El mayor general Kahlenberge, jefe de estado mayor de un cuerpo de ejército, fingía que le gustaba la música coral; además, solía decir: «Quien canta, no puede pensar; quien no piensa, es un oportuno subordinado; por lo tanto, hay que yantar, a fin de aliviar las complicadas situaciones de los superiores».
Kahlenberge asistía a todos los ensayos del coro que se había formado con elementos masculinos de todas las secciones del puesto de mando: el jefe de cocina, el de la oficina de cartillas de racionamiento, escribientes; un radiotelegrafista estaba de primer tenor; un sanitario, de bajo. Dirigía el coro un dentista, que en su pueblo era conocido como uno de los mejores comparsas en los carnavales, y lo hacía con afecto y perseverancia, sin pararse en detalles.
—Westerwald[1]! —gritó Kahlenberge, dando ánimos.
Los coristas, que acababan de hacer un descanso, recibieron con buena voluntad aquel requerimiento. Kahlenberge estaba cómodamente sentado con las piernas estiradas. Las voces sonaban patéticas. En la bodega del palacio de Liechnowski, habilitada para comedor de las clases auxiliares, donde el coro ensayaba prodigando una potente densidad de voz, parecía estremecerse.
De pronto, se elevó con intensidad el fervor de los cantores. Momentáneamente, Kahlenberge no podía explicarse aquella gradación, por lo que miró en rededor y advirtió la presencia del comandante jefe. Se incorporó solemne de donde estaba sentado y mostró solicitud. El coro cantaba con la impetuosidad del viento, que tan frío soplaba en Westerwald.
El comandante jefe acompañó a su jefe de estado mayor al pasillo. Si Von Seylitz-Gabler se dirigía de modo cortés y personal a uno de sus colaboradores, los motivos solían ser interesantes. A Kahlenberge empezaron a relucirle los ojos como a un gato cuando olfatea un bien cebado ratón.
—Es un coro magnífico —comentó Von Seylitz-Gabler.
Kahlenberge movió la cabeza afirmativamente:
—Lo primordial para conseguirlo son los ensayos.
El comandante jefe carraspeó y dijo:
—El tesoro de los aires populares alemanes es inagotable. En particular, me gusta oír Lützows tvilde, verwegene Jag[2].
—La ensayaremos —prometió Kahlenberge. Su curiosidad iba en aumento.
—En los aires populares está la tradición alemana. No es casualidad encontrar en ellos nuestros primitivos valores, como el profundamente melancólico romanticismo, el gran amor a la naturaleza, en particular al bosque germano, y la incondicional lealtad.
Kahlenberge se echó a reír. Aquellas digresiones descubrieron un insólito acontecimiento. Al comandante le resultaba penoso hablar de ello. Dijo:
—Salgamos al patio.
Dicho patio lo formaban una fuente rodeada de césped y un claustro de estilo barroco. Por allí solía el comandante jefe pasearse sumergido en profundos pensamientos que consideraba creadores; allí había sosiego y aislamiento. Ya en el patio, Von Seylitz-Gabler dijo, como si comunicase algo inaudito:
—¿Se imagina lo que sucede? ¡El comandante Grau está esperando en mi antedespacho!
—No debe de ser la primera vez que lo hace —contestó Kahlenberge, lacónico.
—Desde luego; pero me ha pasado aviso pidiendo que le permita hacerme unas preguntas. ¡Preguntas! Con carácter oficial. ¿Qué le parece a usted eso?
Kahlenberge no encontró de momento la respuesta, por el espontáneo gozo que le produjo la noticia. Se arregostaba intentando reconstruir el hecho: Grau entraría en el antedespacho, donde se anunciaría y diría que el motivo de su visita era para formular unas preguntas de carácter oficial; por su parte, el comandante jefe habría salido de estampía por la puerta excusada en busca del jefe de su estado mayor. Tras lo cual contestó con ambigüedad:
—Pues me parece muy notable.
—¡Algo ocurre aquí!
—¿Por qué? —se permitió preguntar Kahlenberge.
—¡Vaya! ¡Atienda a lo que le voy a decir! —Imperioso, el comandante jefe irguió el cuerpo como si estuviese observando una división dispuesta a entrar en combate—. ¡Eso es alarmante! Sin demora tenemos que trazarnos un itinerario. ¡No podemos contemplar impasibles cómo intenta alguien hacernos una mala jugada!
—¿Ha dado ese Grau a entender qué clase de preguntas quiere formular?
—Esto está más claro que el agua, estimado colega. El tipo ese quiere provocarnos. Ayer estuve pensando: «¡Vaya modo de gastar bromas que tiene! Debe de ser porque no lo invitamos a comer. Pero démosle tiempo y ocasión para que siente la cabeza». Mas ¿qué ha sucedido? Se atreve a formularme preguntas. ¡A mí!
—¿Y cree usted que las preguntas del Grau ese aluden realmente a lo sucedido ayer? ¿Cuál es la razón que le induce a creerlo?
—¡Me lo dicen mis sentimientos! ¡Mis sentimientos aparejados con la experiencia! Créame: Grau no se intimida ni aun ante las quimeras más absurdas. Ese hombre es el tipo que no vacilaría en llevar su propia madre al cadalso si con ello consiguiese sacar la conclusión de un caso de su incumbencia. Tenemos que atajar sus manejos por todos los medios posibles.
Relucientes cual los de un gato, los ojos de Kahlenberge se entornaron. En tono reposado, respondió:
—Grau es un tipo peligroso, circunstancia que es necesario no olvidar.
—No quiero complicaciones innecesarias —dijo Von Seylitz-Gabler—. ¡Y, decididamente, me resistiré a darle importancia a ese Grau! Hay que tenerlo a raya.
—Nada más fácil que eso —respondió Kahlenberge, expectativo—. No tiene más que ir contestando a sus preguntas hasta que se dé cuenta de la inutilidad de las mismas.
El comandante jefe sacó el pañuelo para secarse el sudor de su alta frente. Luego dijo:
Como de costumbre, tiene usted razón, estimado Kahlenberge. Al menos, en principio. Su proposición sería la solución más sencilla en circunstancias normales. Pero, en este caso, son anormales.
Kahlenberge se detuvo ante una columna del claustro, y, espontáneo, preguntó:
—¿Quiere decir usted que no está en condiciones de agotar las preguntas de Grau?
—Es más o menos lo que se podría contestar a su pregunta —respondió Von Seylitz-Gabler, con pena—. No es que pese sobre mí nada; pero quiero confesarle una cosa: tal interpelación puede que sea precaria para mí.
Con reprimida serenidad, Kahlenberge dijo:
—Siendo así, la cuestión varía.
—La noche en que ocurrió aquel abominable hecho que nos contó Grau, estaba yo de camino. Le aseguro que no tengo nada que ocultar; salí a hacer un «recorrido». ¿Comprende?
