Capítulo tercero

La presente comida dentro del reducido círculo del comandante del cuerpo de ejército, general de infantería Von Seylitz-Gabler, parecía tener cierta importancia. Su esposa mantenía estrecha vigilancia sobre los preparativos. Los ordenanzas tuvieron una tenebrosa mañana. Y no sólo ellos; también el ayudante del jefe, el intendente mayor, el jefe de cocina, los oficiales de la plana mayor y el personal auxiliar femenino.

«¡Por favor…, le ruego…!». Ésta era la constante expresión que empleaba Guillermina von Seylitz-Gabler en tales circunstancias. Aunque generala, procuraba no dar órdenes ni disposiciones; no tenía derecho a hacerlo. Solamente rogaba. Pero si alguno de sus ruegos pasaba inadvertido, empleaba un tono parecido al de su esposo cuando leía la orden del día.

—¡Por favor, señorita Neumaier, le ruego que nos procure un mantel limpio y sus correspondientes servilletas!

Melanie Neumaier, auxiliar y antigua secretaria del general, era la víctima preferida de la señora Von Seylitz-Gabler, porque aquélla se había consagrado por completo a «su» general, cosa que se veía claramente en cualquier ocasión. Hasta puede que soñase con él, si bien era bastante inofensiva, pues su enorme nariz, aunque decorativa, no la favorecía demasiado; además de eso, se turbaba ante los hombres, por cuyo motivo la llamaban la «intangible doncella».

—¡Por favor, señorita Neumaier, le ruego que mire si armonizan las copas! Desearía ver cuatro clases: para el agua, el vino tinto, el vino blanco y el champaña. ¿Querría hacerme este favor?

Ante tan solícita amabilidad, no había más remedio que obedecer. La experiencia demostraba que la disposición de ánimo del general dependía de su esposa. Y el estado de salud del general era apreciado y valorado por sus subordinados.

—¡Por favor!, ¿quieren limpiar estas copas hasta dejarlas brillantes?

Esta vez, las víctimas fueron los dos ordenanzas y el suboficial Lehmann, ordenanza del general. Los tres limpiaban copas, buen adiestramiento para colocarse de mozos de hotel una vez finalizada la guerra, suponiendo que ésta terminase algún día.

La señora Von Seylitz-Gabler parecía presente a un mismo tiempo en todas partes: en la cocina, donde estaba asándose un capón; en el despacho del mayor general Kahlenberge, jefe de estado mayor, teóricamente responsable de la organización de aquella comida; en donde la señorita Melanie Neumaier escribía las tarjetas de invitación, preparaba las flores para adornar la mesa y hablaba por teléfono con el intendente mayor, que, tras breves momentos de vacilación, se desprendía de vituallas especiales.

—¡Por favor, necesitan hielo y cubos para las botellas de bebida; mejor que sean de plata, si es posible!

No había dificultad ante la que la generala se arredrase; la superaba casi siempre a la primera arremetida. En poco tiempo, había dado una batida por el espacioso palacio Liechnowski, llevándose bastantes objetos de valor. Sabía que la impresión de un cuadro dependía también del valor de su marco.

La estancia que ocupaban ella y su esposo parecía un museo habitado: damasco de Lyon y mármol de Carrara, cuadros de París y muebles de Roma; entre todo ello, trabajos polacos de alta calidad, como la pujante y ricamente decorada mesa, obra de uno de los talleres cracovianos del siglo XVIII.

El sublime rostro de Guillermina von Seylitz-Gabler empezó a ponerse tieso al aparecer su hija Ulrica, porque había de usar de cierta severidad pedagógica.

Ulrica era una huesuda, flaca y poco efectista joven, que, de verse cumplidos los deseos de su padre, hubiera sido varón. No obstante, hacía todo lo posible para darles relieve a sus peculiares rasgos femeninos; para ello usaba un llamativo peinado: su largo pelo parecía un pañuelo de seda que le cubría la cabeza. Causaba cierta preocupación a sus padres, pues carecía del necesario y soberano aplomo que cabía esperar de la hija de un general. Tampoco era demasiado delicada en su trato; por eso era necesario tener cuidado de ella, motivo por el que servía en el cuerpo auxiliar femenino para estar lo más cerca posible de sus progenitores.

—Te he mandado venir —le dijo Guillermina von Seylitz-Gabler—, segura de que te darás cuenta de los motivos que me han inducido a hacerlo.

Ulrica von Seylitz-Gabler era joven; sus ojos eran azules como el cielo estival del Mediodía.

—¿Qué se me va a prohibir esta vez?

—¡Hija mía! —contestó Guillermina von Seylitz-Gabler en tono de madre y de generala a la vez—. Pienso en ti más de lo que te figuras. Me preocupo por tu futuro, que, si no puede ser brillante, por lo menos sea lo mejor posible. —En esto, señaló el alto respaldo de una de las sillas dispuestas en torno de la mesa—. Ya estás hecha una mujer…

—Posiblemente —respondió Ulrica, casi disgustada—; a veces, pienso del mismo modo. Tal vez sea consecuencia de la guerra.

—Has dejado de ser joven doncella. —La generala pronunció estas palabras como si estuviese leyendo la última cotización de la Bolsa—. No tenemos que engañarnos.

—Y ¿qué necesidad hay de ello? Aquí nadie pretende recriminar nada; ni a ti, ni a padre. En atención a vuestro encarecido deseo, cumplo el llamado servicio auxiliar, con lo que una ha venido a parar automáticamente entre soldados, los cuales no todos son dignos y maduros como el comandante jefe.

