Caían las primeras hojas de otoño cuando Durven se encontró con su hermano en el promontorio junto a la Esfinge Dorada. Dejando el volador entre los arbustos, a la orilla del camino, subió a la cima de la loma y miró el mar. Un viento amargo soplaba en los páramos, amenazando con heladas tempranas, pero abajo, en el valle, Shastar la Hermosa permanecía tibia y protegida en la medialuna de sus colinas. Sus desiertos muelles soñaban en la pálida, menguada luz solar, mientras el azul profundo del mar le lamía suavemente los flancos de mármol. Al mirar una vez más las calles y jardines obsesivamente familiares de su juventud, Durven sintió que su resolución se debilitaba. Le alegraba encontrarse allí con Hannar, a un kilómetro de la ciudad, y no entre los paisajes y sonidos que le recordarían su juventud.
Hannar era una diminuta mancha en la cuesta, subiendo con su habitual lentitud. Durven podría haberlo alcanzado en un momento con el volador, pero sabía que ese gesto no sería agradecido. Así que esperó a sotavento de la gran Esfinge, a veces caminando rápidamente de uno a otro lado para mantenerse caliente. En una o dos ocasiones fue a la cabeza del monstruo y miró el rostro erguido pensativamente sobre la ciudad y el mar. Recordó cómo cuando niño en los jardines de Shastar había visto la forma agazapada sobre la línea del horizonte, y se había preguntado si estaba viva.
Hannar no parecía más viejo que en el último encuentro, veinte años antes. Su cabello todavía era oscuro, y su rostro no tenía arrugas, pues pocas cosas alteraban la tranquila vida de Shastar y de su pueblo. Parecía amargamente injusto, y Durven, canoso a causa de los años de trabajo infatigable, sintió un rápido espasmo de envidia.
Se saludaron breve pero afectuosamente. Luego Hannar caminó hacia la nave, posada en su lecho de brezos y encogidas matas de aulaga. Golpeó el curvo metal con el bastón y se volvió hacia Durven.
—Es muy pequeño. ¿Hiciste todo el viaje en eso?
—No; sólo desde la Luna. Vine del Proyecto en un vuelo regular; la nave era cien veces más grande que ésta.
—¿Y dónde está el Proyecto…, o no quieres que lo sepamos?
—No es un secreto. Estamos construyendo las naves en el espacio, más allá de Saturno, donde la inclinación gravitatoria del Sol es casi plana y se necesita poco impulso para enviarlas fuera del Sistema Solar.
Hannar señaló con el bastón las aguas azules, los mármoles coloridos de las torrecillas, y las amplias calles de tránsito lento.
—¿Lejos de todo esto, hacia la oscuridad y la soledad? ¿En busca de qué?
Los labios de Durven se apretaron en una línea fina y decidida.
—Recuerda —dijo tranquilamente— que ya he pasado toda una vida fuera de la Tierra.
—¿Y eso te ha dado felicidad? —continuó Hannar despiadadamente.
Durven no habló durante un rato.
—Me ha dado más —respondió finalmente—. He utilizado mis poderes al máximo, y he saboreado triunfos que nunca podrás imaginar. El día que la Primera Expedición regresó al Sistema Solar, valió toda una vida en Shastar.
—¿Crees —preguntó Hannar— que construirán ciudades más hermosas que ésta bajo esos soles extraños, cuando hayan dejado nuestro mundo para siempre?
—Si sentimos la necesidad, sí. Si no, construiremos otras cosas. Pero debemos construir. ¿Y qué ha creado tu pueblo en los últimos cien años?
—No pienses que porque no hayamos construido máquinas, porque hayamos dado la espalda a las estrellas, conformándonos con nuestro propio mundo, hemos estado ociosos. Aquí en Shastar desarrollamos una forma de vida que no creo que haya sido superada jamás. Hemos estudiado el arte de vivir; la nuestra es la primera aristocracia sin esclavos. Ése es nuestro logro, por el que la historia nos juzgará.
—Te lo concedo —replicó Durven—, pero nunca olvides que tu paraíso fue construido por científicos que tuvieron que luchar como lo hicimos nosotros para convertir sus sueños en realidad.
—No siempre triunfaron. Los planetas los derrotaron una vez. ¿Por qué deben ser más hospitalarios los mundos de otros soles?
Era una buena pregunta. Luego de quinientos años el recuerdo del primer fracaso todavía era amargo. ¡Con cuántas esperanzas y sueños se había lanzado el hombre hacia los planetas, en los últimos años del siglo XX, para encontrarlos no sólo estériles y muertos sino ferozmente hostiles! Desde los lentos fuegos de los mares de lava de Mercurio a los pavorosos glaciares de nitrógeno sólido de Plutón, no había dónde pudiera vivir sin protección fuera de su propio mundo; y a su propio mundo, luego de un siglo de lucha infructuosa, había regresado.
Sin embargo, la visión no había muerto por completo; luego de abandonar los planetas, algunos todavía osaron soñar con las estrellas. De ese sueño nació al Impulso Trascendental, la Primera Expedición, y ahora el embriagador vino del éxito largamente postergado.
—Hay cincuenta estrellas de tipo solar a diez años de vuelo desde la Tierra —respondió Durven—, y casi todas ellas tienen planetas. Ahora creemos que la posesión de planetas es casi tan característica de una estrella de tipo G como su espectro, aunque no sabemos por qué. Así que la búsqueda de mundos como la Tierra estaba destinada a tener éxito a su debido tiempo; no creo que hayamos sido especialmente afortunados al encontrar tan pronto a Edén.
—¿Edén? ¿Es así como han llamado a vuestro nuevo mundo?
—Sí; parecía adecuado.
—¡Los científicos son unos románticos incurables! Quizás el nombre esté muy bien elegido; no toda la vida de aquel primer Edén fue propicia al Hombre, ¿recuerdas?
Durven sonrió fríamente.
—También eso depende del punto de vista —respondió, señalando a Shastar, donde comenzaban a brillar las primeras luces—. Si nuestros antecesores no hubieran comido del Árbol del Conocimiento, nunca habrías tenido esto.
—¿Y qué supones que le sucederá a eso ahora? —preguntó Hannar amargamente—. Cuando hayan abierto el camino a las estrellas, toda la fuerza y el vigor de la raza se escaparán de la Tierra como de una herida abierta.
—No lo niego. Ha sucedido antes, y volverá a suceder. Shastar seguirá el camino de Babilonia y Cartago y Nueva York. El futuro está construido sobre los escombros del pasado. La sabiduría radica en enfrentar ese hecho, no en luchar contra él. He amado a Shastar tanto como tú; tanto que ahora, aunque nunca volveré a verla, no me atrevo a bajar una vez más a sus calles. Me preguntas qué le sucederá, y te lo diré. Lo que estamos haciendo ahora solamente apresurará el fin. Hace veinte años, cuando estuve aquí por última vez, sentí que el ritual sin objeto de vuestras vidas me arruinaba la voluntad. Pronto sucederá lo mismo en todas las ciudades de la Tierra, pues cada una de ellas imita a Shastar. Creo que el Impulso no ha sido prematuro; quizás me creerías si hubieras hablado con los hombres que volvieron de las estrellas, y sintieron la sangre bullir nuevamente en las venas luego de todos estos siglos de sueño. Pues tu mundo está muriendo, Hannar; lo que tienes ahora podrás mantenerlo todavía durante siglos, pero al final se escurrirá entre tus dedos. El futuro nos pertenece; te dejaremos tus sueños. Nosotros también hemos soñado, y ahora vamos a convertir nuestros sueños en realidad.
La última luz caía sobre el rostro de la Esfinge mientras el sol se hundía en el mar y dejaba a Shastar en la noche pero no en la oscuridad. Las anchas calles eran ríos luminosos que llevaban infinidad de manchas animadas; las torres y los pináculos estaban adornados con luces de colores, y una débil música sonaba en el viento, mientras un bote de paseo se hacía lentamente a la mar. Sonriendo, Durven miró cómo se alejaba del curvo muelle. Hacía quinientos años o más que el último barco mercante había descargado sus mercancías, pero mientras hubiera mar los hombres continuarían navegándolo.
Poco quedaba por decir; y pronto Hannar quedó solo sobre la loma, la cara vuelta hacia las estrellas. Nunca más vería a su hermano; el sol, que por unas horas había desaparecido de su vista, pronto se desvanecería para siempre de la vista de Durven cuando éste se alejara en el abismo espacial.
Apacible, Shastar resplandecía a la orilla del mar. Para Hannar, lleno de presentimientos, el fin de esa ciudad parecía ya inminente. Las palabras de Durven eran ciertas; el éxodo estaba a punto de comenzar.
Diez mil años antes, otros exploradores habían salido de las primeras ciudades de los hombres para descubrir nuevas tierras. Las habían encontrado y nunca habían vuelto, y el Tiempo había devorado sus hogares desiertos. Eso ocurriría con Shastar la Hermosa.
Apoyándose fuertemente en el bastón, Hannar bajó lentamente por la cuesta hacia las luces de la ciudad. La Esfinge miró desapasionadamente cómo su figura se desvanecía en la distancia y la oscuridad.
Todavía miraba cinco mil años después.
Brant aún no tenía veinte años cuando expulsaron a su pueblo de sus hogares y lo llevaron hacia el oeste a través de dos continentes y un océano, llenado el éter con gritos lastimeros de ofendida inocencia. El resto del mundo mostró por ellos poca compasión, pues sólo ellos eran culpables, y no podían pretender que el Consejo Supremo había actuado duramente. El Consejo les había enviado una docena de avisos preliminares y no menos de cuatro ultimátums absolutamente definitivos antes de actuar de mala gana. Entonces, un día, una pequeña nave con un gran emisor acústico se había estacionado repentinamente a cuatrocientos metros sobre el pueblo y comenzado a emitir varios kilovatios de ruido puro. Luego de unas pocas horas los rebeldes capitularon y comenzaron a empacar sus cosas. La flota de transporte se había presentado una semana más tarde y los había llevado, protestando todavía, a sus nuevos hogares en el otro lado del mundo.
Y así se había cumplido la Ley, la Ley que disponía que ninguna comunidad podía permanecer en el mismo sitio por más de tres generaciones. La obediencia implicaba cambio, destrucción de tradiciones, y desarraigo de antiguos y muy amados hogares. Ése fue el propósito de la Ley cuando fue ideada, cuatro mil años atrás; pero el estancamiento que buscaba impedir no podía ser detenido por mucho tiempo. Un día no habría organización central para hacerla cumplir, y las aldeas diseminadas se quedarían donde estaban, hasta que el Tiempo las devorase como había hecho con las anteriores civilizaciones, de las cuales eran herederos.
