Capítulo quinto

—¡Son las cinco y media, monsieur!

La voz parecía llamar a Rainer Hartmann, a quien le retumbaba la cabeza como si dentro de ella borbotease una cascada.

Y la voz continuó:

—Escuche, monsieur: son las cinco y media.

—¿Y a mí qué me importa? —Y Hartmann se dio cuenta de que se encontraba en la habitación del hotel. Lenta y penosamente, empezó a recordar: el precipitado viaje nocturno por París; la mortificadora espera; el general, que se bamboleaba cual un poste de hierro; la hija del general, tendida junto a él en la cama, y la botella descorchada de la cartera que se le había confiado.

Dicha botella estaba ahora vacía y sobre la mesita de noche. Imperturbable, la voz del conserje de noche continuó:

—Son las cinco y media, monsieur. Tiene usted que despertar al general a las siete en punto.

—Pero, hasta entonces, puedo todavía dormir una hora, ¡qué demonio!

—¡Se olvida de los preparativos, monsieur!

—¿Y a mí qué?

—Tenemos que cumplir las órdenes que se nos han dado, monsieur.

La organización tipo Sandauer funcionaba perfectamente. El conserje de noche tenía un plan exacto del orden a seguir: la dirección del establecimiento se lo había dado al conserje de día, y éste lo había transmitido por escrito a aquél.

Los puntos esenciales de dicho plan (instrucciones especiales para el tiempo que durase el hospedaje del general Tanz, por lo demás llamado «huésped», en la habitación número 12) eran los siguientes:

Mientras el huésped se encuentre en la habitación, ningún empleado del establecimiento podrá entrar en ella sin haber sido requerida su presencia por el huésped o por su acompañante.

El acompañante del citado huésped, cuyo apellido es Hartmann, será despertado a las cinco horas treinta minutos, y se le servirá inmediatamente el desayuno.

Entre las seis y las siete horas, al acompañante del huésped le serán destinados una camarera y un mozo, quienes recibirán instrucciones de dicho acompañante, el cual es la única persona que puede entrar en el salón de la habitación número 12.

De estos y otros detalles más fue informado Hartmann al bajar a conserjería. El conserje lo contempló con marcado patetismo, como si estuviese en presencia de un enfermo incurable, y le dijo:

—Me sorprende su negligencia.

—Me siento muy mal.

—Lo comprendo perfectamente. Su café ya está esperándole.

Hartmann era el único huésped que estaba despierto a aquella hora en el hotel. Se tomó una taza de café; cubrió el panecillo con una buena capa de mantequilla y mermelada, y se lo comió. Mientras, estudiaba las instrucciones especiales de Sandauer. No necesitó mucha imaginación para ir comprendiendo lentamente lo que le esperaba.

Acompañado en silencio por la curiosidad de la camarera y del mozo, se dirigió a la habitación número 12, donde recogió las prendas de vestir esparcidas por ella, y les ordenó a los dos sirvientes:

—Por favor, cepillen, quiten las manchas y planchen el traje. Limpien los zapatos hasta sacarles el mayor brillo posible. No se olviden de quitar antes los cordones.

La siguiente media hora la pasó Hartmann dándoles crema a una maleta y dos carteras de mano del general; para ello, empleó dos trozos de paño y media caja de «Glizando», crema especial para lustrar pieles de finísima calidad. Lo encontró todo en un cajón con un papel pegado en el que había escrita una P, y encima de la mesa una nota con el significado de dicha letra: «Putzmittel und Zubehor».

A las siete en punto, Hartmann había dado fin a su tarea. No había puesto su reloj con el del campanario de cualquier iglesia, sino con la emisora de radio oficial alemana. Llamó discretamente a la puerta del dormitorio, tras lo cual oyó la voz del general, baja, pero clara.

Tanz estaba junto a la ventana; una bata de tela recia envolvía su musculosa figura; en una mano sostenía un cigarrillo encendido, y en la otra el reloj de bolsillo. Satisfecho, le hizo a Hartmann un gesto para que entrase.

—Son las siete, mi general.

—Las siete y treinta y siete segundos, Hartmann. Procure siempre ser lo más exacto posible en su cometido —respondió el general; tenía aspecto de haber dejado tras sí una prolongada y confortadora noche, llevaba pulcramente peinado su corto y albino cabello y deslumbraba con la mirada de sus ojos, brillantes cual la pulida superficie de los diamantes—. Prepáreme el baño, Hartmann, y que el agua esté a treinta y un grados de temperatura.

Hartmann se dirigió al cuarto de baño. Mientras, fue hecha la cama. La almohada tenía manchas de saliva, aunque aparecía lisa como si no hubiera sido usada. Por la ventana, abierta de par en par, entraba el cálido aire de una mañana de verano. Daba la impresión de que no habían existido ni el día ni la noche anterior.

Hartmann abrió el grifo de agua fría y el de la caliente a un mismo tiempo; en el borde, hacia el interior de la bañera, había un termómetro, del que se sirvió para verificar la temperatura del líquido; puso una pastilla de jabón en la jabonera; arregló las toallas y la estera, y observó el espejo para ver si estaba limpio; pero lo que vio fue la figura del general Tanz, que estaba inmóvil observándolo.

—Hartmann —dijo el general, con voz suave, enfática y sugestiva—: ¿tiene usted algo que decirme?

—No, mi general.

—Todo está en orden, ¿no es así?

—Sí, mi general.

Tanz se separó del marco de la puerta, contra el que parecía haber estado apoyado, avanzó dos pasos hacia Hartmann, y se detuvo en medio del cuarto de baño. El ruido del agua que afluía a la bañera no menguó la claridad de su voz, exigente:

—¡Me gusta la sinceridad impertérrita, Hartmann!

—Ciertamente, mi general.

—¿Pues?

—Usted, mi general, es, en definitiva, un hombre y, como tal, tiene sus necesidades.

—Continúe, Hartmann.

—Por supuesto que también yo, encontrándome en el sitio de usted, mi general, no habría vacilado en frecuentar ciertos locales. Nos encontramos en París, y usted disfruta de un permiso.

—Eso no le importa a usted, Hartmann.

—Ciertamente, mi general.

