Capítulo segundo

Últimamente, al general Von Seylitz-Gabler las noches se le hacían más cortas y pesadas. Dormía como un plomo metido en un horno. La sangre le circulaba espesa como lava. Sufría.

Esto no era originado por la creciente obligación de estar pensando constantemente en su patria, sino por el peso del puesto que ocupaba. ¿Cuándo se había visto, en la historia alemana, que un general se viese en la necesidad de pensar tanto?

Con la boca abierta, daba vueltas en la cama y corría el riesgo de caerse al suelo. Ya no podía soñar con la claridad de antes. De chico, y luego de hombre, había pasado por muchas batallas, desfiles militares y actos de coronación en sueños, y todo ello parecía como si lo viese en la realidad; reconocía incluso las inscripciones en las banderas y los distintivos en los blasones. Mas ahora lo sobrecogían sólo unos amenazadoramente apáticos y sombríos complejos de colores, y como acompañados del estridente sonar de unos instrumentos de viento: Parlez moi d’amour.

—Levántese, mi general —le dijo su asistente, el suboficial Lehmann.

Necesitó unos segundos para despertarse, transcurridos los cuales se incorporó gimiendo y se balanceó a un lado hasta tocar con los pies de sus torcidas piernas en el suelo. Cogió el vaso que Lehmann le ofrecía: contenía zumo de naranja: Lehmann lo bebía regularmente, por lo que se lo servía a su general.

Con su pequeña y desvalida figura metida en la camisa de dormir, el general se tomaba el contenido del vaso mientras dirigía la vista hacia la esfera del reloj. Por primera vez en aquel día, su rostro adquirió expresión humana; estaba disgustado:

—¿Es que lo han echado los gallos de la cama, Lehmann? ¡Son las siete!

—Mi general se desayunará con su honorable señora en el hotel. —Lehmann pronunció estas palabras como si anunciase el estado del tiempo—. Anoche me llamó su honorable señora y me expuso este deseo. Y como mi general llegó muy tarde a casa…

—Está bien —le interrumpió Von Seylitz-Gabler, y se apresuró a asearse y a vestirse.

—El coche acaba de llegar —anunció Lehmann, ante quien estaba ahora un general de aspecto digno, marcial y deslumbrante con numerosas condecoraciones. El asistente lo contempló.

Von Seylitz-Gabler salió de su cuartel general, situado en Auberge-Moulin-Noir, en la linde oriental del bosque de Vincennes, ordenó que lo llevasen a la place de Vendóme y de allí al Hotel Excelsior, donde se alojaba su esposa. Afortunadamente, no se repitió aquella comedia de Varsovia.

—Te veo con poca frecuencia —le dijo Guillermina al saludarle.

—¡El servicio, querida, el servicio! Por otro lado, estamos ante grandes desenlaces. —El general, dentro de la habitación de su esposa, miró con bizarra oficiosidad en los ojos azules de ésta; luego pasó la mirada hacia la segunda cama, que estaba destinada a él y lo acusaba con su desuso. Mas, para alivio suyo, vio junto a la ventana a su hija Ulrica, robusta y retozona como un caballo de carreras y con sus melenas que recordaban la crin de dicho animal.

—Nos desayunaremos juntos —anunció Guillermina.

Lo cual hicieron después de largo tiempo en el íntimo círculo familiar. Se cambiaron unas palabras cariñosas, hablaron de su tierra y de París. Ulrica dijo que le gustaría más estar en la ciudad que en Fontainebleau, adonde había sido destinada, pues aquello era muy aburrido comparado con París.

—París no es para ti —le dijo su madre, resuelta. En esto, lanzó una fugaz mirada a su esposo, y continuó—: París no es bueno para nadie. No obstante, dejaré que Ulrica esté unos días aquí porque, según he oído, el general Tanz viene destinado a París. Por tanto, creo que deberíamos obsequiarlo a su llegada.

—¡Entonces, prefiero quedarme en Fontainebleau! —exclamó Ulrica, espontánea.

Y recibió una fuerte reprensión por parte de su madre, que fue corroborada por el general. A partir de aquel momento, la señora Von Seylitz-Gabler inició un prolongado monólogo en el que abarcó todo lo que tenía que decir sobre este tema.