—Espero que no tomes a mal mis apreciaciones. No pretendo predicar rancios conceptos morales. Es más, creo que cada uno debe hacer lo que más le convenga. Pero me interesaría saber si eres feliz o no.

—¿Acaso es fundamentalmente necesario serlo en el presente estado de cosas?

La señora Von Seylitz-Gabler hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.

—Conozco situaciones así. Cuando tenía tu edad, cacé un teniente; sucedió una noche de verano, en el parque. No necesito subrayar que se trataba de un hombre extraordinario. Pero ¿podía ligarme a un joven e impetuoso teniente, cuando había un sentado, maduro y fijo capitán? Y aquel capitán es tu padre.

Ulrica cruzó una pierna sobre la otra, y lo hizo con gesto provocativo; gesto que no detrajo a la generala, pues cuando la señora Von Seylitz-Gabler veía un objetivo claro quería alcanzarlo. Impertérrita, continuó diciendo:

—Nosotras, las mujeres, siempre tenemos un momento de flaqueza. Pero, en la hora decisiva hacemos memoria de nuestra verdadera valía y nos casamos en definitiva con el hombre que nos parece hacerse merecedor de nuestros sentimientos.

—Y ¿quién debería ser en mi caso, según tu opinión?

—Por lo menos, un general. Ése es el motivo que tiene haberte llamado, Ulrica. A mi entender, es hora de que encauces tu vida. Concretamente, me refiero al teniente general Tanz.

—¡Tanz! ¿Es que debo casarme con un monumento?

—¿Puede haber para ti algo mejor que ser la esposa de un hombre que no tiene igual? —La señora Von Seylitz-Gabler pronunció estas palabras con eficaz instancia; disponía de cientos de argumentos a cual más convincente. Sin embargo, no pudo emplear ninguno, porque, en aquel momento, los generales entraban en el comedor.

Los comensales eran cinco. Primero, se sentó el comandante jefe; a su derecha, lo hizo el teniente general Tanz; a su lado, tomó asiento Ulrica. El mayor general Kahlenberge ocupó el penúltimo asiento de aquella mesa redonda, que cerró la señora Von Seylitz-Gabler; desde su asiento podía observar bien, llevaba la palabra y asimismo capitaneaba a los ordenanzas. Anunció:

—El comandante Grau, de la sección de contraespionaje, no puede venir hasta la hora de tomar el café. —Y lo dijo como si hubiese conseguido un hábil arreglo: primero, los generales con las dos damas; luego acudirían a la invitación los de menor graduación; pero la verdad era que el capón sólo alcanzaba para cinco comensales.

—No me dejo vencer por los deleites de la mesa —sentó el general de infantería Von Seylitz-Gabler—, si bien sé apreciar su valor.

—¡Es sencillamente una cuestión de cultura! —intervino la señora Von Seylitz-Gabler, que no desaprovechaba un segundo para corroborar los conocimientos de su esposo. Y, a su hija—: ¿No es ésta tu opinión, Ulrica?

—¡Para mí lo importante es verme harta de comer! —contestó Ulrica, indiferente—. ¡No puedo quitarme de encima el hambre, pues las cocinas de donde recibo la comida no son tan eficientes como las de los generales!

—También nosotros hacemos una vida parca en el comer —respondió Von Seylitz-Gabler, con decoroso a la vez que perceptible tono de reproche—. Mas eso no priva de atender la hospitalidad cuando las circunstancias lo requieren. Por lo común, solemos almorzar con pan, mantequilla y un sucedáneo por miel.

—Se puede conquistar el mundo entero —intervino el mayor general Kahlenberge, mientras descarnaba un muslo del capón—, mas nunca será posible satisfacer los deseos de los conquistadores.

Evidentemente, a Guillermina von Seylitz-Gabler le disgustaban tales observaciones, por lo que consideró necesario encauzar el tema de la conversación. Alzó su plato, aún no vacío del todo, y dijo:

—Prescindiendo de lo que se llama sentido del buen gusto, hay que saber ser modesto si la situación lo exige. Con ello aludo a los tiempos que atravesamos. ¿No le parece, señor Tanz?

—Sí, señora —contestó el interpelado, conciso—. Soy del mismo parecer.

Era la primera vez que el teniente general Tanz hablaba en el curso de aquella comida. Al entrar en el comedor había respondido al saludo general con gestos silenciosos, y del mismo modo le había ofrecido el brazo a la señorita Ulrica von Seylitz-Gabler para acompañarla a la mesa. Para él, carecía de interés la conversación de los otros comensales. Permanecía concentrado en la comida, que acompañaba con agua en lugar de vino, cosa que no extrañaba a ninguno de los circunstantes, pues estaba considerado como un hombre de férrea autodisciplina.

Guillermina von Seylitz-Gabler le miraba con afectuosa aprobación.

—Hay que tener espíritu de sacrificio, ¿no es así?

—Y ¿qué clase de sacrificios hace usted? —inquirió Ulrica, despreocupadamente.

—Soy soldado —contestó Tanz, a secas.

—Hija —intervino Von Seylitz-Gabler, con leve reproche—, es hora de que te des cuenta de en qué ambiente has nacido. Soy soldado, así como lo fueron todos mis antepasados.

—Pero yo pertenezco al sexo débil —respondió Ulrica.

—¡No me cabe duda! —exclamó el comandante jefe, y se echó a reír como un soberano anfitrión está obligado a hacerlo cuando a uno de sus invitados se le cae de las manos un objeto de valiosa porcelana—. Sin embargo, todos los miembros no varones de nuestra familia se casaron siempre con soldados.