—Vigile la temperatura del agua. Tendrá que cumplir órdenes, que luego le serán dadas. Y lo demás no debe preocuparle.

Hartmann calentó el agua hasta treinta y tres grados, o sea dos más de la temperatura necesaria. Lo hizo teniendo en cuenta el tiempo que el general necesitaría para desnudarse y entrar en la bañera. Tanz verificaba cada operación de aquéllas, cual una máquina calculadora.

—Mientras, cuídese de mi desayuno —continuó el general—. Nada de leche. Sólo café; cinco huevos batidos con pimienta y sal en un vaso. Dos lonjas de jamón: una en dulce y otra curado; luego, tres copas de coñac de mi marca predilecta.

Y tomó el baño; luego se vistió, mientras Hartmann esperaba en la habitación contigua. Tras de lo cual Tanz se puso a tomar el desayuno, y Hartmann permanecía inmóvil, como si fuese un mueble más en la estancia, arrimado a la pared cerca del vano de la puerta.

—Hartmann —dijo el general, tras de haberse tomado la primera taza de café—: a las nueve en punto, debe estar con el coche en la puerta del hotel. Hasta entonces, atenderá a la limpieza del vehículo. No se le olvide preparar la cartera para el viaje.

El cabo pronunció su estereotipada frase «A la orden, mi general», pues no consideró necesario agregar otras palabras. Veía con agrado cualquier posibilidad que le permitiese abandonar aquella estancia. Pero el general aún no había hecho el ademán definitivo que le indicase que podía hacerlo.

—Hartmann —continuó Tanz, entregado intensamente a su vaso de huevos batidos—, no me resulta desagradable aceptar su compañía, pues tiene usted ciertos méritos. Y creo que no me decepcionará. ¿Cuál es su programa para hoy?

Hartmann expuso, por iniciativa de Sandauer, su plan con la debida exactitud:

—Propongo lo siguiente, mi general: por la mañana, visitar las colecciones griegas y egipcias del Louvre; por la tarde, el museo del Ejército, el palacio de Chaillot, y tal vez el museo de Balzac y el de Rodin, si queda tiempo.

—No me parece mal —respondió Tanz. Se incorporó, cual el cañón de una chimenea industrial, dejó el jamón y los huevos, y se dirigió a su dormitorio.

A poco, volvió con un puñado de tarjetas postales, que extendió sobre la mesa como si fueran un abanico, y dijo:

—¿Qué dice usted a esto, Hartmann?

¿Qué podía decir el interpelado cuando el mismo general había elegido aquellas postales el día anterior, postales que pertenecían a la colección impresionista «Jeu de Paume» del Louvre, y que mostraban todos los lienzos que no habían pasado inadvertidos a los ojos de Tanz? Así que, con prudencia, contestó:

—Esas reproducciones resultan desvaídas en comparación con los originales.

El general Tanz convino con un gesto, como si las palabras del otro afirmasen sus íntimas conjeturas. Precavidamente, dijo:

—No sé cómo han podido llegar estas postales hasta mi habitación. Acaso me las haya procurado el conserje del hotel, pues debe de tener orden de advertirme sobre todo los monumentos de la ciudad.

Hartmann se quedó perplejo y con la mirada puesta en el general, como si contemplase un caballo con tronco de hombre, o un león con bajo vientre de mujer, o una criatura en cuya cara apareciese un pico de águila. En su mente, los pensamientos despedían chispas como un castillo de fuegos artificiales bajo el cielo nocturno.

—Eso —continuó el general, indicando con energía las postales— podría interesarme. ¡Quisiera verlo! Organice esta visita, Hartmann.

Tras lo cual, el cabo abandonó apresuradamente la habitación y, descendiendo a toda prisa los peldaños, se encaminó a conserjería, para telefonear al teniente coronel Sandauer. ¡Necesitaba hablar con él urgentemente! Pero no hubo manera de ponerse en contacto con Sandauer.

Aquel día era el 19 de julio de 1944. Lugar: Hotel Excelsior, París. Tiempo: 8:47 horas.

El cabo Hartmann estaba convencido de que se trataba de una confusión por parte suya. De otro modo no se explicaba las palabras del general. Lo atribuía a la agotadora noche que había pasado. Y mientras se apresuraba hacia el garaje, para preparar el Bentley, razonó consigo mismo: «No debo de haber comprendido lo que me ha dicho. O quizás el general haya querido ponerme a prueba. ¿Quién puede saber lo que pasa por una mente así?».

A Guillermina von Seylitz-Gabler se le presentaba un día de muchas inquietudes. Casi no había pegado ojo en toda la noche; así era de importante lo que estaba en juego. El motivo había sido el siguiente:

A las 23:42 horas, Guillermina había terminado las anotaciones cotidianas en su diario, lo cual había hecho con gozosos y esperanzadores pensamientos puestos en el futuro: aspiraba a que Herbert, su esposo, alcanzase el punto culminante de su carrera, y a que Ulrica, su hija, se desposase con Tanz, y así quedaba ella convertida en esposa de un estratega y en madre política de un héroe nacional. Este solemne sentimiento la emocionaba, y la previsora maternidad la obligaba a ir a la alcoba de su hija, para verificar y corroborar este sentimiento.

A las 23:47 horas, Guillermina entró en la habitación de su hija, que estaba en el segundo piso. Se encontró con que la estancia estaba vacía; pero creyó que se trataría de una ausencia transitoria, pues estaban allí todos los vestidos y prendas interiores de la joven, lo cual comprobó la madre. Sólo faltaban: Ulrica, un camisón de seda rosa y una bata azul. Consecuencia lógica: Ulrica no podía estar muy lejos, a lo sumo en el lavabo para señoras.

Desde las 23:51 hasta las 0:07 horas, Guillermina se dirigió al lavabo para señoras del segundo piso. No había nadie. ¡Cómo…! Pensó que tal vez aquel lugar estuviera ocupado en el momento de tener que usar de él, y así, se encaminó a los lavabos de los pisos primero y tercero. También los encontró desocupados. Ante aquel hecho, presintió algo gordo.