Ante tales argumentos, los reunidos se vieron impotentes. Reacia, Ulrica guardaba silencio. Y el general aseguró que, como siempre, sabía apreciar los argumentos de su honorable esposa, y concluyó diciendo:

—Luego hablaré con Kahlenberge respecto a los correspondientes planes de organización de este recibimiento.

—Su amigo Hartmann está de nuevo metido en un buen fregado —le dijo Kahlenberge al cabo de primera Otto, quien acababa de dejar el correspondiente informe de la comandancia de París en la mesa de su general, sin hacer ningún comentario. Por la mañana temprano, Kahlenberge había tenido noticia de los amargos detalles relativos al asunto en cuestión. Continuó diciendo—: Con su insensatez, el Hartmann ése irá convirtiéndose en un peligro. Evidentemente, predicando su idealismo, irá muy lejos. Con eso él nos comprenderá mejor, Otto; no tengo nada contra su modo de pensar, ni exijo ningún agradecimiento ni afecto de la gente que me rodea. Sólo espero un poco de sentido común. Pero hay cosas que ninguno de los que quieran estar a mi alrededor debe permitirse. No necesito zoquetes.

—Pues ¿qué ha hecho? —inquirió Otto, cordial como cuando un cochero le pregunta a un viajero morrocotudo.

—¡Ha pronunciado palabras agitadoras, o sea derrotistas! Y, por si fuera poco, lo ha hecho delante de franceses.

—Seguro que no entenderían la mitad de lo que decía, pues Hartmann pronuncia mal el francés.

—¿Estuviste presente, Otto? —inquirió Kahlenberge, presagioso.

—Fue pura casualidad —contestó el interpelado—. Estaba yo sentado a la barra tomando una copa. Y, de pronto, Hartmann empezó a irse como una canilla.

—¿Y no le hiciste cerrar el pico?

—Estaba él muy inspirado, mi general. Además, no entendí casi lo que estaba charlando. Si mal no recuerdo, habló de algo así como de aproximación de los pueblos.

—¿Fue en un burdel, acaso?

—¡No era un burdel; le doy mi palabra de honor, mi general! Sucedió en un bar de los habituales.

—Bueno —respondió el general, satisfecho—; te sacaré fuera de la trayectoria en caso que se hagan averiguaciones. Y, de momento, ¡no pienso mover un dedo siquiera por ese Hartmann! ¡Que se pase unos días en el calabozo, a ver si así se da cuenta del lío en que se ha metido! Después, volveré a sacarlo del atolladero, corriendo el riesgo de que vuelva a abrumarme con su jovial teoría sobre la manera de hacer al mundo feliz. ¿Algo más?

—Perdón, mi general —contestó Otto. Luego, habló en un tono como el de un capellán castrense; papel que, aunque interpretaba con bastante deficiencia, era del agrado del general Kahlenberge—: He pensado que si a Hartmann se le somete a interrogatorio, y da nombres o se ve obligado a darlos, entonces temo que no sólo dará el mío, sino también el de otros.

El general Kahlenberge alzó la barbilla; sus ojos miraban escrutadores; su cerebro estableció en seguida la duda:

—Otto, ¿te refieres a la señorita Von Seylitz-Gabler? ¿También estaba allí?

—En efecto —contestó Otto-Otto, sorprendido, pues su general desarrollaba un sexto sentido cuando se trataba de asuntos escabrosos—. Ayer, recibí la orden de ir a esperar a la honorable señorita a la salida de la ópera, para acompañarla en coche al hotel donde se hospeda. Pero dimos un pequeño rodeo.

Kahlenberge cogió una regla, con la que dio unos golpes en la palma de la mano; luego fijó su mirada en Otto, y, tras un prolongado silencio, dijo:

—¿No se te habrá ocurrido hacer tu vida privada en los círculos de los generales?

Otto contestó, solícito:

—Mi general, también en ese sentido puede confiar en mí. Pues, al fin y al cabo, no soy idiota; aparte de que no tengo ningún interés por esa Ulrica.

Kahlenberge quiso concretar respecto a esta cuestión porque, aun cuando tuviese mucho trabajo, estaba interesado en todo lo que se refiriese a la familia Von Seylitz-Gabler.