Kahlenberge asintió, pues comprendía aquella clase de «recorridos». Contestó:
—Usted ha dicho que a ese Grau no se le invitó a comer porque su presencia molestaba. Y yo agrego: se trata de un hombre que siente una apremiante necesidad de alterar el ambiente; cuanto más alejado se esté de él, mejor.
Aquí, el general Von Seylitz-Gabler empezó a escuchar con atención las palabras del otro. Conocía el ambiguo tono de Kahlenberge. Si éste no vacilaba en mezclarse espontáneamente, tendría sus razones para hacerlo, las cuales puede que fuesen profundas. Y, no sin cierta curiosidad, preguntó:
—Admitamos que a Grau se lo envíe a usted, estimado Kahlenberge, o sea que le diga: «Primero, diríjase a Kahlenberge y formule las preguntas que crea convenientes; luego, diríjase a mí». ¿Qué podría ocurrir?
—¡Olería muy mal! —contestó Kahlenberge, sincero—. En ocasiones, también yo hago uso de mi vida privada; asimismo no me gusta que funcionarios o gente ajena se metan en ella. Así, pues, usted y yo vamos embarcados en una misma nave.
—¡Ajá! —exclamó Seylitz-Gabler, esperanzado—. ¡En efecto, los dos vamos embarcados! Pero somos unos tripulantes probados. ¿Qué cree usted que se puede hacer en tales situaciones?
—Lo que siempre se ha hecho, cuando no ha habido otra salida: ¡La guerra! —contestó Kahlenberge, con indolente ironía—. Si no hay manera de frenar a ese Grau, entonces lo mandaremos al general Tanz, que barre sin contemplaciones todo lo que se interpone en su camino.
—¡Conforme! —convino Von Seylitz-Gabler, aliviado. Y, con su peculiar tacto, agregó—: ¿Cree que Tanz es el hombre indicado para una cosa así?
—El único —contestó Kahlenberge.
Como hipnotizado, al general Tanz parecía atraerle un cruce de calles en la parte occidental de la ciudad de Varsovia. Se trataba de un cruce como cualquier otro: adoquinado, árboles, grupos de casas, cristales sin brillo alguno.
Pero aquel punto estaba señalado en rojo con A 1[3] en el mapa que el general sostenía en sus manos. A partir de aquel punto, pensaba él iniciar la prueba de una eventual operación de limpieza.
—El comandante jefe no ha desaprobado nuestro plan —dijo Tanz, pausado.
Impaciente, atento y sufrido, estaba el comandante Sandauer detrás de él y reflexionaba: «Sin embargo, no ha sido puesto a consideración del mando».
—Nuestro plan no ha sido recusado —continuó el teniente general Tanz.
Sandauer no replicó, pues las réplicas provocaban irritación, especialmente a Tanz.
—¡Café! —pidió el teniente general.
El ordenanza del jefe de la división, nuevo en aquel destino en el que no duraría mucho, se puso rápidamente en movimiento; con manos diligentes, abrió el portaequipajes, sacó un termo, una taza de porcelana y un platillo, los cuales limpió con un paño de cocina; luego llenó la taza de café y, trémulas las manos, se la tendió a su teniente general.
—¡Está frío! —le dijo Tanz, tras una breve y estimativa mirada.
El ordenanza se quedó suspenso; estaba convencido de que había tenido un fallo imperdonable, pues, o el café no había estado lo suficientemente caliente al llenar el termo, o éste estaba deteriorado, o el ambiente exterior no había sido tenido en cuenta como era debido. Pero, cualquiera que fuese la causa, ¡era suya la culpa! Tanto le temblaban las manos, que el contenido de la taza se derramaba por el platillo. Mas ninguno de los circunstantes prestó atención.
El teniente general Tanz contemplaba, expresivo, los edificios del otro lado del cruce. El comandante Sandauer dirigía la mirada a donde su superior la tenía puesta. El sargento mayor permanecía sentado al volante y mantenía fija la vista en la calzada. Luego seguían dos carros blindados provistos de radiotransmisores; detrás de éstos estaban los enlaces: cuatro motoristas embutidos en pantalones y chaquetillas de fino cuero y montados en máquinas B. M. W. Para todos únicamente existía lo que tenían delante; ninguno prestaba atención al tembloroso asistente, que se había retirado, silencioso.
—Haremos un ensayo —dijo el teniente general Tanz.
—¿Sin la conformidad del comandante jefe? —El comandante Sandauer, jefe de la sección 1 a de la división los «Nibelungen», hizo la pregunta con voz empañada, circunstancia que no privó que fuese perceptible al oído del comandante de la unidad.
Impertérrito, contestó:
—Una operación de tal índole exige un minucioso planteamiento. Considero imprescindible hacer primero un pequeño ensayo de lo que luego ha de suceder en gran escala. Ello nos proporcionará una determinada seguridad en nuestra acción ulterior. Dé la orden de alarma a la división, Sandauer; la consigna es: «Plan Waldfrieden».
Sandauer convino moviendo la cabeza. No obstante, se permitió hacer una observación, al margen de lo ordenado:
—¿Hay que comunicarlo al mando del cuerpo de ejército?
—¡Luego! —falló Tanz—. En el fondo, la operación en sí no es más que un ejercicio táctico, aunque la experiencia resultante la considero de suma necesidad. En definitiva, se trata de aplicar un nuevo método. Primeramente, lo ensayaremos en tres o cinco arterias de la calle principal, lo cual luego llevaremos a cabo en treinta o cincuenta calles. Hay que procurar hacer el menor ruido posible. Y luego, ya veremos.
_ ¿Hay que dar la orden de alarma a toda la división?
—¡Sin exclusión alguna! Lo que acontece en mi jurisdicción, o acontece para todos o para ninguno.
—Tienes que figurar —dijo Guillermina von Seylitz-Gabler—. Es lo que se espera de ti, por el cargo que ocupas.
—Ciertamente —respondió el comandante jefe. Tenía impreso el sentimiento de representar. Su padre, también general y luego hacendado, se lo había inculcado desde la infancia. Siendo niño, daba con halagüeña constancia apretones de mano a la servidumbre por la fiesta de la cosecha y por Nochebuena; estrechaba la suave y pulposa mano del ama, la huesuda y endurecida del cochero, y la delicada y aterciopelada de la camarera—. Seguro que tienes alguna nueva y brillante idea —dijo, al tiempo que conseguía forzar una sonrisa.
—Una velada como otra cualquiera —respondió la mujer, como si promulgase una ley.
El general Von Seylitz-Gabler gemía de un modo casi imperceptible: le dolían los pies, porque los nuevos zapatos que su esposa le había dado por la mañana, aunque muy elegantes, le iban estrechos. Los desvelos de Guillermina no siempre eran fáciles de soportar.