Desde las 0:07 hasta las 4:12 horas, Guillermina von Seylitz-Gabler esperó en el apartamento de Ulrica; primero, lo hizo sentada en una silla; luego, en la cama, y, finalmente, se recostó en ella, vencida por la imperiosa necesidad de dormir. Siguieron unas horas de inquietud y de escalofríos, de escenas apremiantes por la afanosa fantasía: Ulrica deambulando de noche, expuesta a la brutal intervención de su confiada puerilidad, o rendida bajo la atormentadora necesidad, lo cual significaba que ¡Ulrica estaba acostada con un hombre! ¡Oh, terrible fantasía!

A las 4:13 horas, Guillermina, sumergida en un profundo sueño, despertó de pronto alarmada y se incorporó: ante ella estaba Ulrica. Como era de suponer, llevaba arrugadísimos el camisón y la bata y tenía revuelto el pelo. Su madre le preguntó:

—¿Dónde has estado?

A lo que la hija contestó:

—¡Eso es asunto mío!

Desde las 4:16 hasta las 4:28 horas. Guillermina von Seylitz-Gabler acosó a su hija a preguntas. Pero Ulrica guardaba silencio, ante el cual su madre apeló al sentimiento familiar, al honor, a la comprensión, a la buena voluntad y al sentido común de su hija. Pero todos los razonamientos resultaron inútiles. Ante esa circunstancia, pasó a la fase de las múltiples amenazas con la autoridad, poder e influencia paternales. Fatigada, Ulrica bostezó y dijo:

—¡Si supieses lo fatigada que me encuentro, mamá! No he pegado ojo en toda la noche.

Guillermina respondió al momento:

—¡Tampoco lo he pegado yo!

Ulrica dijo:

—Seguro que las causas han sido muy distintas.

Desde las 4:30 hasta las 8:47 horas, Guillermina von Seylitz-Gabler permaneció en su habitación. Se tendió en la cama y fijó la mirada en el grisáceo techo con molduras de estuco: rosetones y cornucopias en los ángulos. Cerró los ojos, acosada por el sueño.

A las 8:48 horas, Guillermina despertó de su angustioso duermevela, y llamó por teléfono a conserjería. Estaba el conserje de día, un hombre que tenía mucho mundo. Ya en las primeras frases, y ante las exigencias de la huésped, se disculpó con el conserje de noche, diciendo que sólo él podría dar razón de lo sucedido.

El conserje de noche, que aún estaba allí para finalizar su servicio, fue citado por Guillermina von Seylitz-Gabler. Respetuoso, entró en el apartamento de la huésped y, como en el curso de su larga vida de hotel había visto toda suerte de huéspedes, estaba seguro de que nada ni nadie podría hacerle perder su aplomo. Atento, dijo:

—Señora, un conserje permanece sentado en conserjería durante sus horas de servicio, y su misión es anotar en el libro de registro quiénes entran y quiénes salen; pero no sabe nada ni es responsable de lo que pueda ocurrir en las habitaciones de los tres pisos del establecimiento.

—Entonces, ¿quién es responsable?

—Nadie, señora. Después de medianoche, los mozos y las camareras se retiran de su servicio.

—Y si sucede algo en uno de los pisos superiores, nadie es responsable, ¿no es así?

—¿Qué puede pasar, señora?

—¡Que cualquiera pueda entrar en la habitación que le parezca!

—En el supuesto de que tenga la llave, o de que la habitación esté abierta. Lo cual en la práctica significa que así ha sido dejada.

Guillermina von Seylitz-Gabler despidió al conserje, quien se alejó gustosamente. Luego, cogió el teléfono y pidió hablar con su esposo, a quien dijo:

—Te ruego que vengas inmediatamente aquí; tengo que hablarte de un asunto urgente. ¡No acepto excusas! ¡Parece haberse iniciado un escándalo!

—Es un señor llamado Prévert —anunció Otto.

El general Kahlenberge hojeaba los informes rutinarios de los desordenados empleados. Comprobó que el teniente coronel Sandauer volvía a esforzarse por rendir una gran cantidad de trabajo: ingresaba en la división de Tanz todo lo medio servible de efectivos que podían ser unidos.

—¿Qué quiere de mí ese Prévert? —preguntó Kahlenberge. Consideraba oportuna la distracción de aquella visita, pues su pequeño trabajo cotidiano empezaba a hastiarle; impaciente, esperaba el momento decisivo.

—Ese señor quiere hablar con usted —contestó Otto—; al menos, lo ha dicho así.

El general convino moviendo la cabeza. Otto-Otto abrió la puerta para que pasase Prévert. Y Kahlenberge le ofreció una silla al visitante.

—Soy, por decirlo así, el vínculo entre los funcionarios alemanes y franceses en esta ciudad; soy, si usted lo prefiere, un policía. —Con estas palabras se presentó el visitante.

Y su voz sonó como la de un clochard, que con majestuoso gesto rechaza la sospecha de que él sólo desea una botella de vino tinto.

—Y conjeturo que a usted puede interesarle mi actividad.

Así era. El visitado barruntaba instintivamente que Prévert era uno de esos hombres a quienes no se puede eludir y con quienes hay que andarse con cuidado.

La cara de carnero de Prévert ocultaba la astuta espera que se reflejaba en sus ojos; inclinó profundamente la cabeza como si estuviese meditando. Luego, continuó diciendo:

—Mi empleo no pocas veces parece como un muladar en el que se puede encontrar toda suerte de basura imaginable.

Kahlenberge no respondió; mantenía inclinado su reluciente cráneo. Contemplaba las sumamente largas columnas de cifras, que estaban puestas sobre la mesa, y que significaban su alimento espiritual cotidiano. Pero, en aquel momento, le repugnaban.

—¿Tengo algo que ver con su muladar? —inquirió el general, con atención.

—Los materiales que yo recibo consisten, la mayoría de las veces, en lo que comúnmente se llama informes secretos. Y cada uno de dichos informes lleva un nombre; también el de usted, señor Kahlenberge, aparece en uno de ellos.

Kahlenberge se inclinó contra el respaldo de su asiento:

—¿Qué desea usted de mí, monsieur Prévert?

—Sólo deseo conocerle; y quiero que me conozca.

—¿Porqué?

—Siempre he sido y continúo siendo muy curioso. Deseaba ver de cerca al hombre a quien he vendido sin haberlo conocido antes.