Al pueblo de Chaldis le llevó tres meses enteros construir nuevos hogares, eliminar dos kilómetros cuadrados de bosques, plantar innecesarios frutos exóticos, cambiar el curso de un río, demoler una colina que les ofendía la sensibilidad estética. Fue una labor impresionante, y todo se les perdonó cuando, poco después, el Supervisor local hizo una gira de inspección. Entonces Chaldis observó con gran satisfacción cómo los transportes, las máquinas excavadoras, y toda la parafernalia de una civilización móvil y mecanizada trepaba al cielo. Apenas se había apagado el ruido de su partida cuando, como un solo hombre, la aldea descansó una vez más en la pereza de la cual esperaba sinceramente que nada la sacase durante por lo menos otro siglo.
Brant había disfrutado bastante de toda la aventura. Lamentaba, naturalmente, haber perdido el hogar que había formado su niñez; y ahora nunca escalaría la orgullosa, solitaria montaña que había vigilado su aldea natal. No había montañas en esta tierra; solamente lomas y valles fértiles donde los bosques se habían extendido sin límite durante milenios, pues ya no existía la agricultura. Hacía más calor, también, que en el viejo país, pues estaban más cerca del ecuador y habían dejado atrás los feroces vientos del norte. En casi todos los aspectos el cambio era positivo; pero durante un año o dos, el pueblo de Chaldis sentiría un cómodo halo de martirio.
Estos asuntos políticos no preocupaban a Brant en lo más mínimo. Toda la extensión de la historia humana, desde la Edad Media hasta el futuro desconocido, era mucho menos importante, en ese momento, que el problema de Yradne y sus sentimientos hacia él. Se preguntó qué estaría haciendo Yradne, y trató de idear una excusa para ir a verla. Pero eso significaría encontrar a los padres de ella, quienes lo turbarían con la cordial simulación del hecho que su visita era simplemente social.
Decidió entonces ir a la herrería, aunque sólo fuera para verificar los movimientos de Jon. Lástima lo de Jon; habían sido muy buenos amigos hasta hacía poco tiempo. Pero el amor era el peor enemigo de la amistad, y hasta que Yradne eligiera entre ambos, no saldrían de un estado de armada neutralidad.
La aldea se extendía cerca de un kilómetro a lo largo del valle, las nuevas casas dispuestas en calculado desorden. Algunas personas caminaban por allí sin prisa o charlaban en pequeños grupos bajo los árboles. A Brant le pareció que todos lo seguían con la mirada y hablaban de él mientras pasaba. Suposición que, en realidad, era correcta. En una comunidad cerrada de menos de mil personas de gran inteligencia, la vida privada era imposible.
La herrería estaba en un claro, al extremo de la aldea, donde su desorden general causaría la menor molestia posible. Estaba rodeada de máquinas rotas y a medio desarmar, que el Viejo Johan no había llegado a arreglar. Uno de los tres voladores de la comunidad, las desnudas costillas expuestas al sol, estaba en el mismo sitio donde lo habían dejado semanas atrás con un pedido de reparación inmediata. El Viejo Johan lo arreglaría algún día, pero sin apuro.
La ancha puerta de la herrería estaba abierta, y del interior brillantemente iluminado salían los chillidos del metal, mientras las máquinas inventaban alguna nueva forma, siguiendo la voluntad de su amo. Brant se abrió paso cuidadosamente entre las atareadas esclavas, y salió a la relativa tranquilidad del fondo del taller.
El Viejo Johan estaba sentado en un sillón excesivamente cómodo, fumando una pipa y con el aspecto de no haber trabajado ni un solo día en toda su vida. Era un pulcro hombrecillo de barba puntiaguda, y sólo sus ojos inquietos y brillantes mostraban signos de animación. Se lo podía tomar por un poeta menor —que era lo que él mismo se creía— pero nunca por el herrero de la aldea.
—¿Buscas a Jon? —dijo el viejo entre pitadas—. Anda por ahí, haciendo algo para esa joven. No entiendo qué ven en ella, ustedes dos.
Brant se ruborizó, y estaba a punto de responder cuando una de las máquinas empezó a hacer un potente ruido. El Viejo Johan salió como un rayo del cuarto, y durante un minuto se oyeron a través de la puerta unos extraños estrépitos, y golpes y palabrotas. Pero muy pronto el Viejo estuvo de vuelta en su sillón, sin duda esperando que no lo molestasen por un buen rato.
—Déjame decirte algo, Brant —continuó, como si no hubiera habido interrupción alguna—. En veinte años será exactamente igual a su madre. ¿Lo pensaste?
Brant no lo había pensado, y titubeó. Pero veinte años es una eternidad para la juventud; si podía tener a Yradne en el presente, que el futuro se las arreglase solo. Así le respondió a Johan.
—Allá tú —dijo el herrero cordialmente—. Supongo que si todos hubiéramos mirado tan lejos, el género humano habría muerto hace un millón de años. ¿Por qué no juegan un partido de ajedrez, como gente razonable, para decidir quién la tendrá primero?
—Brant haría trampas —respondió Jon, apareciendo súbitamente en la entrada, y llenándola casi completamente. Era un joven grande, fornido, en contraste con su padre, y llevaba una hoja de papel cubierta de dibujos de ingeniería. Brant se preguntó qué tipo de regalo estaría construyendo para Yradne.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó, con curiosidad que estaba lejos de ser desinteresada.
—¿Por qué debería decírtelo? —preguntó Jon de buen humor—. Dame una buena razón.
Brant alzó los hombros.
—Estoy seguro que no es importante; sólo quería ser cortés.
—No exageres —dijo el herrero—. La última vez que fuiste cortés con Jon tuviste un ojo negro durante una semana. ¿Recuerdas? —Se volvió a su hijo, y dijo bruscamente—: Veamos esos dibujos, para que te diga por qué no puede hacerse eso.
El viejo examinó los bosquejos críticamente, mientras Jon mostraba crecientes signos de desasosiego. En seguida, Johan bufó con desaprobación y dijo:
—¿De dónde piensas sacar los componentes? Ninguno de ellos es producido en serie, y la mayoría son submicroscópicos.
Jon miró el taller alrededor, esperanzado.
—No son muchos —dijo—. Es un trabajo simple, y me preguntaba…
—… si te dejaría hacer un lío con los integradores para tratar de construir las piezas. Bueno, ya veremos. Mi talentoso hijo, Brant, trata de probar que tiene cerebro además de músculos, construyendo un juguete que ha sido obsoleto durante unos cincuenta siglos. Espero que puedas hacer algo mejor que eso. Cuando yo tenía vuestra edad…
La voz y los recuerdos del Viejo Johan se perdieron en el silencio.
Yradne había entrado deslizándose entre el bullicio del taller y los observaba desde la puerta con una débil sonrisa entre los labios.
Es probable que si Brant y Jon hubieran tenido que describir a Yradne, habría parecido que estaban hablando de dos personas completamente diferentes. Existirían superficiales puntos de semejanza, por supuesto. Ambos habían coincidido en que su cabello era castaño, sus ojos grandes y azules, y su piel del más raro color: un blanco casi perlado. Pero a Jon le parecía una criatura frágil, para ser mimada y protegida; mientras que para Brant, su confianza en sí misma y su completa seguridad eran tan obvias que no esperaba serle útil alguna vez. Parte de esa diferencia en la actitud, se debía a los quince centímetros de altura y veinte de torso con que lo aventajaba Jon, pero principalmente nacía de causas psicológicas más profundas. La persona que uno ama nunca existe: es una imagen proyectada por los lentes de la mente sobre la pantalla que produce la menor distorsión. Brant y Jon tenían ideales muy diferentes, y cada uno de ellos creía que Yradne los encarnaba. Esto a ella no la hubiera sorprendido en lo más mínimo pues pocas cosas la sorprendían.
—Voy al río —dijo—. Pasé a buscarte en el camino, Brant, pero habías salido.
Ése era un golpe para Jon, pero ella pronto igualó las cosas.
—Pensé que habrías salido con Lorayne o alguna otra chica, pero sabía que encontraría a Jon en casa.
Jon pareció muy poco complacido por esa afirmación tan inexacta y gratuita. Enrolló los dibujos y corrió a la casa, gritando feliz por encima del hombro:
—¡Espérenme; no tardaré!
Brant no apartó los ojos de Yradne mientras se balanceaba incómodamente de un pie al otro. En realidad, ella no había invitado a nadie para ir con ella, y hasta que lo echaran explícitamente, se mantendría en su lugar. Pero recordó un antiguo refrán que decía que si dos eran compañía, tres eran lo opuesto.
Jon regresó, resplandeciente en una asombrosa capa verde con explosiones diagonales de rojo a los lados. Sólo un hombre muy joven podía usar algo así con éxito, y Jon lo lograba apenas. Brant se preguntó si tendría tiempo de ir a la casa y ponerse algo más sorprendente aún, pero ése sería un riesgo demasiado grande. Sería huir ante el enemigo; la batalla podría haber terminado antes que él consiguiera sus refuerzos.
—Toda una multitud —señaló el Viejo Johan—. ¿Les importaría si los acompañase? —Los muchachos se turbaron, pero Yradne lanzó una risa alegre que hizo difícil que el viejo sintiese antipatía hacia ella. Johan se quedó en la puerta un rato, sonriendo mientras ellos se alejaban entre los árboles y bajaban la larga pendiente cubierta de pasto que llevaba al río. Pero pronto sus ojos dejaron de seguirlos, y se perdió en los sueños más inútiles que pueda tener el hombre: los sueños de la perdida juventud. Pronto dio la espalda al sol, y ya sin sonreír se hundió en el atareado tumulto del taller.
Ahora el sol se elevaba hacia el norte, pasando el ecuador, los días pronto serían más largos que las noches, y el invierno estaba definitivamente en fuga. Las incontables aldeas del hemisferio se preparaban para recibir la primavera. Con la muerte de las grandes ciudades y el retorno a los campos y los bosques, el hombre había retornado también a muchas de las antiguas costumbres, latentes durante mil años de civilización urbana. Algunas de esas costumbres habían sido revividas deliberadamente por los antropólogos e ingenieros sociales del tercer milenio, cuyo talento había preservado tantos modelos de conducta a través de los siglos. Así que el equinoccio de la primavera lo recibían todavía con rituales que, a pesar de toda su sofisticación, habían parecido menos extraños al hombre primitivo que al pueblo de las ciudades industriales cuyo humo había manchado una vez los cielos de la Tierra.
Los preparativos para el Festival de la Primavera eran siempre objeto de mucha intriga y disputas entre las aldeas vecinas. Aunque significaban la interrupción de toda otra actividad por lo menos durante un mes, cualquier aldea se sentía muy honrada si era elegida como huésped de las celebraciones. Por supuesto que no se esperaría que una comunidad recién instalada, que todavía se estaba recobrando de su transplante, tomara semejante responsabilidad. El pueblo de Brant, no obstante, había ideado una forma ingeniosa de recobrar el favor y de borrar la mancha de su reciente deshonra. En un radio de ciento cincuenta kilómetros había otras cinco aldeas, y todas habían sido invitadas a Chaldis para el Festival.