Otto afectó inmodestia unos segundos, transcurridos los cuales dijo parpadeando que Ulrica Von Seylitz-Gabler tenía notoria debilidad por Hartmann; que su voz era fervorosa cuando hablaba de él, ya en presencia o ausencia del mismo. Todo ello venía ya de Varsovia; al parecer, por comunidad de gustos artísticos como la música de Chopin, por ejemplo. Que era un romanticismo por arrobas, con paseos en que iban cogidos del brazo, cartas amorosas y otras cosas por el estilo. Y concluyó diciendo:

—Es emocionante, ¿no le parece, mi general?

Kahlenberge dejó la regla en la mesa; en las comisuras de los labios se le formaron apacibles arrugas:

—Llame de mi parte a la comandancia de París, Otto. Que traigan inmediatamente a Hartmann. Continuaremos dando margen al asunto.

Otto se retiró satisfecho, y Kahlenberge se puso en el acto a continuar con su trabajo. Rodeado de oficiales de estado mayor, despachaba en breve tiempo montañas de papeles. Sus disposiciones eran precisas como si saliesen de una máquina de troquelar. A los pocos segundos, sus colaboradores sudaban a mares; cuando así sucedía, a Kahlenberge se le ponía la cara sonriente y sonrosada, como la de un bebé acabado de bañar. La organización de Kahlenberge funcionaba a toda marcha y escupía órdenes como una rotativa escupe periódicos. Aquella volcánica fiebre de trabajo se interrumpió cuando Von Seylitz-Gabler entró en la estancia.

A partir de aquel momento comenzó la fase de la llamada planificación a largo alcance. Se trazaron concretamente los objetivos inmediatos y se señalaron los aproximadamente ulteriores. De hombres, se formaron columnas de cifras con las que se comenzó a operar: todo lo que fuese suficiente para ser empleado, era considerado como material. Luego se habló de los problemas particulares.

—Anoche conferencié con un grupo de oficiales dignos de confianza —dijo Kahlenberge, confidencial—, entre quienes había dos generales. ¿Le digo los nombres?

—¡No; por favor! —Von Seylitz-Gabler alzó su bien cuidada mano en un ademán de discreción.

—Todos ellos están de acuerdo en que hay que hacer algo si queremos evitar la catástrofe total —dijo Kahlenberge—. Opinan que no debemos acobardarnos ante lo último. ¡Y cuentan con usted, general!

Von Seylitz-Gabler escuchó la detallada información que el otro le daba, y su cerebro se contraía irresoluto. Por otro lado, hacía alguno que otro gesto de asentimiento. Al fin, dijo:

—Le ruego que me tenga al corriente, estimado Kahlenberge. No me niego rotundamente, pero tampoco doy un sí irreflexivo a esas aspiraciones. Sobre todo, le prevengo encarecidamente ante posibles e inconsideradas represalias; de no ser así, nunca hubiéramos sostenido esta conversación… No obstante, puedo asegurar a conciencia que si la patria me llama, atenderé esa llamada.

Kahlenberge aceptó aquella aseveración, que no decía nada; tampoco había esperado otra cosa. Sin embargo, no vaciló en realzar la vasta inteligencia y el evidente sentido del deber de Von Seylitz-Gabler.

—Pasemos al siguiente punto —dijo el comandante jefe—: Tanz viene hacia París. Tiene orden de presentarse a nosotros. Ha sido destinado temporalmente a nuestro cuerpo de ejército. Tenemos que completar y reorganizar lo antes posible su diezmada división.

La media hora siguiente transcurrió en discusiones rutinarias. Los dos generales estaban convencidos de que la división de Tanz les agotaría más las reservas de que disponían. Tanz estaba satisfecho con la protección que le prodigaba el jefe supremo del ejército, pues todo lo mejor sería puesto a su disposición.

—Eso nos originará una serie de dificultades —dijo Kahlenberge—. Con Tanz no se puede jugar nunca.

—Él y sus soldados han conquistado laureles. Y un buen descanso seguro que les iría muy bien.

—¡Es una excelente idea! —exclamó de pronto Kahlenberge. En esto, se presentaba la siguiente posibilidad: a Tanz se le podía eludir, apartar y aun aislar. Y, aunque fuese por poco tiempo, sería una inapreciable ventaja.