—¿Me ha vendido usted a mí?

—Por así decirlo. —Parecía como si Prévert hablase de las calidades de los vinos de la cosecha de aquel año—. Usted es para mí algo así como una especie de precio de venta. Lo he utilizado a usted para pagar la compra de un hombre que parece tener ambiciones políticas, y que pertenece a los elementos dirigentes de nuestra organización de la resistencia en Marsella.

A Kahlenberge se le quedó el rostro inmóvil como una mascarilla. Sólo hizo un leve ademán como indicando que se dolía de no comprender el significado de aquellas insinuaciones. Pero se guardaba de decir algo al respecto, porque en tal situación cualquier error, por pequeño que fuese, podía traer consecuencias fatales.

Monsieur Prévert se pasó la mano por su inexpresiva barbilla. Luego dijo:

—La cosa es muy sencilla: se pronuncian palabras para que lleguen a ciertos oídos; pero, muchas veces, no sólo llegan a los oídos para los que han sido pronunciadas, sino que son captadas por micrófonos. Además, la necesidad de algunos de transmitir noticias no conoce obstáculos bajo determinadas circunstancias. Concretamente: entre los conspiradores también hay indiscretos. ¿Le es a usted suficiente esta aclaración?

—En efecto —contestó Kahlenberge, con el rostro gris como el cemento.

—Pero, ahora, querrá saber, señor Kahlenberge, a quién lo he vendido aun antes de conocerle. Debo confesarle que no me ha dado mucho que hacer. He realizado esta venta porque me ha parecido, no sólo un buen negocio para mi asunto particular, sino también para el hombre vendido, o sea para usted.

El rígido rostro de Kahlenberge empezó a cambiar; no era que se relajase, sólo comenzaba a transformarse y a mostrar asombro. Con el tiento del que palpa la espoleta de tiempo de una granada, preguntó:

—¿Puedo saber qué entiende usted por ese supuesto buen negocio?

—¡Cubrir la retirada! Pienso ponerme a seguro. ¡Permítame que se lo aclare! Toda suerte de modo de jugar en el brutal despliegue de fuerzas, no sólo tiene sus fanáticos adeptos, sino también sus categóricos enemigos, afortunadamente. La Historia, y también la francesa por supuesto, está grávida de ejemplos. Pero en ustedes, en Alemania, parece haberse formado un tercer tipo totalmente nuevo, que viene a ser una especie de vengador, originado por el desaprensivo modo de haber sido puesto en juego el honor. Dicho tipo ni siquiera odia a los nazis, sólo los desprecia, y lo hace porque piensa fundamentalmente a escala histórica. Por lo tanto, a él le es indiferente que los engendros nazis sean unos merluzos o lo suficientemente criminales para abusar del homicidio hasta el extremo de perecer en él. Ése es aproximadamente el modo de pensar de este tercer tipo. Pero lo que no permite es la expectativa y pusilánime conducta, el perezoso apresto a la componenda, la belicosa amoralidad de los hombres, que conforme su inteligencia y su formación deben poseer un mínimo de dignidad y de valentía. En concreto: lo que puede ser disculpable para un matarife de caballos, no ha de ser justo para un general, por ningún concepto.

—Usted conoce bastante bien al teniente coronel Grau, ¿no es así?

Monsieur Prévert hizo, con la cabeza, un movimiento que denotaba asentimiento y confesión a un tiempo. Su atención no había desperdiciado ningún detalle por insignificante que fuese. Kahlenberge tenía la capacidad, no sólo de conocer de un modo rápido y seguro la ilación, sino también sus hipótesis.

—También eso forma parte de cubrir la retirada, como ya le he indicado antes. Si quisiese, en cualquier momento podría Grau llevarlos a usted y a algunos de sus camaradas a la horca; pero eso está lejos de su ánimo. Espera. ¿Y sabe usted lo que espera? ¡Tal vez la última posibilidad de que los oficiales alemanes se desliguen radicalmente de su inmundo pasado! Pero, si el oficial alemán continúa eludiendo esta última posibilidad, o sí quiere mostrarse como un deplorable ignorante, ¡que Dios lo proteja! Le ruego que me disculpe si he empleado palabras fuertes; lo he hecho con la intención de ponerle al corriente sobre la ilación de pensamientos de Grau.

—Le agradezco su sinceridad, monsieur Prévert.

Prévert intentó sonreírse, sonrisa que más bien parecía como si estuviese oliendo una botella de Borgoña añejo:

—Espero que usted, señor Kahlenberge, tenga en cuenta que esta ilimitada sinceridad con que le he obsequiado no significa una confesión. Más aún: pienso hacer una especie de negocio con usted.

Kahlenberge esbozó un leve pero significativo asentimiento con su reluciente cráneo:

—Pida lo que quiera. Por supuesto, no puedo menos de pagar un alto precio.

Monsieur Prévert se sacó del bolsillo delantero de su americana una hoja de papel del tamaño de una tarjeta de visita, en la que había escritas unas cifras:

—Con cualquiera de estos tres números de teléfono puede ponerse en contacto conmigo en todo momento. Me permito indicarle que tome nota de ellos y los lleve siempre con usted.

Y aún mejor que se los aprenda de memoria. ¿Conoce usted a un tal Alexander Dumaine, en Saulie? Es el mejor cocinero de Francia y muy amigo mío. Tendremos ocasión de visitarlo. ¡Un pollo con Borgoña preparado por el cordoti bleu Dumaine es algo sensacional!

—Comprendo —respondió Kahlenberge, y anotó los números de teléfono en su agenda—. Usted quiere ser informado de la situación. Según noticias, la cosa es cuestión de horas. Pero el trato es trato: usted será el primero a quien siga informando respecto a esta noticia.

—Agradecido —dijo Prévert; inclinó levemente la cabeza y, sonriente, se frotó las narices—. Por supuesto que un pollo con Borgoña es un plato seductor. Pero la posibilidad de poder vivir una de las horas más memorables de la Historia no deja de ser una tentación. Realmente, no sé por qué decidirme. Pero, si usted me da la posibilidad de decidirme a tiempo, ya es mucho.

—Usted tendrá noticias de mí, monsieur Prévert, a su debido tiempo.

—Espero que no será la última y única vez.

