La noche del 19 de julio de 1944, el general Tanz cenó en Versalles. Pidió que le sirviesen un lenguado con una botella de vino blanco; luego un pollo asado con una de vino tinto. Al final, decidió tomarse dos copas de coñac.
A través de la ventana del establecimiento, contemplaba el castillo, que se ofrecía cual un pujante cajón rebosante de historia bajo el cielo azul de la noche. ¡Allí estaba la escalinata, singularmente magna y poderosa! Resultaría un placer andar por ella otra vez.
Tanz pidió que le sirviesen una copa grande de coñac. El camarero le servía con especial atención, pues la comprensión del general y su intensa devoción a la comida y la bebida le imprimían respeto. Tanz levantó la copa, olió su contenido y volvió a dejarla en la mesa al advertir la presencia de Hartmann, a quien hizo una seña para que se acercase.
—Hartmann —le dijo el general Tanz—, ¿quiere acompañarme a tomar una copa de coñac?
El interpelado no vaciló en dar una respuesta adecuada, dado que no había nadie cerca de ellos.
—Estoy de servicio, mi general. —Y lo dijo convencido totalmente de haber tomado aquella habitual actitud ante Tanz.
El general convino con un gesto sin especial aprobación, y lo hizo más bien mecánicamente, como un maniquí de un escaparate.
—¡De todos modos, siéntese, Hartmann! —le dijo Tanz, y encargó tina botella de agua de Vichy para su acompañante y chófer.
El general sacó un montón de postales de su bolsillo; eran las mismas que había adquirido el día anterior. Las puso casi ceremoniosamente en la mesa, y sacó seguidamente un lápiz portaminas del bolsillo delantero de su chaqueta, tras lo cual dijo:
—Estoy verdaderamente satisfecho de usted, Hartmann. El examen de estas postales ha despertado en mí un interés especial. Evidentemente, usted conoce algo de pintura. Defíname usted el concepto impresionismo.
Hartmann satisfizo la petición de Tanz, y mientras lo hacía observó que éste tomaba apuntes en el dorso de las tarjetas postales que tenía delante. Apareció el atento camarero, cogió el candelabro, que estaba en la mesa, y lo acercó discretamente a Tanz. Hartmann continuaba dando explicaciones detalladas. En la cocina, se oía ruido de vajilla.
—Intente —exigió Tanz, acto seguido— aclarar la diferencia entre Manet y Monet. Esos dos pintores son fácilmente confundibles para un profano, ¿no es cierto?
Hartmann creyó descubrir una faceta totalmente nueva del general Tanz: el hombre que hasta entonces parecía ajeno a los conocimientos, los absorbía ahora cual una esponja. ¿O lo haría con fin determinado? Y ¿por qué no había de creerse a Tanz capaz de ello? Estas preguntas atribulaban a Hartmann, aunque no tenía tiempo para detenerse en ellas.
—¿Ha telefoneado al teniente coronel Sandauer respecto a mí? —inquirió de pronto Tanz, acechando.
—No, mi general.
—Y ¿por qué no, Hartmann? ¿Es que no tiene orden de informar?
—No, mi general, no tengo ninguna orden directa —contestó Hartmann, ocultando que había intentado varias veces hablar con Sandauer sin conseguirlo.
También era posible que Sandauer hubiese eludido conversar con él. Parecía como si Hartmann y Tanz estuviesen solos en el mundo.
—¿Puede usted hacerse una idea aproximada de lo que es un general? —inquirió Tanz, en tono casi amable—. Son erróneas todas las posibles deducciones que usted intente sacar de mi conducta, y aun peligrosas. ¿O hay algo que usted desearía que se le aclarase?
Hartmann estaba confuso y guardaba silencio. Sentíase a merced de los ojos de ofidio del general. Su rostro ponía al descubierto lo que lo dominaba: un total desvalimiento.
—Quiero hacerle una pregunta —dijo el general, mientras observaba una postal en la que había reproducida, la «Avenida de los Sepulcros», de Paul Gauguin—: ¿A quién considera más importante de los dos, a usted o a mí?
A Hartmann no le fue difícil contestar a la pregunta. Su respuesta pareció convincente: un general era incomparablemente más importante que un cabo.
—Está bien —respondió el general, con una menguada sonrisa—; tendré en cuenta su respuesta. Puede ser que se la recuerde en un momento determinado. —Y se le contrajeron las comisuras de los labios, hecho que denotaba un sañudo escarnio. Se llevó la copa a los labios y bebió con avidez; mientras lo hacía, cerró los ojos.
Unos segundos después, continuó diciendo:
—Hartmann, supongo que habrá inspeccionado el coche y todo lo relativo a él mientras he estado cenando, y que a usted le habrá dado tiempo de cenar. Le concedo media hora para que pueda descansar. Bébase tranquilamente el agua mineral y fúmese un cigarrillo. Entretanto, daré un paseo para facilitar la digestión. ¿Está claro?
—Sí, mi general.
Tanz consultó su reloj de pulsera y dijo:
—Son las nueve y siete minutos. Compruebe su reloj. ¿Correcto? ¡Correcto! A las nueve cuarenta y cinco, me espera con el coche delante de la puerta del restaurante. ¿Comprendido?
—Sí, mi general.
Tanz se levantó de donde estaba sentado. Estaba más rígido que un madero. Las dos botellas de vino y la copa grande de coñac no parecían haberle hecho efecto, pues no se bamboleaba ni siquiera una fracción de milímetro. Sacó su cartera, repleta de billetes de banco, se la dio a Hartmann y le dijo:
—Pague la cuenta, dele una comedida propina al camarero, y guárdeme la cartera.
—Sí, mi general.
—Cuente con la posibilidad de que yo quiera luego estudiar algunas particularidades de la vida nocturna parisiense. A ver si se le ocurre algo especial. ¡Algo especial! El tinglado que me enseñó anoche era más bien un lugar de tertulia. ¿Comprende lo que quiero decir?
Hartmann creyó haberle comprendido y siguió con la vista al general, quien se alejaba derecho como un madero. Después pidió que le sirviesen dos copas de coñac y que le llenasen de calvados su botella de bolsillo. Todo ello a cuenta del general, por supuesto. Con ademán rumboso, hizo efectiva la cuenta, se guardó la cartera del general, y salió a la calle.
Inmenso y desierto, majestuoso y monótono a un tiempo, se le ofrecía el enorme parque del castillo. Las maravillosas rejas de hierro forjado se elevaban cual poderosa silueta hacia el cielo nocturno. Todo tenía una forma completa. Y su colorido era de un azul nocturno, levemente grotesco, y de un negro fino y brillante.
La silueta de la entrada principal parecía absorber una larga y movible sombra. Allí había un hombre, un hombre solo que muy bien podía ser Tanz. Y estaba orinándose prolijamente en aquella perfecta forma de belleza.