—Al mismo tiempo, esta velada tendría que ser un acontecimiento cultural —explicó Guillermina—. Me refiero a una recepción de invitados selectos en la que se daría un concierto.
—Magnífico —convino su marido, atento.
—Pero nada de gran concierto, ni orquesta, ni siquiera un cuarteto de cuerda; pienso invitar a un pianista.
—Será difícil encontrarlo.
—Y, naturalmente, interpretaría sólo música de Chopin.
—Por descontado.
—Pues, en definitiva, nos encontramos en Varsovia.
—Podremos organizado cualquier día venidero.
—Esta noche —dijo Guillermina, suave.
Aunque de mala gana, el general asintió con un significativo movimiento de cabeza:
—Que se cuide de organizado Kahlenberge.
—Ya está de acuerdo en hacerlo. —Con escudriñador disimulo, Guillermina contempló a su esposo, que, sentado en el sillón, tenía aspecto fatigado y mantenía suspendidos los pies—. Herbert, quítate los zapatos si te hacen daño. Procura estar cómodo, mientras las circunstancias te lo permitan.
Kahlenberge, jefe de estado mayor, organizaba.
Y, como siempre, lo primero que organizaba era la gente capaz para tal cometido: el cabo de primera Otto, asimismo llamado el «Gordo», recibió el encargo de arreglar la sala; el capitán Kraussnick, acreditado especialista en diversiones, se cuidaría de atender a los invitados durante la velada; la auxiliar Melanie Neumaier, la «intangible doncella», estaba encargada de hacer la lista de los invitados.
Y, como siempre también, cuando el plan había sido puesto en marcha, Kahlenberge pasaba su ocioso tiempo sentado, por lo que mandó llamar al cabo Hartmann, que apareció y se detuvo en el umbral, desde donde miró con desconfianza al mayor general, quien le sonrió y durante unos segundos pareció respirar profundamente. De pronto, su rostro se cubrió de una gravedad sepulcral, y preguntó:
—¿Está claro para usted que una sola respuesta errónea es suficiente para matarlo, con todo y su atractivo rostro? Tiene que pensar oportunamente, Hartmann. Bueno; ¿ha tenido alguna vez el más leve contacto con los soviéticos; por lo tanto con los comunistas?
—¿Cómo iba a ocurrírseme tal cosa? —exclamó Hartmann, seguro—. ¡Nunca!
—¡Su modo de responder ya es erróneo! —Kahlenberge movió la cabeza—. Las aseveraciones en voz alta, son siempre sospechosas. Lo que haya de ser creído, tiene que decirse con cierta llaneza; salvo si se habla en un mitin. Pero, en lo personal, es un yerro tratar de convencer a voces. Por tanto, no grite «¡Nunca!», sino diga sencillamente «¡No!». Y a eso procure una mirada que denote lealtad alemana junto con una Impecable postura y total sumisión. Eso solo ya produce efecto.
—¡Sí, mi general! —respondió el cabo Hartmann, solícito.
¡Y medite con tenacidad! Quiero aclararle de un modo categórico lo siguiente: ¿Ha tenido alguna vez contacto con los comunistas? ¿Pertenece su padre, su hermano, su tío, o un cuñado a ese partido? ¿Tiene usted alguna hermana o novia que hayan estado relacionadas con miembros de dicha ideología?
—No —contestó el cabo Hartmann, en tono de voz llano. El sermón del general comenzaba a surtir efecto.
—Manténgase sistemáticamente en ese «No» —le recomendó el mayor general—. Nunca diga «No lo sé» ni algo por el estilo, pues ello motivaría sospechas.
En este punto, Hartmann se sonrió por primera vez. Percibía el afecto que Kahlenberge le prodigaba:
—Poco a poco voy comprendiendo cómo debo comportarme.
—Mientras usted se halle en una relativa seguridad, le daré un destino en nuestra sección. De momento, estará dentro de mi jurisdicción; Otto le pondrá al corriente. Pero no olvide que cualquier yerro le privaría de esta posibilidad; además, me comprometería a mí. ¿Comprendido?
Para Hartmann estaba claro. Hizo un gesto afirmativo y suspiró aliviado. Por el momento, ya no era necesaria su presencia.
El mayor general Kahlenberge no miró a Hartmann. Pidió que le pusiesen en comunicación con el comandante Sandauer, jefe de la sección 1 a de la división que mandaba Tanz. Los dos se evaluaban mutuamente su capacidad táctica, que prácticamente significaba: intrigarse uno al otro, si había ocasión para ello.
Kahlenberge quería saber sin preámbulos: ¿Estaría el teniente general Tanz dispuesto a contestar unas preguntas que un tal Grau, comandante del contraespionaje de la plaza, deseaba formular? Se trataba, al parecer, de preguntas no exentas de cierta molestia; tal vez el vocablo «molestia» hubiera sido elegido con demasiada prudencia, pues muy bien podrían ser empleadas expresiones como «afrentoso» o «infractor» en la interpelación.
—El teniente general Tanz suele recibir a todo aquel que se dirige a él —contestó Sandauer, sin dar muestras de sorpresa—. Le advierto que Tanz tiene ideas precisas y no vacila en expresarlas con claridad.
—Ya estoy enterado, lo cual tengo en cuenta y, aún más, lo considero oportuno en este caso.
—¿Se trata de algo relacionado con usted, mi general? —inquirió Sandauer, sincero.
—Estoy de acuerdo en todo lo que pueda parecer indicado para aclararles a ciertas personas las probadas y brillantes normas según las cuales los subordinados deben comúnmente hacer preguntas si expresamente son requeridos para hacerlo —contestó Kahlenberge, con igual sinceridad.
—Ése es, sin duda, el parecer del teniente general Tanz —respondió Sandauer—; casi no tendré necesidad de recordárselo a él.
—Entonces, le enviaré a usted el curioso preguntón a una hora determinada. ¿Qué tiene proyectado su general para esta tarde, estimado Sandauer?
—¡Una especie de prueba general! —Y, con reserva, agregó que el teniente general Tanz proyectaba poner en práctica una nueva táctica en un reducido espacio de tiempo y de lugar.
Kahlenberge disimuló su desaprobación y asombro. Hubiera intervenido al momento en aquel asunto. Pero era hombre que no cometía dos yerros seguidos; el primero lo cometió al formular inoportunamente aquella pregunta. Por eso, en tono discreto, preguntó:
—¿Es un comunicado o un informe lo que acaba de decirme?
Sandauer comprendió en seguida lo que Kahlenberge quería saber:
—Creo que hemos charlado más de la cuenta.
—¡Eso me parece a mí!
—Y, volviendo al objetó de su llamada, mi general, creo que la hora más desfavorable y el lugar menos indicado para formularle preguntas al teniente general Tanz serían las quince horas de hoy, en el extremo meridional de la plaza al final del paseo.