El recorrido del general Tanz empezó aquel día con la misma puntualidad que el anterior. A las nueve en punto, apareció con su traje gris en la puerta del Hotel Excelsior. Hartmann abrió la portezuela posterior del Bentley. El sol de la mañana resplandecía alentadoramente en la carrocería del vehículo.

El general Tanz se detuvo. En su rostro no se movía ni un músculo; pero sus ojos parecían deslizarse detenidamente por los faros, los guardabarros delanteros, el parabrisas, la portezuela, el estribo, los guardabarros posteriores, los neumáticos, las ruedas y por los tapacubos del deslumbrante coche.

No se apreciaba el mínimo vislumbre de lo que Tanz estaba pensando.

—Levante la cubierta del motor, Hartmann.

Tras lo cual Tanz avanzó dos pasos, se detuvo y, luego, dio otro paso más. Se inclinó sobre el motor y lo contempló. Sacó un pañuelo blanco del bolsillo delantero de su chaqueta, frotó una bujía y contempló el pañuelo. Al parecer, no encontró ningún indicio de suciedad en la prenda. Luego, lo pasó por el bloque del motor y por la tapa del disyuntor.

Hartmann permanecía inmóvil, con su traje de confección, adiestrándose en conservar el aplomo; mantenía las manos pegadas a las costuras exteriores de las perneras de los pantalones, las piernas tensas y arqueado el pecho. Mientras, pensaba lo que todos los soldados solían meditar en tales o parecidas situaciones. Comentó consigo mismo: «¡Anda, tócame los…!». Pero notó que tenía sudorosas las manos.

De nuevo, examinaba Tanz su pañuelo blanco como la nieve. Su rostro continuaba inexpresivo. Luego, con un vehemente movimiento, guardó su pañuelo en el bolsillo delantero. Envarado, subió al Bentley y ordenó:

—Un viaje por la ciudad. ¡En marcha!

Hartmann sintió un alivio momentáneo. Cerró comedidamente la portezuela posterior con su mano enguantada impecablemente, según lo dispuesto, se sentó al volante y puso el vehículo en marcha. Esta vez conducía sin una ruta determinada de antemano. Al general le parecía totalmente indiferente lo que veía y a donde se dirigía el automóvil. No dio indicación ni orden alguna; no denotaba ni conformidad ni disconformidad. Iba sentado, bebía y guardaba silencio.

Hartmann conducía el coche de un lado a otro de París; por la margen izquierda del Sena, por la derecha y por sus puentes. El excelente motor del Bentley apenas dejaba sentir su ruido; por esa razón percibía Hartmann otro ruido que no podía distinguir; era algo así como el monótono batir de la lluvia. Pero las calles estaban secas, el sol deslumbraba con sus rayos y el parabrisas brillaba sin mancha alguna.

Pero aquel ruido, que parecía originado por gotas de lluvia, continuaba. Hartmann inclinó cuidadosamente atrás el cuerpo hasta que por el espejo pudo ver la cara del general, la cual le pareció una obra de talla en roble; luego, vio que sostenía un vaso lleno hasta la mitad en la mano izquierda, y apoyaba la derecha en el asiento y, con los dedos, tamboreaba rítmicamente en él durante unos segundos; dedos que parecían formar parte del motor.

—¡Alto! —ordenó de repente el general, y, cuando el vehículo se hubo detenido agregó—: ¿Qué edificio es ése?

—Los Inválidos —contestó Hartmann. Y, en aquel instante, se acordó de las advertencias del teniente coronel Sandauer. Por consiguiente, aquel monumento pertenecía a los que Sandauer había advertido que evitara.

—Deme detalles de él —pidió Tanz.

Hartmann cogió la guía que tenía a su lado en el asiento, la abrió y se puso a leer, pasando de largo aquellos pasajes que pudiesen irritar al presunto sensible general. «El Hotel de los Inválidos es un monumento clásico de la época del rey Sol; construido en estilo jesuita en 1679, ampliado en 1706 y convertido en museo militar en 1905».

—Quisiera visitarlo —dijo el general—. Espere aquí.

Con paso decidido, se dirigió Tanz hacia la entrada del Hotel de los Inválidos. Atentamente, Hartmann siguió con la vista a su general, como si se despidiese de él. A conciencia, había silenciado en la lectura los detalles más importantes de dicho monumento. Allí se encontraba la tumba de Napoleón, además de las tumbas de destacados generales. Pero ¿por qué no había de conocerlo también Tanz? Comoquiera que fuese, aquello formaba parte de la cultura general también para un alto oficial alemán.

Hartmann se encogió de hombros. Luego, se puso a limpiar el Bentley con paños de lana y gamuza, con el cepillo y el cogedor. Aquella circunstancia le dejaba bastante tiempo para ocuparse en la limpieza del coche.

A las dos horas, regresó el general. Estaba pálido como si se encontrase indispuesto. Se acercó a Hartmann, le miró fijamente, y le dijo:

—¿Es que está usted dejado de la mano de Dios para atreverse a insinuarme semejante cosa?

Hartmann consideró prudente no contestar, así como le pareció peligroso intentar excusarse. Se comportó silenciosamente como corresponde a un chófer: abrió la puerta posterior derecha del vehículo.

—¡Tumbas! —exclamó Tanz despectivamente—. Conozco ya demasiadas. No he venido a París para eso. ¡No permito tales insinuaciones! Si otra vez repite usted lo mismo o algo parecido, no conducirá el coche de un general, sino un carro de la basura.

Y Tanz subió al vehículo. Metió mano a uno de sus bolsillos, sacó una libreta de apuntes, el color de cuyas tapas no era posible advertir, y se puso a hacer anotaciones. Hartmann no osaba dirigir la vista hacia el espejo; pero, al hacerlo, observó que la frente del general rezumaba gruesas gotas de sudor, del mismo modo que le sucedía cuando su actividad militar lo tenía en tensión.

—Lléveme a un sitio donde se pueda respirar aire fresco —dijo, al fin, el general.

Hartmann condujo el coche en dirección al oeste, hacia el bosque de Boulogne. Pero lo hizo pegado al Sena, pues, advertido por la última experiencia, procuró eludir la plaza de la Etoile, donde está el monumento al soldado desconocido. Pasó por delante del palacio de Chaillot, el cual no era peligroso por haber sólo cuadros en él, hacia el lago del bosque de Boulogne.