—¡Y siempre fueron felices! —agregó la señora Von Seylitz-Gabler.

—También hay soldados que se quedan en los campos de batalla —dijo Ulrica, alentada—; son muy pocos los que pueden enmohecerse en los altos puestos de mando.

—Está en un error, señorita —intervino Tanz—. Los miembros de mi plana mayor, por ejemplo, tienen la posibilidad de proporcionarle a su cuerpo saludables ejercicios físicos, lo cual posibilita mantener un espíritu sano. Todos los días, por la mañana, hacen gimnasia y ejercicios tácticos. Eso evita el enmohecerse.

—En nuestro puesto de mando —intervino Kahlenberge, jefe de estado mayor—, nos ejercitamos con botellas de vino y muslos de ornitóptero; excavamos con antelación la sepultura con cuchillos y tenedores, y nuestras conversaciones recuerdan a Maratón. Entre nosotros, el que quiera sobrevivir tiene que dominar el arte de saber darle muerte a la Muerte, y hacerlo con papeles.

La señora Von Seylitz-Gabler esforzó un intento de suscitar un jovial estado de ánimo, y, en tono de leve exigencia, dijo:

—Señor Tanz, para mí es usted un verdadero modelo de personalidad menos en un punto: usted continúa soltero. ¿Por qué no se ha casado?

_ No encuentro la ocasión para hacerlo —contestó el interpelado—, lo cual lamento mucho.

—Quizás haya desperdiciado muchas oportunidades hasta aquí, ¿no es cierto?

—Posiblemente —respondió Tanz, con una expresión como si abarcase con la vista el campo de batalla—. En definitiva, nosotros no hemos elegido la época en que vivimos; no obstante, es deber nuestro encarnarla, lo cual no nos deja casi espacio para lo que comúnmente llamamos vida privada. Esta época nos depara duras tareas.

—¿Se cuenta entre ellas el exterminio de los judíos? —preguntó Ulrica, en tono agresivo.

—¡Pero, hija! —exclamó la señora Von Seylitz-Gabler, y alzó la mano derecha en un ademán de prevención—. ¿Qué modo de hablar es ése? ¡Todavía no ha terminado la comida!

—¡La vida es lucha! —dijo el teniente general Tanz, mientras dividía con el cuchillo el queso de Brie que tenía en el plato—. Quien quiera conquistar un imperio, tiene que ser capaz de destruir todos los demás imperios.

—Resulta difícil hacerse una idea de lo que son capaces los hombres —dijo Kahlenberge, irritado.

—Siempre he procurado cumplir estrictamente con mi deber —respondió Tanz.

—¿Sólo eso?… —exclamó Kahlenberge, y se apoyó contra el respaldo de la silla como si esquivase un encuentro con alguien—. El cumplir estrictamente con el deber puede crear espantosos sucesos.

Categórica, Guillermina dijo:

—¡El general Tanz es todo un hombre!

—Todos nosotros somos hombres —intervino el comandante jefe, y levantó la copa como si fuese un bastón de mando de mariscal—. Hacemos una guerra que, aunque impuesta por la fuerza, llevamos a cabo sin vacilación. ¡Nada de lo humano nos es desconocido! Y, puesto que es así, pregunto, ¿qué puede sorprendernos ya?

El café, hecho a la turca, fue servido en el salón azul. La alfombra de veludillo que cubría el suelo era de azul oscuro saturado de tonos verdemar, así como los cortinajes que vestían las paredes; cual una gélida nube en el frío cielo de una prematura primavera, brillaba el azul azafranado del techo.

En aquella profusa sinfonía en azul, y según lo estipulado, se encontraba el comandante Grau, que, sonriendo cortésmente como el propietario de una cuadra de caballos de carreras cuando se propone presentar un maravilloso ejemplar, dijo:

—Creo estar en disposición de conversar con tan respetable compañía. Si tienen interés, les informaré acerca de un singular cadáver. Concretamente, el cadáver de una mujer.

—Creo que lo mejor será que las dos nos retiremos a la sala contigua —dijo Guillermina von Seylitz-Gabler, lanzando una patética mirada a su hija.

Ya solos, los hombres no tenían aspecto de sentirse muy dichosos.

—Nuestras respetables damas tienen una evidente delicadeza si se trata de asuntos del servicio —explicó el comandante jefe.

—¿Es que se va a hablar de ello? —inquirió Kahlenberge, con impaciente espera.

—No se excluye la posibilidad —aclaró Grau.

—¿No quería usted hablar del cadáver de una mujer?

—¿Acaso le disgusta a alguien que hable de este asunto?

El general Von Seylitz-Gabler soltó una melodiosa carcajada, que había ensayado hasta el mínimo detalle y sabía que surtía efecto. Y, para crear un ambiente de confianza, dijo:

—¿Qué se propone con ese cadáver de mujer, estimado huésped? ¿Intenta distraernos? ¿De qué? Quizá fuera mejor que se ocupase en el caso Hartmann.

—El caso Hartmann no es de mi incumbencia —contestó el comandante Grau—. Eso atañe al Servicio de Seguridad, que es el organismo competente. No obstante, todo lo relacionado con dicho caso me parece un gran error. Ese hombre ha sido dado por muerto. Dejemos las cosas tal como están.

—¿Cómo? ¿Calza usted zapatos de charol? —preguntó Tanz, inesperadamente.

El comandante Grau alzó su decorativo cráneo.

—¿Es que está prohibido?