El general Von Seylitz-Gabler iba en automóvil por el París nocturno. Había cenado felizmente con su esposa y soportado con su habitual y ejemplar actitud los reproches y advertencias de ella. Ahora se dirigía a su cuartel general.
Su chófer, cuyo nombre desconocía, lo llevaba por la plaza de la Concordia, casi vacía. Sólo se veían circular algunos vehículos, la mayoría de los cuales eran alemanes: unos ejercían servicio de inspección, otros transportaban heridos o muertos, o se dirigían hacia los locales públicos, o a los puestos de mando.
La luz de los focos salía por las estrechas aberturas de las pantallas puestas en ellos, y, cual largos y finos dedos, palpaba el asfalto y se deslizaba rápidamente por las fachadas de los edificios, los cuales, en la latente oscuridad de la noche que empezaba, parecían desnudos y severos a un tiempo, como formaciones rocosas bajo la escasa luz de la luna.
La guerra estaba apremiadamente cerca, aunque se desarrollase a más de cien kilómetros de París, o sea en Normandía, donde se esperaba detener la invasión. Pero la ciudad parecía sentir la catástrofe que se avecinaba, pues en ella dominaba la inquietud.
Al general Von Seylitz-Gabler no le alegraba tenderse en su cama de campaña; tampoco le atraía la esperanzadora solicitud de su secretaria Melanie Neumaier. Por otro lado, era casi seguro que Kahlenberge iría a visitarlo. Movió la cabeza. Sabía que la causa de su desvelo era la misma de siempre.
—De hecho, no deseaba yo este permiso —dijo el general Tanz. Y se lo dijo con cierta intimidad a Hartmann, que iba sentado al volante del Bentley.
Hartmann, impaciente, guardaba silencio.
—Tenía asuntos importantes que atender. Pero se me ha dicho que me merecía este permiso y lo necesitaba. ¡Se han preocupado por mí! ¿Qué dice usted a eso, Hartmann?
—Lo comprendo, mi general.
—¿Que puedan preocuparse por mí?
—Que sean del parecer de que usted se merece este permiso, mi general.
Tanz resolló perceptiblemente, tras lo cual guardó silencio. El motor del Bentley roncaba suavemente. Un leve ruido de vidrio delató que el general llenaba una copa de coñac.
Hartmann intentaba no prestar oído a aquel continuo ruido que le molestaba, y así mantenía fija la mirada en la calle, oscura y casi desolada. La luz, que salía por las estrechas aberturas de las pantallas puestas en los faros, se deslizaba rápidamente por el asfalto de la calzada.
El Bentley torció por el bulevar de Montmartre y de la Poissoniére.
Tanz reanudó la conversación. Seguro que aquel expansivo cuarto de hora era el primero desde hacía cuatro años. Incluso echó el cuerpo un poco adelante; el olor a aguardiente superaba al del combustible del vehículo.
—Éste es mi primer permiso desde hace unos años, Hartmann. Se me ordenó que me tomase un descanso. ¿Qué dice usted a eso?
—Es una orden verdaderamente agradable, mi general.
—Pero ¡no para mí! Pero es una orden, Hartmann, que hay que cumplir aun tratándose de un general. Hubiera sido más lógico que lo hubieran hecho con un cabo. ¿Le convence eso, Hartmann?
—Sí, mi general.
Se veía muy poca gente en la calle, aunque todavía faltaba una hora para medianoche. París parecía una ciudad desolada.
—Toda vez que uno tiene permiso, debe disfrutarlo —oyó Hartmann decir al general Tanz—. Nada de medias tintas. Las cosas se hacen o no se hacen. Por lo tanto, en un permiso igualmente hay que disfrutar del arte como de los placeres; de todos modos tan problemático puede ser lo uno como lo otro. Así, pues, cifro la esperanza en que usted tenga ya previsto un local con tal fin para esta noche.
Hartmann ya lo tenía en cuenta. Había elegido un local recién inaugurado en un sótano de la calle de Drouot, que llevaba el prometedor nombre de «Caballeriza de Magdalena». No lo conocía de haberlo frecuentado, sino de haber oído decir que las yeguas de Magdalena (así se las llamaba) eran de una clase especial y servían para toda suerte de trabajos.
—Pare a cien metros antes de llegar a la puerta —ordenó Tanz—, y hágalo de modo que usted pueda ver la entrada.
Hartmann aparcó el coche según el deseo de su superior. Diligente, dio la vuelta para abrir la portezuela posterior derecha. Tanz descendió y miró atentamente alrededor; parecía husmear como un perro cazador. Luego dijo:
—Déme unos billetes de banco de la cartera que le he confiado.
Hartmann sacó la cartera y se la tendió al general, quien cogió cinco o seis billetes con un total de unos mil francos, y dijo:
—Espéreme aquí, Hartmann.
Tanz se alejó. Y Hartmann vio que se dirigía hacia el local indicado; caminaba como si lo hiciera por un polígono de tiro. Poco antes de llegar a la puerta, se agachó como si buscase un refugio.
Hartmann se preparó para una larga noche de espera. Se metió en el Bentley y encendió la luz que estaba debajo del tablero. Preparó un paquete de cigarrillos y la botella de calvados, y sacó un libro: Papá Goriot, de Honorato de Balzac.
Hartmann fumó, bebió y se puso a leer. A poco, consultó su reloj: faltaban cinco minutos para medianoche.
Sumergido en su lectura, a Rainer Hartmann le sobresaltó el frenazo que dio un Mercedes 220, cerca de su vehículo. Del Mercedes en cuestión descendió Otto-Otto y se dirigió, apresurado, como si fuese una bola rodando, hacia Hartmann.
—Pero ¿vives todavía? —exclamó Otto-Otto, con solícita felicidad.
Hartmann le ofreció a Otto-Otto el paquete de cigarrillos y la botella de calvados, en la que aún quedaba la mitad de su contenido. Otto-Otto se sirvió sin cumplidos. Y Hartmann le preguntó:
—¿Cómo has aparecido por aquí?
—Es que ando paseándome por la ciudad —contestó Otto-Otto, y se llevó la botella a la boca. Parecía como si tocase una trompeta, y le gustase la melodía—. La posibilidad de hacerlo es más que favorable. El cuartel general parece un palomar vacío, pues todos los generales han levantado el vuelo. ¡Esto significa para los trasnochadores (y yo soy uno de ellos): aprovecha el día, o sea la noche!
—No te entretengas —le recomendó Hartmann amistosamente.
—Pareces tan cándido, que das la impresión de no haber roto nunca un plato. Mientras, ¡y esto es una suave comparación!, te has meado en el florero. Hablo de la señorita Ulrica. ¿Qué hace entre nosotros el hombre hábil una vez descubierto? No vuelve a repetirlo porque no le dan posibilidad de hacerlo.
