El general de infantería Von Seylitz-Gabler tenía la deprimente sensación de estar sumergido en un alud algodonoso. Le zumbaba la cabeza como si tuviese un hormiguero dentro de ella. Tan tensa estaba la piel de su cráneo, que parecía iba a resquebrajársele. Y hasta le producía dolor abrir los párpados. Sin embargo, los abrió y lo primero que vio fue una botella de vino vacía, la cual, gruesa y ponderosa, estaba en la mesita de noche. La etiqueta «Cháteau Confran» indicaba que había contenido vino de Borgoña. Dicho caldo era la causa de aquella pesadez de cabeza que se le presentaba a menudo. El general gimió con pesadumbre mientras volvía a la derecha su regordete cuerpo. La luz que penetraba por la espaciosa ventana de la habitación del palacio de Liechnowski, le hería los ojos. El cerebro le palpitaba al mismo ritmo que el corazón. Y, como horrorizado, cerró los párpados al ver una aguda silueta en el hueco de la ventana y detrás de su mesa escritorio: ¡allí estaba sentada una mujer, su esposa! Abierta la boca, dio un atribulado y profundo suspiro.
—¿Has dormido al fin la mona? —preguntó Guillermina, su mujer.
—Estoy como muerto —contestó el general.
—Anoche bebiste demasiado —le reprochó Guillermina von Seylitz-Gabler, en tono quejumbroso—. ¿Por qué vuelves a beber tanto?
El general intentó incorporarse; el hormigueo retumbaba en su cerebro. Se bamboleaba como quien camina bajo un vendaval mientras buscaba dónde asirse, en cuyo intento derribó la botella, que rodó estrepitosamente por el suelo. Empañados los ojos, que pedían comprensión, y apagada la voz, contestó:
—Ha sido por la alegría de volver a tenerte a mi lado.
Guillermina von Seylitz-Gabler tenía nobles rasgos de cara, como un caballo de pura sangre; no era bonita, pero sí llamativa. Mantenía puesta la mirada en su marido, que, sentado en el amplio lecho, parecía un compacto lío de abolsada y amarillenta ropa de cama, un pijama listado de rojo y azul, sobre el que destacaba un carnoso rostro con rasgos parecidos a los de un viejo tenor de ópera: configuración solemne a la vez que laxa y, si se miraba de cerca, pastosa como la masa de pan sin cocer.
—¿Y para eso necesitas ingerir tanto alcohol?
—¡Para eso! —Desfallecido, el general dejó caer la cabeza en la almohada—. Estoy totalmente agotado por el trabajo.
Guillermina se separó de la mesa, lo cual le resultaba difícil porque le fascinaban los documentos y datos que había visto sobre el escritorio.
El general vio incorporarse a su esposa; con eso le entraron ganas de ocultarse debajo de la ropa. La mujer llevaba un camisón de lana, tupido y muy usado; aun así, podía ver, como a través de una pared de cristal, unos huesos bien marcados y una piel fláccida que a bien poca carne abrigaba; además, despedía un olor acre, repelente y nauseabundo, parecido a descomposición… Según él pensaba, su desdicha consistía en que veía más profundamente que los demás, en que analizaba más detalladamente, en que era consecuente en la meditación. Se consideraba filósofo y general a la vez.
Acongojado, experimentó cómo se inclinaba ella sobre él; sintió el roce de su carne como espuma de caucho y el del aliento que le soplaba por la cara como el viento de los trópicos, todo ello le producía una sensación de asfixia. Casi desesperado, se concentró en las paredes que lo rodeaban: el recio empapelado verde primavera con motivos ornamentales que podían ser nenúfares; la sobresaliente blancura del techo, en uno de cuyos ángulos aparecía un angelón estilo barroco, desproporcionadamente gordinflón, carrilludo y sonrosado. Afanoso, dijo:
—Soy un hombre viejo.
Guillermina von Seylitz-Gabler se incorporó; su noble rostro equino denotaba sufrimiento, y resultaba imposible soslayar la causa que lo originaba.
El general de infantería Von Seylitz-Gabler alzó recriminador su decorativo rostro de viejo tenor y, en tono convincente, dijo:
Las circunstancias nos quebrantan. Debemos concentrar todas las posibilidades de que aún disponemos en un objetivo: ¡el futuro de nuestro pueblo!
La mujer suspiró profundamente, lo cual hizo estremecerse su seno. Respondió:
—¿Es que he vacilado alguna vez en obedecerte? Muchas veces ha merecido la pena hacerlo.