—No, pero lo encuentro afectado —contestó Tanz.

—No pertenezco a su división —dijo Grau.

—¡Lástima!…

Kahlenberge agitaba su reluciente cráneo, como si estuviese ahuyentando una mosca posada en él.

—A decir verdad, ¿de qué vamos a hablar? ¿De ese pobre diablo apellidado Hartmann, o del cadáver de esa mujer?

—¿Es que usa perfume? —le preguntó Tanz al comandante, con férreo rostro.

Con sorprendente aplomo, el interpelado aclaró:

—Únicamente uso una fuerte loción para después del afeitado.

El general Von Seylitz-Gabler se frotaba sus manos surcadas por arrugas, mientras hacía crujir las muñecas. Su sonrosado semblante había adquirido una expresión más jovial. Su boca hablaba en el tono más sosegado, suelto y conciliador. Tenía la virtud de saber equilibrar y armonizar las cosas. Con amenidad, estaba contando una chanza vivida en su juventud, o sea en la primera gran guerra, a la sazón ayudante él del jefe de regimiento. Había apostado con su superior que, en el término de tres días, les haría aprender una canción militar alemana a unos prisioneros que tenía bajo su custodia. Y así fue: en el plazo previsto dichos prisioneros la cantaron a cuatro voces.

Esta deliciosa historieta causó la hilaridad de los reunidos, aun cuando todos ellos se la supiesen de memoria, pues era una de las que el general solía contar a menudo. Los ánimos de los circunstantes se elevaron al servirles una botella de coñac Napoleón —aseguraban que tenía treinta años— con el café. Y Tanz se tomó un trago.

El comandante Grau aprovechó la pausa, originada por la deleitosa bebida, y dijo:

—Creo que me permitirán hablarles del cadáver que, al principio, he mencionado. Estoy seguro de que se trata de un asunto único en su género.

Kahlenberge volvió a dar sacudidas con la cabeza, contemplativo.

—Estimado Grau, usted parece un guasón. Vivimos una época en que los cadáveres aparecen como los adoquines en las calles. ¿Qué puede haber de «único en su género» en el suyo?

—¡Aun entre los muertos existe diferencia! En el caso en cuestión, el cuerpo estaba perforado como un pliego de sellos de correo. Era un trabajo manual perfectísimo.

El anfitrión alzó sus manos surcadas por arrugas.

—¡Es monstruoso! —lo pronunció como si le diese un escalofrío.

Tanz dijo fríamente:

—A la postre, todos hemos de morir.

—¡Y también la muerte tiene su sonrisa! —Kahlenberge se llenó la copa de coñac—. Y la delicada Julieta tuvo que morir siendo casi una adolescente. Y la deliciosa Desdémona se quedó fría como una mojada pañoleta en una noche de invierno… Por desgracia, sucede a veces que la cama se convierte en sepultura.

El comandante Grau fijó la mirada de sus relucientes ojos en el mayor general Kahlenberge.

—¿Cómo ha llegado a saber esos detalles, mi general?

—En ocasiones, leo libros —contestó Kahlenberge, entornando los ojos—; entre ellos, los de Shakespeare.

Grau sonrió levemente.

—En este caso, se trata de un asesinato que se sale de los métodos habituales empleados por los homicidas.

—¡No hable más de eso! —recomendó el general Von Seylitz-Gabler—. Los muertos, muertos son. Y habría que procurar enterrarlos cuanto antes mejor.

—¡Comoquiera que sea, toda muerte tiene su porqué!

—¡Y cada asesinato tiene asesino! —completó Kahlenberge—. En estos absurdos tiempos que corremos, el número de muertos se eleva a millones. No pretenderá usted buscar a sus asesinos, que tal vez sumen millones. ¿O piensa en un asesino determinado?

Von Seylitz-Gabler movió la cabeza con desaprobación. Tanz parecía mantener impasible la mirada en un punto infinito.

—Esta víctima —continuó Grau, prudente— trabajaba con nosotros. Era una valiosa colaboradora. Aquí surge la pregunta: ¿debo dejar que muera así como así una persona importantísima para nosotros?

—¡Es imponente! —exclamó Kahlenberge, mientras tendía la mano hacia la botella de coñac—. ¡Qué consolador resulta saber que en la actualidad se proceda a vengar la muerte de algunos hombres!

—Este caso —continuó Grau— nos ofrece algo insólito e inesperado. Les aseguro que nuestra investigación ha sido exacta, pues las pesquisas han sido realizadas por inmejorables expertos, quienes han dado con un importante y abonado testigo, el cual ha declarado que el autor del… Señores míos, me veo sintiéndolo, obligado a comunicarles lo siguiente: según ha declarado el testigo, el autor del hecho parece ser un general, un general alemán.

El comandante jefe volvió a levantar las manos; su rostro palideció como la arena movediza. Kahlenberge intentó reírse; pero emitió unos gruñidos como un perro azuzado. Tanz tenía los ojos como si fuesen de lava. Una de las copas de coñac se volcó vertiéndose su contenido, como sangre, por el tapete.

—Esto es una broma pesada —apenas si pudo pronunciar el general Von Seylitz-Gabler.

Kahlenberge forzó una mezquina carcajada.

—Posible; todo es posible.

—Es una infamia —dijo el teniente general Tanz, frío como un glaciar—; una infamia sólo imaginada por un cretino.

El comandante Grau, persona influyente en el servicio de contraespionaje del lugar, miró a los generales como si ante él tuviese toneladas de basura. Parecía haber impuesto totalmente su triunfo. Un momento como aquél no solía darse a menudo; así lo creía.