Al llegar allí, Hartmann se creyó salvado. ¿O los paseos formados de árboles le recordarían al general los cementerios de héroes? Era difícil saberlo, particularmente en un hombre como Tanz.

Sin embargo, pareció reanudarse una determinada armonía después que Tanz hubo comido una trucha con almendras y medio pollo asado, acompañado con vino blanco y tinto; antes, se había tomado un pernod; después café, y se había fumado un puro.

—Todo me hastía —dijo Tanz, confidencialmente—. Pero también yo tengo derecho a tomarme un descanso. Eso es lo mismo que exonerar el vientre; fenómeno asqueroso, pero inevitable.

—¿Tiene mi general un deseo determinado para esta tarde?

—Desearía ver los cuadros reproducidos en las tarjetas postales que le he enseñado esta mañana.

—¿Los impresionistas del Louvre, mi general?

Tanz hizo un ademán represivo tan violento, que pareció resentirse en ello, y la parte derecha de su cara hizo dos contracciones. Su voz sonó como el filo de una navaja barbera:

—¡No me mire de ese modo tan estúpido! No tolero que se me mire con esos ojos saltones. ¿Comprendido?

—Sí, mi general.

—¿Qué espera? ¡Ponga el coche en marcha!

Hartmann se inclinó sobre el volante. Tenía la sensación de que una fría y poderosa mano lo agarraría de un momento a otro por el cogote. Pero sabía que sólo eran los pétreos ojos del general, que lo miraban fijamente. Ojos semejantes a garfios, que había que soportar, sin poder evitarlo. Lo mejor era aceptarlo tal y como era, pues lo que sucedía no era sino una de las enmarañadas y célebres salidas de Tanz.

Hartmann condujo el vehículo hacia la plaza de la Concordia y lo detuvo en el mismo sitio y a la misma hora que el día anterior: en el jardín de las Tullerías, esquina a la calle de Rivoli. El general descendió del coche; en aquel momento, parecía como si viese por primera vez todo lo que le rodeaba. Ordenó:

—Adelántese y saque las entradas. Procúrese los correspondientes catálogos. Explíqueme todos los detalles que tengan un sentido constructivo. Puede ahorrarse hablar de cuestiones profesionales.

Y volvió a repetirse exactamente lo que el día anterior: el general pasaba por delante de los lienzos como si lo hiciese ante una formación militar, asimismo parecía metódica en extremo su atención, empleando el mismo número de segundos en la contemplación de cada cuadro.

Hartmann seguía a su general de igual modo que lo había hecho el día anterior, e iguales eran las explicaciones que iba leyendo en el catálogo: nombre del pintor, calificativo del cuadro, fecha en que fue realizado y dimensiones. Así, Edouard Manet con su «Almuerzo al aire libre», «Olimpia», «Florero con peonías», este último, pintado al óleo entre 1864-1865, 0,91 por 0,69. Luego siguieron Degas, Monet, Cézanne y Pissaro.

El general Tanz pasaba por delante de los cuadros, sin detenerse. No se podía apreciar si sus azules ojos captaban lo que ante ellos se ofrecía. Sólo sus manos intentaban encontrarse una con la otra; sus dedos se movían con tanta vehemencia que se percibía el crujir de las muñecas. Sus labios aparecían estrechos como la ranura de un teléfono público. Durante una hora, no pronunció una sola palabra.

A Hartmann lo invadió un estado de vacilante indiferencia. El cansancio de la noche pasada y del día anterior le habían aletargado su fuerza defensiva. Estaba fatigado como un perro después de una cacería. Y, así, empezó ininterrumpidamente a citar los detalles del catálogo, de modo que todo tuviese sentido, pues era necesario acertar con el gusto de Tanz, que sabía lo que quería, y que era, además, el general.

Aquellos pensamientos y otros parecidos bullían en el cerebro de Hartmann como un turbulento río bajo la lluvia. Mientras, finalizó aquella sorda tortura espiritual, pues se encontraban ya en el piso superior del edificio; a lo sumo les quedaba por ver una tercera parte de los cuadros. Dejaron atrás las tres valiosas obras de Monet «La catedral de Ruán» a la luz matutina, a pleno sol y al crepúsculo. Y, al pasar ante ellas, pareció como si el general moviese la cabeza; evidentemente, no era capaz de comprender aquel triple esfuerzo que se le ofrecía ante sus ojos, si bien no le privaba de considerarlo valioso.

Como atraído de pronto por una fuerza mágica, se dirigió hacia el grupo central de los cuadros de Van Gogh. Pero también allí dio la impresión de que dichos lienzos no eran para él más que cúmulos de pintura, adornos de pared y cifras catalogadas. Luego pasó por delante de los cuadros de Arles sin dar muestras de estar impresionado, así como por delante de los de Auvers; ni «El doctor Gachet» ni «La Iglesia», ni tampoco «La taberna» cautivaron su vista y le detuvieron el paso.

Hasta que, como si hubiese dado en una pared, se paró ante el autorretrato de Vincent Van Gogh, asimismo llamado «Vincent con el alma encendida»: un verdeoscuro y llameante infierno con amarillentas y devoradoras llamas; un hombre en medio del hirviente cosmos; el último aspecto de sí mismo antes de precipitarse en el abismo infinito.

Y Hartmann, que estaba detrás del general, advirtió que a éste empezaban a encogérsele los hombros, de suerte que parecía como si su cabeza se ocultase entre ellos. Daba la sensación de que un peso, silencioso e inevitable, se alzaba sobre Tanz.

La contemplación de Vincent Van Gogh era el despiadado conocimiento de los sufrimientos que un hombre es capaz de llevar consigo.