La invitación había sido redactada cuidadosamente. Sugería delicadamente que, por razones obvias, Chaldis no podía preparar un ceremonial tan elaborado como hubiera querido; esto significaba que si los invitados deseaban realmente divertirse, sería mejor que fueran a otra parte. Chaldis esperaba, como mucho, una sola presencia, pero la curiosidad de los vecinos venció su sentimiento de superioridad moral. Todos aceptaron encantados; y ahora Chaldis no podía evadir su responsabilidad.
En el valle no había noche, y se dormía poco. Por encima de los árboles, muy alta, ardía una fila de soles artificiales, con un constante brillo blanco azulado, que desterraba a las estrellas y a la oscuridad, desquiciando la natural rutina de todas las criaturas salvajes kilómetros a la redonda. Durante días cada vez más largos y noches cada vez más cortas, hombres y máquinas luchaban para terminar el gran anfiteatro, necesario para recibir a unas cuatro mil personas. En un sentido, al menos, eran afortunados: en ese clima no hacía falta techo o calefacción. En la tierra que habían dejado de tan mala gana, la nieve cubriría aún el suelo hasta fines de marzo.
El gran día, el estruendo de la flota aérea despertó temprano a Brant. Se desperezó, cansado, dudando si acostarse de nuevo, y luego se vistió. Un puntapié a un conmutador escondido y el rectángulo de dúctil caucho espumoso, dos centímetros bajo el nivel del piso, fue completamente cubierto por una lámina plástica que salió de la pared. No había sábanas de las cuales preocuparse, porque el cuarto se mantenía automáticamente a la temperatura del cuerpo. En muchos sentidos la vida de Brant era más fácil que la de sus remotos antepasados, gracias a los esfuerzos incesantes y casi olvidados de cinco mil años de ciencia.
La luz que entraba a través de una pared traslúcida iluminaba suavemente el cuarto, increíblemente desprolijo. El único espacio libre en el suelo era el que ocultaba la cama, y quizá habría que limpiarlo otra vez al anochecer. Brant era un gran atesorador, y odiaba tirar cosa alguna, característica bastante inusual en un mundo donde pocas cosas tenían valor, pues podían ser fabricadas fácilmente. Pero los objetos que Brant juntaba no eran los que los integradores acostumbraban a crear. En un rincón había un pequeño tronco de árbol, apoyado contra la pared, parcialmente tallado en forma vagamente antropomórfica. Esparcidos en el suelo se veían grandes trozos de piedra arenisca y mármol esperando el momento en que Brant decidiera trabajarlos. Las paredes estaban completamente cubiertas de pinturas, la mayoría abstractas. Se necesitaba poca inteligencia para deducir que Brant era un artista; pero no era tan fácil decidir si era un artista bueno.
Caminó entre los escombros y fue a buscar comida. No había cocina; algunos historiadores sostenían que había sobrevivido hasta el 2500 d. C., pero mucho antes la mayoría de las familias hacía sus propias comidas tan frecuentemente como sus ropas. Brant entró en la sala principal y se acercó a una caja metálica colocada en la pared a la altura del pecho. En el centro había algo familiar a cualquier ser humano de los últimos cinco siglos: un dial de diez números. Brant llamó a un número de cuatro cifras, y esperó. No sucedió absolutamente nada. Algo molesto, apretó un botón oculto, y el frente del aparato se abrió, mostrando un interior donde, según todas las reglas, debería haber un apetitoso desayuno. Estaba completamente vacío.
Brant podía llamar a la máquina central de alimentación y pedir que le explicaran lo sucedido, pero probablemente no obtendría respuesta. Lo que había pasado era obvio: el departamento de provisiones estaba tan ocupado preparándose para el sobrepeso del día que tendría suerte si conseguía algo de desayuno. Despejó el circuito y probó otra vez con un número poco usado. Esta vez hubo un suave zumbido, un chasquido sordo, y las puertas se deslizaron mostrando una taza donde había una bebida oscura y humeante, unos sandwiches poco alentadores y una gran tajada de melón. Arrugando la nariz, y preguntándose cuánto tiempo tardaría la humanidad en deslizarse de nuevo hacia la barbarie, Brant engulló rápidamente el desayuno substitutivo.
Los padres de Brant dormían todavía cuando salió silenciosamente de la casa hacia la amplia plaza cubierta de césped, en el centro de la aldea. Era aún muy temprano, y el aire estaba frío, pero el día era diáfano y hermoso, con esa frescura que raramente queda después del rocío. Sobre el césped, varias naves vomitaban pasajeros que se reunían en círculos o salían en distintas direcciones, a mirar a Chaldis con ojos críticos. Mientras Brant miraba, una de las máquinas despegó rápidamente hacia el cielo, dejando un débil rastro de ionización. Un momento después la siguieron las otras; sólo podían transportar unas pocas docenas de pasajeros, y deberían hacer varios viajes antes que finalizara el día.
Brant caminó hasta donde estaban los visitantes, tratando de parecer seguro de sí mismo aunque no tan distante como para desalentar todo contacto. La mayoría de aquellos extranjeros eran de su edad; los mayores llegarían a una hora más razonable.
Lo miraban con una curiosidad franca, que él devolvía con interés. Notó que la piel de ellos era mucho más oscura que la suya, y las voces más suaves y menos moduladas. Algunos tenían un poco de acento, pues a pesar de un lenguaje universal y de la comunicación instantánea existían aún variaciones regionales. Por lo menos Brant supuso que eran ellos quienes tenían acento; pero una o dos veces notó que sonreían cuando él hablaba.
Durante toda la mañana los visitantes se reunieron en la plaza y caminaron hasta la gran arena cruelmente recortada en el bosque. Había allí carpas y brillantes banderas, y muchos gritos y risas, pues la mañana era para la alegría de los jóvenes. Aunque Atenas (como un faro que se consume lentamente pero que no muere) había sido arrastrada por el río del tiempo durante diez mil años, las pautas deportivas apenas si habían cambiado desde aquellos primeros días olímpicos. Los hombres todavía corrían y saltaban y luchaban y nadaban; pero lo hacían mucho mejor que sus antepasados. Brant era bueno en carreras de distancias cortas, y lograba finalizar tercero en los cien metros. Su tiempo estaba justo sobre los ocho segundos, lo que no era demasiado bueno, pues el récord era menos de siete. A Brant le hubiera sorprendido mucho saber que hubo una época en la que nadie en el mundo podría haber alcanzado esa cifra.
Jon se divertía mucho, tirando a jóvenes incluso más grandes que él sobre el paciente césped, y cuando se sumaron los resultados de la mañana Chaldis tenía más puntos que cualquiera de los visitantes, aunque había sido primero en pocos eventos.
Al acercarse el mediodía la multitud empezó a fluir como una ameba hacia el Claro de los Cinco Robles, donde los sintetizadores moleculares habían estado trabajando desde las primeras horas, para cubrir cientos de mesas con comida. Se había invertido mucho talento en preparar los prototipos, reproducidos con absoluta fidelidad hasta el último átomo; pues aunque la mecánica de la producción de alimentos había cambiado completamente, el arte del chef sobrevivía aún, logrando incluso victorias en las cuales la Naturaleza no participaba.
La principal atracción de la tarde era un largo drama poético: un pastiche armado con considerable habilidad a partir de las obras de poetas cuyos mismos nombres estaban olvidados desde hacía siglos. Brant lo encontró aburrido, aunque algunos hermosos versos quedaron en su memoria:
Pues las lluvias y ruinas del invierno han pasado,
y todas las estaciones de nieves y pecados…
Brant conocía la nieve, y se alegraba de haberla dejado. El pecado, no obstante, era una palabra arcaica, fuera de uso desde hacía ya tres o cuatro mil años, pero que tenía una connotación siniestra y emocionante.
No encontró a Yradne casi hasta el crepúsculo, cuando había comenzado el baile. Por encima del valle ardían ahora unas luces flotantes, inundando los bosques de cambiantes dibujos azules, rojos y dorados. En grupos de dos, y tres, y luego en docenas y cientos, los bailarines salieron al gran óvalo del anfiteatro, y lo transformaron en un mar de alegres y giratorias formas. En esto, por lo menos, Brant podía vencer completamente a Jon, y se dejó arrastrar por la marea del puro goce físico.
La música abarcaba todo el espectro de la cultura humana. En un momento el aire vibró con el latido de tambores que podían haber llamado desde alguna jungla primitiva cuando el mundo era joven; y poco, después sutiles instrumentos electrónicos tejían intrincadas tapicerías de cuartos de tono. Las estrellas miraban pálidamente desde lo alto, cruzando el cielo, pero nadie las veía y nadie pensaba en el paso del tiempo.
Brant bailó con muchas jóvenes antes de encontrar a Yradne. Estaba muy hermosa, rebosante de alegría, y no demostraba ningún apuro en reunirse con él, cuando había tantos otros para elegir. Pero finalmente danzaron juntos en el remolino, y Brant sintió no poco placer pensando que Jon estaba quizá mirando con rabia desde lejos.
Salieron del baile durante una pausa de la música, porque Yradne anunció que estaba algo cansada. Eso a Brant le vino muy bien, y pronto estuvieron sentados bajo uno de los grandes árboles observando el flujo y reflujo de la vida alrededor, con la displicencia que aparece en momentos de completa tranquilidad.
Fue Brant quien rompió el encanto. Era necesario y podía pasar mucho tiempo antes que apareciera otra oportunidad.
—Yradne —dijo—, ¿por qué me has estado evitando?
Ella lo miró con ojos grandes e inocentes.
—Oh, Brant —respondió—, qué injusto eres. ¡Sabes que eso no es cierto! Ojalá no fueras tan celoso; no puedes esperar que yo te siga todo el tiempo.
—¡Oh, está bien! —dijo Brant débilmente, preguntándose si se estaría comportando como un tonto. Pero ahora que había comenzado podía seguir.
—Sabes, algún día tendrás que decidir entre nosotros. Si continúas postergándolo quizás te quedes sola como tus dos tías.
Yradne soltó una risa cantarina, y sacudió la cabeza, muy divertida por la idea que alguna vez podía ser vieja y fea.
—Aunque tú seas demasiado impaciente —replicó—, creo que puedo confiar en Jon. ¿Has visto lo que me regaló?
—No —dijo Brant, con el corazón oprimido.
—¡Pero qué poco observador eres! ¿No has notado este collar?
Sobre el pecho, Yradne llevaba gran cantidad de joyas, suspendidas de la nuca por una delgada cadena de oro. Era un pendiente muy fino, pero no tenía nada de especial, y Brant no perdió tiempo en decir eso. Yradne sonrió misteriosamente, llevando los dedos hacia el cuello, instantáneamente el aire fue invadido por la música, que primero se mezcló con la del baile y luego la cubrió completamente.
—Ves —dijo orgullosamente—, dondequiera que vaya ahora, tendré música conmigo. Jon dice que hay aquí tantos miles de horas de música que cuando se repita no lo sabré. ¿No es ingenioso?