Y estampó un leve beso en su brillante y despejada frente. Luego se separó de él, que, aliviado, cerró brevemente los ojos. Cuando volvió a abrirlos, vio a su mujer sentada detrás de la mesa escritorio, visión a la que ya estaba acostumbrado. Su esposa se interesaba por todo lo que pertenecía a su mundo; había tomado parte activa en cada fase de la carrera de su marido, y continuaba haciéndolo durante la guerra, siempre que las circunstancias lo permitían; éstas solían permitirlo a menudo, debido a que, desde el comienzo de la campaña, el general de infantería Von Seylitz-Gabler resultó buen especialista en pacificar las zonas de ocupación. Poseía el arte de parecer paternal y severo a un mismo tiempo; resultaba un agradable e influyente vencedor, por lo que no era fortuito el que tuviese su cuartel general instalado en Varsovia. Y aquello permitía la visita de su esposa.
—¿Y cómo interpretar los cifrados del cuartel general del Führer? —inquirió la mujer, mientras mantenía en alto un extenso escrito.
Su fláccida piel se puso gris como un mantel muy usado; pero se apresuró a asentir con la cabeza:
—Te has dado cuenta exacta de lo esencial en ese escrito, querida. Únicamente contiene claves.
—¿Puedes indicarme cómo las has interpretado?
—¡Sólo hay una interpretación oportuna, dadas las circunstancias de aquí! —El general se incorporó como queriendo aparentar presencia y dignidad; mas era poco favorable para ello el ambiente que lo rodeaba.
—¿Es ésta una postura para mostrar tu no siempre recomendable firmeza? —inquirió ella, en tono un poco exigente.
—Ciertamente —aseguró él, mientras sus inquietos dedos abotonaban el pijama—. ¡Pero, en este caso, se trata de una decisión trascendental; podría darse el caso de que me viese obligado a reducir a cenizas parte de esta ciudad!
—¿Y cómo reaccionaría tu conciencia si tuvieses que hacerlo?
—Decisiones así deben ser meditadas con extraordinario detenimiento —contestó el general. Inquieto, salió de la cama, se revolvió al tiempo que le ondeaba su holgado pijama, ceñido sólo en la culera de los pantalones. Se dirigió al cuarto de baño, cuya puerta dejó abierta—: De suceder, las consecuencias serían devastadoras.
—¿Qué opinas sobre la decisión del cuartel general del Führer de poner bajo tu mando la división del general Tanz?
—¡Para cualquier eventualidad! —contestó el general—. Tal decisión no implica que haya de continuar el cometido de una división de ese tipo.
Y abrió todo el grifo, a fin de que el ruido del potente chorro lo mantuviese alejado de los consejos de su cónyuge, aun cuando fuesen valiosos. Pero aquel intento resultó infructuoso, porque Guillermina se fue tras él, se apoyó contra el marco de la puerta y sonrió indulgente:
—Herbert —dijo, con voz profunda y preocupada—, estoy segura de que es muy ventajoso disponer de una división como la del general Tanz, y creo que también tú consideras lo mismo.
—¡Al diablo! —respondió el general, con un asomo de energía que, sin embargo, se le extinguió en seguida—. ¡No comprendo por qué estás constantemente con el nombre de ese Tanz en la boca! Sin duda, se trata de un hombre que tiene su mérito. Pero no procede de las filas del ejército antiguo; por consiguiente, carece de nuestra formación de carácter. ¿Comprendes…? Me irrita oírte nombrarlo con esa perseverancia.
—Tengo mis razones —respondió Guillermina von Seylitz-Gabler, sonriente—; razones que también tú debes tener, pues Ulrica es tan hija tuya como mía. Y Tanz no es sólo un notable general, sino también un hombre joven y soltero. Por otro lado, se ofrece aquí un experimentado modo de jugar a la tradición. Del mismo modo, mi padre, comandante de un regimiento, le había dicho a mi madre: «Nuestra hija se casará con el mejor hombre del regimiento». Y ése fuiste tú.
El mayor general Klaus Kahlenberge, jefe de estado mayor del cuerpo de ejército del general de infantería Von Seylitz-Gabler, se apoyaba con las punteras de sus botas de caña en la mesa escritorio, pues la silla en que se balanceaba sentado amenazaba caer hacia delante. Pero Kahlenberge tenía el perfecto sentido del equilibrio.
—Estimado Schwan —le dijo el general al hombre, parecido a una fruta de sartén, que tenía delante—, no me vengas tan de mañana con semejantes preguntas rufianescas: ¿Qué vale la vida de un hombre? A eso podría contestarte: ¡Una porquería! Y también podría decirte: ¡Muchísimo! Pero la respuesta conveniente sería al parecer: Fundamentalmente, cada hombre tiene un valor que varía según la oferta y la demanda.