—Nos ha hecho pasar usted un buen rato —le dijo Von Seylitz-Gabler, esforzándose—, lo cual sabemos apreciar. Pero no queremos retenerlo más tiempo, estimado huésped.

Tras esto, el comandante Grau se incorporó indolente, se despidió con una leve reverencia y abandonó la estancia. Sin duda, al marcharse dejó una bomba de gran calibre.

Ya solos, los tres generales se miraron unos a otros, pero guardaron silencio. Kahlenberge entornó los ojos como si estuviese mirando por el alza de un arma de fuego.

—¡Eso no puede ser verdad! —dijo a poco Von Seylitz-Gabler.

Y Tanz manifestó:

—Para mí que ese Grau es un inútil.

—¿Qué le pasa? —exclamó el mayor general Kahlenberge, indulgente—. ¡Se presenta ante mí como un recluta acabado de llegar de permiso y, encima, me cuenta un embrollo como una vieja tanguista!

—Sólo puedo decir lo que sé, mi general —contestó el cabo Hartmann, solícito—. Y, verdaderamente, no sé más de lo que he dicho.

El cabo Rainer Hartmann tenía el cutis sonrosado de modo que recordaba el fino y liso papel de cartas, y mantenía ligeramente inclinada la cabeza hacia un hombro: hacía unas semanas que había recibido un balazo en el cuello, por lo que, durante cierto tiempo, había emitido unos estertorosos sonidos en vez de palabras, circunstancia que su vida agradecía, aun cuando ahora volvía a verse amenazada por el peligro.

—¿Tiene usted necesidad de eso? —le preguntó el mayor general Kahlenberge—. ¿O está usted empeñado en liar el petate? También existen tipos así. Pero ¿en nombre de qué?

El cabo Rainer Hartmann parpadeaba como si tuviese forzosamente que contemplar la deslumbradora luz del sol. Tenía el aspecto de una estatua de piedra arenisca como las de un parque: su joven rostro era de rasgos nobles, aunque en él no palpitase la vida; su pelo suavemente rizado adornaba su frente despejada; su cuerpo parecía armonioso aun metido en el uniforme que vestía. Toda su existencia parecía un constante desafío. A esto se añadía la idea de que había sobrevivido una brillante aventura.

—No hay manera de hacérselo comprender, mi general —aseguró Otto-Otto, el gordinflón, que aparecía en segundo plano—. Tiene un corazón muy noble; por eso, las más de las veces, actúa como un idiota.

—Sí; eso es una evidente excusa, Otto. Mas ¿de qué le sirve al cabo Hartmann tu convicción? —Disgustado, Kahlenberge dio un puñetazo en los papeles que tenía ante sí—. Estos papeluchos pueden ser el fundamento para una condena a muerte. Eres muy noble y bondadoso si crees en la inculpabilidad del cabo Hartmann. Pero, desafortunadamente, será imposible demostrarlo.

Otto-Otto movió su sonrosado y carrilludo rostro; creía estar enterado de todo lo relativo al caso y no se desesperanzaba, pues, en fin de cuentas, era la persona de confianza del mayor general. Por su parte, el cabo Hartmann abrió la boca para respirar mejor, esfuerzo que recordaba los peces en las revueltas aguas pantanosas.

—Si doy curso a este papel sin variar su contenido, entonces Hartmann irá a parar, irremisiblemente, a manos del Servido de Seguridad —dijo Kahlenberge, mientras su hombro izquierdo se le sacudía en leves respingos. Y, casi ininteligible, continuó—: No quiero hacerlo. ¿Soy un peón de matadero acaso?

El cabo Hartmann bajó la cabeza, extraordinariamente simpático, y dijo:

—En realidad, no sé de qué se me acusa; no me considero culpable de nada.

—¡Hombre, habla usted como si lo estuviese juzgando! —Kahlenberge volvió a reclinarse contra el respaldo de la silla—. Lo único que sé de usted, Hartmann, es que, al parecer, ha tenido bastante desgracia. Y, aunque increíble, usted ha escapado con vida; pero no ha sido ni culpa ni mérito de usted. Evidentemente, es usted un ángel desprevenido. ¿Cómo proceder ante semejante caso raro? De todos modos, es usted un hombre con suerte, pues no tenemos intención de entregarlo a la autoridad competente. Y no lo hacemos por sus bonitos ojos azules, sino porque no encaja en nuestra conciencia. ¿Comprendido? ¿No? ¡Claro que no! Ni es necesario que lo comprenda. ¿Se imagina usted los miles de hombres que si viven todavía es gracias a estos procedimientos?

Y Kahlenberge volvió a inclinarse sobre el acta de declaración del cabo Rainer Hartmann, puesta en la mesa. No consideró necesario concentrarse en los detalles, sino que leyó lo que le pareció más esencial:

… estaba destinado en una unidad encargada de abastecer a las tropas combatientes. Éramos seis soldados al mando de un suboficial, cuyo nombre desconozco, y prestábamos servicio con tres camiones de cuatro toneladas. En un lugar, cuyo nombre también desconozco, aparecieron de pronto tropas soviéticas e hicieron fuego sobre nosotros. Los tres vehículos ardieron envueltos en llamas y todos los soldados resultaron muertos. También yo recibí varios disparos y anduve semiinconsciente por el lugar del suceso hasta que perdí el conocimiento…

… Tras un determinado lapso de tiempo, recobré el conocimiento en una granja habilitada para hospital de primera sangre. Me encontré en medio de heridos soviéticos. Ya no llevaba puesto mi uniforme, estaba vendado hasta el cuello y arropado con mantas. Había perdido la facultad de hablar.