Con un impetuoso esfuerzo, reunió Tanz sus fuerzas; intentaba erguir el cuerpo. Se volvió y se dirigió envarado, aunque con paso dificultoso, hacia la escalera. Su mano derecha se agarró fuertemente al pasamanos. Descendió, abandonó el palacio y, por el enarenado de la plaza ante el edificio y por delante de los bancos del parque, desgastados por la acción atmosférica, se encaminó hacia la balaustrada, donde se detuvo y se apoyó en ella, agotado como si hubiese corrido lo mismo que el soldado de Maratón. Luego irguió lentamente el cuerpo y dirigió la vista por la plaza de la Concordia, donde otrora estuviera la guillotina, hacia los Campos Elíseos, en cuyo extremo aparecía el arco del Triunfo con la tumba del soldado desconocido.

Hartmann permanecía a una prudente distancia del general Tanz, y no era capaz de comprender lo que estaba sucediendo; esperaba sin saber exactamente qué.

Esperó por espacio de treinta y cinco minutos.

Guillermina von Seylitz-Gabler creía conocer exactamente el mundo, su mundo. Conocía las debilidades de su esposo y los meritorios esfuerzos que él hacía para ocultarlas, lo cual conseguía magistralmente; pero no ante ella.

—¡En ello va el honor y el futuro de nuestra hija!

—Es muy posible —respondió el general Von Seylitz-Gabler, en tono evasivo—. Pero, desafortunadamente, tengo la impresión de que nuestra hija tiene un concepto del honor y del futuro muy distinto del tuyo.

—Analicemos lo siguiente: Ulrica ha estado casi toda la noche fuera de su habitación. Ésta es la cuestión. Sin embargo, no es posible que haya salido del hotel. Al menos, eso es seguro. Por lo tanto, surge la pregunta: ¿con quién puede haber pasado la noche aquí?

—¡Con alguien, por supuesto!

—¿Y por qué no puede haber sido con Tanz? —Guillermina jugaba ahora aquel reservado triunfo con remisa convicción. Era una mujer que medía su mundo con su propia medida. Pensaba que si ella también lo había arriesgado todo una vez, de ello hacía ya un cuarto de siglo, ¿por qué no había de hacerlo Ulrica? En aquella ocasión consumó el hecho, aunque Herbert parecía haberlo olvidado. Y Ulrica era capaz de cometer algo por el estilo, pues, al fin y al cabo, era su hija.

—¡Imposible! —contestó Von Seylitz-Gabler, convencido—. ¡Es imposible que haya sido Tanz!

—Lo que ha hecho nuestra hija no debe sernos indiferente tanto a ti como a mí. Pero reconozco que tal vez seamos demasiado partidistas. Necesitamos de alguien que vea el asunto desde un punto de mira neutral, y que sea, además, de confianza. Supongo que te das cuenta de a quién me refiero.

Von Seylitz-Gabler se daba cuenta. También él había pensado lo mismo. La persona en cuestión era Kahlenberge. Kahlenberge, el seguro, el experimentado, el que sabía salir airoso de cualquier laberinto, era el hombre adecuado para tan escabroso asunto.

Como de costumbre, se presentó Kahlenberge con su habitual y amable afecto.

Guillermina tomó la delantera con diplomacia. Se propuso no precipitar la cosa. En primer lugar, se consagró a sus deberes sociales, y así pidió que les sirvieran café y coñac. Luego siguió un monólogo sobre las obligaciones maternales, al remate del cual entró de lleno en el asunto.

—¿Puede ser el general Tanz a quien mi hija haya visitado esta noche pasada en su habitación?

—Absolutamente posible —contestó Kahlenberge, lacónico—. Pero casi improbable. Por otro lado, él no es el único hombre que ha dormido esta noche pasada en el hotel.

—Señor Kahlenberge —dijo Guillermina, en tono apremiante—, veo que usted sabe más de lo que dice.

—Respetable señora, es usted muy perspicaz —aseveró Kahlenberge, alentado.

—¡Ruego que haya sinceridad! —intervino el general Von Seylitz-Gabler en el acto.

—Acato ese ruego, por supuesto, aun cuando sea a disgusto en este caso. Una sincera respuesta podría traernos desazón.

—¡No por mi parte! —afirmó Guillermina—. Por consiguiente, puede exteriorizar su opinión.

Kahlenberge dijo con rodeos:

—Si una joven pasa la noche fuera de su habitación, ¿por qué ha de pasarla precisamente en compañía de un general? ¿No es más lógico que lo haga con un joven cabo?

—¡Con un cabo! —exclamó Guillermina, de súbito, como si en aquel momento se mezclase puro Borgoña con simple agua del grifo—. ¿Puedo preguntarle qué le ha inducido a hacer tal suposición?

—Suelo distraerme conversando con Otto-Otto, mi escribiente —contestó Kahlenberge—. Ello resulta a veces muy interesante.

—¿Suele usted hablar con dicha persona de asuntos personales?

—Sólo de asuntos personales, distinguida señora. No tengo por costumbre hablar de asuntos relativos al servicio con mis subordinados.

—Eso mismo —intervino Von Seylitz-Gabler, que evidentemente creía necesario poner de manifiesto su presencia de vez en cuando—. Cuando estamos de servicio, sólo damos órdenes y disposiciones.

—Lo sé, querido Herbert —dijo Guillermina, sin apartar la mirada de Kahlenberge—. Pero no sé en razón de qué se puede hablar con un subordinado.

Otto-Otto, distinguida señora, es para mí lo que suele ser un ama de casa de confianza para ciertas señoras. El buen Otto-Otto es una especie de correveidile. Otto procura informarme, con evidente claridad, sobre todo lo que sabe, oye o sospecha.

—¿También sobre mi hija?

—También sobre su hija. Otto-Otto tiene al parecer un camarada cabo llamado Hartmann.

—¿Hartmann? —exclamó Guillermina.

—Seguro que usted se acuerda todavía de él, respetable señora. Gozó de la protección de usted en Varsovia.

—¡No es posible! —gritó el general Von Seylitz-Gabler, irritado.

A Guillermina empezó a demudársele el color del cuello, de donde el rubor amenazaba con subírsele al rostro; era un indicio alarmante.

—Constante y desinteresadamente, me preocupo por tu gente guardando la debida distancia, ¿es que me quieres reconvenir por eso?

—¡Perdóname, querida! —contestó Von Seylitz-Gabler, confuso—. No estoy enojado contra ti, sino contra ese hombre. Ése…, ¿cómo se llama?… ¡Hartmann! No he de olvidar su nombre. ¿Cómo puede un individuo así meterse en nuestro círculo? No soy capaz de concebirlo.