—Mi general —dijo el hombre regordete con uniforme de cabo de primera—, conozco bastante bien al cabo Hartmann.
—¿Y qué significa eso? —El general Kahlenberge rió seca y comedidamente. Su calvo cráneo relucía como si estuviese untado con aceite; por lo que sus subordinados lo llamaban la «Luna», si bien lo decían cuando él no podía oírlos. Sus fosforescentes ojos verdes de lince brillaban con regocijo. El resto de su cara parecía una tensa y lisa masa de goma hinchada—: ¡Así, pues, afirmas conocer al cabo Hartmann! ¿Puedo saber de qué lo conoces? ¿Es que jugasteis juntos de pequeños, u os habéis encontrado como reclutas en estos apuros?
Otto el gordinflón, cabo de primera, escribiente y juguete del general Kahlenberge, esbozó una prolongada sonrisa. El general acababa de dar otra vez en el clavo, lo cual conseguía casi siempre; poseía algo así como un sexto sentido, y taladraba con su mirada las telarañas que los otros tenían en los ojos. Resultaba divertido trabajar con él.
—Estimado Otto —continuó Kahlenberge, mientras se mecía gustoso en las patas traseras de la silla en que estaba sentado—, eres un perfecto negligente; por lo tanto, sirves de objeto indispensable para mi diversión. Si puedo hacerte algún favor, no tienes más que pedírmelo. Puesto que encareces a ese Hartmann, ¿por qué no he de complacerte? En definitiva, la guerra nos permite jugar con la suerte. Pues ¡juguemos con ella!
—Mi general, entonces también la justicia…
El mayor general Kahlenberge soltó una carcajada sin el menor tinte de alegría. Su sonrisa sonaba como el lejano chirriar de un violín:
—En lo que a justicia se refiere, Otto, la aplica siempre quien tiene derecho a aplicarla. Por lo demás, tu Hartmann parece ser un zoquete rematado o un escolar idealista, que las más de las veces viene a ser lo mismo. Si tuviera un poco más de entendimiento, ahora no estaría aquí. Pues está expuesto a lo que nosotros registramos, documentalmente: «¡Muerto!». Si bien el que está muerto no tiene preocupaciones ni las causa a los demás. De todos modos, también es alentador resucitar un muerto.
Con lo que el deseo de Otto quedaba prácticamente cumplido. Su mofletudo rostro denotaba agradecimiento. Alzó la vista hacia los mapas que colgaban de la pared y le pareció contemplar el cielo. En el fondo, la suerte de Hartmann le era bastante indiferente, si preocupado por un ambiente de trabajo agradable, consideraba prudente dar de vez en cuando al general la oportunidad de poder manifestar su generosidad, lo cual deleitaba a éste. Dijo:
—Así que le asignaré lo antes posible una categoría al cabo Hartmann.
—Hazlo, Otto —respondió, conciso, Kahlenberge, mientras se daba golpes en las cañas de sus botas con una regla—. Siempre veo con buenos ojos que mi gente pretenda representar el papel de fautores de la llamada justicia. La obsesión humanitaria hace más divertido el trabajo. Además, a un superior nunca le resulta desagradable ver papanatas a su alrededor.
Otto recibió dicha observación con la misma indiferencia que si se tratase de cualquier formulación cotidiana; era precisamente como tenía que ser, al menos en la esfera del general Kahlenberge, quien decía las cosas de un modo tan festivo, que a los demás ni se les pasaba por la imaginación molestarse. Y Otto era su resignado oyente.
—Oigo acercarse el adorado dios —dijo el general.
—Y lo hace media hora antes de lo habitual.
—Era de esperar. La presencia de su mujer le hace elevar al empíreo su fervor por el trabajo.
A poco, entró Von Seylitz-Gabler, comandante del cuerpo de ejército. Otto se cuadró; su postura parecía una infranqueable montaña de grasa. El general Kahlenberge dejó de mecerse en la silla, se incorporó y dirigió la mirada al visitante.
El comandante alzó las manos en un amistoso ademán de salutación tanto para el jefe de estado mayor como para su escribiente, aunque fue a la vez la señal que le indicaba a Otto que se retirase. La primera entrevista del día era casi siempre un asunto de tipo interno.
—Esta noche pasada, me he ocupado en estudiar las claves de la orden del cuartel general del Führer —dijo el general de infantería Von Seylitz-Gabler, en tono casi profético. Su figura ligeramente fofa iba metida en un flamante uniforme; parecía sacada de la fotografía de un desfile militar de una revista ilustrada con el letrero: ¡Nuestro generalísimo! Continuó diciendo—: De este intenso estudio de la orden del Führer he deducido que puede reportarnos una importante posibilidad, la cual consiste, al parecer, en que nos envíen al general Tanz y su división para una operación eficaz.