—Devuélveme la botella —le dijo Hartmann—. Parece que has bebido más de la cuenta.
—Cuanto más borracho estoy —respondió Otto-Otto, en voz alta—, más punzantes me salen las verdades por la boca. Y, si estoy totalmente bebido, parezco una navaja barbera. Pero tú, o estás escarmentado, o eres tonto, aunque no creo que seas las dos cosas a un tiempo. ¿O es que desconoces lo que has hecho? Liarse con la hija del general supone escapar muy mal de este asunto. Hombre ¿cómo has dejado que te descubriesen?
—Continúo sin saber de qué me estás hablando, Otto.
—Conque no lo sabes, ¿eh? —respondió Otto, desternillándose de risa—. Pero lo saben la madre y el padre, y, como el padre es el general Von Seylitz-Gabler, lo sabe su jefe de estado mayor, es decir Kahlenberge; y sabiéndolo éste, lo sé yo; y, por consiguiente, es como si lo supiera todo el mundo.
Hartmann se quedó suspenso; empezaba a darse cuenta de lo que significaba aquella noticia. Tan embebido estaba, que no advirtió que el otro le quitaba la botella de la mano para echar otro trago. La noche amenazaba con ser más sombría; la luna desapareció como si lo hiciese detrás de vidrios opacos; las casas y la calle perdieron su configuración; sólo parecía más clara la azulada palidez de la bombilla que alumbraba la entrada de la «Caballeriza de Magdalena», donde se encontraba Tanz.
—Eso es grave —respondió Hartmann, con voz opaca.
—¡Luego viene lo peor! Se ha dispuesto relevarte del empleo y se te ha preparado la hoja de ruta. Y eso es lo mejor que te pueda suceder. Pues ya no se trata sólo de la hija del general, sino de la prometida de un general, y no de uno cualquiera. ¡Se trata del general Tanz! En esto poco podrá hacer Kahlenberge por ti. ¡Si Tanz toma el asunto en sus manos, la cosa no Quedará en el relevo de tu empleo o en una eventual y heroica muerte en la trinchera, sino en comparecer ante un tribunal militar!
—No te bebas lo que queda en la botella —le dijo Hartmann, con voz ronca.
—En tu lugar, pondría pies en polvorosa.
—Tú no estás en mi lugar, Otto.
—¡Por eso, Hartmann, encargaré en cuanto pueda una acción de gracias en Notre-Dame! Quería decirte otra cosa: si te largas con hoja de ruta o sin ella, podrías dejarme a tu Raymonde, y así ella quedaría en buenas manos.
—¡Largo de aquí! —le chilló Hartmann.
—¡Con mucho gusto! Pero, con el fin de que continúes cometiendo más torpezas, te prevengo que no me has visto ni te he dicho una palabra. No sabes nada de mí.
—Está bien; tú no existes para mí.
—Exacto —respondió Otto—. Veo que sabes lo que significa la camaradería. Y ya que hablamos de ella, muy bien podría necesitar algún dinero.
Hartmann sacó la cartera de bolsillo del general Tanz y le dio dos billetes de banco. Otto profirió un silbido de reconocimiento, le dio a Hartmann unas palmadas en las espaldas, se guardó el dinero en el bolsillo, y dijo:
—Tengo que hacerte una pregunta de hombre a hombre: ¿Ha habido algo serio entre tú y la garbosa Ulrica, o no?
—¡Lárgate! —le chilló Hartmann, colérico—. Si no, me acordaré de todos los detalles de nuestra conversación en la primera oportunidad que se me presente.
—¡Ya me marcho! —respondió Otto, y subió a su Mercedes 220—. ¡No olvides que sólo se tiene una cabeza!
—Tiempos extraordinarios —dijo monsieur Prévert con amabilidad— requieren métodos extraordinarios.
Monsieur Prévert no había vacilado en visitar al teniente coronel Grau en aquel despacho. Con evidente interés, miró en rededor y vio una parca sobriedad: madera y cemento, todo ello en la forma más simple: colores blanco calizo y oscuro terroso. De las paredes pendían cuadros, órdenes fundamentales, disposiciones centrales, planos de organización. Y en medio de todo ello estaba Grau alumbrado por la escasa luz de una lámpara.
—¡Una estancia así en el centro de París! —exclamó monsieur Prévert—. ¿Cómo es posible? Cualquier distrito de policía de nuestros arrabales está mejor decorado que este despacho.
—Ofrezco un símbolo —respondió Grau—. Tengo montada así mi oficina con objeto de dificultar o impedir una eventual persecución de los conspiradores. Luego, dispongo del plan número 2 para los conspiradores; en él también ha sido previsto con exactitud cada detalle, para, según a qué lado se decanten luego, no se les escape ninguna contradicción.
—¡Magnífico! —dijo Prévert, en definitiva—. Ahora, me siento francamente mejor.
—Cabe esperar que la gente de Kahlenberge trabaje con parecida exactitud.
—Si todos fuesen como Kahlenberge, tendríamos la mitad menos de problemas.
—¿Y el resto de los tres mil o cuatro mil generales? —preguntó Grau, en voz baja.
—¿Duda usted?
—Digamos que soy desconfiado. Conozco a mis compatriotas. Pero una cosa puedo asegurarle: si vuelven a fallar vergonzosamente, será la última vez que suceda. Pues, aun contra la voluntad de ellos, será una terrible demostración de que el soldado alemán ha perdido definitivamente el honor. Y esta demostración confirmará mi concepto respecto a los mismos. Créame: ha costado esfuerzo poder hacer salir a la luz esa insignificante sordidez. Pero, como le conozco, monsieur Prévert, usted no ha venido para contemplar mi oficina. Por consiguiente, ¿qué desea?
—He intrigado eficazmente, pues no podía privarme de conocer de cerca al general Kahlenberge.
Grau movió la cabeza, pero sin dar muestras de la menor sorpresa. Cogió una carpeta que estaba a su derecha, sacó una hoja de papel y se la tendió a Prévert; en ella leyó éste la fecha, el lugar y el tiempo exactos en que había conversado con Kahlenberge.
—¿Es que me vigila? —inquirió Prévert, interesado.
—Actualmente, sólo estoy interesado en un vasto juego de sociedad.
—¿Está mi nombre en alguna lista de gente que puede ser detenida en un momento dado?
—Naturalmente, monsieur Prévert. Como usted puede figurarse, dispongo de una serie de listas, en una de las cuales también está su nombre.
—Excelente —respondió Prévert—. Ello encaja en mi teoría respecto a usted: caso de llevarse a cabo una conspiración, usted la apoyará indirectamente; pero habiéndose puesto antes a cubierto en espera de que se definan los nuevos frentes. Al conocer el resultado, tiene usted con una u otra lista la posibilidad de destacarse, o de permanecer en el juego con su decisiva existencia. ¿O de qué?