Después de esta conversación telefónica, Kahlenberge tuvo otra con el comandante Grau, de la sección de contraespionaje. Le dijo que el comandante jefe tenía que asistir a una velada, circunstancia que le privaba del placer de poder atender a Grau. Y que él, Kahlenberge, sintiéndolo mucho, tampoco podría recibirlo por la misma razón. Pero, si lo deseaba, podría entrevistarse con el teniente general Tanz a las quince horas, en la parte sur de la plaza al final del paseo.
El comandante Grau dio las gracias por haberle facilitado aquel encuentro. Su voz sonaba como si estuviese riéndose, lo cual irritó a Kahlenberge, aunque no tenía tiempo para reflexionar sobre aquello, pues la velada lo tenía absorbido.
La señora Von Seylitz-Gabler inspeccionaba los preparativos para la velada y especialmente la actividad de Melanie Neumaier, fiel colaboradora del comandante jefe.
—Usted es una buena trabajadora —le dijo la señora Von Seylitz-Gabler—. Mi esposo y yo le apreciamos mucho esta cualidad. Me da la impresión de que mi marido la quiere a usted. No tiene por qué ponerse colorada, querida. Quiero decir que le prodiga un amor paternal. ¿Le quiere usted a él?
—Respeto al señor general —suspiró Melanie, ruborizándose levemente—. Es un hombre muy importante.
—Lo cual no le impide ser persona. —La señora Von Seylitz-Gabler conversaba como si estuviese hablando de la moda, del tiempo o del nacionalsocialismo; al paso que revisaba la lista de los invitados; ningún nombre escapaba a su mirada; encontró que faltaban tres o cuatro nombres de importancia.
Melanie Neumaier completó solícita la lista. La señora Von Seylitz-Gabler hizo un gesto aprobador, y continuó diciendo:
—Mi esposo, querida señorita Neumaier, ha llevado una vida muy ajetreada en servicio de la patria; eso ha afectado su salud. Ya no tiene la fortaleza física de antes. Y yo no puedo estar siempre a su lado, pues rara vez suele darse la ocasión de un prolongado acantonamiento como aquí en Varsovia. Si se pusiera enfermo, ¿lo cuidaría usted, señorita Neumaier? Yo desearía que lo hiciese.
—¡Lo haría de todo corazón, señora! —Melanie estaba rebosante de fervor. Creía percibir una gran confianza, lo cual la hacía mostrarse agradecida—. Puede depositar toda la confianza en mí; dado el caso, haría todo lo que estuviese al alcance de mis modestas fuerzas.
Esta reacción satisfizo a la señora Von Seylitz-Gabler. Por otro lado, conocía a su marido lo suficiente para estar segura de que nada era capaz de inquietarlo. No vacilaba en entretenerse con la tímida muchacha, aunque lo hacía con decencia.
Luego, estando como estaba de buen humor, pensó ir a ver al capitán Kraussnick, especialista en diversiones y segundo organizador de aquella velada. Dicho capitán procedía de la industria hotelera, donde estaba empleado para organizar fiestas y bailes, y adonde volvería una vez terminada la guerra.
Kraussnick no se arredraba aun cuando entrase en su programa una velada de orden cultural. Por eso se había dirigido al Conservatorio de Varsovia; allí, les había ordenado a todos los componentes, incluidos los profesores, que formasen en fila y, luego había ordenado: «¡Los pianistas, que den un paso a la izquierda!». Tras esto, se había reunido una docena entre hombres y mujeres; ninguno se había comprometido a interpretar música de Chopin, aun cuando se ofreciese un paquete de comida por honorarios. La experta mirada de Kraussnick había elegido, aunque nada tuviese que ver con la música, a una corpulenta, morena y pletórica muchacha llamada Wanda.
Y, ahora, dicha Wanda estaba ante él, y al lado del cabo Hartmann, a quien el jefe de estado mayor había enviado a Kraussnick junto con el aviso: Este Hartmann tiene barniz cultural y la capacidad de un historiador del Arte. Por esa razón, el capitán había previsto que Hartmann y Wanda tratasen del programa del concierto.
En aquel momento, la señora Von Seylitz-Gabler entró en la estancia. Kraussnick se apresuró hacia ella, casi se cuadró y pronunció una especie de saludo militar. Se inclinó profundamente sobre la mano tendida delante y la besó atentamente. Luego, informó a la «honorable dama» acerca de los detalles de la organización de la velada y le mostró varios cestos llenos de botellas, una batería de copas, el piano, le presentó a Wanda y a Hartmann.
La señora Von Seylitz-Gabler miraba con extraordinario interés y cierto reconocimiento. Le hizo una benévola y discreta reverencia a Wanda, aun cuando la mirase de pies a cabeza según su modo de ser; estaba en el estrado, de donde lanzó una mirada escudriñadora a Hartmann, a quien preguntó:
—¿Es usted nuevo aquí?
Hartmann no contestó: «en efecto»; sólo asintió con una leve inclinación de cabeza; pero, según pudo apreciar la señora Von Seylitz-Gabler, lo hizo con cierto donaire y acatamiento. Aquel joven no sólo ofrecía un aspecto agradable, sino que también tenía modales.
—Por mí, no demore su cometido, estimado señor Kraussnick. Continúe con lo que estaban tratando.
—¡Sí, honorable señora! —respondió el capitán. Luego se volvió a Wanda y a Hartmann, y, expedito, les dijo—: Bueno, ¿qué interpretaremos luego? Es deseo de la honorable señora que se interprete música de Chopin. ¿Qué piezas elegiremos?
—Las polonesas —propuso Wanda.
—¡Excelente! —exclamó Kraussnick—. La polonesa es un bule. Tiene movimiento, por lo que a nadie le entrarán ganas de dormir; eso es, a la postre, lo importante.
La señora Von Seylitz-Gabler dirigió la vista a Hartmann:
—¿Y usted qué opina? ¿Está de acuerdo con esta proposición?
—Las polonesas de Chopin son imponderables —contestó Hartmann, cortés—, aunque tal vez no sea conveniente presentarlas en estas circunstancias. Dichas polonesas son composiciones patrióticas polacas. ¡Roberto Schumann dijo que eran cañones enguirnaldados con flores!
—¡Eso es totalmente imposible! —repuso Kraussnick al momento—. Y, caso de que lo sean, no son polacos. Y lo de las guirnaldas, ¡no faltaba más!
—Es usted muy atento —le dijo Guillermina von Seylitz-Gabler a Hartmann—. Seguro que es un joven culto. Por tanto, dejo a su elección el programa para el concierto de esta noche. Cuando lo haya preparado, venga a verme y hágame una exposición del mismo. ¿Quiere encargarse de él? Es un deseo mío que, según aprecio, usted desea satisfacer. Bueno; le espero luego.