Los ojos de lince del general Kahlenberge relucieron brevemente. Y, cauteloso, respondió:
—Su división ha venido llevando a cabo operaciones muy difíciles, a su manera. Basta una concisa orden para que Tanz convierta en ruinas una parte de Varsovia. Mas ¿qué ganamos con eso? A lo sumo, un abrumador cuadro sinóptico de un campo de ruinas. Se sabe que los cadáveres no oponen resistencia; pero sí apestan. Las soluciones radicales no siempre son las mejores. Sin duda, los muertos no se rebelan; mas tampoco son aprovechables.
El comandante del cuerpo de ejército asintió con un gesto grave. Lo cual hacía siempre que vestía uniforme porque le daba aspecto importante. Su rostro aparecía magno, perínclito y con miras al futuro, futuro que encerraba incertidumbre. Pero ¿quién pensaba en ello? En ocasiones, también Kahlenberge se permitía aquel lujo en el vestir. Dijo:
—Realmente, en esta Varsovia podría armarse con el tiempo la de Dios es Cristo. Los judíos del ghetto pueden rebelarse y en el resto de la ciudad puede hacerse más sensible el movimiento de resistencia. De lo cual también sería nuestra la culpa, pues, en definitiva, admitimos silenciosos esa repugnante degollina. Si no tomamos una pronta decisión, pasaremos a la Historia como cómplices de esas matanzas.
—No quiero haber escuchado sus últimas observaciones —respondió el comandante del cuerpo de ejército, con respetuosidad—. Estimado Kahlenberge, usted está siempre formulando afirmaciones demasiado osadas y realmente peligrosas. ¡Es sólo una advertencia mía!
—Está bien; en lo que respecta a Varsovia, nos queda por lo menos un respiro momentáneo; además, no nos van a tener destinados eternamente aquí. Por eso, recomiendo que se espere; que se evite cualquier precipitada acción de la división de Tanz, quien estaría de acuerdo con una solución radical, además de que tiene poderes especiales del cuartel general del Führer y siente predilección por el encanto del fuego si se le da oportunidad. Por eso sospecho que nada podemos hacer para evitarlo.
—Como usted sabe, Kahlenberge, soy hombre de sentimientos humanitarios. Pero, como amante y conocedor de la antigua Grecia, sé que es imposible eludir cierto poder del destino; ello puede ser una pesada carga, pero no está a mi alcance evitarla.
—Entonces, ¿qué hacer si la Historia tiene que tomar hasta cierto punto determinado curso, lo cual puede suceder sólo en ocasiones? ¿Acaso quiere usted quedar como el hombre que dirigió la destrucción de Varsovia?
Von Seylitz-Gabler echó un vistazo al mapa del estado mayor que estaba tendido en la mesa; en él se veían unas flechas rojas dirigidas hacia el denso barrio del ghetto y a la parte de la ciudad donde se habían promovido algunos disturbios en el último tiempo. Luego, preguntó esperanzado:
—¿Ha hecho ya algún preparativo relacionado con este asunto, Kahlenberge?
—Se trata de los planes del teniente general Tanz; nos han sido presentados a modo de consulta. De ello puede usted deducir que el general viene aquí para llevar a cabo un gran trabajo.
—No está mal —respondió Von Seylitz-Gabler en tono de aprobación. Este experimentado especialista expuso su opinión; era evidente el regocijo que le proporcionaba la estrategia pura—. Ese general Tanz es sin duda un hombre de acción. El tratarlo lo mejor posible puede redundar en provecho nuestro. ¿Qué le parece si hoy lo invitásemos a comer?
—¿Ofrecerle una comida al teniente general Tanz, y con la presencia de señoras, si fuese posible?
—¡No es mala idea, Kahlenberge! —convino presto Von Seylitz-Gabler—. A mi esposa le agradará mucho estar presente, y a mi hija, por supuesto.
—Y para completar la fiesta, podemos invitar al comandante Grau, de la sección de contraespionaje —propuso el jefe de estado mayor—. Grau sabe alternar con las señoras y sabe contar graciosas historietas. Actualmente, está ocupado en un caso de asesinato, que promete una preciosa pointe; hace unos breves momentos que me lo ha comunicado por teléfono.
—No tengo inconveniente en que asista —respondió Von Seylitz-Gabler, con su peculiar generosidad.