—Quizás —dijo Brant de mala gana—, pero no es exactamente nuevo. En otra época todos acostumbraban llevarlo, hasta que no hubo silencio en parte alguna de la Tierra y tuvieron que prohibirlos. ¡Piensa qué caos si todos lo tuviéramos!
Enojada, Yradne se apartó de él.
—Otra vez el mismo; siempre celoso de algo que tú no puedes hacer. ¿Qué me has dado tú donde haya la mitad del talento o la utilidad de esto? ¡Me voy, y no trates de seguirme!
Brant quedó boquiabierto mirando cómo ella se alejaba, desconcertado por la violencia de esa reacción. Luego la llamó:
—¡Yradne, no quería…!
Pero ella ya se había ido.
Brant salió del anfiteatro de muy mal humor. Racionalizar la causa del estallido de Yradne no lo ayudaba en absoluto. Sus observaciones, aunque despechadas, eran ciertas, y a veces no hay nada más molesto que la verdad. El regalo de Jon era un juguete ingenioso pero trivial, interesante tan sólo porque ahora era único.
Todavía sentía rabia por algo que ella le había dicho. ¿Qué le había dado a Yradne? Él no tenía más que las pinturas, y realmente no eran muy buenas. Ella no había mostrado ningún interés en esas pinturas cuando le ofreció algunas de las mejores, y fue muy difícil explicarle que no era un pintor de retratos y que preferiría no hacer un retrato suyo. Yradne nunca había comprendido eso, y había sido muy delicado no herir sus sentimientos. A Brant le gustaba inspirarse en la Naturaleza, pero nunca copiaba lo que veía. Cuando uno de sus cuadros estaba terminado (lo que sucedía a veces) el título era a menudo la única pista de la fuente de inspiración.
La música del baile aún vibraba alrededor, pero Brant había perdido el interés. Ver a otras personas que se divertían era más de lo que podía soportar. Decidió alejarse de la multitud, y el único lugar apacible que pudo recordar, fue río abajo, donde terminaba la brillante alfombra de musgo fosforescente que atravesaba el bosque.
Se sentó a la orilla del agua, tirando ramitas a la corriente y mirando cómo se alejaban río abajo. De vez en cuando pasaban por allí otros ociosos, pero generalmente iban en parejas y no le prestaban atención. Brant los miraba con envidia, y pensaba con amargura en el insatisfactorio estado de sus asuntos.
Casi sería mejor, pensó, que Yradne eligiera a Jon y acabara así con sus sufrimientos. Pero ella no parecía preferir a ninguno de los dos. Quizás simplemente se divertía a costa de ellos, como decía alguna gente, especialmente el Viejo Johan; aunque también era probable que se sintiese de veras incapaz de elegir. Lo que faltaba, pensó Brant morosamente, era que uno de ellos hiciera algo realmente espectacular, imposible de igualar para el otro.
—Hola —dijo una voz suave detrás de él. Brant volvió la cabeza y miró por encima del hombro. Una niña de unos ocho años lo miraba fijo, la cabeza ligeramente inclinada, como un gorrión curioso.
—Hola —respondió Brant sin entusiasmo—. ¿Por qué no miras el baile?
—¿Y tú por qué no estás allí? —replicó ella rápidamente.
—Me siento cansado —dijo Brant esperando que ésa fuera una excusa adecuada—. No deberías correr sola por ahí. Podrías perderte.
—Estoy perdida —respondió la niña, feliz, sentándose en la orilla, a su lado—. Me gusta.
Brant se preguntó de qué aldea sería. Era una hermosa criatura, aunque habría sido más hermosa todavía con menos chocolate en la cara. Parecía que la soledad de Brant había terminado.
La niña lo miró con esa desconcertante franqueza que, quizás afortunadamente, rara vez sobrevive a la infancia.
—Yo sé lo que te pasa —dijo súbitamente.
—¿Sí? —preguntó Brant con cortés escepticismo.
—¡Estás enamorado!
Brant dejó caer la rama que estaba a punto de tirar al río, y se volvió para mirar a su interlocutora. Ella lo observaba con una compasión tan solemne que toda la piedad que Brant sentía por sí mismo se deshizo de pronto en una carcajada. Eso pareció lastimar a la niña, y él se controló rápidamente.
—¿Cómo te diste cuenta? —preguntó Brant con gran seriedad.
—He leído sobre el asunto —replicó solemnemente—. Y una vez vi una película en la que había un hombre que bajaba al río y se sentaba allí igual que tú, y luego se arrojaba a él. Entonces se oía una música muy hermosa.
Brant miró pensativamente a esa niña precoz, y se sintió aliviado del hecho que no perteneciera a su propia comunidad.
—Lamento no poder arreglar lo de la música —dijo gravemente—, pero de cualquier forma el río no es suficientemente hondo.
—Lo es más lejos —fue la servicial respuesta—. Esto es tan sólo un riachuelo; no crece hasta que deja los bosques. Lo vi desde el volador.
—¿Cómo es allí? —preguntó Brant, agradecido porque la conversación hubiera tomado un giro más inocuo. ¿Llega al mar?
La niña lanzó un disgustado resoplido, poco apropiado para una dama.
—Claro que no, tonto. Todos los ríos de este lado de las colinas desembocan en el Gran Lago. Sé que es tan grande como un mar, pero el verdadero mar está del otro lado de las colinas.
Brant sabía muy poco acerca de los detalles geográficos de su nuevo hogar, pero comprendió que la niña tenía razón. El océano estaba a menos de treinta kilómetros al norte, pero separado de ellos por una barrera de colinas bajas. Ciento cincuenta kilómetros tierra adentro se extendía el Gran Lago que llevaba vida a las tierras que habían estado desiertas antes que los ingenieros geólogos hubieran remodelado ese continente.
La niña-genio estaba haciendo un mapa con ramitas y explicando pacientemente esos asuntos a su perezoso alumno.
—Aquí estamos nosotros —dijo—, y aquí está el río, y las colinas, y el lago está allá junto a tu pie. El mar se extiende por aquí…, y te contaré un secreto.
—¿Qué es?
—¡Nunca lo adivinarías!
—Supongo que no.
La voz de la niña se convirtió en un susurro confidencial.
—Si sigues la costa, que no está muy lejos de aquí, llegarás a Shastar.
Brant trató de parecer impresionado, pero no lo logró.
—¡Jamás escuchaste ese nombre! —gritó la niña, profundamente desilusionada.
—Lo lamento —replicó Brant—. Supongo que fue una ciudad, y oí hablar de ella en alguna parte. Pero existieron tantas, ¿sabes? Cartago y Chicago y Babilonia y Berlín. No puedo recordarlas a todas. Igual ya no existen.
—Shastar sí. Todavía está allí.
—Bueno, algunas de las últimas todavía están en pie, más o menos, y la gente las visita a menudo. A unos ochocientos kilómetros de mi antiguo hogar hubo una vez una gran ciudad, llamada…
—Shastar no es cualquier ciudad antigua —interrumpió la niña misteriosamente—. Mi abuelo me contó: él estuvo allí. No ha sido arruinada en absoluto, y todavía está llena de cosas maravillosas que ya nadie tiene.
Brant sonrió para sí mismo. Las ciudades desiertas de la Tierra habían originado leyendas durante siglos. Haría cuatro —no, cerca de cinco— mil años que había sido abandonada Shastar. Si sus edificios se mantenían aún en pie, seguramente ya no quedaba nada de valor en ellos. Parecía que el abuelo había estado inventando algunos cuentos de hadas para entretener a la criatura. Tenía toda la simpatía de Brant.
Sin advertir el escepticismo del muchacho, la niña siguió parloteando. Brant le prestaba poca atención, intercalando un cortés «sí» o «imagínate eso» según la ocasión. De repente, silencio.
Alzó los ojos y vio que su compañera observaba con gran disgusto la avenida de árboles que dominaba el paisaje.
—Adiós —dijo la niña, abruptamente—. Tengo que esconderme en otra parte: ahí viene mi hermana.
Se fue tan súbitamente como había llegado. Para su familia debe ser difícil cuidarla, pensó Brant. Pero le había hecho un favor disipándole la melancolía.
En pocas horas comprendió que había hecho mucho más que eso.
Simon estaba apoyado contra la jamba de la puerta, mirando pasar la gente, cuando llegó Brant buscándolo. El mundo aceleraba cuando tenía que pasar frente a la puerta de Simon, pues éste era un conversador infatigable, y una vez que atrapaba a una víctima no había escape durante una hora o más. Era muy raro que alguien se dirigiera voluntariamente a sus garras, como Brant ahora.
El problema de Simon era que tenía una mente de primera clase, y era demasiado haragán para usarla. Quizás habría sido más afortunado si hubiera nacido en un siglo más enérgico; todo lo que había podido hacer en Chaldis era afilar el ingenio a costa de otra gente, ganando por eso más fama que popularidad. Pero era indispensable, pues constituía un almacén de conocimientos, en su mayor parte muy exactos.
—Simon —comenzó Brant sin preámbulos—. Quiero aprender algo sobre esta región. Los mapas no me dicen mucho; son demasiado nuevos. ¿Qué había aquí en los viejos tiempos?
Simon se rascó la áspera barba.
—No creo que fuera demasiado diferente. ¿A cuánto tiempo atrás te refieres?
—Oh, a la época de las ciudades.
—No había tantos árboles, por supuesto. Ésta fue probablemente una zona agrícola utilizada para producir alimentos. ¿Viste la máquina de labranza que desenterraron cuando se construyó el anfiteatro? Debe haber sido muy antigua; ni siquiera era eléctrica.
—Sí —dijo Brant impacientemente—. La vi. Pero dime algo sobre las ciudades de la región. De acuerdo con el mapa hubo un lugar llamado Shastar unos cientos de kilómetros al oeste, sobre la costa. ¿Sabes algo de eso?
—Ah, Shastar —murmuró Simon, haciendo tiempo—. Un lugar muy interesante; creo que incluso tengo una foto en alguna parte. Espera un momento, voy a ver.
Simon desapareció dentro de la casa unos cinco minutos. En ese tiempo efectuó una búsqueda intensiva en la biblioteca, aunque un hombre de la época de los libros difícilmente lo hubiera adivinado. Todos los archivos que Chaldis poseía estaban en una caja fuerte metálica de un metro de largo; contenía, encerrado perpetuamente en moldes subatómicos, el equivalente a mil millones de volúmenes impresos. Casi todos los conocimientos de la humanidad, y toda la literatura sobreviviente, se escondían allí.
No era un simple almacén de sabiduría, pues tenía una bibliotecaria. Simon hizo su pedido a la incansable máquina y, capa por capa, comenzó la búsqueda a través de una red casi infinita de circuitos. Llevó sólo una fracción de segundo localizar la información que necesitaba, pues había dado el nombre y la fecha aproximada. Entonces descansó bajo una suave autohipnosis, mientras las imágenes mentales le inundaban el cerebro. El conocimiento permanecería en su posesión unas pocas horas solamente —el tiempo que lo necesitaba— y luego se desvanecería. Simon no deseaba alborotar su bien organizado cerebro con minucias, y para él toda la historia del apogeo y la caída de las grandes ciudades era una digresión histórica sin importancia. Era un episodio interesante, aunque lamentable y pertenecía a un pasado irreparablemente muerto.