Grau se sonrió levemente:
—Conque ¿ésa es su teoría? Seguro que lo considera un hecho sórdido en extremo, ¿no es así?
—Supongo que usted no espera de mí que me ase como un ánsar navideño en ese plan patriotero demasiado tardío. Soy francés y, además, policía. Tengo pocas ganas de meterme en las líneas de fuego alemanas. Quiero ponerme a seguro.
—Y precisamente en los dos sentidos, si mal no entiendo, ¿no es cierto?
—Creo que me entenderá perfectamente si ahora mismo le expongo a usted una propuesta exacta. Se trata de lo siguiente: parece evidente la imposibilidad para usted de ponerse personal y prácticamente en contacto con los conspiradores, ¿no es cierto? Pero ya lo he hecho yo. Considéreme como un enlace. Independientemente de cómo se arreglen luego las cosas, usted quedará siempre con ventaja. Y también yo, por supuesto. Si los conspiradores tienen éxito en su empresa, lo cual usted y yo deseamos aun cuando por diferentes motivos, usted habrá tenido participación en ello; si fracasan, nadie podrá demostrar que usted ha tenido contacto con ellos.
—Se equivoca, Prévert. Hay una persona que podría demostrarlo: usted.
Prévert movió la cabeza, que parecía una calabaza. Sus ojos miraron afligidos:
—Usted olvida lo más esencial: toda vez que le he dado los nombres de algunos conspiradores, significa que nos acogemos como los polluelos a la misma gallina. Luego, usted podrá testificar que he puesto a su disposición ciertos materiales sobre los conspiradores, lo cual demostrará que hemos venido trabajando juntos en este sentido.
Grau hizo un gesto de asentimiento. Allí se trataba del juego favorito de todos los altos funcionarios de la policía que estaban metidos en el reducido círculo del Poder: quitarse hábilmente de encima a los poderosos, luchar contra la delincuencia y garantizar la seguridad a los ciudadanos, sin exponer totalmente su personalidad en ello.
Visto así, Grau y Prévert parecían hechos de la misma madera; al menos, sus métodos eran parecidos. Primeramente, se aseguraban. Luego, determinaban fase por fase el plan número 1 sobre los conspiradores: materiales, sospechas, insinuaciones, intentos y proposiciones, que fijaban en breves actas uno y otro, con el fin de no perdonar nunca nada. ¡Nunca!
—Llegará día en que podré ser uno de los primeros en hablar claramente y actuar según eso: escupirles en la cara a los cobardes y a los estúpidos.
—¡Qué tragedia! —murmuró Prévert—. No sé exactamente si debo desear llegar a verlo junto con usted.
—¡A usted no le va nada en ello! —dijo Grau—. ¡Este asunto sólo nos atañe a nosotros! Pero si usted supiese que creo capaces de todo a varios de esos generales, no le apetecería más el vino de Borgoña.
El cabo Hartmann continuaba leyendo a Balzac mientras esperaba a Tanz. Y se había hecho a la idea de tener que estar esperando unas horas como la noche anterior.
La calle Drouot aparecía desolada. Bajo las sombras que proyectaban los edificios de la acera de enfrente, se oía el ruido de las pisadas de un hombre. En el quiosco de periódicos de la esquina, había una mujer apoyada contra la pared, y su acompañante le estaba hablando en voz baja y vehemente. En el arroyo, había dos gatos dando bufidos. A lo lejos, se oía el ruido de los motores de dos camiones.
De pronto, apartó Hartmann la vista de las páginas del libro; fue por pura casualidad, según él creía, o tal vez lo hiciera siguiendo un movimiento instintivo. Y vio una sombra bajo la luz azul pálido del farol que pendía sobre la entrada de la «Caballeriza de Magdalena»; era la fina y alargada silueta de Tanz, que alzó la mano, como si hiciese una señal, y se dirigió hacia el Bentley.
Hartmann desconectó el receptor de radio, guardó el libro, recogió el paquete de cigarrillos y tapó la botella, que casi estaba vacía. Puso en marcha el motor y pisó el acelerador. El Bentley roncó levemente.
El general se acercó, esbelto como un álamo y mudo cual un tiburón. Se dejó caer en el asiento del vehículo y respiró ruidosamente. Tras ello empezó a hablar, y su voz parecía bañada en glicerina. Con marcado acento, dijo:
—Marche a velocidad muy reducida.
Hartmann condujo según lo ordenado. A poco, se vio lo que era de esperar: una mujer de edad indefinida, estatura media, pelo rubio y de pujantes redondeces esperaba en la puerta del establecimiento y contemplaba con ávida y apreciativa mirada el vehículo que iba acercándose.
—Pare dónde está esa mujer, Hartmann.
Hartmann metió cuidadosamente gas, y, recorridos unos treinta metros, detuvo el coche. El general abrió la portezuela de la izquierda y dijo:
—Suba.
La mujer soltó una penetrante risotada; al parecer, se sintió halagada y agradablemente sorprendida. Su boca, sensual, aparecía levemente abierta. Tomó asiento y comenzó a revolverse de gozo, de suerte que el regio Bentley empezó a crujir. Una fuerte ola de perfume inundó a Hartmann.
—¿Dónde vive usted? —le preguntó Tanz; su voz sonó ronca.
—En la calle de Londres —contestó la mujer—, junto a la estación de Saint-Lazare.
—Entendido —dijo Hartmann, y pisó el acelerador. Procuraba no prestar atención a lo que se hablaba en el asiento posterior. Pero la voz de la viajera era sensual y sonora, por lo que llegaba hasta sus oídos, y lo que decía venía a ser el tema habitual en tales circunstancias: se la podía tutear; no había que ser tímido con ella, pues estaba dispuesta a ser generosa. ¡Vivir y dejar vivir! ¡Aprovechar la noche, pues el día siguiente quizá fuera ya demasiado tarde! ¿Quería saber él cómo se llamaba? ¿Podía ella averiguar cuál era su nombre? ¿Era él un hombre parco en palabras acaso?
—Luego —contestó Tanz, y su voz sonó como si se encontrase en una intensa actividad.
Hartmann dirigió la vista hacia el espejo retrovisor: el general mantenía erguido el cuerpo en la parte derecha del asiento; la mujer estaba recostada cómodamente y esperaba con impaciencia. Su rostro aparecía manchado y destemplado; sus labios parecían un redondel de caucho rojo, y sus ojos, pequeños, tenían una vaga brillantez como de cinc fundido. Sin embargo, parecía no osar acercarse a Tanz sin que éste se lo insinuase.
—¿Eres un personaje tal vez? —inquirió la viajera en tono familiar—. Pues hace tiempo que no he tenido un acompañante con chófer y todo.
—Ponga la atención en la calzada —dijo Tanz, y pareció que lo decía a Hartmann y a la mujer a un tiempo.