Y los soviéticos me trataron como si fuese otro herido más de los suyos…

… sin embargo, días o semanas después, dicho hospital de primera sangre pasó a manos de nuestras tropas. No puedo precisar fechas, porque tenía fiebre alta y perdía con frecuencia el conocimiento. Vero, poco antes de llegar nuestras tropas, recobré el habla. Así, fui libertado y vuelto a mi unidad.

Kahlenberge movió lentamente su reluciente calva:

—Esto es un disparate concentrado. —Y lo dijo como si llevase una carga a cuestas y nadie pudiera quitársela de encima. Y, como la llevaba a gusto, pasó a la siguiente hoja.

—Lo escrito en la otra es la pura verdad —aseguró el cabo Hartmann.

—Posiblemente —respondió Kahlenberge, fatigado—. Es la pura verdad tal y como la ve el cabo Hartmann, o sea lo ocurrido el 5 de diciembre de 1941; pero no es la pura verdad que nosotros estamos obligados a ver, es decir, el comunicado del 10 de diciembre, según el cual una unidad compuesta de seis soldados y un suboficial fue hecha prisionera por los soviéticos. Los informes oficiales dijeron que los siete hombres habían sido muertos brutalmente: les habían sacado los ojos, cortado los testículos, abierto el vientre, etcétera. Ninguno pudo escapar. De aquel hecho se procuró sacar todos los detalles imaginarios y hacerlos penetrar propagandísticamente hasta la medula.

—¡Así es! —afirmó Otto-Otto—. Y fue llevado a cabo por la típica contribución de diversas compañías de la propaganda y también por el Servicio de Seguridad, que montó en el lugar del hecho una imprenta para la ficticia prensa neutral. ¡No derramaron tinta que digamos! Hasta aquí, es poco probable que los soviets hayan podido desenmascarar la patraña. Los cadáveres exhibidos no eran más que carne hecha gigote.

—El Ministerio de Propaganda sacó material de aquella degollina para varias semanas. Incluso se publicó un libro rojo en el que se expusieron insólitos e impresionantes detalles —hizo constar el mayor general Kahlenberge, como si estuviese repasando una cuenta—. Y el capitán Kahlert, nuestro historiador, reunió gran cantidad de datos sobre este hecho.

Otto-Otto asintió con la cabeza:

—Quizás y sin quizás, oficialmente, Hartmann está muerto.

Kahlenberge se hurgó la oreja con el índice derecho. Descontento, dijo:

—Pero, ahora, este muerto aparece de nuevo. Vive. Y eso es su mala pata, Hartmann, pues usted es desgraciadamente la patente demostración de que nuestra propaganda ha mentido.

—¿Y qué puedo hacer? —preguntó Hartmann, despreocupado—. Sólo he hecho lo que era lógico hacer. No comprendo por qué se me reprocha en este sentido.

—¿Aún sigue manteniendo esas peligrosas ideas, Hartmann? —Kahlenberge echó atrás todo el peso de su cuerpo y alzó la barbilla como si se dispusiese a que lo afeitasen—. ¿Y pregunta usted en serio qué puede hacer si está vivo todavía? ¿Qué puede hacer un hombre si ha nacido judío, polaco o prusiano? ¿Por qué permanecen seres vivientes allí donde tiran bombas? ¿Por qué mueren unos en la cama, otros en las cunetas de la carretera y otros en el campo del honor? La única cuestión que de momento me interesa, es la siguiente: cómo sacarle con cierta seguridad a usted la cabeza del dogal.

El cabo Rainer Hartmann miró sorprendido. Otto-Otto contempló con pujante decepción la incomprensible y disgustada expresión del otro, y le dijo:

—¡Mira que eres extravagante! ¿Todavía no has comprendido que aquí escapas del fuego y das de pleno en las brasas?

Kahlenberge se pasaba la mano por su cráneo, pelón y liso como una bola de billar. Campechano, dijo:

—Usted ha escapado de la muerte por milagro, y ha sucedido al margen de sus fuerzas. ¡El que usted siga viviendo no hace más que acusarlo! Porque usted vive en contra de lo mejor de la sabiduría oficial y de los dilatadísimos comunicados publicados entretanto. Y ahora se pregunta por qué ha sobrevivido usted. ¿Comprende lo que le digo? Pues, según datos oficiales, usted está muerto y despedazado hasta hacerse imposible su identificación, lo cual puede leer en dos docenas de periódicos. Sin embargo, usted existe, Hartmann, y esto supone base para toda suerte de propaganda enemiga. ¿Lo ve usted así?

—Procuraré seguir todos los consejos que me sean dados. —Hartmann intentó en vano apartarse a un lado los rizos que le caían sobre la frente—. Pero no veo claro qué se espera de mí.

—El Servicio de Seguridad —respondió Kahlenberge— es del parecer que la supervivencia de usted sólo tiene una explicación: Con los soviets únicamente sobrevive aquel que está con ellos. Ergo, usted ha dejado matar a sus camaradas; los ha entregado al enemigo. La monstruosa muerte de sus camaradas fue el precio de la miserable vida de usted.

—Pero ¡si no hubo nada de eso! —exclamó Hartmann, impresionado—. ¡Puedo jurar que no sucedió así!