—¡A la plaza del final del paseo! —ordenó el comandante Grau a su chófer. Al decir esto, el sol apareció por entre unas nubes y le deslumbró un poco. Se recostó en el tapizado del vehículo, dirigió la vista adelante, y preguntó—: ¿Va usted armado?
—Siempre —contestó el conductor.
—Nos dirigiremos adonde se encuentra el teniente general Tanz —dijo Grau, amable.
—¿Cómo no? —respondió el soldado, tranquilo.
El automóvil rodaba por las casi desoladas calles de Varsovia. El motor zumbaba como un enjambre de mosquitos. Grau fijó la vista en el cielo, donde, en aquel momento, el sol se había ocultado como envuelto en una nube de humo de tabaco. Mientras viajaba, le vino a la memoria su primer éxito consistente en la aclaración relativa a un incendio premeditado, que había tenido en sus tiempos de policía.
—El acceso a la plaza del final del paseo está interceptado —le dijo el chófer.
El comandante Grau se asustó de sus propios pensamientos. Y vio lo que el conductor hacía rato que venía viendo: unidades militares formaban en orden de combate; vestían la alagartada blusa gris, castaño y verde e iban dotados de armamento para la lucha cuerpo a cuerpo. El silencio que los rodeaba, era depresivo; casi no hablaban; parecían un rebaño que esperase que alguien abriese la puerta del corral.
—Tropas de la división de Tanz —dijo el conductor.
—Posiblemente estarán realizando ejercicios —respondió el comandante Grau—. Pues dicha división, o está de maniobras, o lucha, o duerme en los intervalos. Siga su ruta, para nosotros no existen los obstáculos. —No cambió de actitud, sólo registraba las escenas que se desarrollaban alrededor; no parecían interesarle demasiado y ni siquiera impresionarle.
—¡Alto! —ordenó una recia y metálica voz—. ¡No se puede pasar!
Y ante Grau apareció un rostro, atezado y áspero, dividido casi en dos partes por lo muy calado que llevaba el casco de acero; sobre una boca apenas abierta, unos ojos azules destellaban enérgica e insensible firmeza. Este impedimento, puesto por Tanz, pudo ser superado con muy poco esfuerzo.
El comandante no tomaba en consideración las complicaciones; al menos de esa índole. Tolerante, descendió del coche y continuó a pie los ochenta metros que lo separaban de la parte meridional de la plaza. Allí vio la imponente figura del teniente general Tanz; tan alto y esbelto era, que, aun rodeado de unos soldados, parecía estar solo.
Grau fue en busca de Sandauer; lo encontró bastante distanciado de las espaldas del general y apoyado contra un carro blindado; en sus manos sostenía un mapa, que no consultaba; más bien parecía estar ensimismado en actitud de espera y mantenía fija la mirada en un punto infinito.
El teniente general hacía poco más o menos lo mismo, sólo que su aspecto era mucho más significativo y observaba un punto alejado. Un corresponsal de guerra, adscrito a la división, aprovechó aquella ocasión para hacer unas fotografías. El general permanecía inmóvil, inmejorable objeto para ser fotografiado.
—¡Acción uno! —ordenó el general.
Su ayudante voceó esta orden a Sandauer, quien, con la voz justa del que pide un kilo de azúcar en una tienda, la transmitió al radiotelegrafista que estaba dentro del carro blindado:
—¡Adelante!
El comandante Grau dijo:
—Tengo concertada una entrevista con el teniente general; pero me da la impresión de que estoy molestando.
—No es posible molestar al general si no quiere que se le moleste —respondió Sandauer, con la postura de un maestro de escuela—. Puede dirigirse tranquilamente a él, pues le está esperando.
Grau se dirigió adonde estaba Tanz. Le parecía estar rodeado de una gravosa quietud y creía percibir un ligero olor a podredumbre. Se presentó a él, que permanecía inmóvil y mantenía fija la vista adelante; era imposible saber si escuchaba las palabras del comandante; pero contestó:
—Sólo unos minutos, Grau, son suficientes.
En el curso de un minuto no pareció suceder nada notable; al menos, no lo denotaba la fija atención del teniente general. Las fachadas de las casas parecían sombrías, lisas y enigmáticas. Las ventanas estaban cerradas y sus cristales tenían el aspecto de lentes empañadas. Los árboles producían la impresión de gigantescos esqueletos de cuadrúpedos.
Unos grupos de combatientes avanzaban silenciosos a lo largo de los edificios; luego, se detuvieron en distintos lugares y se quedaron como estatuas. En el cruce de una calle, se oía el estrepitoso avanzar de tanques.
El rostro del teniente general parecía cubierto con una careta de bronce y se le notaban los músculos buccinadores; sus largas y finas, pero fuertes manos, palpaban la metralleta cariñosamente como si palpasen el cuello de una mujer amada.
Luego se oyó un disparo y, a poco, detonó una ristra de granadas de mano. Y en una fracción de segundo cambió la escena: el tenso silencio se convirtió en un rumor como el de vina caldera hirviendo; brillaron luminosos puntos, titilantes como los de la placa principal de un cerebro electrónico. Tenues nubes de humo se elevaban al cielo como si la ciudad fumase intensamente miles de cigarrillos.
A Tanz se le normalizó el rostro y esbozó una escasa sonrisa, que fue aumentando cuando alrededor de él la tierra empezó a estallar como cuando cae una fuerte granizada. Un poco más allá de él, se oyó una repentina exclamación acompañada del sordo chocar de un cuerpo que se desplomó en el suelo. Poco después caía otro cuerpo en el adoquinado de la calle. Tanz continuaba sin moverse.
—Todo marcha según lo previsto —dijo Sandauer, transcurridos unos segundos.
El teniente general hizo un leve gesto de asentimiento. Volvió la cabeza como si no quisiese escatimar a su seguro jefe de la sección 1 a una aprobadora sonrisa.
—Bueno —dijo Tanz—; ahora, puede el comandante Grau formular sus preguntas.
—Parece ser que ha abandonado de momento sus propósitos —respondió Sandauer.
Tanz lanzó una mirada despectiva:
—¿Es que el tipo ese se ha ciscado en los pantalones?
—No precisamente. —Sandauer se esforzaba en mirar sosegado los escrutadores ojos de su general—. El comandante Grau únicamente se ha distanciado.
—¿Y no ha dicho nada?
—Ha dicho algo, pero no le he entendido —contestó Sandauer, mintiendo despreocupadamente, pues no podía repetir al general lo que el otro había dicho sin que un sinfín de preguntas lo hubieran enterrado.
El comandante Grau había dicho categórico: «Ni aun de un hombre semianormal cabría esperar la idiotez que está haciendo a su libre albedrío».