La viajera se inclinó a Hartmann, quien percibió una vaharina de perfume, alcohol y sudor, y así, pisó el acelerador como si con ello intentase desviar aquella tufarada. El Bentley rodaba a toda velocidad por el nocturno París.
—Vaya más despacio —le dijo la mujer a Hartmann, que sintió los dedos de ella deslizarse por su nuca, por lo cual inclinó cuanto pudo la cabeza adelante—. ¡Estamos llegando! Es aquel edificio gris de planta circular.
Hartmann detuvo el Bentley ante la puerta indicada. Descendió y se apresuró a abrir la portezuela del lado en que iba sentado Tanz. Primero, se apeó la mujer; luego, lo hizo el general, que preguntó:
—¿Dónde?
—En el tercer piso. Es muy confortable, te gustará. Allí nadie nos incomodará.
—Vaya usted delante y despacio —le dijo Tanz a la mujer, y miró alrededor como si observase el campo de batalla: fachadas con cristales empañados; una calle sin obstáculos, en el fondo de la cual se elevaba el edificio de acero, vidrio y cemento, cubierto de humosa negrura, de la estación de Saint-Lazare. Todo ello parecía embozado en la moribunda inactividad de la noche.
—Espéreme aquí, Hartmann —dijo Tanz, dirigiéndose a éste; sus ojos tenían una brillantez fosforescente y su rostro aparecía cubierto con la máscara de duros rasgos que usaba a cualquier hora del día—. Puede que le necesite. Preste atención a la ventana del tercer piso.
—Perfectamente —respondió Hartmann.
Y una vez más oyó la sonora risa de la mujer, antes de que ella entrase en la casa. Tanz la seguía como si participase en una unidad de tropas de asalto. Luego con un golpe sordo se cerró la puerta tras él.
Hartmann encendió un cigarrillo mientras observaba la casa de la calle de Londres. Vio encenderse una estrecha franja de luz en una ventana del tercer piso, y otra en la ventana siguiente. Dedujo que primero habrían encendido la luz del comedor y luego la del dormitorio.
Hartmann se metió en el coche y se bebió el resto de vino que tenía en la botella. Encendió un segundo pitillo, y se puso a andar de acá para allá como si estuviese de centinela; el Bentley era su garita.
Se sintió inducido a meditar sobre la actitud de Ulrica y sobre las relaciones con Raymonde. Pero huyó de tales desviados y extravagantes pensamientos, y se distrajo meditando acerca de Tanz. Intentaba formarse una idea de lo que estaría sucediendo en el tercer piso, allí donde aparecían las franjas de luz por el vano de la entornada ventana.
Mas no lo conseguía, pues su fantasía daba bruscos saltos: las escenas que forjaba su imaginación tomaban formas grotescas.
Hartmann tenía puesta la mirada en la ventana del tercer piso, como si pudiese darle la solución del enigma. Y vio que se ampliaba la franja de luz, se descorría una cortina y apareció luego la silueta de un hombre a quien él creyó conocer bien: era la perfecta configuración de un cuerpo como los que se usan en los blancos de los polígonos de tiro.
Tanz preguntó con voz baja, pero inquisitiva, en la oscuridad:
—¿Está usted aquí?
—Sí —contestó Hartmann.
—Suba.
Hartmann no vaciló en cumplir aquel requerimiento. Cogió una lámpara de bolsillo, que llevaba siempre dispuesta en el coche, abrió la puerta y subió la escalera. El haz de luz de la lámpara descubría en la pared las huellas de centenares de manos, sucias y sudorosas.
Luego vio una silueta enmarcada en un rectángulo luminoso: Tanz esperaba en el vano de la puerta. Dijo:
—Entre. —Parecía sonriente; su rostro denotaba la placidez del que acaba de dar felizmente una batalla, y sus ojos reflejaban la placentera y vaga lasitud de cuando se ha superado un gran esfuerzo. Sus ademanes —movía atractivamente su brazo derecho— tenían la bella soltura de un bailarín que acaba de representar su mejor repertorio—. Pase a la habitación siguiente.
Hartmann cumplió sumiso aquel requerimiento. Cruzó el comedor, en el que vio muebles viejos y deslucidos, cubiertos de polvo; floreados tapices que, cual andrajos, colgaban de las paredes; cortinas y una alfombra vueltas a su estado primitivo, pues no eran más que un montón de hilachas y restos de colores.
—Pase a la habitación siguiente —repitió Tanz, en tono imperativo.
A Hartmann le produjo la sensación de tener que abrir primero un boquete en un tabique de pegajoso olor. De nuevo percibió aquel fuerte perfume que parecía cortar el aliento, además de una tufarada de sudor. Una lámpara de pie esparcía su rosácea luz por un amplio y desordenado lecho.
—Contemple eso —dijo Tanz—; pero no pierda mucho tiempo en observar el cadáver. Necesito hablar con usted.
Arrastrando los pies, abandonó Hartmann la habitación en que yacía la víctima. Lo siguió el olor a sangre. Vaciló; se sentía mal. Resbaló en una alfombra puesta al sesgo y, cual un saco de harina, se desplomó a un lado contra el marco de la puerta, lo cual le produjo un inmediato y sordo dolor. Se llevó las manos a la cabeza, y percibió una pegajosa y cálida humedad. Se había herido en la frente, cuya piel tenía abierta. Pero aquella leve herida sacó a Hartmann del oprimen te estado de sofocación en que se encontraba. El dolor lo serenó.
—Siéntese —dijo el general Tanz—. Parece un náufrago. Es usted un hombre sensible, y no puede soportar esta clase de espectáculos.
Tanz estaba sentado en el centro del comedor, alumbrado intensamente por la luz de la lámpara que pendía del techo. Como siempre, mantenía erguido el cuerpo, pero con cierto aspecto indolente. Sonreía, y aquella sonrisa reflejaba satisfacción. En su mano derecha sostenía de un modo casi elegante una pistola Walther de 7,65 milímetros.
—Debería tomar usted asiento —continuó Tanz, en tono imperativo; indicó con la pistola una silla, que estaba frente a la suya, y una botella y dos copas, que había encima de la mesa—. Beba, pues veo que necesita recobrarse.
Con mano trémula, cogió Hartmann la botella, llenó una copa y se la tomó de un trago. Su estómago amenazaba con sublevársele. Sin embargo, se tomó una segunda copa, mientras contemplaba al general y advertía que éste seguía cada uno de sus movimientos con sonriente atención. La indignación rebullía en Hartmann.
—Ahora ya sabe lo que ha sucedido, Hartmann, lo cual parece haberle impresionado mucho. ¿Por qué? ¿Tan limitada es su experiencia en cadáveres? Conocí un hombre que, con los intestinos fuera, intentaba escapar del fuego enemigo. Apurando sus fuerzas, daba traspiés por una rastrojera. Se desplomó, y se retorcía como un gusano mientras intentaba incorporarse de nuevo; en tal intento, se enredó en sus propios intestinos, y así se los arrancó del vientre dando salvajes alaridos de dolor. Dicho hombre fue el único por quien sentí verdadero afecto. Cuando me acerqué a él, ya no me reconocía. Moribundo, gargarizaba el nombre de una mujer.