—El teniente general Tanz —dijo Von Seylitz-Gabler, en un tono acrisoladamente paternal— es apreciado por mi familia. Mi esposa estaría satisfecha de poder recibir a nuestro honorable camarada Tanz con todas las reglas de las bellas artes; seguro que mi hija también lo vería con buenos ojos.

—¡Brillante idea! —exclamó Kahlenberge.

—¡Naturalmente, una atención así no debería ser continua, porque resultaría molesta! Propongo lo siguiente: al general Tanz le prepararemos unos gratos días, para que se consagre un poco a las musas. Aquí, en París, no le será difícil hacerlo.

—Para esa intensiva atención —propuso Kahlenberge, sugestivo—, creo disponer del hombre más indicado para ello. Se trata de un joven apellidado Hartmann.

La presentación del general Tanz estaba prevista, o sea ordenada para las cuatro de la tarde. Cinco minutos antes de la hora señalada, los generales Von Seylitz-Gabler y Kahlenberge estaban junto a la ventana de un edificio en Auberge-Moulin-Noir. Estaban seguros de no tener que esperar un minuto más de la hora prevista, pues Tanz era puntual como la radiodifusión o los ferrocarriles alemanes, o como la muerte.

Tres minutos antes de las cuatro, se vio venir un motorista de la escolta del general y tras él seguía un Mercedes del mismo modelo que Tanz usaba en Varsovia, sólo que era éste el cuarto ejemplar, pues los tres anteriores los había destrozado en la guerra.

En aquel coche iba sentado el general Tanz como si fuese una estatua; a su izquierda, el sargento mayor Stoss tenía puestas las manos en el volante, según lo previsto en las ordenanzas. En el asiento posterior, viajaba el teniente coronel Sandauer, experimentado jefe de la sección 1 a de la división «Nibelungen», y, al otro lado del asiento, iba sentado el ordenanza del general, uno de los innumerables que habían pasado por aquel destino.

Cerraban aquel pequeño a la vez que impresionante cortejo dos enlaces motorizados. Con su rigidez majestuosa, el general daba la impresión de una muñeca; pero no una muñeca de porcelana, sino de hierro. En tomo a Tanz, el ambiente parecía rígido. Lo que venía acercándose irradiaba una fría influencia; era la guerra personificada. Al menos, así le pareció a Kahlenberge, quien comentó:

—Sabe cómo presentarse en escena.

—En él domina la disciplina extremada. ¡Tiene una naturaleza dominante! —aclaró Von Seylitz-Gabler, con cierta admiración escéptica—. Aunque no se supiese que es un general prusiano, se adivina por su aspecto y su proceder.

—¡Un pobre diablo prusiano! —murmuró Kahlenberge. Luego vino el acto de salutación, que transcurrió cual una ceremonia preparada con esmero y majestuosidad. Tanz permaneció inmóvil un segundo, sus ojos buscaban los del general Von Seylitz-Gabler; distanciado dos pasos de él, y como si fuese su sombra, estaba el teniente coronel Sandauer. Tras lo cual, se llevó la mano enguantada de ante gris a la altura de la visera y se presentó con recia, clara y correcta voz.

El comandante jefe respondió con claridad y firmeza:

—Me congratulo de volver a tenerle bajo la jurisdicción de mi mando. Usted y sus soldados dejan una gloriosa estela de batallas tras sí, por lo que le felicito sinceramente.

—Agradecido —respondió Tanz, escueto y conciso; así fue la reverencia que hizo.

Con ello se dio por finalizada la parte oficial. Von Seylitz-Gabler sonrió perceptiblemente aliviado:

—Y ahora, bien venido sea, estimado Tanz.

Hubo los correspondientes apretones de manos: Von Seylitz-Gabler a Tanz; éste, a Kahlenberge; Von Seylitz-Gabler, a Sandauer; Kahlenberge a éste.

—¡Acomódense, señores! ¿Desean un refresco? —dijo el comandante jefe.

—No corre prisa. —Con lo que Tanz demostró su resuelto carácter.

Aunque a Von Seylitz-Gabler no le gustasen tales demostraciones en su presencia, procuró forzar una sonrisa de compenetración.