—¡No guarde discreción ante mí! —le dijo Guillermina a Kahlenberge, en tono patético.

Tal invitación resultaba totalmente superflua, pues Kahlenberge no tenía el propósito de emplear la discreción.

—La señorita Ulrica conoció a Hartmann en Varsovia; no sé hasta qué punto anduvieron las relaciones entre los dos. Se cruzaron cartas. Y aquí, en París, han vuelto a verse.

—¡Han vuelto a verse! —repitió Guillermina, cobrando esperanzas—. Volverse a ver puede ser totalmente inofensivo. Por otro lado, es un absurdo que un cabo se aloje en el Hotel Excelsior.

El general Kahlenberge carraspeó artificiosamente, mientras fijaba la mirada en Von Seylitz-Gabler como si fuese un cartel en el que se anunciase algo importante. También Guillermina siguió aquella mirada, e inquirió:

—¿Es que tienes que comunicarme algo importante, Herbert?

—¡En absoluto! Salvo la siguiente pequeñez: dicho cabo Hartmann se aloja realmente en este hotel. Kahlenberge lo ha enviado aquí, con mi consentimiento, por supuesto.

—Y ¿qué hace ese hombre en este establecimiento?

—El cabo Hartmann —aclaró Kahlenberge, con amabilidad— tiene la misión de hacer lo más agradable posible el permiso del general Tanz.

—¡Increíble! —dijo Guillermina, con voz opaca—. ¡Herbert!…

—Desharemos este hecho —prometió el comandante jefe—. Y procederemos con nuestra habitual corrección. Pues no admito semejante infamia de ese Hartmann. Y no he de darle cuartel. Encárguese de este asunto, Kahlenberge.

Informe intermedio

Extracto de otros documentos, comentarios y relatos

Héctor Meurisse, París, que era conserje del hotel en aquella ocasión, y aún continuaba en su empleo cuando la encuesta llevada a cabo, en 1960, nos dice, solícito:

Nuestro hotel, que usted se digna llamar Hotel Excelsior, lo cual es una delicada discreción que la dirección del establecimiento agradece, fue y continúa siendo uno de los más renombrados de París. No estábamos bajo las órdenes directas de ningún funcionario alemán. Nuestra misión era sólo admitir huéspedes privilegiados. Y los huéspedes de entonces eran de primera clase, aun cuando no lo fuesen en el ámbito internacional.

¿Puedo mirar una vez más la lista de usted? ¡La señora Guillermina von Seylitz-Gabler! ¿Que si me acuerdo de dicha señora? Manifestaba sus deseos con consumada cortesía; sin embargo, procedía dando órdenes. Tenía un firme sentido de la exactitud en toda suerte de servicios, aun cuando se refiriese al exquisito gusto de la cocina y de la despensa.

Continuando con su lista, aparece la señorita Ulrica von Seylitz-Gabler, hija del general, ¿no es así? Permítame hacer memoria. En efecto, no era nada semejante a su madre. Era una joven muy simpática. Mas parecía no ser muy dichosa, pues, al parecer, sufría contratiempos. Incluso fue interrogada por la policía. Desconozco otros detalles respecto a este asunto.

¿El cabo Hartmann? No me acuerdo de él. ¿Que fue acompañante del general Tanz? Posiblemente. Creo que no pasó más de una noche en nuestro hotel. Ignoro cuándo vino, por qué se marchó, qué fue de él.

¡Pero el general Tanz permanecerá inolvidable! Incluso vestido de paisano era general de pies a cabeza. Al parecer, le concedieron una especie de permiso, y se alojó en nuestro establecimiento. Muchas copas rotas y un espejo se cargaron en su cuenta. Debió de tener arrebatos; sin embargo, ¡era un caballero de una conducta intachable!

De una conversación sostenida con un ex funcionario del Servicio de Seguridad en París.

Este ex miembro de las S. D. es en la actualidad comerciante de tejidos en Francfort del Meno. Fue visitado en la esperanza de que pudiese aportar un rayo de luz en el fondo de este informe:

Puede escribir mi nombre completo, si lo desea: Horts Torgauer, vecino de Francfort del Meno, Zeil 17, nada tengo que oponer, porque nada tengo que ocultar. Entonces estuve destinado al servicio de las S. D., en París, ocupando un puesto subalterno. ¿Debo avergonzarme de ello?

Lentamente va penetrando la claridad en las tinieblas de antaño. Numerosas memorias empujan los verdaderos hechos a la claridad. Un juramento prestado es a la postre un juramento. Pero la humanidad fue siempre humanidad. Ayudé a muchos judíos. ¿Quiere usted datos relativos a esta cuestión? Pues los he reproducido. También tuve corazón para los patriotas franceses, y asimismo un firme sentimiento para la democracia.

Usted me pregunta por el teniente coronel Grau, del Servicio de contraespionaje. Le diré que con gente así no se puede trabajar. En ocasiones, nos pedía favores; pero si le pedíamos alguno a él, no hacía más que ponernos impedimentos. Puede decirse que fue un hombre duro de pelar e irrazonable. Es trágica esta discordancia, ¿no es cierto? Desconozco lo que pudiera haber contra él. Pero nuestro jefe inmediato, doctor Knochen, después de la primera entrevista que tuvo con ese Grau, comentó: «Tiene las horas contadas».

Y así fue.

Escritura taquigráfica de una ocurrencia que se podría llamar «enseñanza» o «instrucción».

Este escrito fue tomado taquigráficamente por un cabo, que, junto con otros de su misma graduación, había sido destinado para ocupar el puesto de uno de los dos ordenanzas que tenía el general Tanz, destino que ocupó durante tres semanas.

Estas enseñanzas o instrucciones las dio el teniente mayor Klaus-Dieter Zirsch, en la primavera de 1944.

Este escrito taquigráfico fue leído últimamente, en octubre de 1961, en la mesa de una tertulia que se reunía todos los lunes en Colonia-Wahn, y se llamaba «Amigos del buen humor». Su lectura transcurría entre ruidoso éxito y sonoras carcajadas. Se leyó por indicación de Otto, a quien debemos agradecer el conocimiento de la existencia del documento.