—Le avisaré para que venga —dijo conciso Kahlenberge, mientras entornaba sus relucientes ojos—. Hombres como Grau son muy divertidos, a menos que se les ocurra divertirse con nosotros, lo cual nunca puede saberse con exactitud.
El teniente general Wilhelm Tanz, comandante de la división «Nibelungen», estaba de pie en su descapotado Mercedes; tenía apoyada la mano izquierda en el borde del parabrisas y sostenía con cierto elegante descuido la metralleta en la derecha. Sus ojos, claros como dos manantiales, contemplaban la calzada que se extendía ante ellos. Con soberana tranquilidad, dijo:
—Aquí daremos la primera batida. —Era un hombre que parecía haber encarnado la heroicidad de los personajes representados en las estampas: su figura, nervuda y bien ejercitada, era estrecha de cintura, como la estatua de un adolescente, y ancha de espaldas, como un gladiador, a la que coronaba un anguloso rostro. Parecía una lograda síntesis de alpinista y marinero. Quienes lo rodeaban, tenían que alzar la vista para mirarle.
Solamente el chófer del general, apellidado Stoss y con uniforme de sargento mayor, mantenía fija la vista delante. Tenía que estar constantemente con la atención puesta en la calzada y las manos descansadas en el volante, aun cuando el vehículo estuviese parado; así estaba dispuesto. El chófer de este general tenía que estar siempre preparado para cualquier salida imprevista.
El comandante Sandauer, jefe de la sección 1 a, señalaba silencioso en el mapa el lugar que había indicado su superior. Su aspecto era descolorido y dogmático como el de Himmler; pero inteligente. Sus ojos denotaban cierta profundidad observadora. Consideraba superfluo formular cualquier pregunta.
—Procederemos como si estuviésemos en una pesquería —dijo el teniente general—. Primero, tenderemos un amplio copo. Sólo daremos una batida por las primeras arterias de la calle principal, con el fin de poner en movimiento a los peces gordos, los cuales, como es lógico, intentarán escapar en dirección contraria; pero allí se encontrarán bloqueada la salida. De este modo, iremos recogiendo las redes y acorralándolos hacia la muralla del Ghetto. ¡Derechos al paredón!
—¿Y qué sucederá con la población civil? —inquirió el comandante Sandauer.
—En este caso, es poco probable que se trate de una habitual población civil. —El teniente general Tanz hizo un brusco ademán con la mano derecha, en que sostenía la metralleta.—
Haremos una depuración de todos aquellos que manifiesten la más leve sospecha.
El comandante tomó nota de lo que tenía que pedir al mando del cuerpo de ejército: medios de transporte, de seguridad, instalación provisional de un campo de concentración con sus correspondientes letrinas, enfermería, cocina y barracones. Después dijo:
—Según cálculos bastante aproximados, resulta que hay unos ochenta mil habitantes en esa parte de la ciudad donde queremos hacer la batida.
—Ajústese a lo dicho —respondió, lacónico, el comandante de la división. Y se puso a contemplar, embebido, las arterias de la calle principal, que proyectaba arrollar. Se trataba de grises edificios de tres o cuatro pisos con sólidas puertas y ventanas, la mayoría hechas de roble polaco de los bosques de Cracovia y de Lublin. Eran pequeños baluartes que no presentaban serias dificultades si se lograba ocuparlos rápidamente, o sea arrollarlos. Luego, ordenó—: ¡Adelante!
El comandante se apresuró a subir al Mercedes; cuando acompañaba al general, ocupaba el asiento posterior de la derecha. En el de la izquierda, iba uno de los dos ordenanzas del general, a quien también llamaban el «machacante»; lo contrario del «criado», que cumplía su cometido en el alojamiento del general. Este ordenanza tenía la misión de preparar todo lo que su superior pudiese necesitar en el curso de una operación: un termo de café, unos bocadillos de salchichón, bebida alcohólica fuerte, que, aunque el general no solía tomar en actos de servicio, estaba prevista para caso de operaciones especiales; tres mantas de reserva intangible, una almohada y munición para pistola y metralleta. El nombre de dicho ordenanza carecía de importancia, dado que el general lo cambiaba casi cada semana.
—¡A treinta por hora! —le ordenó el general al conductor.
El motor del vehículo empezó a roncar, si bien el sargento mayor Stoss procuraba evitarlo en la medida de lo posible. Y se puso en movimiento con la uniformidad de un reloj.