—Las listas de pedido, Sandauer —ordenó Tanz.

De su cartera de mano sacó Sandauer un montón de papeles que entregó a Tanz, quien los pasó a Von Seylitz-Gabler, que a su vez los dio a Kahlenberge. Hubo un momento de expectante silencio, transcurrido el cual Tanz empezó diciendo:

—Habría que comenzar sin demora la reorganización de mi unidad.

—Por supuesto —respondió el comandante jefe, un poco despechado—, pero sentémonos primero.

Tanz tomó asiento tras de haberlo hecho el comandante. Luego lo hicieron los otros dos oficiales. Aun sentado, Tanz estaba derecho como una vela. Y, siguiendo el ejemplo de su superior, Sandauer parecía nudoso como la raíz de una cepa en su asiento, y su rostro con aspecto de catedrático denotaba preocupación.

Von Seylitz-Gabler lanzó una fugaz mirada al jefe de su estado mayor, que estaba sentado detrás y a un lado del alto visitante, y que, tras de mover, cual el pico de un cascanueces, los labios en una sonrisa, dijo:

—La reorganización de su unidad no se puede hacer de la noche a la mañana.

—Lo sé —respondió Tanz—, aunque ello no hace variar la necesidad de llevarla a término lo antes posible.

—Se necesitan por lo menos dos o tres semanas.

—Estimo que se puede hacer en siete o diez días a lo sumo. El teniente general Tanz era un hombre que trabajaba noche y día. En la guerra se desconoce el día de descanso; al menos, en la que él participaba. Y procuraba ponerlo de manifiesto en cualquier ocasión propicia.

—La precisión necesita su tiempo —respondió Kahlenberge.

—Sólo diez días —objetó Tanz, insistente—, y hasta puede que siete sean suficientes.

Tras una seña de su comandante, Kahlenberge intervino de nuevo y la conversación se convirtió rápidamente en el principio de una cadena de complicadas discusiones. Primero, Kahlenberge habló de dificultades e hizo constar que tal vez algunas podrían ser superadas. A partir de aquí, intentó desplegar su táctica evasiva: el cuerpo de ejército se encontraba, por decirlo así, sentado entre dos sillas y tenía las ineludibles exigencias de completar el frente, aun cuando fuese una unidad de reserva.

Como era de esperar, Tanz se mantuvo firme en su postura y dio a entender que, dado el caso, se vería obligado a ponerse en comunicación con el cuartel general del Führer.

—¡Superaremos todas las dificultades! —dijo Von Seylitz-Gabler—. Trabajaremos con toda la intensidad posible; pero no lo haremos atropelladamente. ¿Le he dicho a usted, estimado Tanz, que mi esposa le ha mandado saludos cordiales?

—Muchas gracias. Y me permito devolverle con la misma cordialidad el saludo.

—Y también mi hija Ulrica ha preguntado por usted, estimado Tanz.

El rostro del teniente general pareció expresar una remota sonrisa, contrajo las manos, y respondió:

—¿Me da usted permiso para transmitir a la honorable señorita mis cordiales saludos?

—Con mucho gusto —contestó Von Seylitz-Gabler, y contempló a Tanz como si contemplase a su hijo, lo cual no le resultó fácil—. Espero que tengamos ocasión de poder saludarle como huésped en una comida en la intimidad un día de estos.

—Así lo espero yo —Tanz era un hombre de una cortesía automática—. Pero temo disponer de muy poco tiempo.

De nuevo intervino Kahlenberge exponiendo los siguientes argumentos: aun cuando la reorganización de la división fuese posible realizarla en diez días, lo cual él procuraría llevar a término, los tres o cinco primeros días serían absorbidos por los trámites rutinarios. Y concluyó diciendo:

—Proceso que, junto con el jefe de la sección 1 a, me encargaría de ultimar. —Y, dirigiéndose al teniente coronel—: ¿Está de acuerdo conmigo, Sandauer?

—Totalmente —contestó el interpelado, diligente. Pues unos días de trabajos preliminares junto con Kahlenberge, suponía estar prácticamente alejado de Tanz; por eso estaba de acuerdo con aquella idea.