Brant esperaba pacientemente cuando salió Simon con aspecto de sabio.
—No pude encontrar ninguna foto —dijo—. Mi mujer ha estado ordenando otra vez. Pero te diré lo que puedo recordar sobre Shastar.
Brant se instaló lo más cómodamente que pudo; era probable que tuviera que quedarse allí durante un tiempo.
—Shastar fue una de las últimas ciudades que construyó el hombre. Ya sabes que las ciudades aparecieron muy tarde en la cultura humana: hará unos doce mil años. Crecieron en número e importancia durante varios miles de años, hasta que finalmente algunas alojaron a millones de personas. Es muy difícil para nosotros imaginar lo que debió haber sido vivir en lugares semejantes: desiertos de acero y piedra sin una brizna de césped en kilómetros. Pero eran necesarias antes que los transportes y las comunicaciones fueran perfeccionados, y las personas tenían que vivir las unas cerca de las otras para llevar a cabo las complicadas operaciones de comercio y fabricación de las cuales dependían sus vidas.
»Las ciudades realmente grandes comenzaron a desaparecer cuando el transporte aéreo se volvió universal. La amenaza de ataque en aquellos días lejanos y bárbaros ayudó también a dispersarlas. Pero durante largo tiempo…
—Yo estudié la historia de ese período —interrumpió Brant, no muy verazmente—. Sé todo sobre…
—… durante largo tiempo fueron muchas las ciudades pequeñas unidas por vínculos más bien culturales que comerciales. Tenían poblaciones de varios miles y duraron siglos luego de la muerte de las gigantes. Es por esa razón que Oxford y Princeton y Heidelberg todavía significan algo para nosotros, mientras que ciudades mayores no son más que nombres. Pero incluso ésas estuvieron condenadas cuando la invención del integrador hizo posible que cualquier comunidad, por pequeña que fuese, pudiera fabricar sin esfuerzo lo que necesitaba para la vida civilizada.
»Shastar fue edificada cuando ya no había más necesidad, técnicamente, de ciudades, pero antes que la gente comprendiera que la cultura de las ciudades estaba llegando a su fin. Parece haber sido una obra de arte concebida y diseñada como un todo, y aquéllos que la habitaron fueron en su mayoría artistas. Pero no duró mucho; lo que finalmente la mató fue el éxodo.
Simon calló súbitamente, como si pensara con melancolía en aquellos siglos tumultuosos, cuando se había abierto el camino a las estrellas y el mundo se dividió en dos. A lo largo de ese camino se había ido la flor de la raza, dejando al resto detrás; y luego pareció que la historia había llegado a su fin en la Tierra. Durante mil años o más, los exiliados regresaron fugazmente al Sistema Solar, ansiosos de hablar sobre soles extraños y planetas lejanos, y del gran imperio que algún día abarcaría toda la galaxia. Pero hay abismos que ni siquiera las naves más veloces pueden cruzar; y un abismo semejante se estaba abriendo ahora entre la Tierra y sus errantes criaturas. Tenían cada vez menos en común. Las naves regresaban cada vez con menos frecuencia, hasta que por fin pasaron generaciones enteras entre las visitas del exterior. Simon no había oído de ninguna por lo menos durante los últimos trescientos años.
No era habitual tener que aguijonear a Simon para que hablara. Brant señaló:
—De todas formas estoy más interesado en el lugar mismo que en su historia. ¿Crees que todavía está en pie?
—Estaba a punto de llegar a eso —dijo Simon, volviendo de sus sueños con un sobresalto—. Por supuesto que sí; construían bien en esa época. ¿Pero por qué estás tan interesado, se puede saber? ¿Habrás desarrollado repentinamente una abrumadora pasión por la arqueología? ¡Oh, creo que entiendo!
Brant comprendió la inutilidad de esconderle algo a un chismoso profesional como Simon.
—Tenía la esperanza —dijo a la defensiva— que todavía hubiera cosas allí que valiera la pena ir a buscar, incluso después de todo este tiempo.
—Quizás —dijo Simon dubitativamente—. Debo visitarla algún día. Está casi en la puerta. ¿Pero cómo te las arreglarás? La aldea difícilmente te prestará un volador. Y no puedes ir caminando. Te llevaría por lo menos una semana llegar allí.
Pero eso era exactamente lo que Brant pensaba hacer. Como tuvo cuidado en señalar a casi todo el mundo en la aldea durante los días siguientes: una cosa no valía la pena si no se hacía de la forma difícil. No había nada como hacer una virtud de una necesidad.
Brant realizó los preparativos en un secreto sin precedentes. No deseaba ser demasiado explícito en cuanto a sus planes, por si alguna de las doce personas que tenía derecho a usar uno de los voladores de Chaldis decidía ver a Shastar primero. Que eso sucediese era naturalmente cuestión de tiempo, pero la febril actividad de los últimos meses había impedido ese tipo de exploraciones. Nada sería más humillante que entrar tambaleándose a Shastar luego de una semana de viaje, sólo para ser fríamente saludado por un vecino que había hecho la excursión en diez minutos.
Por otro lado, era igualmente importante que la aldea en general, e Yradne en particular, comprendieran que estaba realizando un esfuerzo excepcional. Sólo Simon sabía la verdad, y de mala gana aceptó callarse por el momento. Brant esperaba haber distraído la atención de su objetivo verdadero, mostrando gran interés en el territorio al este de Chaldis, que también contenía varias reliquias arqueológicas de cierta importancia.
Era sorprendente la cantidad de comida y equipo que se necesitaba para una ausencia de dos o tres semanas, y los primeros cálculos lo arrojaron a un estado de profunda tristeza. Durante un tiempo pensó incluso en pedir prestado un volador, pero seguramente su pedido sería rechazado, y eso frustraría la finalidad de la empresa. Y sin embargo casi le resultaba imposible llevar todo lo que necesitaba para la excursión.
La solución hubiera sido obvia en una era menos mecanizada, pero Brant tardó algún tiempo en pensarla. La máquina voladora había matado todas las formas de transporte por tierra salvo una, la más antigua y versátil de todas; la única que se perpetuaba a sí misma y se las podía arreglar muy bien, como lo había hecho ya antes, sin ayuda alguna de parte del hombre. Chaldis poseía seis caballos, un número más bien pequeño para una comunidad de ese tamaño. En algunas aldeas había más caballos que seres humanos, pero el pueblo de Brant, viviendo en una región salvaje y montañosa, había tenido muy pocas oportunidades de hacer equitación. El mismo Brant había montado a caballo sólo dos o tres veces en su vida, por brevísimos períodos.
El semental y las cinco yeguas estaban a cargo de Treggor, un hombrecillo que no tenía otro interés en la vida que los animales. No era uno de los intelectos sobresalientes de Chaldis, pero parecía muy feliz manejando su zoológico privado, el cual incluía perros de formas y tamaños diversos, un par de castores, varios monos, un cachorro de león, dos osos, un cocodrilo joven y otras bestias más comúnmente admiradas desde lejos. Sólo una pena le oscurecía la vida: hasta el momento no había podido conseguir un elefante.
Brant encontró a Treggor, como lo esperaba, apoyado en la puerta de la dehesa. Con él estaba un extraño, que le fue presentado como un aficionado a los caballos de una aldea vecina. La curiosa similitud entre ambos hombres, desde la forma de vestirse hasta las mismas expresiones faciales, hacía esa explicación innecesaria.
Siempre se siente un cierto nerviosismo frente a expertos innegables, y Brant bosquejó su problema con cierta timidez. Treggor escuchó gravemente y calló largo rato antes de responder.
—Sí —dijo lentamente, apuntando el pulgar hacia las yeguas—, cualquiera de ellas serviría…, si supieras cómo manejarlas.
Miró a Brant con cierta duda.
—Son como seres humanos; sabes; si no les gustas no puedes hacer nada con ellos.
—Absolutamente nada —repitió el extraño, con evidente fruición.
—¿Pero podrías enseñarme a manejarlos?
—Quizás sí, quizás no. Recuerdo a un joven igual que tú que quería aprender a montar. Los caballos simplemente no lo dejaban acercarse. No les gustaba, y no pudimos hacer nada.
—Los caballos saben —intervino el otro oscuramente.
—Así es —agregó Treggor—. Tienes que comprenderlos. Siendo así, no tienes por qué preocuparte.
Después de todo había mucho que decir a favor de la menos temperamental máquina, pensó Brant.
—No quiero montar —respondió con cierto temor—. Sólo quiero un caballo que lleve mi equipo. ¿El caballo se expondría a eso?
El leve sarcasmo fue completamente desperdiciado. Treggor asintió solemnemente.
—Eso no sería problema —dijo—. Todos dejarán que los lleves con un cabestro; todos menos Daisy. Nunca dejaría que la atrapases.
—¿Entonces piensas que podrías prestarme uno de los más dóciles…, durante un tiempo?
Treggor dio unos pasos, atormentado por dos deseos en conflicto. Estaba encantado del hecho que alguien quisiera usar sus amadas bestias, pero temía que pudieran sufrir algún daño. Todo perjuicio que pudiera sobrevenir a Brant era de importancia secundaria.
—Bueno —comenzó, inseguro—, es un poco delicado en este momento…
Brant miró las yeguas con más detenimiento, y comprendió por qué. Sólo una estaba acompañada por un potrillo, pero era obvio que esa deficiencia sería corregida pronto. Aquí había otra complicación que no había previsto.
—¿Cuánto tiempo estarás afuera? —pregunto Treggor.
—Tres semanas como máximo; quizás sólo dos.
Treggor hizo unos rápidos cálculos ginecológicos.
—Entonces puedes llevarte a Sunbeam —decidió—. No te creará problemas, es el animal más bueno que he tenido.
—Muchas gracias —dijo Brant—. Prometo que la cuidaré. ¿Te importaría presentarnos?
—No veo por qué debo hacer esto —refunfuñó Jon, de buen humor, mientras ajustaba las cestas sobre las suaves ancas de Sunbeam—, ya que ni siquiera me dices a dónde vas o qué esperas encontrar.
Brant no podría haber respondido a la última pregunta aunque hubiera querido. En los momentos más racionales sabía que no habría nada de valor en Shastar. Además, era difícil pensar en algo que su pueblo no poseyera ya, o que no pudiera obtener instantáneamente si lo deseaba. Pero la excursión misma sería la prueba —la más convincente que pudo concebir— de su amor por Yradne.
No había duda que ella estaba muy impresionada por sus preparativos, y él subrayó los peligros que estaba a punto de enfrentar. Sería muy incómodo dormir a campo raso, y tendría una dieta muy monótona. Hasta podía perderse y no volver a ser visto. ¿Y si todavía existieran bestias salvajes, peligrosas, en las colinas o en los bosques?