El teniente general Wilhelm Tanz, comandante de la división especial «Nibelungen», pasaba a una velocidad moderada por la avenida Potocki, donde pensaba empezar la operación. El sargento mayor Stoss tenía la atención puesta en la calzada. El ordenanza manipulaba en las provisiones, preparadas para su superior. El comandante Sandauer iba completando sus anotaciones. Tanz iba grabando en su memoria todo lo que se ofrecía a su mirada. Las imágenes quedaban impresionadas en sus ojos como en un mapa. Al pasar por delante de las filas de casas, dijo:
—Hacen falta lanzallamas. Sandauer. Sandauer, procure que nuestros efectivos de esta arma sean completados próvidamente.
—Para mayor seguridad, pediré una cantidad tres veces mayor de la que necesitamos —respondió el comandante, tomando nota.
Tanz convino con un movimiento de cabeza. Sabía que podía confiar en el comandante Sandauer, que era un práctico en la guerra y le absorbía mucho su trabajo. Tanz podía dirigir las operaciones sin preocupación alguna mientras tuviese un Sandauer que le proporcionase el abastecimiento necesario.
Iba observando con precisión el panorama que pasaba por delante de sus ojos: casa por casa y puerta por puerta. Los edificios eran grandes y, en comparación, pequeñas y separadas sus entradas. Por lo pronto, tres o cuatro soldados eran suficientes para vigilar la entrada de cada casa. ¡Asegurar el cerco y dar la batida! A eso se agregaría un grupo de ametralladoras, con objeto de dominar la calle. Tanques para reforzar el cerco. Todos los carros blindados disponibles para patrullar. Y luego, ¡los lanzallamas! Cada piso sería limpiado y los supervivientes se agolparían en las plantas superiores como en una ratonera. Así, resultaría fácil coger el resto. Pero surgía una dificultad: ¡los tejados!
—Serían necesarias hélices de sustentación —le dijo el general al comandante—. Si fuese posible contar con fuerte apoyo de la aviación. Bloquear simultáneamente por tierra y por aire, pues todo aquel que se nos escape de las manos en una operación así, será luego un peligro potencial.
—Exigiré todos los medios posibles —dijo Sandauer, maquinalmente. Su rostro, con expresión dogmática, denotaba extremada preocupación, como si esperase pruebas difíciles. Sin ninguna cohibición, podía permitirse esos mímicos entreactos, pues el general nunca se fijaba en él detenidamente porque, en tales circunstancias, no veía más que posibles enemigos por todas partes.
—¡Alto! —ordenó el general.
Stoss pisó cuidadoso el freno. El Mercedes se detuvo con tal suavidad que daba la sensación de haberse metido en una montaña de algodón. Unos chiquillos, que estaban entretenidos jugando en el borde de la calzada, fijaron la mirada de sus desorbitados ojos en el teniente general, que alzó la mano, saltó del vehículo, con movimiento elástico, como el vencedor de un partido de tenis salta ágil por encima de la red, y se dirigió a donde estaba el grupo de chiquillos. Vio los ojos hambrientos de unos acongojados y despavoridos rostros. Con tono exigente, preguntó:
—¿Por qué miráis asustados?
El comandante Sandauer tradujo esta pregunta, formulada en alemán. Los muchachos no osaron moverse. A poco, dijo:
—Seguro que tienen hambre.
Tras esto, Tanz volvió la cara hacia su ordenanza:
—¿Qué llevamos de comer?
—Solamente dos bocadillos de salchichón húngaro, preparados para la comida de usted, mi general —contestó el ordenanza.
—Mi general —aclaró Sandauer—, hoy está usted invitado a comer con el jefe del cuerpo de ejército.
—Aun cuando no fuese así —respondió Tanz—, no tendría inconveniente en privarme de mi racionamiento si las circunstancias lo exigiesen. A ver, esos bocadillos.
Diligentes, los dedos del ordenanza abrieron la cartera y sacaron una servilleta de papel, en la que iban envueltos dos bocadillos, que tendieron al general, quien fijó la vista en las manos de su ordenanza. Sus ojos adquirieron el deslumbrante brillo de la nieve en la región ártica, pues aquellas manos que sostenían los bocadillos eran toscas y estaban agrietadas y sucias. Las uñas estaban orladas de negro y los surcos de la piel cubiertos de suciedad y de sudor.
—¡Guarro! —le chilló el general, y, de un fuerte y breve manotazo con la izquierda, los bocadillos rodaron por el polvoriento empedrado de la calle, descomponiéndose el salchichón, el pan y la mantequilla en colores blanco, amarillento y sonrosado, en los que los chiquillos detuvieron la mirada de sus ansiosos y apurados ojos—: ¡Puerco, más que puerco! ¡No se les ofrece esta porquería a los niños polacos!