Y aquel nombre era el de una prostituta que yo había conocido.
—¿Qué tiene que ver eso con lo sucedido aquí?
—Que ha sucedido.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué?
—¿Es que necesita forzosamente un porqué, Hartmann? Ha sucedido. Seguramente existen muchas razones que han inducido a hacerlo. Pero todas ellas han sido enfardeladas, generalizadas y puestas en acción por la guerra. Éste es el precio que hay que pagar por ello. Y son muchos los que deben pagar, la mayoría aun con la vida, sea de un modo o de otro. Son personas a quienes no les es dado poseer las cosas de la naturaleza.
El general dio aquella explicación como si estuviese leyendo la orden del día. Su voz sonó invariablemente fría y pertinente. Sólo su constante sonrisa, que parecía como si se le hubiese congelado en los labios, denotaba una apática y dominante melancolía.
—Esto es en cierto modo una explicación —continuó Tanz, mientras hacía deslizar levemente los dedos de la mano izquierda por la pistola que sostenía en la derecha—. Sin duda, hay otras. Pero ¿para qué aburrirle a usted y aburrirme a mí mismo? Mantengámonos en los hechos. No desperdiciemos el tiempo en disertaciones superfluas. ¡Ha sucedido! Y no es la primera vez. Acaso vuelva a suceder dentro de unos meses o de unos años. Mas no pensemos en ello ahora. Tómese tranquilamente otra copa, Hartmann. También puede fumar si lo desea, pues no ha de molestarme en absoluto. A partir de este momento, nada me molesta. Me siento como si hubiera vuelto a nacer. Fíjese en mis manos: no tiemblan. ¿No le llama la atención que no necesite ya del alcohol y del tabaco? Ni los necesitaré durante bastante tiempo.
Hartmann miraba fijamente al general, de modo que parecía verle por vez primera sentado delante de él; pero no sólo firme como una roca, sino también en su estado primitivo. Su célebre serenidad no parecía haber sufrido menoscabo. Pero nada podía hacer olvidar el cadáver que yacía en la habitación.
—Un cadáver así —continuó Tanz, con sugestiva objetividad— producirá cierta sensación, aun en los tiempos que corren. Por cierto, muy injustamente a mi modo de ver. Pues ¿quién es esa mujer? Una advenediza, desaseada y encenagada prostituta. Un desecho de la humanidad. Un despojo de la vida. De todos modos, aún sirvió para algo en el último momento de su vida. Comoquiera que sea, en la actualidad, existen millones de personas cuya muerte es más deplorable. ¿Lo comprende usted así?
—No —contestó Hartmann.
—Lo comprenderá —respondió Tanz—: se llevarán a cabo pesquisas, que pueden ser desagradables y aun peligrosas. Existe la posibilidad de que aparezca algún inoportuno testigo. El solo hecho de que haya sido visto el Bentley, puede traer complicaciones. Por ello, Hartmann, ¡ya he pensado sobre esta resolución! Tomaremos una determinación clara y relativamente adecuada. ¿Puede usted hacerse una idea de lo que se trata?
—La cosa está bien clara.
—Para usted y para mí, Hartmann —respondió Tanz, y alzó la pistola para contemplarla mejor, de suerte que Hartmann quedó encañonado—. ¿Se acuerda de la pregunta que le he hecho hoy? Quería saber qué consideraba usted más importante para el ejército, para el Führer y para Alemania: si un general o un cabo.
—Y continúo diciendo un general —contestó Hartmann, a quien la indignación parecía vencerlo, y se le cortaba la respiración; peco reunió todas sus fuerzas para librarse de ello—. Y, dadas las circunstancias, puedo decir: el general fue más importante. O mejor todavía: me parece más importante.
—Se equivoca —respondió Tanz, en tono casi amable.
Y usted comprenderá su yerro fundamental. Luego, hará exactamente lo que espero de usted: hacerse responsable del hecho.
—¡Eso jamás! —chilló Hartmann, como ahogándose en un desvalido arranque de cólera—. ¡Eso jamás! ¡Eso es un monstruoso y brutal asesinato! Por lo tanto, que se haga responsable quien lo haya cometido.
El general Tanz se recostó levemente en su asiento. Daba la impresión de que iba a soltar una risotada; pero no le fue concedido tal desahogo. Sin embargo, no ocultaba el intento de divertirse atormentadora e intensamente. Sus ojos brillaban con la belleza azul del océano. Dijo:
—¡Qué poco me conoce usted! ¡Cuán a la ligera valora su posición! Lo aprecio y me es simpático, Hartmann. Estimo mucho su agradable modo de ser. Juntos hemos pasado dos días agradables e interesantes. Usted ha tenido una discreta y comprensiva atención conmigo. La visita a los impresionistas del Louvre ha sido un acontecimiento. Por eso soy indulgente con usted, Hartmann. Me dolería tener que meterle una bala en su bella y torpe cabeza.
Hartmann intentó retroceder, pero se lo impedía el respaldo de la silla en que estaba sentado. Sintió un vivo escozor en su frente, producido por la herida. Sudaba a mares. Tenía húmeda la palma de las manos. Respiraba con la boca abierta.
—Intente reunir los restos de su raciocinio, Hartmann —recomendó el general Tanz—. Como le he dicho, el método más seguro, para eludir las prolijas y desagradables pesquisas, es tomar una decisión tajante. Ya lo tenía preparado; ahora, completaré los preparativos. Al principio, tenía intención de descerrajarle un tiro. La razón hubiera sido muy sencilla: desobediencia de mi orden, robo del Bentley y de mi cartera, por todo lo cual salí en persecución de usted hasta darle alcance y necesidad de disparar contra usted en propia defensa.
—¿Y le habrían creído sin más ni más?
—Naturalmente. Soy general. En cambio, ¿quién es usted?
Hartmann temblaba como si hubiese pasado una noche de invierno a la intemperie. Contestó:
—De ese modo, no podrá salir airoso de este asunto.
—Usted le da demasiada importancia al cabo Hartmann.
—Sólo pienso lógicamente. ¡Me defenderé como un león!
—¿Es que puede defenderse un león muerto?
—Se realizarán pesquisas, y se sabrá que esa mujer estuvo en el local de Magdalena poco antes de ser asesinada. Y se pondrá en claro que usted estuvo hablando con ella. Un establecimiento así está lleno de concurrentes, algunos de los cuales serán testigos.