El Viejo Johan, a quien no le interesaban las tradiciones históricas, protestó: era indigno que un herrero tuviera algo que ver con un sobreviviente tan primitivo como un caballo. A causa de eso Sunbeam lo mordió delicadamente, con gran habilidad y precisión, mientras él se inclinaba para examinar las herraduras. Pero Johan confeccionó rápidamente un juego de canastas, en las que Brant podría colocar todo lo que necesitaba para el viaje; incluso los materiales de dibujo, de los cuales no quiso separarse. Treggor lo asesoró en lo que se refería a los detalles técnicos del arnés, mostrando antiguos prototipos que consistían principalmente en cuerdas.
Todavía era de mañana temprano cuando terminaron los preparativos. Brant quiso que la partida fuera lo más discreta posible, y el éxito completo lo mortificó un poco. Sólo Jon e Yradne fueron a despedirlo.
Caminaron en pensativo silencio hasta el fin de la aldea y atravesaron el delgado puente metálico que cruzaba el río. Entonces Jon dijo ásperamente:
—Bueno, no vayas a romperte el pescuezo.
Le dio un apretón de manos y se fue, dejándolo solo con Yradne. Fue un hermoso gesto, y Brant lo apreció.
Aprovechando las preocupaciones del amo, Sunbeam comenzó a masticar ruidosamente entre los largos pastos de la ribera. Brant se balanceó torpemente sobre los pies. Luego dijo sin entusiasmo:
—Supongo que será mejor que me vaya.
—¿Cuánto tiempo estarás afuera? —preguntó Yradne. No llevaba el regalo de Jon; quizás ya se había cansado de usarlo. Brant así lo esperaba; luego comprendió que con la misma velocidad podría perder interés en lo que él le trajera al regreso.
—Oh, un par de semanas, si todo marcha bien —añadió oscuramente.
—Ten cuidado —dijo Yradne, algo preocupada— y no hagas nada imprudente.
—Trataré —respondió Brant, sin hacer todavía ningún movimiento para partir—, pero a veces hay que arriesgarse.
Esa desarticulada conversación podría haber durado mucho más si no hubiera intervenido Sunbeam. Brant recibió un súbito tirón en el brazo, y fue arrastrado a un trote veloz. Había recobrado el equilibrio e iba a despedirse cuando Yradne se acercó corriendo, le dio un gran beso y desapareció hacia la aldea antes que él se hubiera recuperado.
Cuando Brant ya no podía verla, Yradne caminó más lentamente. Jon todavía iba muy adelante, pero no trató de alcanzarlo. La invadía un extraño sentimiento de solemnidad, fuera de lugar en esa mañana de primavera. Era muy agradable ser amada, pero tenía sus desventajas si se pensaba más allá del momento inmediato. Por un instante Yradne se preguntó si habría sido justa con Jon, con Brant…, aun consigo misma. Alguna vez tendría que decidirse; no podía posponerlo indefinidamente. Sin embargo le resultaba imposible, aunque se jugara la vida en ello, decidir a cuál de los muchachos prefería; y tampoco sabía si amaba a alguno de los dos.
Nadie le había dicho, y ella todavía no lo había descubierto, que cuando hay que preguntarse «¿Estoy realmente enamorada?», la respuesta siempre es «No».
Más allá de Chaldis, el bosque se extendía unos ocho kilómetros al este, luego se perdía en la gran llanura que atravesaba el resto del continente. Seis mil años atrás ese territorio había sido uno de los mayores desiertos del mundo, y su transformación constituyó uno de los primeros logros de la Era Atómica.
Brant se proponía ir hacia el este hasta salir del bosque, y luego doblar hacia las tierras altas del norte. De acuerdo con los mapas había habido una vez una ruta a lo largo del espinazo de las colinas, que unía a todas las ciudades de la costa formando una cadena que terminaba en Shastar. Debía ser fácil seguir los rastros de esa ruta, aunque Brant no esperaba que hubiese sobrevivido a los siglos mucho de la carretera.
Se mantenía cerca del río, esperando que no hubiera cambiado su curso desde que se habían hecho los mapas. Era su guía y también su camino a través del bosque; cuando el bosque era muy espeso, él y Sunbeam podían siempre vadear el agua poco profunda. Sunbeam cooperaba mucho; no había pasto allí que la distrajera, de modo que se afanaba metódicamente sin necesidad de empujarla demasiado.
Después del mediodía los árboles comenzaron a escasear. Brant llegó a la frontera que, siglo tras siglo, había marchado a través de las tierras que el Hombre ya no deseaba conservar. Poco después el bosque quedó atrás, y salió a la llanura abierta.
Confirmó su posición en el mapa, y notó que los árboles habían avanzado una distancia apreciable hacia el este desde que aquél fuera dibujado. Pero había una ruta claramente marcada hacia el norte por las colinas bajas, a lo largo de las cuales corría la antigua carretera, y debería poder alcanzarlas antes del anochecer.
A esta altura aparecieron ciertas dificultades de naturaleza técnica. Sunbeam, al encontrarse rodeada del más apetitoso pasto que viera en mucho tiempo, se detenía cada tres o cuatro pasos para arrancar un bocado. Como Brant iba sujeto a la brida por una cuerda más bien corta las sacudidas casi le dislocaban el brazo. Alargar la cuerda empeoró aún más las cosas, porque entonces ya no tenía control.
A Brant le gustaban mucho los animales, pero pronto estuvo claro que Sunbeam simplemente se aprovechaba de su bondad. Lo soportó durante un kilómetro, y luego fue hacia un árbol que parecía tener ramas particularmente finas y flexibles. Sunbeam miró cautelosamente desde el rabillo de sus límpidos ojos marrones cómo él cortaba una varilla fina y elástica y la sujetaba ostentosamente del cinturón. Entonces echó a andar tan velozmente que Brant apenas pudo seguirla.
Como decía Treggor, era una bestia muy inteligente.
La cadena de colinas que era el primer objetivo de Brant tenía menos de setecientos metros de altura, y el declive era muy suave. Pero había numerosas colinas y valles menores que atravesar camino a la cima, y era casi de noche cuando llegaron al punto más alto. Al sur, Brant podía ver el bosque que habían atravesado y que ya no le ponía más obstáculos. Chaldis estaba en el medio, aunque sólo tenía una idea aproximada de su ubicación. Le sorprendió no poder distinguir los grandes claros que había hecho su pueblo. Hacia el sudeste, la llanura se extendía sin fin, un llano mar de césped manchado de bosquecillos. Cerca del horizonte Brant vio unos puntos diminutos y móviles y pensó en una gran manada de animales salvajes.
Hacia el norte, a sólo veinte kilómetros, bajando el largo declive y del otro lado de las tierras bajas, estaba el mar. Parecía casi negro a la luz del crepúsculo, excepto donde unos minúsculos rompientes lo manchaban de espuma.
Antes de la caída de la noche Brant encontró un hueco al abrigo del viento, ancló a Sunbeam a un vigoroso arbusto y plantó la pequeña carpa que el Viejo Johan había inventado para él. En teoría ésta era una operación muy simple, pero como mucha gente había descubierto antes, podía probar a fondo la destreza y la paciencia. Por fin todo estuvo listo, y se instaló para pasar la noche.
Hay cosas que nadie, por más inteligente que sea, puede anticipar, y que sólo pueden ser aprendidas por la amarga experiencia. ¿Quién hubiera imaginado que el cuerpo humano era tan sensible a la casi imperceptible inclinación del suelo? Más incómodas aún eran las minúsculas diferencias térmicas entre un punto y otro, ocasionadas quizás por las corrientes de aire que parecían moverse libremente a través de la carpa. Brant podría haber soportado una temperatura más o menos uniforme, pero las imprevistas variaciones lo enloquecían.
Una docena de veces despertó del espasmódico sueño, o así le pareció, y hacia el alba su estado de ánimo había alcanzado el punto más bajo. Se sentía desgraciado y aterido como si no hubiera dormido bien durante días, y no habría sido necesaria mucha persuasión para hacerle abandonar toda la empresa. Estaba dispuesto, y lo hubiera hecho con gusto, a enfrentar peligros por la causa del amor; pero el lumbago era algo muy diferente.
Las incomodidades de la noche fueron pronto olvidadas en la gloria del nuevo día. En las colinas el aire fresco tenía un dejo a sal, que llegaba en el viento del mar. El rocío lo cubría todo, colgando espeso de cada brizna de césped; pero pronto sería destruido, cuando subiese el sol. Era bueno estar vivo; era mejor ser joven, y mejor aún estar enamorado.
Echaron a andar y en seguida llegaron a la carretera. Brant no la había encontrado antes porque estaba más abajo en el declive que llevaba al mar, y él esperaba encontrarla en la cima de la colina. Estaba soberbiamente construida, y los milenios casi no la habían tocado. La naturaleza había tratado vanamente de destruirla; aquí y allá había logrado enterrar unos pocos metros con un ligero manto de tierra, pero luego sus siervos se habían vuelto en su contra, y el viento y la lluvia la habían limpiado de nuevo. En una gran banda ininterrumpida, bordeando la orilla del mar, más de mil quinientos kilómetros, la carretera todavía unía las ciudades que el Hombre amara en su infancia.
Era una de las grandes carreteras del mundo. Una vez había sido sólo una senda por la cual las tribus salvajes bajaban al mar para trocar con astutos mercaderes de ojos brillantes, venidos de tierras lejanas. Luego había conocido amos nuevos y más exigentes; los soldados de un poderoso imperio habían dado forma a la carretera a lo largo de las colinas, con tanta destreza que el recorrido que le dieron permaneció inalterado a través de los siglos. La habían pavimentado con piedras, para que sus ejércitos pudieran moverse más rápidamente que cualquiera de los ejércitos que el mundo había conocido; y a lo largo de la carretera sus legiones habían sido arrojadas como centellas a la ciudad cuyo nombre llevaban. Siglos después, esa ciudad los había llamado en su agonía; y la carretera había descansado entonces durante quinientos años.
Pero habría aún otras guerras; bajo las banderas de la media luna, los ejércitos del Profeta se lanzarían hacia Occidente, sobre la cristiandad. Siglos más tarde todavía, la marea de los últimos y mayores conflictos se presentaría aquí, cuando monstruos de acero chocaron en el desierto, y del mismo cielo se derramó la muerte.
Los centuriones, los paladines, las divisiones acorazadas, incluso el desierto: todo desapareció. Pero la carretera permanecía, pues de todas las creaciones humanas era la más duradera. Demasiados siglos había soportado cargas; y ahora, a lo largo de sus mil quinientos kilómetros, no llevaba más tránsito que un muchacho y un caballo.
Brant siguió la carretera durante tres días, manteniéndose siempre a la vista del mar. Se había acostumbrado a las pequeñas incomodidades de la existencia nómada, y las noches ya no le resultaban intolerables. El tiempo era perfecto: días largos, cálidos, y noches templadas. Pero el encanto desaparecería pronto.