El comandante Sandauer les hizo una seña a aquellas desharrapadas criaturas, que se lanzaron, cayendo de rodillas y empujándose unos a otros, sobre lo que unos momentos antes había rodado por el suelo. Se llevaban a la boca las rodajas de salchichón y rebanadas de pan, y lamieron la mantequilla pegada en el empedrado. Sin embargo, ninguno de los cuatro militares parecía prestar atención a aquella escena.
—Tome nota —le dijo Tanz al comandante—: pan y, posiblemente, otros comestibles, y dulces, si hay posibilidad de adquirirlos. Estas criaturas parecen estar hambrientas; esto podría ser un oportuno aliado en cualquier momento decisivo.
—Anotado, mi general —comunicó Sandauer.
—Y a ése —dijo Tanz, indicando con menguado gesto al ordenanza—, relevarlo de su puesto. No quiero tener cerdos alrededor. La semana pasada me sirvió un vaso sucio en la mesa. Me hizo polvo el correaje cuando se puso a engrasar mi careta antigás. Constantemente se equivoca con mis mantas, confunde la cabecera con los pies y viceversa. Y, ahora, pone ante mis narices sus garras, que parece como si hubiese desenterrado con ellas a su abuela.
—Será relevado de su puesto —afirmó, apresurado, Sandauer.
—Por encima de todo, exijo limpieza a la gente que me rodea —dijo, en tono exigente, el comandante de la división—. ¿Entendido?
—¡Sí, mi general! —contestó el ex ordenanza. Su rostro parecía aliviado. Parecía satisfecho de haber perdido el honor de servir a aquel general.
—¡Adelante! —ordenó Tanz, enérgico—. Tenemos que recorrer cuatro arterias más, y terminar a mediodía. Sandauer, comunique por radiotelefonía al comandante del cuerpo de ejército lo siguiente: «Estamos preparando la acción que se ha de realizar. Llegaremos a la hora prevista al puesto de mando». Si alguno lleva algo que comer, que se lo eche a los chiquillos; ello hará que tomen confianza en nosotros.
Informe complementario
Extractos de varias opiniones formuladas por escrito
Carta primera, escrita a los dieciocho años de haber sucedido los hechos relatados en este libro.
Remitente: Profesor Kahlert, que, de 1945 a 1946, habitó en Münster, Westfalia; empleado de Instrucción pública y colaborador en varias revistas; en 1947 se trasladó a Berlín, donde colaboró con los grupos nacionales.
He aquí un compendio de lo dicho por Kahlert:
Fui teniente mayor y luego capitán en la sección 1 c del general Von Seylitz-Gabler. Mi misión, de la que todavía me siento orgulloso, consistía en llevar el diario de guerra del cuerpo de ejército.
El general tenía depositada en mí toda su confianza, la cual, indudablemente, era recíproca. Aquel hombre era el militar nato; la Historia lo conoce como uno de los grandes estrategas de nuestra patria.
Además de eso, Von Seylitz-Gabler era lo que podríamos llamar un filósofo. Sus sentencias, que yo anotaba, eran trascendentales, según se ha demostrado en la actualidad. Durante la campaña de Polonia, dijo «¡Ser fiemo de la humanidad es un suceso trágico; pero también aprovechable!». Y, después de la victoria sobre Francia, en un momento de meditación, dijo: «La violencia contra los buenos y los justos es un hecho que se parece a los redimentes dolores de parto; hay que superarla si no se quiere perecer».
Puedo citar otras sobresalientes sentencias, lo cual hago gustoso para cumplir con mi modesto deber de cronista. Nunca olvidaré lo que me dijo ante una botella de Macón en Rusia: «Vamos por un difícil camino; es posible que sólo la posteridad nos comprenda, pues, lo que hoy es un sueño temerario, pasará mañana como una realidad prosaica en la Historia».
Acerca de la esposa del general, diré: Fue una persona digna en todo momento. Mas de una vez tuve el honor de estar presente en momentos decisivos, y puedo decir que por vez primera en mi vida vi convertidas en realidad sublimes expresiones como: «¡Quiero seguirte dondequiera que vayas!». Y puedo afirmar que los dos cónyuges se seguían mutuamente. Perdura indeleble en mi memoria una noche, después de un concierto de Chopin, en que le dijo a su marido: «¿Cómo seríamos capaces de distinguir los verdaderos valores de la humanidad si no los llevásemos en nosotros?».
Respecto a la hija de aquel feliz matrimonio, poca información puedo dar, sólo diré que esta joven dama se llamaba Ulrica; en ella quedaba comprobada, por desgracia, la antiquísima experiencia de que de padres notables salen muy pocos hijos que lo sean. Esta criatura era, en cierto modo, un ser desdichado; sin embargo, tenía un padre que poseía relieve histórico. Pero ¿qué hijos aprecian las virtudes de sus progenitores?
