha cuando nos conocimos en Varsovia, cuando empezaron nuestras relaciones. No sé cuándo terminará esta espera.
Dos telegramas despachados, a la misma hora, el 21 de septiembre de 1956, en Berlín.
Telegrama a monsieur R. Hartmann, Antibes, 13, rué Víctor Hugo:
Ven a Berlín. Tengo ocasión de poder encontrarme contigo. Dispénsame este momento de alegría. En los próximos días, me alojaré en casa de tía Grete, en Niederschónhausen. Ya conoces la dirección. Suspiro por verte. Toma el avión. Tu madre
Telegrama a Edouard Manessier, concejal y empresario de obras, Antibes, plaza de la República:
Nuestro amigo Hartmann recibe al mismo tiempo un telegrama de su madre. Preocúpate de que cumpla lo que en él se le indica. Hartmann tiene que presentarse en Berlín. Procura desembarazarle el camino de cualquier dificultad que pueda surgir. Facilítale dinero y gestiónale personalmente la documentación. Pero ten mucho cuidado de que no se entere de tus gestiones en este asunto. Los gastos corren de mi cuenta. Considera esta gestión como un asunto importante, apremiante y secreto. Tuyo, Prévert