—¡Magnífico! —exclamó el general Von Seylitz-Gabler, con tono vibrante—. A usted, no le vendrán mal unos días de descanso, estimado Tanz.

—¡Ni por pienso! —objetó Tanz, con la decisión con que un torero echa la capa al toro—. Desde este momento tengo que poner mano a la obra.

En esta situación, intentó Von Seylitz-Gabler aparecer como el «padre de todos sus soldados». Denotó preocupación a lo que, según creía, le obligaba su acrisolado sentido del deber. «Tanz se ha consagrado con idealismo y abnegación a la guerra. Nunca ha pensado en su propia persona. Los permisos le son ajenos. Pero si el motor más perfecto necesita descanso, aún más lo necesita el hombre», pensó. Luego, dijo:

—Tómese un descanso, estimado Tanz.

—No puedo permitírmelo.

Mas Von Seylitz-Gabler no cedió. Era maestro en el arte de la persuasión, que sabía pintar en vivos colores; pero Tanz parecía sufrir daltonismo. Apelaba, juraba y aun rogaba; sin embargo, todo ello no conmovía al alto visitante. Al fin, dio con la solución, y dijo:

—Usted no me permite otra elección que obligarle a su propio bienestar. Considero de imperiosa necesidad que usted descanse unos días, y puedo hacerme responsable de mi determinación, por lo que le ordeno que se tome unos días de permiso. ¿Comprendido? ¡Es orden mía!

—¡A la orden! —respondió Tanz en el acto.

Von Seylitz-Gabler estaba muy animado por aquel resultado. Hubiera estado de más comportarse como un diplomático entre soldados. ¿Cómo iba a olvidar que el más incómodo de todos los ambientes es aquel donde impera sólo la disciplina? Dijo:

—Teniente general Tanz, nos encontraremos en el Hotel Excelsior.

—Dispondré que se hagan todos los preparativos necesarios —dijo Kahlenberge—. Quiero decir que el general Tanz debe conocer en el menor tiempo posible el mayor número de cosas dignas de verse, etcétera. Por ello propongo lo siguiente: dispondrá de coche particular, vestirá de paisano e irá acompañado de un buen conocedor del ambiente de aquí. Dispongo de uno así, se llama Rainer Hartmann y es cabo en la sección de estado mayor; tiene interés por la historia del Arte y por muchas cosas más. Estoy convencido de que no encontrará uno más apropiado, estimado Tanz.

—¡Estupendo! —exclamó el general Von Seylitz-Gabler.

Y nadie barruntaba que en aquel momento empezaba una catástrofe. Ni aun el general Tanz, único que habría tenido que sospecharlo.

Informe complementario

Más documentos relativos a la época en que se desarrollaron los sucesos aquí relatados.

Extracto de unos apuntes, tomados al margen de la esfera de su actividad oficial, de un ex agente de la Sureté que trabajaba con el atributo A-17.

Estos apuntes se encuentran en poder del señor B., ex sargento mayor del Servicio de contraespionaje alemán, que ha publicado numerosos trabajos sobre su actividad en París:

Apuntes de A-17: En el curso de una investigación acerca de un crimen cometido en la me de Londres. (Luego se darán los detalles. A) Éste es el tercero de una serie de siete interrogatorios. Interrogado: Ulrica von Seylitz-Gabler. El formulario de preguntas corresponde a lo dispuesto por monsieur Prévert.

Advertencia mía: «Vengo por encargo de la Sureté. Sé que no existe ningún fundamento jurídico que me permita interrogar a un miembro de las fuerzas armadas alemanas. Por tanto, no se trata de un procedimiento oficial. La Sureté pide únicamente colaboración».

Luego se pide tener en cuenta lo siguiente: «Se trata de unas preguntas de trámite, formuladas sólo para completar datos. El objeto de este interrogatorio no determina inducción alguna del hecho posterior al anterior en una determinada ilación del esclarecimiento del hecho criminal. Han sido destinados cinco funcionarios para investigar el caso, y cada uno de ellos ha llevado a cabo unas diez averiguaciones».

La señorita Von Seylitz-Gabler acepta prestar la colaboración que la Sureté le pide. A eso le pregunto: «¿Desde cuándo conoce usted a un tal Hartmann, Rainer Hartmann?».