Tanz alzó la mano que sostenía la pistola; su sonrisa parecía más sombría, aunque denotaba un indulgente desprecio:
—¿Tan torpe me considera, Hartmann? Confieso que me desagrada me tome por tonto. Por lo demás, usted debe de conocer la costumbre en dichos establecimientos: cualquier diálogo extenso resulta superfluo, pues basta con levantar el dedo. No he cruzado una sola palabra con esa persona. Estaba sentada a la tercera mesa, después de la mía. Nadie nos ha visto concertar trato alguno.
Hartmann avanzó la mano para coger la botella; pero se quedó suspenso en mitad de aquel movimiento, pues reconoció consternado: «¡Mis huellas han quedado impresas en la botella, en la copa y quién sabe en qué otro lugar de esta habitación!».
Y en el marco de la puerta, donde se había dado el golpe con la cabeza, había manchas de su sangre.
—Aún hay más —continuó el general, y lo dijo con cierto aire triunfal; en aquel momento, estaba incluso en situación de cambiar la habitual careta de su rostro; sus ojos destellaban vida; su voz era capaz de expresar sentimientos; parecía como si hubiera despertado de un sofocante y poderoso sopor—. Mientras usted tomaba su botella de agua mineral en el restaurante de Versalles, yo le he quitado algunos de los pases que usted guardaba en el coche. Y uno de ellos lo he dejado en la habitación contigua, el cual será encontrado por la policía. Eso será una prueba más, que se ampliará y completará con mis declaraciones.
De la otra habitación llegaba hasta Hartmann el empalagoso olor a sangre, circunstancia que lo aterró porque le parecía ver aquella rojiza y pegajosa fluidez correr por su cuerpo. Cerró los ojos; tenía la sensación de estar muerto.
—Decídase —ahora mismo— prosiguió el general; estaba sentado al acecho como una pantera y mantenía la pistola encañonada a la frente de Hartmann. —¿Quiere usted que lo mate, o prefiere escaparse?
Y Hartmann oyó que le salía por la boca:
—Lo intentaré.
—Está bien —respondió Tanz, haciendo un gesto de satisfacción con la cabeza—. Es la mejor solución. A mí, personalmente, me resulta agradable esta decisión, porque, en el fondo, le tengo estima. Aunque usted no haya sido perfecto, y haya cometido algunos errores, como el de tener la osadía de meterse en mi vida privada. No crea que se me escapa nada; también estoy enterado de lo ocurrido con Ulrica von Seylitz-Gabler, si bien ese asunto me es totalmente indiferente.
Hartmann guardó silencio y mantuvo fija la mirada en la pistola.
—Usted desaparecerá lo más lejos posible, Hartmann. Tiene que sumergirse dondequiera que sea. Le dejo todo el dinero que hay en mi cartera, así como el Bentley. No tiene que preocuparse por la ropa de paisano, pues ya la lleva puesta. Tiene toda la noche por delante; aprovéchela.
—¿Y qué hará usted?
—Daré un paseo; luego, me acostaré. Mañana temprano, informaré oficialmente acerca de su desaparición. Diré que le dejé libre después del regreso de Versalles, y que no se ha presentado a su servicio. Eso, por supuesto, ocasionará una serie de investigaciones cuyo resultado es difícil de prever. Depende de cuándo sea descubierto eso de aquí —indicó el dormitorio— y de la rapidez con que se mueva la policía. Y, ahora, desaparezca, Hartmann; su tiempo es valioso.
El cabo Hartmann se dirigió hacia la puerta, donde se detuvo, pasó la mirada por la estancia, y preguntó:
—¿Cree que podrá salir airoso de este asunto?
—De hecho, ya he salido. Ahora, sólo se trata de salvar su cabeza, Hartmann.
Informe intermedio
Declaraciones, opiniones, informes, suposiciones y afirmaciones al conjunto de cuestiones sobre los acontecimientos en la noche del 19 al 20 de julio de 1944.
Alexandre Petit, camarero del restaurante «Boule d’Or» de Versalles, en la época de los hechos aquí relatados, y actualmente, o sea dieciséis años después, camarero mayor del restaurante «Chez Pierre» en la parisiense avenida de Víctor Hugo, nos dice:
Ya entonces, dividía yo a los hombres en tres categorías: aquellos a quienes les gusta comer; los que comen mucho, y aquellos a quienes les gusta comer y comen mucho. Nunca consideré persona educada a ninguna de las comprendidas en una de estas tres categorías.
Aquel parroquiano con traje gris, de quien todavía me acuerdo, pertenecía, sin duda, a la tercera categoría. Comía con fervor. Más de una vez pude oír cómo su acompañante lo trataba de «mi general». Y el general llamaba «Hartmann» a su acompañante.
De ese Hartmann poco puedo informar. Sólo diré que bebía agua mineral y tomaba una cantidad de sobras de cocina bajo el terrible calificativo de sándwiches. En ese hombre llamado Hartmann nunca pude descubrir un ser inculto y de bajo fondo. Pero el general…
Manifestaciones de Guillermina von Seylitz-Gabler:
Me parece impertinente que se rebusque en nuestro pasado. Y no es que tengamos nada que ocultar; pero nos repugna que notorios gusanos y morbosos husmeadores secunden su sucio ministerio.
Sólo quiero advertir una cosa: ¡Si osan calumniarnos, demandaremos judicialmente a esos sucios escritorzuelos! En particular, nos defenderemos de la falsa y maliciosa afirmación según la cual perdura todavía, o se intenta reanudar, la estrecha relación entre nosotros y el general Tanz.
Mi hija, que está casada, tiene dos hijos poliglotos y vive en un país extranjero amigo, está por encima de toda vil calumnia. ¡Lo advierto implacablemente: mi esposo está relacionado con cierto ministro de Justicia, y sabrá defender el honor de nuestra hija, así como el nuestro!
Magdalena V., antaño propietaria del local «Caballeriza de Magdalena» en la calle de Drouot, actualmente directora de una agencia artística en los Campos Elíseos, nos dice:
Un local es un local, y no un establecimiento moral o algo por el estilo. Quien lo frecuenta hace su consumición y abona el importe de la misma. La clientela es de ambos sexos, y lo que puedan concertar entre ellos no le importa al dueño del establecimiento, siempre y cuando no se cometan inmoralidades en la pista de baile.
Así mismo le hablé a la policía en aquella ocasión. La «Caballeriza» fue un local preferido y siempre estuvo lleno de clientes. Cierto comerciante de vinos, obligado a mí personalmente, me abastecía por toneles de vino de Burdeos. ¿Que si un general frecuentaba mi establecimiento en aquella ocasión? Posiblemente. Allí acudían hasta ministros, aparte de prominentes pintores y escritores.