Carta segunda, asimismo compendiada y escrita dieciocho años después de lo relatado en las páginas anteriores.
Remitente: Otto, llamado también Otto-Otto:
El mayor general Kahlenberge era la energía personificada. Lo digo porque estuve unos años con él. Dondequiera que Kahlenberge se encontrase, temblaban las paredes; se comprende que fuese así, pues era un hombre que calaba con los ojos cuanto lo rodeaba. Algunas veces, me decía yo: «¡Seguro que este individuo oye toser las pulgas!».
Kahlenberge poseía casi un sexto sentido; sabía con precisión cuándo el comandante de la unidad estaba amoscado y cuándo suave como la manteca. Predecía el parte meteorológico del día siguiente y barruntaba el número de bajas que habría en la semana venidera. Casi siempre que yo trataba con él de algo, me dejaba admirado.
Comoquiera que sea, fue el único que nunca nos hizo comulgar con ruedas de molino. Si se hablaba de una muerte heroica, decía: «Se le han llevado las asentaderas (con lo que significaba “la Patria os necesita”). Lo han dejado cesante». Si exclamaba «¡Mierda!», olía de veras. En ocasiones, hablaba con deleite de «la gran rata de cloaca alemana»; aquí, aludía al Führer y jefe supremo del ejército.
Se metía la gente en el bolsillo cuando le parecía. Kahlenberge era una verdadera nube. Puede que el comandante de la unidad tuviese gigantescas ideas; pero ¿qué habría sido sin el singular talento organizador de Kahlenberge? Y yo era su auxiliar.
Carta tercera, escrita lo mismo que las anteriores.
Remitente: Sandauer; actualmente consejero municipal domiciliado en Suabia, cerca de Geislingen-Steige.
Reproducimos íntegro lo dicho por Sandauer:
Geislingen, 9 de noviembre de 1960
Respetable señor: Le ruego que me disculpe por contestar con retraso a su tan amable carta, lo cual no he podido hacer antes por razones de trabajo. Y aunque gustosamente dispuesto a contestar a sus preguntas, sospecho que mi respuesta será de poco valor, dados mis escasos conocimientos relativos a los engranajes internos de entonces.
Es cierto que, primero de comandante y luego de teniente coronel, estuve de jefe de la sección 1 a en la división «Nibelungen» bajo el mando del teniente general Tanz, en el período comprendido entre 1942 y 1944. Fue un arduo trabajo, que procuré cumplir con todo el rigor del deber.
Por otro lado, no hubo ningún punto de contacto personal entre mi superior y yo, circunstancia que no extrañará a ninguno de los que conocieron de cerca a tan singular general, porque era lo que podríamos calificar de «inaccesible». Desconocía por completo la vida privada y estaba totalmente entregado a su cometido.
En aquella ocasión, me pareció ver en aquel hombre el soldado más completo que pueda imaginarse. Pero quiero hacer constar que únicamente puedo juzgar por lo que observé en los años de servicio en aquella unidad. Y mis observaciones en este sentido pueden ser imperfectas y subjetivas. Por lo demás, el teniente general Tanz no admitía la inconsecuencia ni la flaqueza. Daba órdenes, y nosotros las cumplíamos. Las proposiciones se hacían sólo si él las solicitaba. Las discusiones no tenían cabida en la esfera de su influencia.
Respecto a la pregunta sobre las emociones humanas del teniente general y la alusión a los niños polacos entre quienes él repartió su ración en la avenida Potocki, solamente puedo contestar: ¡Así era él! Comía del rancho de los soldados, sentado entre los mismos. A menudo, le vi dar de su cantimplora el último trago aliviador a moribundos. Una vez, llevó en su vehículo a una anciana de un pueblo a otro. Respetaba de un modo ejemplar a las mujeres; ni bebía ni fumaba, y repartía su racionamiento de tabaco entre los soldados y, a veces, entre la población civil.
Usted puede encontrar muchos ejemplos como los acabados de citar en los periódicos del frente de entonces. Si lo desea, puedo enviarle uno de los varios números que conservo todavía.
Le agradeceré mucho que no abuse de mi confidencia; ello podría originar prolijos y peligrosos equívocos. Pues, en realidad, aún no hemos podido superar en la medida deseada nuestro pasado. Pero dirigiremos todos nuestros esfuerzos a superarlo de un modo rápido y definitivo.
Convencido de su sana comprensión, le saluda atentamente,
Sandauer