A la recepción del comandante jefe, dada como acontecimiento social en el casino local, junto con el solemne concierto de Chopin, le amenazaba un fracaso rotundo. Pues Von Seylitz-Gabler no podía asistir porque tenía que tomar, como solía decirse, «decisiones extraordinarias», con lo que tampoco podía asistir el jefe de su estado mayor, Kahlenberge. Y el teniente general Tanz estaba metido en alguna parte de la ciudad y, si se abrían las ventanas, podía oírse el ruido de la escaramuza que su división estaba realizando.
Por eso las ventanas permanecían cerradas. Así lo había ordenado la señora Von Seylitz-Gabler, que continuaba organizando lo mismo que antes y ahora representaba al anfitrión; lo primero, lo hacía con energía; lo segundo, con buen porte.
Superados los primeros minutos de sorpresa, el estado de ánimo era bueno. A ello había contribuido el experimentado proceder del capitán Kraussnick. Su receta era de una sencillez increíble: había decidido que en el brindis no se sirviese vino de Oporto o vermut, como estaba previsto, sino chartreuse para las damas, y coñac y licor de frambuesas para los caballeros, lo cual no sería servido en copas, sino, ¡en vasos de agua! Por eso no era de extrañar que pronto cundiese la confianza.
Una de las «decisiones extraordinarias» que Von Seylitz-Gabler tenía que tomar era una entrevista con el comandante Grau, quien, tenaz a la vez que amable en extremo, esperaba ser recibido por el comandante jefe.
—¿Cómo no? —le dijo Kahlenberge a Grau, tras lo cual se dirigió al despacho de su superior.
Aquél solía prepararse antes de recibir una visita; las palabras de salutación debían ser melodiosas y profundas, así como corteses y amonestadoras; concretamente, solemnes. Tenía esbozadas de antemano las frases más importantes, por lo que ahora se encontraba en situación de poder recibir la visita con esmerada corrección. Le desagradaba cualquier alteración en este sentido.
—No podemos menos de escuchar a nuestro amigo Grau, general —recomendó Kahlenberge, cortés—. Por lo demás, ofrece un aspecto extraordinariamente interesante. Y, aunque se comporta con su habitual caballerosidad, parece estar dispuesto a dar algo así como una corrida de toros, en la que puede que aparezca como espada. Según dice, espera que se le aclare sin demora algo muy fuera de lugar.
—¿Es que no ha logrado Tanz despachar a ese hombre en la forma deseada?
—No —contestó Kahlenberge, y lo dijo más bien en tono de alivio que de pesadumbre, lo cual parecía como si de pronto le complaciese la reiteración de las complicaciones con Grau—. Al parecer, Grau se ha dado cuenta de que Tanz trataba de gastarle una broma. Eso no lo habíamos previsto. Comoquiera que sea, Grau se ha replegado sin pérdida de tiempo y ha retrocedido hacia nosotros.
—Muy desagradable —dijo el comandante jefe—. ¿Qué cree usted que debemos hacer en tal caso?
—Lo que en la mayoría de los casos se suele hacer: arreglarlo con una trápala.
—¿No podríamos aplazarlo, digamos, hasta mañana?
—No es aconsejable.
Siempre que Von Seylitz-Gabler se veía en el trance de tomar una decisión extraordinaria, tenía unos momentos de flaqueza. Su estómago amenazaba con revolvérsele. No obstante, le sucedía lo que al caballo cuando su jinete aprieta las piernas contra sus costados. Se enderezaba como un animalito de goma al ser inflado. Con dignidad, respondió:
—Dígale que pase.
El comandante Grau entró en el despacho con la actitud del que se propone tomar posesión de los objetos animados e inanimados. Su traje carecía de su habitual impecabilidad; ahora lo llevaba sucio y descompuesto como si lo hubiese tenido colgado en un sitio al aire libre, lo cual era lo que había sucedido. Sin embargo, se sonrió cortésmente y dijo:
—Esta tarde tenía la intención de tratar de un asunto oficial. Así se me ha prometido. El señor Kahlenberge ha concertado personalmente la entrevista, con el consentimiento y autorización de su comandante jefe. Pero la verdad es que me he visto metido…, ¡ejem!…, en una acción militar.
—Lo cual es muy lamentable —dijo el comandante jefe, con voz recia—. ¡En efecto, muy sensible!
—¡Así es! —Grau se permitió reírse de ello—. Y lo lamentable del caso es que se trata de un suceso del que no se me ha advertido como requiere el empleo que ocupo.
—Comandante Grau —respondió el comandante jefe, dando un resuello como un levantador de pesos—, le quedo agradecido por su halagüeño apresto y cooperación. Sé apreciar estas cosas y sacar las consecuencias necesarias. A su debido tiempo, volveré sobre este asunto.
El comandante Grau pareció ponerse contento:
—Podría insistir en que se me diese una inmediata explicación, y también podría opinar que estoy viendo una dilación equivalente a una negativa.
—¿Es eso una amenaza?
—Quizá sólo sea una advertencia —contestó Grau, imperturbable—. Tengo unas cuantas preguntas que hacer y las haré.
—Más tarde, por favor —respondió Von Seylitz-Gabler, con el mismo tono enérgico—. Y no olvide que una acción militar tiene siempre preferencia.
—¿Aunque se trate de un sistemático impedimento para esclarecer las causas de un homicidio?
—Sí, aun sintiéndolo mucho —intervino Kahlenberge, con opaca sonrisa—. El derecho militar está por encima del derecho penal; eso no está escrito, pero se aplica en todas partes, y las razones son fáciles de comprender…
—Y ahora, le suplico que me deje a solas con mi jefe de estado mayor —dijo Von Seylitz-Gabler.
El comandante Grau pareció divertirse extraordinariamente. Se retiró como sí lo hiciese de una escena a la que no tardaría en volver a salir. Su saludo de despedida, hecho desde el umbral, no correspondía a lo prescrito en las ordenanzas. Von Seylitz-Gabler no correspondió al saludo.
—Sus días aquí son contados —comunicó Von Seylitz-Gabler—. Está propasándose más de la cuenta. Se impone un cambio de ambiente, ¿no le parece? Y la manera de hacerlo no presenta ningún problema. De momento, lo que me tiene preocupado es la noticia sobre acciones militares en la ciudad. ¿Sabe usted algo al respecto?
—No tengo la menor idea. Sólo sé que el teniente general Tanz ha realizado ejercicios tácticos esta tarde.
—¿Sin consultar con nosotros?
—Solamente estaba, prevista una maniobra táctica —contestó Kahlenberge, circunspecto—. El comandante Sandauer, jefe de la sección 1 a de la división de Tanz, me lo ha comunicado así, mas desconozco lo que luego haya podido suceder.
—Aclárelo inmediatamente —ordenó el comandante jefe.
Sin dilación se cumplió dicha orden. Kahlenberge conferenció casi una hora con el comandante Sandauer, por el nuevo cable directo a la plaza.