En la tarde del cuarto día calculó que estaba a menos de ocho kilómetros de Shastar. La carretera se alejaba ahora de la costa, para evitar un gran promontorio que asomaba hacia el mar. Más allá estaba la protegida bahía a lo largo de la cual habían construido la ciudad; después de las tierras altas, la carretera doblaba hacia el norte, trazando una gran curva y bajando sobre Shastar desde las colinas.
Cerca del crepúsculo Brant comprendió que no podía esperar ver su objetivo durante el día. El tiempo empeoraba, y amenazadoras nubes se acumulaban velozmente desde el oeste. Ahora caminaría cuesta arriba —pues la carretera subía lentamente después de cruzar el último cerro—, en las garras de un ventarrón. Si hubiera encontrado un lugar protegido habría acampado, pero a sus espaldas la colina estaba desnuda varios kilómetros, y la única salida era seguir adelante.
Frente a él, a lo lejos, sobre la cima misma del cerro, algo chato y oscuro se dibujaba en el cielo. La esperanza de encontrar protección alentó a Brant. Sunbeam, la cabeza baja contra el viento, se afanaba a su lado con igual determinación.
Estaban todavía a un kilómetro de la cumbre cuando comenzó a caer la lluvia, primero en fuertes gotas, luego en cantidades cegadoras. Sólo se veía a unos pocos pasos, y eso cuando uno podía abrir los ojos en la atormentadora lluvia. Brant estaba tan mojado que ya ninguna humedad más podía incomodarlo; tan empapado estaba que el continuo aguacero le producía un placer casi masoquista. Pero el esfuerzo físico de luchar contra el ventarrón lo estaba agotando rápidamente.
Parecía que habían pasado siglos cuando la carretera se niveló y supo que había llegado a la cumbre. Esforzó los ojos en la oscuridad y pudo ver, no muy lejos, una gran forma oscura, que confundió con un edificio. Aunque estuviera en ruinas, aquello podía protegerlo de la tormenta.
La lluvia comenzó a disminuir mientras él se acercaba al objeto; arriba, las nubes se apartaban dejando pasar la última luz del cielo occidental. Eso fue suficiente para mostrar a Brant que lo que estaba delante suyo no era un edificio sino una gran bestia de piedra, agazapada en la cumbre de la colina, mirando fijamente el mar. No tenía tiempo de examinarla con más detenimiento, y rápidamente clavó la carpa al abrigo, lejos del alcance del viento que todavía bramaba furioso. Después de secarse se preparó la comida. La oscuridad era completa. Durante un rato descansó en aquel oasis pequeño y cálido, en el estado de dichoso agotamiento que sigue a un duro y exitoso esfuerzo. Luego se animó, tomó una antorcha y salió a la noche.
La tormenta había alejado las nubes, y las estrellas brillaban en la noche. Al oeste se ponía una delgada luna creciente, siguiendo los pasos del sol. Al norte Brant presentía la insomne presencia del mar. Abajo, en la oscuridad, estaba Shastar, siempre golpeada por las olas. Pero por más que esforzó los ojos no pudo ver nada.
Caminó a lo largo de los flancos de la gran estatua, examinando el trabajo de albañilería a la luz de su antorcha. Era una construcción uniforme, sin interrupciones de junturas o grietas, y aunque manchada y descolorida por el tiempo no mostraba signos de deterioro. Era imposible adivinar la edad de aquella mole, podía ser más vieja que Shastar, o podía haber sido construida hacía sólo unos siglos. No había forma de adivinarlo.
El penetrante haz blanco azulado de la antorcha revoloteó sobre los húmedos y resplandecientes costados, y descansó sobre el gran rostro calmo y los ojos vacíos. Se lo podría describir como un rostro humano, pero después no había palabras. Ni hombre ni mujer, a primera vista parecía indiferente a todas las pasiones de la humanidad. Luego Brant vio que las tormentas de los siglos habían dejado sus huellas. Incontables gotas de lluvia habían recorrido las duras mejillas, hasta marcar unas lágrimas olímpicas. Lágrimas, quizás, por la ciudad cuyo nacimiento y muerte parecían ahora igualmente remotos.
Brant estaba tan cansado que cuando despertó el sol ya estaba alto. Durante un rato permaneció inmóvil en la media luz, mientras recuperaba los sentidos y recordaba dónde estaba. Luego se levantó y salió parpadeando hacia la luz del día, protegiendo los ojos del resplandor.
La Esfinge parecía más pequeña que durante la noche, aunque seguía siendo impresionante. Brant vio por primera vez que era de color, de un rico y otoñal dorado, un color no natural en una roca. Por eso comprendió que no pertenecía, como había sospechado, a una cultura prehistórica. Había sido construida por la ciencia a partir de alguna sustancia sintética inquebrantable, y Brant adivinó que la creación de aquello debía estar a medio camino entre él y el fabuloso original que la había inspirado.
Lentamente, medio asustado de lo que podía descubrir, dio la espalda a la Esfinge y miró al norte. La colina descendía, y la carretera seguía el pronunciado declive, como impaciente de saludar al mar. Y allá al final estaba Shastar.
Recibía el sol y lo reflejaba teñido de todos los colores que habían soñado sus arquitectos. Los espaciosos edificios, alineados a lo largo de las amplias calles, parecían no tocados por el tiempo. La gran banda de mármol que contenía el mar estaba intacta. Los parques y jardines, aunque cubiertos de malezas, no eran junglas todavía. La ciudad seguía la curva de la bahía unos tres kilómetros, y se estiraba un kilómetro tierra adentro. Según las normas del pasado era bastante pequeña, pero a Brant le pareció enorme, un laberinto inextricable de calles y plazas. Luego comenzó a discernir la oculta simetría de su diseño, a distinguir las principales avenidas, y a comprender el talento con que sus constructores habían evitado la monotonía y la discordia.
Durante largo rato Brant permaneció inmóvil en la cumbre, consciente sólo del milagro que se extendía ante sus ojos. Estaba solo en ese paisaje, una figura diminuta y humilde ante las conquistas de hombres más grandiosos. La sensación de historia, de visión de la larga cuesta que el hombre había escalado tan trabajosamente durante un millón de años o más, era casi abrumadora. En ese momento a Brant le pareció que desde la cima miraba sobre el Tiempo y no sobre el Espacio: y en sus oídos susurraban los vientos de la eternidad que soplaban hacia el pasado.
Sunbeam parecía muy nerviosa cuando llegaron a los suburbios de la ciudad. En toda su vida no había visto nada parecido y Brant no podía evitar compartir ese desasosiego. Por menos imaginativo que uno sea, siempre hay algo siniestro en edificios que han estado abandonados durante siglos; y los de Shastar habían estado vacíos durante casi cinco mil años.
La carretera corría recta como una flecha entre dos altos pilares de metal blanco; como la Esfinge, estaban manchados pero intactos. Brant y Sunbeam pasaron bajo los silenciosos guardianes y se encontraron ante un edificio largo y chato que debió haber servido como punto de recepción a los visitantes.
Desde la distancia parecía que Shastar había sido abandonada tan sólo el día anterior, pero ahora Brant veía mil signos de desolación y descuido. La colorida piedra de los edificios estaba manchada con la pátina de los siglos; las ventanas bostezaban con ojos de calavera; aquí y allá había fragmentos de vidrio milagrosamente preservados.
Brant ató a Sunbeam fuera del primer edificio y caminó hacia la entrada, atravesando la alfombra de escombros y suciedad. No había puerta, si es que alguna vez había existido, y pasó bajo el arco alto y abovedado entrando en una sala que parecía extenderse a lo largo de toda la estructura. A intervalos regulares, se abrían puertas a otras salas, y allá adelante una amplia escalera subía al único piso.
Le llevó casi una hora explorar el edificio, y cuando se fue estaba tremendamente deprimido. Su cuidadosa búsqueda no reveló nada. Todos los cuartos, grandes y pequeños, estaban completamente vacíos. Se había sentido como una hormiga caminando sobre los huesos de un esqueleto perfectamente limpio.
Afuera, a la luz del sol, se reanimó un poco. Ese edificio había sido quizá sólo una oficina administrativa, y nunca había contenido otra cosa que archivos y máquinas de información. En otros lugares de la ciudad las cosas podían ser diferentes. Aún así, la magnitud de la búsqueda lo aterraba.
Lentamente caminó hacia el paseo peatonal, recorriendo las amplias avenidas, admirando las altas fachadas de los edificios. Cerca del centro de la ciudad encontró uno de los muchos parques. Aunque cubierto de malezas y arbustos, todavía había considerables extensiones de césped, y decidió dejar allí a Sunbeam mientras continuaba sus exploraciones. No era probable que se alejara mientras tuviera qué comer.
El parque era tan apacible que le costó dejarlo para sumergirse otra vez en la desolación de la ciudad. Había plantas diferentes a todas las que conocía. Eran las descendientes silvestres de las que el pueblo de Shastar había plantado siglos atrás. De pie entre las hierbas altas y las flores desconocidas, Brant escuchó por primera vez, traspasando la quietud de la mañana, el sonido que siempre asociaría con Shastar. Venía del mar, y aunque nunca lo había oído antes, llevó a su corazón una dolorosa sensación de reconocimiento. Donde ahora no sonaban otras voces, las solitarias gaviotas gritaban todavía tristemente sobre las olas.
Era claro que se necesitarían muchos días para hacer un simple examen superficial de la ciudad, y la primera cosa que había que hacer era encontrar dónde vivir. Brant dedicó varias horas a buscar el distrito residencial, hasta que comenzó a comprender que en Shastar había algo muy raro. Todos los edificios que visitaba estaban, sin excepción, concebidos para el trabajo, la diversión o fines similares. Pero ninguno había sido concebido para ser habitado. La solución se le ocurrió lentamente. Cuando comenzó a conocer la distribución de la ciudad notó que en casi todas las esquinas había estructuras bajas, de un solo piso, casi idénticas. Eran circulares u ovales, y tenían muchas aberturas que permitían entrar desde todas direcciones. Cuando Brant se metió por una de ellas, se encontró frente a una fila de puertas metálicas, cada una con una hilera de lámparas indicatorias a su lado. Y así supo dónde había vivido el pueblo de Shastar.
Al principio, la idea de casas subterráneas le produjo repulsión. Luego superó el prejuicio, y comprendió que todo eso era muy razonable e inevitable. No había necesidad de atiborrar la superficie ni de tapar la luz del sol con edificios diseñados para los simples procesos mecánicos de comer y dormir. Poniendo todo eso bajo tierra, el pueblo de Shastar había podido construir una ciudad noble y espaciosa, manteniéndola sin embargo tan pequeña que podía ser recorrida en una hora.