—Lo que de momento me interesa, Hartmann, son hechos prácticos, nada más. Y, por ser así, tendrá que variar totalmente las declaraciones hechas en la presente acta. ¡Otto-Otto le ayudará a hacerlo; él conoce muy bien el modo! ¡Hartmann, hay que pensar que usted huyó a conciencia de los soviéticos; no queda otra solución! ¡Sí, a conciencia! Nada de cuentos de desfallecimientos ni de transitoria pérdida del conocimiento, ni demás problemáticas historias. ¡Tenga en cuenta eso, Otto! Hay que decir lo convincente, lo que pueda ser creído. Luego Hartmann luchó por salvar su existencia; venció con astucia a los soviéticos; peleó con tenacidad y valentía. Por consiguiente, no hay que presentarse como víctima, sino como héroe. Es la única salida. ¿Estamos?

—Entendido —convino Otto, con tono vibrante. Y, dirigiéndose al otro—: ¿Es así, Hartmann?

—Naturalmente —contestó el interpelado, atento—, pues al fin y al cabo, quiero vivir.

—¡Ésa es la verdadera palabra! —Resuelto, Kahlenberge retiró hacia delante las hojas del acta, sobre las que soltó un manotazo como poniendo punto final—. ¡Vivir queremos todos, vivir lo más prolongadamente posible! Pues vivimos unos tiempos heroicos.

La estancia era fría y lisa como una caja de chapa metálica Dominaba el color blanco, por lo que los mapas, colgados de las paredes, daban la sensación de extensas manchas. Y los pocos muebles que había no perturbaban aquella cruda monotonía.

La penetrante luz caía sobre una botella y dos vasos, y un poco distanciados de ellos había dos rostros, pálidos por el reflejo de la luminosidad. Engel aliviaba su fatiga sentado en una silla, y el comandante Grau le sonreía al vaso que tenía enfrente.

Engel se sonrió comedidamente:

—Usted se fía demasiado de esos generales, ¿no es así, mi comandante?

Grau no hizo el menor gesto que pudiese delatar lo que estaba pensando. La seda de su vestimenta crujía al leve movimiento de su cuerpo. Su elegancia resultaba molesta. Su aspecto no daba la impresión de que estuviese rodeado de soldados con sucios uniformes. En tono cortés, aclaró:

—Como usted sabe, Engel, no suelo proceder con impaciencia. Pero me interesaría saber si ha conseguido usted completar determinados datos.

—¡Por supuesto, en la medida que me ha sido posible! De todo el material reunido se deduce la posibilidad de que el autor del hecho sea un general.

—¿Y por qué no puede haber sido un general? —preguntó Grau, con atrayente amabilidad—. Pues, en definitiva, alguien tiene que haber cometido el homicidio.

Engel tamboreaba con los dedos de una mano en el dorso de la otra:

—Quienquiera que lo haya cometido, es un brutal asesino.

—La experiencia nos demuestra que el homicidio no es privilegio de los imbéciles o de las clases bajas. Entonces, ¿por qué no puede ser un general quien se haya sumado a esa sangrienta lista? —El comandante Grau se rió, embebido como un filatelista que contempla su colección de sellos—. Engel, un general alemán o prusiano es como un monumento para los mirones. Pero he conocido más de un ejemplar pangermanista cuyo genio profesional podía compararse con el de un maestro de escuela rural y su caballerosidad, con la de un arriero.

Engel respondió:

—En efecto, esto parece muy convincente. También yo tuve ocasión de ver a un general ir de correría con un joven dudoso… Pero el problema está en quién nos va a creer a nosotros.

—Podríamos sorprender a esa gente con dicho suceso —contestó Grau, con la prudencia de un pedagogo que está dando una lección importante—. Podríamos echarles en cara los trapos sucios de su pasado. Podemos admitir que esos tipos a los que les gusta hablar siempre del honor y de la tradición si encuentran ocasión para ello, no son más que unos pobres diablos. Sigamos admitiendo que esos pomposos sujetos sospechosos mueven el rabo siempre que se les trata como es debido. Por consiguiente, se podría decir: ya en la época de los grandes príncipes electores eran ellos los mejores artesanos. El anciano Federico los convirtió en títeres. En 1848, en Berlín, fueron derrotados por un puñado de inofensivos revolucionarios. Bajo Guillermo II, estaban convertidos en peleles. Durante la República de Weimar, tuvieron que contentarse con sobrevivir. Y, cuando Adolfo Hitler, el Führer, subió al Poder, se humillaron ante la cruz gamada.

Enmudecido, Engel cogió su vaso y lo mantuvo contra la luz.

El comandante Grau se llevó una mano a los ojos; parecía como si algo lo cegase, y continuó hablando con la misma atractiva precisión:

—Por descontado, las generalizaciones son siempre un disparate. También hay generales que no son figuras decorativas ni oportunistas. Entre ellos hay sin duda muchos hombres con dignidad.

—Y también canallas que no nos reportan ningún provecho, ¿no? —dijo Engel.

—Poco más o menos, sí —contestó el comandante Grau, complaciente.

Informe complementario

Otros documentos

Extractos de cartas y diarios. Además, un fragmento de un «Estudio de la situación».

Luego: resultados de encuestas e indagaciones.

Damos a continuación un extracto del diario de la señora Von Seylitz-Gabler. Dicho diario abarca varios tomos con el título «Mi diario de guerra». Este extracto fue cedido por los deudos de la autora, tras prolongada tramitación.

Varsovia, 1942

De no ser por Herbert —Herbert es el general Von Seylitz-Gabler—, ¡qué sombría me hubiera resultado esta ciudad! A su alrededor, extiende él una claridad que corresponde a su bondadosa naturaleza. Esta claridad filosófica es lo que le da distinción. No es necesario decir que me siento orgullosa de él; es un orgullo aparejado con la modestia.