Mientras, Von Seylitz-Gabler no permaneció inactivo: pidió una conferencia con el cuartel general del Führer, donde estaba un viejo camarada suyo, de cuando estudiara en la Academia Militar, quien estaba bien relacionado con el almirante Canaris. Dicha conferencia resultó muy prometedora. Nada se pasó por alto en la conversación entre los dos camaradas.
Entretanto, Guillermina Von Seylitz-Gabler recibía a los invitados en la engalanada sala del casino. Advirtió que el cabo Hartmann no estaba muy lejos de ella y en una postura decente. Había conseguido él preparar un solemne programa (música de Chopin en la medida deseada) o sea unos valses, otros tantos preludios y algunos estudios.
—Realmente, usted es un joven habilidoso —le dijo la señora Von Seylitz-Gabler, reconocida, mientras tendía su esbelta mano al comisario del Reich—. Sospecho que se puede confiar en usted.
Hartmann se puso colorado, lo cual le sucedía siempre que se desconcertaba; solía ruborizarse a menudo. El mundo en que había sido introducido le ofrecía más sorpresas de las que él hubiera podido imaginar. Era muy breve el espacio de tiempo en el que se vio obligado a oscilar de la vida a la muerte entre los soviets y los nazis, Chopin y la señora Von Seylitz-Gabler.
—Estaré al cuidado de él —le dijo Ulrica a su madre, mientras contemplaba amable a Hartmann—. Procuraré que no se nos pierda.
—Espero que no olvides por qué estás aquí —le dijo la señora Von Seylitz-Gabler, severa.
—Es imposible olvidarlo.
—Bueno —aprobó la señora Von Seylitz-Gabler—; pero compórtate como es debido. —A esto, se sonrió levemente y, dirigiéndose a Hartmann—: Lo llamaré si lo necesito. Esté prevenido.
—Sí, honorable señora —respondió Hartmann, al tiempo que lanzó una mirada de soslayo a Ulrica.
Entretanto, los generales hacían lo que podían y, en aquel tercer año de guerra, aún tenían posibilidades de hacer mucho. Sus vínculos internos seguían funcionando. Por eso, Von Seylitz-Gabler creía que el mundo continuaba todavía por su cauce normal.
—Tras haber conferenciado con el comandante Sandauer y con el teniente general Tanz —informó Kahlenberge—, la situación es la siguiente: esta tarde, una parte de la división «Nibelungen» ha realizado ejercicios tácticos. Objetivo: ensayo de un método sobre las posibilidades de lucha contra los grupos de la resistencia, diseminados por los bloques de edificios.
—¿Cómo ha podido resultar de ello una acción bélica?
—Pues muy sencillo —continuó informando Kahlenberge—: las tropas del teniente general Tanz[4] estaban realizando dichos ejercicios, según ha dicho el comandante Sandauer, cuando de pronto han sido tiroteadas por grupos de la resistencia polaca. Como consecuencia, los soldados han hecho fuego.
—Absolutamente comprensible —dijo el comandante jefe, sin vacilar—. Ha sido algo así como en legítima defensa. Con ello quedamos exentos de toda responsabilidad.
—Por supuesto, siempre y cuando alguien como el comandante Grau no intente exteriorizar su opinión relativa a este hecho. Se podría hablar, por ejemplo, de una provocación dirigida y acusarnos de haberla silenciado premeditadamente.
—No debemos preocuparnos en ese sentido, estimado Kahlenberge. —El comandante jefe hizo deslizar una grata sonrisa por el tablero de la mesa escritorio—. Mientras usted hablaba con el mando de la división, he tenido una conferencia telefónica. Como usted sabe —aquí le hizo un guiño confidencial—, tengo en mucha estima al comandante Grau. Son indiscutibles sus méritos en la sección de contraespionaje del lugar. Con resultado positivo, acabo de hacer a los círculos competentes una proposición para que al comandante Grau le sean recompensados sus méritos con un traslado a una más amplia e importante esfera de acción.
—¿Y qué? —inquirió Kahlenberge, interesado—. ¿Se ha conseguido echarlo de aquí?
—El comandante Grau será ascendido a teniente coronel y trasladado inmediatamente a la sección de contraespionaje en París. Por lo que se le puede felicitar a él y podemos felicitarnos nosotros.
Informe complementario
Documentos que determinan la primera parte de este libro
Manifestaciones del ex suboficial Lehmann, asistente varios años del general Von Seylitz-Gabler.
Lugar: Berlín.
Tiempo: 17-2-1962.
Estas manifestaciones de Lehmann, con indicaciones especiales de la vida privada del general, son reproducidas en forma muy compendiada:
Hay que reconocer que el general fue una excelente persona; un hombre noble en todos los momentos de su vida.
Un ejemplo demostrativo: Poco después de la campaña en Francia. Estamos alojados en una villa. Se me ha hecho tarde, pero veo que todavía hay luz en el despacho del general. Pienso: «No para de trabajar. Tal vez necesite algo como un bocadillo, un vaso de agua mineral o una botella de Borgoña». Llamo. Entro. Veo al general embebido y sentado en una butaca. Como siempre, viste un impecable uniforme con toda la serie de condecoraciones. Veo más: la figura bien formada y desnuda de una mujer que está haciendo movimientos sicalípticos ante él. Digo: «Pardon». Y el general me dice: «Me temo que momentáneamente, estorba, estimado Lehmann».
¿Que si me acuerdo todavía de Melanie Neumaier, secretaria del general? ¡Sí, y puedo decir que estaba loca por él, aunque nunca lo manifestó, naturalmente! Pero yo me daba cuenta de ello. Se derretía si llevaba mucho rato cerca de él. Una vez, me embargó los sentidos ¡y yo a ella! Los dos caímos en la cama del general, quien tenía una conferencia en aquel momento. Jadeaba cual una locomotora como cuando sube una cuesta y exclamaba: «¡Herbert!… ¡Ay, Herbert!…». A mí me llaman Alfonso; al general lo llamaban Herbert.
Pero la señora Von Seylitz-Gabler era una persona exquisita. Con su gracia nos afrontaba uno tras otro. Muchas veces, estaba yo tan agotado como el general, y no tuve necesidad de acostarme con ella; quiero decir: ¡fue toda una dama! Nunca dio a nadie ocasión para ello, ni tampoco a Rainer Hartmann, me consta, que durante un tiempo fue una especie de perro faldero de ella y supo mover muy bien el rabo; pero la cosa no pasó de ahí.
La honorable dama siempre me hablaba de modo indirecto, algo como: «Nuestro seguro Lehmann procurará que…». «Dado que apenas si hay otra persona tan digna de confianza como nuestro Lehmann, creo que él…». Y así por el estilo. ¡Nuestro Lehmann! Pronto, todo el puesto de mando me llamó de ese modo. También una joven que le proporcionaba placer al general me llamaba «¡Nuestro Lehmann!». Y no era del todo injusto, pues el general ya no era joven, y el vino tinto hacía lo suyo, todo ello junto con el peso de la guerra. Concretamente: en ocasiones, le ayudaba.