Vírica von Seylitz-Gabler contesta: «Conocí al señor Hartmann en Varsovia. De ello hace casi dos años, es decir, lo conozco desde 1942. Sucedió durante una velada en la que se interpretó un concierto de música de Chopin; allí cambiamos sólo unas palabras. Días después coincidimos en la comandancia, donde conversamos un rato; luego, salimos a dar un paseo y quedamos en volver a vernos el domingo siguiente. En nuestras relaciones, siempre me ha mirado como la hija del general. En todo momento Rainer Hartmann se ha portado muy correcto. No sin esfuerzo he conseguido sonsacarle cosas, pues tiene un carácter muy reservado. Y no me refiero a la permanencia en Varsovia, sino aquí, en París. Mas todo eso es asunto de mi vida privada, ¿no?».

Instrucciones del teniente general Tanz, comandante de la división «Nibelungen», formuladas en su tiempo y publicadas más tarde por el jefe de la sección 1 a de dicha unidad:

Al escribiente de servicio:

… cada mañana, antes de comenzar el servicio, deberá limpiarse el tablero de la mesa escritorio de campaña con un trapo de lana. Y, todos los lunes, se lavará y se le dará una capa de barniz, operación que también deberá realizarse después de cada traslado de la unidad. Las eventuales rozaduras deberán ser reparadas inmediatamente. Para quitar las manchas de tinta, se empleará un quitamanchas; dicho producto se podrá adquirir en la sección 1 a.

En la mesa escritorio del general había siempre dispuestos: tinta negra y roja; dos mangos con sus correspondientes plumas; tres plumas de reserva de punta redondeada; tres lápices carbón; dos lápices tinta; un lápiz rojo y otro verde, todos ellos afilados de suerte que la mina sobresaliese exactamente dos tercios de la longitud inicial de la punta. Además, había reservada una cantidad de material para escritorio, guardado en el cajón de la izquierda del escritorio. ¡Ninguna goma de borrar!

El general tenía dos asistentes, llamados también «machacantes». El «machacante» número uno estaba para el servicio interior; el número dos para el exterior.

Las instrucciones para dichos ordenanzas ocupaban una extensión de ocho cuartillas mecanografiadas.

Orden relativa al racionamiento en operaciones:

Vara las presentes operaciones, cuyo comienzo no está previsto todavía, deberá proveerse a cada soldado del siguiente racionamiento: una lata de manteca, una de carne de vaca y una de embutido de doscientos cincuenta gramos respectivamente; dos paquetes de pan de munición, uno blanco y otro moreno; un salero lleno hasta los dos tercios de su capacidad de sal seca y gruesa.

A esto se agregará la siguiente impedimenta: una cuchara, un tenedor, un cuchillo y una cucharilla de café, todo ello de metal; pero en ningún caso, de plata. Dos termos con sus correspondientes bolsas: una azul para la bebida fría, y otra roja para la caliente. Dos servilletas grandes, en sustitución del mantel, y seis pequeñas de hilo blanco. Dos vasos de metal. Cinco hojas de papel higiénico basto, fuerte y de color gris o blanco; en ningún caso deberá ser de otro color.

Informe del ex cabo de primera Otto, relativo a las relaciones entre Ulrica von Seylitz-Gabler y Hartmann:

Cuando ahora pienso sobre este asunto, sospecho que aquella pareja me tomaba el pelo en aquella ocasión, de lo que tenía que haberme dado cuenta; pero a la vez hubiera sido difícil, pues se andaban con mucho cuidado.

Por otro lado, tenían sus razones para obrar con cautela. ¡Si la generala se hubiese enterado, resulta imposible hacerse una idea de lo que habría sucedido! Kahlenberge tenía que estar enterado, pues yo había de tenerlo al corriente de todo lo que supiese respecto a la pareja. Aunque no fuese mucho, mi fantasía siempre encontraba algo que satisficiese a Kahlenberge.

Una cosa puedo asegurar: la hija de un general, como aquélla, resultaba un buen plan. Sabiéndola manejar, hubiera podido ser una especie de seguro de vida. Pero Hartmann siempre tuvo mala pata; podía poner el pie donde quisiese, y, sin embargo, lo ponía siempre en el lodazal. Además ¡tenía a Raymonde!