¡Cuánto lo quieren los que lo rodean! Por él estarían dispuestos a cualquier sacrificio, creo yo. ¡Y qué maravilloso es cuando ese afecto se inclina también a mí! ¿Me hago merecedora de él? Preguntado, mi esposo dice que sí. Y esto habla de su bondad.

Hoy damos una comida a un reducido círculo de amistades. La mesa redonda aparece adornada y no falta nada de lo que es posible encontrar en esta ciudad. Herbert es el indiscutible centro de los reunidos. A su derecha, está sentado el general Tanz, uno de los mejores soldados del Reich; luce altas condecoraciones. Su correcta caballerosidad con Ulrica, nuestra hija, a quien él corteja, es conmovedora. ¡Hidalguía! Aunque trata de ocultarlo, Ulrica está profundamente impresionada. ¡Los jóvenes son así! Vero nuestra experiencia cuidará de que no se cometa ninguna ligereza.

En un momento propicio, le digo a Tanz: «Me satisface que sea usted quien haya venido para trabajar en serio junto con mi esposo». Y, espontáneamente, agrego: «¡Mi esposo le tiene mucha estima a usted!» Tanz responde: «¡Eso se justifica en la reciprocidad!». Éste ha sido el tema de la conversación.

¡Herbert trabaja casi hasta extenuarse! Está ocupado todo el día y parte de la noche, por lo que se acuesta de madrugada. ¡Con qué delicadeza procura no despertarme! Con tacto, procuro no advertir sus desaciertos. Siempre le ordeno la ropa que él, fatigado, deja de cualquier modo cuando se acuesta. Una de las veces, descubrí manchas de sangre en su uniforme: ¡había estado junto a las tropas combatientes! Y sin darle ninguna importancia, cosa muy propia de su carácter.

Insertamos un estudio del teniente general Tanz, comandante de la división «Nibelungen». Fue escrito, en 1942, en Varsovia. Consta de tres ejemplares: uno para el comandante en jefe del cuerpo de ejército, otro para el mando supremo del ejército y el tercero para el jefe de las S. S. Además de dos copias a máquina «para los expedientes». Uno de los citados ejemplares se conserva en la «Colección de documentos históricos» en Varsovia.

He aquí el párrafo cuarto de este estudio, que consta de siete páginas escritas a máquina:

Dadas las circunstancias actuales, ya no se puede usar de la supuesta prudencia y flexibilidad, sino que se impone una solución radical. La población de Varsovia es peligrosa. Nada se consigue ya con el bien y la tolerancia. En cualquier momento puede estallar una revuelta. La patente demostración de ello es que se dispara por la espalda contra los soldados alemanes. De momento, las bajas no son alarmantes; la semana anterior hubo siete, frente a las trescientas sesenta y cuatro acciones de inmediata represalia. Sin embargo, el número de bajas puede elevarse rápidamente. Por tanto, me veo obligado a actuar con implacable firmeza.

Comentarios y referencias del ex cabo de primera Otto, tomados en cinta magnetofónica en el verano de 1960; son únicamente una reproducción parcial que nos presenta los acontecimientos de Varsovia y sus consecuencias:

Fui y continúo siendo una persona cordial dispuesta al diálogo en todo momento. Pero no comprendo por qué se continúa dándole vueltas al caso Hartmann. Pues bien, este Hartmann era un tipo especial.

Hartmann estaba señalado. Ya entonces se figuraba lo que luego iba a suceder, si hoy se analiza detenidamente aquel caso. Hay gente que topa con los cadáveres con la misma facilidad con que se coge un constipado. Y Hartmann era uno de ésos, aunque siempre repitiese: «¿Qué puedo hacer?» ¡hombre!, ¿y qué puede hacer una liebre si tiene las orejas largas? Créame, dicho Hartmann podría hacer lo que le diese la gana, pues, comoquiera que fuera, el resultado final era el ataúd.

Por otro lado, era un muchacho manso como un cordero. Ante él, a las mujeres se les salían los ojos. Era tanta su bondad, que nunca se enfadaba cuando perdía a los naipes, lo cual le sucedía con bastante frecuencia.

Comentarios hechos por el ex suboficial Engel en el curso de una investigación, asimismo llevada a cabo dieciocho años después.

Estos comentarios, como todos los hechos por el señor Engel (así como los hechos por otras personas), son resultado de lo que todavía guarda en la memoria:

Usted me pregunta por la clase de persona que era el comandante Grau. No lo sé. Trabajé con él casi dos años; pero no fui lo suficientemente capaz para conocerlo a fondo. Comúnmente, era una persona suave como la seda; mas, cuando lo creía necesario, empleaba un lenguaje duro. A más de eso, nadie le infundía respeto. Una vez presencié cómo le decía a Koch, comisario del Reich: «¡No me interesa quién pueda ser usted, sino lo que hace!».

Era un hombre que entendía bien su oficio; tenía ideas. En una ocasión vi en su mesa escritorio una carta del almirante Canaris, en la que se leía: «Estimado Gottfried…». Aquello me dejó suspenso, pues desconocía que el comandante Gottfried usase nombre supuesto.

Trabajando con él, estaba uno siempre expuesto a sorpresas. Había días en que yo no sabía a quiénes tratar como amigos y a quiénes como enemigos. En una ocasión, llegó a decirme: «¡Los jabalíes no son animales domésticos!». Lo dijo refiriéndose a un general.