Pero algunas veces eso trae complicaciones. En una ocasión, estaba yo esperando en la habitación contigua y oí un súbito y espantoso grito de miedo. Entré y vi lo que me suponía. ¿Me comprende? La joven tenía la cara amoratada y estaba próxima a asfixiarse. Evidentemente, al general le había dado una especie de colapso y tenía a la muchacha agarrada por el cuello. Trágico, ¿no? Así estaba de agotado en defensa de la patria. Y ¿dónde está el agradecimiento?… ¡Es mejor no hablar de ello!
Extracto de un artículo insertado en la revista Geist und Waffe, en uno de los números del año 1942. Su autor era el capitán Kahlert, encargado de llevar el diario de guerra en el mando del general Von Seylitz-Gabler. Se titulaba. La resistencia y sus consecuencias, y decía:
Hacemos esta guerra por un mundo mejor. Ésta es nuestra tarea histórica, de la que nadie que tenga conciencia del deber ante la Gran Alemania y ante el nuevo orden en Europa puede eximirse.
Pero, como siempre cuando la luz forcejea con las tinieblas, se desata la sombría violencia. El género humano inferior no puede seguir las diáfanas reglas de la justicia. Sus métodos preferidos son la perfidia y el fraude. Con lo que nosotros, no sólo debemos contar, sino también deducir consecuentemente lo que es inequívoco: ¡exterminio de todos los elementos criminales!
Ésta es la situación que se nos impone en algunos sitios, y particularmente en Varsovia. Aun sintiéndolo mucho, no podemos vacilar un momento en sacar las consecuencias necesarias. Pues ¿qué ha sucedido en realidad? Polonia ha provocado de continuo al Imperio alemán y le ha obligado a ir a la guerra. No hemos tenido otra salida que aceptar este reto. Interpretamos el papel del triunfador. Hemos ocupado este país y lo regimos según los derechos históricos del vencedor, según los eternos preceptos de la humanidad.
Relato de un tal Valentín Gebhart, que en este libro aparece solamente en la escena de la plaza del final del paseo en Varsovia. «… Un poco más allá de él (del teniente general Tanz) se oyó una repentina exclamación acompañada del sordo choque de un cuerpo que se desplomó en el suelo». En aquella ocasión, resultó gravemente herido; este hombre era suboficial y estaba destinado en el grupo de dos a cuatro motoristas que acompañaban permanentemente al teniente general Tanz en las acciones militares.
El teniente general Tanz nunca movió una pestaña siquiera ni aun bajo la más fuerte lluvia de balas. No usaba casco de acero. Unos decían: «Se atreve con todo». Otros comentaban: «A él todo le da lo mismo». Uno llegó a decir: «¡Busca la muerte!». Todo eso no son más que habladurías. La verdad es que Tanz era el heroísmo personificado.
Siempre lo vi con la metralleta en prevención. En lo más recio del combate disparaba los cargadores uno tras otro.
Llevaba el cinto lleno de granadas de mano. Tenía varias pistolas: una que siempre llevaba encima; otra que tenía en el asiento del vehículo, y una tercera que le guardaba su ordenanza, o sea, el «machacante» como lo llamaban.
Tanz era un buen tirador, por lo que nosotros decíamos: «Enemigo que se echa a la cara, ¡está listo!». Concretamente: no daba cuartel. Hasta el día que vino el descalabro casi total.
También en aquella ocasión estaba yo presente: aconteció cerca de Leningrado, en el primer invierno de la campaña rusa. Tanz hostigaba tenazmente al enemigo. Se movía por el barrio occidental de la ciudad. Las unidades de choque no podían seguir la marcha de él. El segundo motorista, que iba conmigo, fue cambiado cinco veces en siete días. Daba pena ver aquello. Estuvimos dos días con sus respectivas noches copados hasta que nuestras tropas rompieron el cerco, utilizando para ello parte del armamento y municiones cogidos al enemigo. Entretanto, la división quedó reducida a la mitad de sus efectivos; hubo compañías que se quedaron con una docena de hombres.
Al caer yo herido en Varsovia, perdí el conocimiento y, tras de recuperarlo en el hospital, me encontré con una botella de coñac en la cama. «El general le desea una pronta recuperación», me dijo la enfermera. ¡Así era nuestro Tanz!
Y yo fui su mejor enlace motorizado.
Extracto de una conversación con Engel, entonces suboficial de la sección de contraespionaje del comandante Grau, impresa en cinta magnetofónica, dieciocho años después de haber sucedido los hechos aquí relatados:
Sólo puedo repetir que ocupaba un puesto subalterno. No era competente para dar ninguna disposición, ni tampoco lo hubiera hecho. Yo era lo que comúnmente se llama un miembro ejecutivo.
En lo relativo a los tres generales que en aquella ocasión se encontraban en Varsovia, podría caracterizarlos del modo siguiente:
1) General de infantería Von Seylitz-Gabler, comandante de cuerpo de ejército; pertenecía a la vieja escuela y tenía los méritos y desventajas propios de ella. Bien mirado, era un hombre del siglo pasado. Su fuerza motriz era su esposa. Tuvo que haber momentos en que la odiase enormemente. Lo achuchaba con tanta vehemencia, que no hay hombre que lo soportase sin menoscabo de su persona.
2) Teniente general Tanz, comandante de la selecta división «Nibelungen». ¡Un general de primera clase! Procedía de un cuerpo franco. Desconocía toda suerte de obstáculos. Sabía cómo alcanzar el éxito. Para él existían solamente dos posibilidades: la venera, o la cruz de la sepultura. Su gloria era casi legendaria. Consideraba enemigos personales suyos a quienes no aportasen nada para fortalecer esta leyenda; a éstos pertenecíamos, al parecer, el comandante Grau y yo.
3) Mayor general Kahlenberge, jefe de estado mayor del cuerpo de ejército. Origen civil. Persona difícil de calar. Posiblemente, ocultaba su persona y sus ideas tras una máscara. Nunca se le pudieron descubrir sus designios. Era austero en el beber, tenaz en el discutir y muy habilidoso en el hacer. Era humano en el trato con sus subordinados, y poseía un humor ambiguo. Fue la verdadera cabeza del cuerpo de ejército: inspiraba a Von Seylitz-Gabler y hasta puede que lo dirigiese.
Comoquiera que sea, el resultado ya es conocido: entonces nos trasladaron a París. Tras lo cual quedaba sin descubrir un homicida, que muy bien pudo ser un general.
Pero, como suele suceder, el destino quiso que nos encontrásemos de nuevo dos años después en París, o sea, en julio de 1944.