También esa Yvonne, que vivía en la calle de Londres, concurría a mi local. No era una mujer de ejemplar marca; pero sí una persona de buena voluntad, y no cobraba más de lo que consideraba su valor. Aquella noche, desapareció de pronto. No puedo decirle cuándo ni con quién, pues era tanto el jaleo que una tenía allí…
Otto, llamado comúnmente Otto-Otto y el «Gordo», escribiente y confidente del general Kahlenberge, nos dice:
¡No se deje convencer por nada, hombre! Por supuesto que andábamos en diversiones particulares. Pues, comoquiera que fuese, nos encontrábamos en París. Pero ¡sin extralimitarse! ¡Mucho cuidado en afirmar cosas que luego no puedan demostrarse!
¿Por qué tengo todavía que decir algunas palabras sobre Hartmann? ¿Es que soy la clarividencia o la telepatía personificada? Sí; en ocasiones, hacíamos una escapada. ¿Hay algo de malo en eso? ¡Nada! En aquella ocasión no se podía hacer otra cosa.
Estoy dispuesto a jurar lo siguiente: nunca aguijé a Hartmann, ¡ni la tomé con él! ¿Qué significa tomarla con uno? Entre nosotros, las relaciones fueron siempre correctas; por lo tanto, huelga hablar de amenazas o algo por el estilo. Entonces, Hartmann puso pies en polvorosa. ¿Por qué? ¡Dios sabe!
Monsieur Paul Víctor Magron, entonces funcionario de la sección de criminología de la brigada criminal de París, y actualmente comisario de la misma institución en el mediodía de Francia, nos dice:
Toda guerra viene a ser aproximadamente para el delincuente lo que la primavera para el crecimiento de las plantas; si me permite tan poética comparación.
Le ruego me disculpe si en estos momentos no me acuerdo de los detalles de aquel suceso. El coeficiente de prostitutas era muy elevado entonces, así como el de su mortalidad.
El asesinato de una prostituta solía ocurrir con más frecuencia que el de un ama de casa o el de un empleado de oficina. Los motivos eran comúnmente el afán de lucro y la venganza. También se daban casos de celos, los cuales no eran equivalentes a crímenes de tipo sexual. En concreto: todos esos casos eran lo que podríamos llamar hechos comunes. Pero aquel hallazgo en la calle de Londres tenía sus particularidades. Como usted sabe, todo acto criminal es inhumano; pero aquél puede calificarse de bestial.
A ello se sumaba la sospecha de que su presunto autor fuese un miembro de las fuerzas armadas alemanas. Por esta razón, el caso fue retirado de la esfera de mis actividades y, según instrucciones recibidas, pasé los resultados de la investigación a un funcionario de la sección de enlace entre los servicios franceses y alemanes.
¿Pregunta usted si dicho funcionario se llamaba Prévert? ¡Quiero hacer constar que no he mencionado ese nombre para nada!
El ex médico jefe de regimiento de la división «Nibelungen», y actualmente médico jefe de una clínica de Hamburgo, doctor Martin Volges, dice:
Soy terapeuta y conozco, además, la cirugía. Pero nunca me he ocupado en el terreno de la psiquiatría ni del psicoanálisis, lo cual quiero hacer constar.
No puedo decir que el entonces general Tanz se contase entre mis pacientes. Según tengo entendido, rehusaba cualquier asistencia médica. En todo el tiempo de mi servicio en la unidad, sólo reclamó unas cinco veces mi presencia; no se trataba de una exploración médica; me dijo que padecía fuertes dolores de cabeza y constante insomnio. Le receté los medicamentos correspondientes. No puedo agregar nada más a esta cuestión. Nunca tuve ocasión de hacerle una exploración general; por lo tanto, no puedo opinar sobre si su estado de salud era anómalo o no.
El ex capitán Kahlert, jefe de la compañía de la plana mayor e historiador entonces y ahora, nos informa acerca del cabo Hartmann:
… Tuve ocasión de observar y juzgar al cabo Hartmann, que estaba a mis órdenes en aquel entonces. Era de mi incumbencia, por ser jefe inmediato, hacer una serie de críticas sobre él, las cuales son más o menos las siguientes:
Rainer Hartmann es un soldado inteligente y de probada habilidad. Es un hombre que sirve para todo y tiene buen parecido. Debe considerarse como persona leída y culta. Es asiduo a la vez que negligente y, en cierto modo, irresponsable. Incluso se le puede considerar un individuo débil.
Su temple no es fácil de descubrir ni parece estable. Carece de firmeza y energía. Aparentemente, no parece tener vicios. Su conciencia de soldado es distinta a la de los demás.
Por eso no es recomendable confiarle servicios especiales. También hay que tener en cuenta su irrefrenable fantasía, que puede inducirle a afirmaciones que tal vez puedan convertirse en exageraciones inconscientes, lindantes con la fábula.
En concreto: Hartmann, después de este examen, debe ser considerado como una persona insegura, y aun como un subordinado molesto. Por lo tanto, se ruega circunspección en este sentido.
Extracto de una carta del ex teniente coronel Sandauer:
… Confieso que sus afirmaciones me han conmovido profundamente. Me resisto a formularle la siguiente pregunta: ¿Cómo tiene usted semejante osadía? No obstante, admito que usted se sienta con derecho a tales sospechas relativas a la lealtad y a la creencia. Así, mi claro sentimiento de la tolerancia me pide que conteste con objetividad.
Le ruego que tome en consideración lo siguiente: nunca me presté a encubrir, ni aun a ignorar, cualquier fenómeno problemático o morboso. De ello se deduce forzosamente que no tuve conocimiento de cierta conducta anormal. De lo contrario, mi conciencia me hubiera obligado a salirle al paso, arrostrando todas las consecuencias.
La consecuencia resultante sólo puede ser: ¡la actividad de maliciosos y malévolos calumniadores! O tal vez debiera decir: la morbosa postura de unos intentaba afirmar la morbosa postura de otros. No sé de dónde saca usted sus afirmaciones; pero algo me apremia a manifestar que aquí parece resonar el grito de «¡Al ladrón!»; precisamente proferido por aquel que ha cometido el hurto.
Le ruego que medite antes de poner en duda el honor de un benemérito estratega. Nos enfrentamos con una condición de la Historia. ¡Ay de aquel que intente eludirla! en particular si vive en Alemania, y quiere continuar viviendo en ella.
Extractos de dos cartas elegidas entre las muchas que recibió el autor de este libro.
La primera es de un tal Matthuber, ex granadero de la división «Nibelungen», y la segunda de otro granadero apellidado Biermann, perteneciente también a dicha unidad:
Creo que usted también reconocerá que ese hombre fue la guerra personificada. Tenía la mirada de víbora. Nosotros, sus soldados, temblábamos ante su presencia. Y lo que las más de las veces nos dominaba era puro miedo.
… Se lo advierto. ¡No se atreva a herir nuestros sagrados sentimientos! Fue uno de aquellos héroes que sólo existieron entonces. Nos habríamos dejado matar por él. Y aún lo haríamos hoy si se presentase la ocasión.