Los ascensores no funcionaban, naturalmente, pero había escaleras de emergencia que bajaban a la oscuridad. Alguna vez todo ese mundo subterráneo debió haber sido de una luminosidad cegadora, pero Brant dudó antes de bajar los escalones. Tenía la antorcha pero nunca antes había estado bajo tierra, y le horrorizaba la idea de perderse en alguna de las catacumbas subterráneas. Luego se encogió de hombros y comenzó a descender. Después de todo no había peligro si tomaba las precauciones más elementales. Y aunque se perdiera, había cientos de otras salidas.
Descendió al primer nivel y se encontró ante un largo y amplio corredor que se extendía hasta donde penetraba el rayo de luz. A ambos lados había hileras de puertas numeradas, y Brant probó casi una docena antes de encontrar una que se abriera. Lenta, casi reverentemente, entró en el pequeño hogar.
Estaba limpio y ordenado, pues no había polvo o suciedad que pudiera asentarse allí. Los cuartos, hermosamente proporcionados, carecían de muebles. Luego de un siglo de éxodo, no había quedado nada de valor. Algunos accesorios semipermanentes se encontraban aún en su sitio: el distribuidor de alimentos, con su familiar dial selectivo, era tan notablemente parecido al de su propio hogar que su visión casi aniquiló los siglos. El dial giraba todavía, aunque rígidamente, y de haber aparecido una comida en la cámara de materialización casi no se hubiera sorprendido.
Brant exploró otros hogares antes de regresar a la superficie. Aunque no encontraba nada de valor sentía un creciente parentesco con la gente que había vivido allí. Sin embargo todavía los consideraba inferiores, pues el hecho que ellos habitaran una ciudad —por hermosa y espléndidamente diseñada que fuera—, significaba para Brant un símbolo de barbarie.
En el último hogar que visitó había un cuarto vívidamente coloreado, con un fresco de animales danzantes alrededor de las paredes. Las pinturas eran de un humor que debió haber deleitado los corazones de los niños. Brant examinó las pinturas con interés, pues era la primera obra de arte representativo que encontraba en Shastar. Estaba a punto de marcharse cuando notó una diminuta pila de polvo en un rincón del cuarto, y al inclinarse a mirar se encontró con los fragmentos todavía reconocibles de una muñeca. No quedaba nada sólido, salvo unos pocos botones de color, que se convirtieron en polvo cuando los levantó en las manos. Se preguntó por qué esa triste reliquia habría sido abandonada por su dueña; luego salió en puntas de pie a la superficie y a las calles solitarias pero luminosas. Nunca más volvió a la ciudad subterránea.
Hacia el atardecer regresó al parque para ver si Sunbeam no había cometido diabluras, y se dispuso a pasar la noche en una de las casitas diseminadas en los jardines. Allí, entre flores y árboles, casi podía imaginar que estaba otra vez en su casa. Durmió mejor que nunca desde que había abandonado Chaldis, y por primera vez en muchos días sus últimos pensamientos no fueron para Yradne. La magia de Shastar ya estaba trabajando en su mente; la infinita complejidad de la civilización que había simulado despreciar lo estaba cambiando más velozmente de lo que imaginaba. Cuanto más se quedara en la ciudad más se alejaría del muchacho ingenuo aunque seguro de sí mismo que entrara en ella tan sólo unas horas antes.
El segundo día confirmó las impresiones del primero. Shastar no había muerto en un año, ni siquiera en una generación. Su pueblo se había ido lentamente cuando se desarrollaron nuevas formas sociales —¡cuán antiguas ahora!— y la humanidad regresó a las colinas y los bosques. No habían dejado nada atrás, salvo esos monumentos de mármol a una forma de vida desaparecida para siempre. Si hubiera quedado algo de valor los miles de exploradores curiosos que la habían visitado en los cincuenta siglos transcurridos ya se lo habrían llevado. Brant encontró muchos rastros de sus predecesores; sus nombres estaban tallados en las paredes, por toda la ciudad, pues éste es un tipo de inmortalidad que los hombres nunca han podido resistir.
Por fin, cansado de la infructuosa búsqueda, bajó a la costa y se sentó en el ancho rompeolas. El mar, pocos centímetros debajo, estaba completamente sereno y era de un azul cerúleo. Estaba tan límpido y tranquilo que se veían los peces nadando en la profundidad: en un lugar vio los restos de un buque, tendido de costado mientras las algas marinas ondeaban como largos cabellos verdes. Sin embargo, pensó, deben haber ocasiones en las que las olas truenan sobre estas paredes macizas. Pues detrás suyo, el ancho parapeto estaba cubierto de una espesa alfombra de piedras y conchas, lanzadas allí por los ventarrones de los siglos.
La paz de la escena le dio una lección inolvidable: comprendió la futilidad de la ambición que lo rodeaba. Desapareció así todo sentimiento de desilusión o fracaso. Aunque Shastar no le había dado nada de valor material Brant no se quejaba del viaje. Sentado allí, en el muelle, de espaldas a la tierra, los ojos deslumbrados por el azul cegador, se sentía alejado de los viejos problemas, y recordaba sin dolor, con desapasionada curiosidad, todos los pesares y la ansiedad que lo habían angustiado los últimos meses.
Volvió lentamente a la ciudad, luego de caminar un rato a lo largo del mar, y regresó por una nueva ruta. Pronto se halló ante un gran edificio circular, cuyo techo era una baja cúpula de algún material traslúcido. Miró el edificio con poco interés, pues estaba emocionalmente exhausto, y decidió que probablemente era otro teatro u otra sala de conciertos. Casi había pasado la entrada cuando algún oscuro impulso lo desvió, y atravesó el abierto umbral.
Adentro la luz se filtraba por el techo con tanta facilidad que Brant casi tuvo la impresión de estar al aire libre. Todo el edificio estaba dividido en numerosos salones, cuya finalidad comprendió con súbita emoción. Los delatores rectángulos sin color mostraban que las paredes habían estado una vez cubiertas de cuadros; era posible que hubiera quedado alguno. Brant, todavía seguro en su sentimiento de superioridad, no esperaba impresionarse demasiado…, y por eso el golpe fue enorme.
La llamarada de color a lo largo de toda la gran pared lo sacudió como una fanfarria de trompetas. Durante un momento quedó paralizado en el umbral, incapaz de comprender el significado de lo que veía. Luego, lentamente, comenzó a desenredar los detalles del tremendo e intrincado mural que tan súbitamente había explotado ante su vista.
Tenía casi treinta metros de largo, y era sin comparación alguna la cosa más hermosa que Brant había visto en su vida. Shastar lo había asustado y abrumado y sin embargo, extrañamente, aquella tragedia no lo había conmovido. Pero esto le golpeaba directamente el corazón, y hablaba un lenguaje que él podía entender; entonces los últimos vestigios de su condescendencia hacia el pasado se dispersaron como hojas en un ventarrón.
Los ojos se movían naturalmente de izquierda a derecha recorriendo la pintura, para seguir la curva de tensión hasta su momento de clímax. A la izquierda estaba el mar, de un azul tan profundo como el agua que golpeaba a Shastar. Y una flota de extrañas naves, conducidas por hileras de bancos de remos y por ondulantes velas, se esforzaba por llegar a la tierra distante. La pintura no sólo cubría kilómetros de espacio sino quizá años de tiempo. Ahora las naves habían llegado a la costa, y allí, en la vasta llanura, acampaba un ejército; los muros de la ciudad-fortaleza que estaba sitiando empequeñecían las banderas y las tiendas y los carros. Los ojos escalaban esos muros todavía inviolados y se posaban, como estaba calculado, en la mujer que miraba desde allí arriba al ejército que la había seguido a través del océano.
Inclinada hacia delante para escudriñar las murallas, el viento jugaba con su pelo, envolviéndole la cabeza en una niebla dorada. Se leía en su rostro una tristeza tan profunda que ninguna palabra podía expresar, pero que sin embargo no afectaba aquella increíble belleza; una belleza que mantuvo a Brant hechizado durante largo tiempo, impidiéndole apartar los ojos. Cuando finalmente lo logró, siguió la mirada de la mujer bajando los muros aparentemente inexpugnables, hasta el grupo de soldados que trabajaba bajo su sombra. Los soldados estaban reunidos alrededor de algo tan reducido por la perspectiva que pasó un tiempo antes que Brant comprendiera de qué se trataba; era una imagen inmensa de un caballo, montado sobre ruedas para moverlo fácilmente. No le recordó nada a Brant, que rápidamente volvió a la solitaria figura del muro. Ahora veía que esa figura era el eje alrededor del cual estaba balanceado todo el gran dibujo. Pues mientras sus ojos recorrían la pintura, llevándolo al futuro, se encontraba con almenas en ruinas, el humo de la ciudad incendiada manchando el cielo, y la flota volviendo a su hogar, cumplida la misión.
Brant se quedó allí hasta que casi no podía ver por la falta de luz. Desaparecido el impacto inicial, examinó la gran pintura más atentamente, y buscó en vano la firma del artista. También buscó algún encabezamiento o título, pero estaba claro que no lo había habido nunca…, quizás porque la historia era demasiado conocida y no hacía falta. En los siglos intermedios, sin embargo, algún otro visitante arañó dos líneas de poesía en la pared:
¿Es éste el rostro que lanzó mil barcos
e incendió las torres de Ilium?
¡Ilium! Era un nombre extraño y mágico…, pero no significaba nada para él. Se preguntó si pertenecería a la historia o a la fábula, sin saber cuántos antes que él habían luchado con el mismo problema.
Al salir a la luz crepuscular, todavía llevaba en los ojos esa triste, etérea belleza. Quizás si Brant no hubiera sido un artista, y no hubiera estado tan susceptible, la impresión no lo habría abrumado tanto. Sin embargo, ésa era la sensación que el desconocido maestro había pretendido crear, como el Fénix, con las cenizas de una gran leyenda. Había capturado, y la mostraba a los siglos futuros, esa belleza cuyo servicio es la finalidad de la vida, y su única justificación.
Brant se quedó un largo rato sentado bajo las estrellas, mirando cómo se hundía la luna creciente tras las torres de la ciudad, y acosado por preguntas cuya respuesta no sabría nunca. Todos los otros cuadros de la galería habían desaparecido; estarían tan esparcidos que era inútil buscarlos, no sólo en todo el mundo sino en todo el universo. ¿Cómo serían, comparados con la única obra de genio que ahora debía representar para siempre el arte de Shastar?
Brant volvió a la mañana, luego de una noche de sueños extraños. En su mente se había formado un plan tan descabellado y ambicioso que al principio trató de no tomarlo muy en serio; pero no lo dejaba en paz. Casi de mala gana armó el pequeño caballete plegable y preparó las pinturas. Había encontrado en Shastar una cosa que era al mismo tiempo única y hermosa. Quizás tuviera el talento de llevar un débil eco de esa cosa de vuelta a Chaldis.
Era imposible, por supuesto, copiar más que un fragmento del gran fresco, pero el problema de la selección era fácil. Aunque nunca había intentado un retrato de Yradne, ahora pintaría una mujer que, si de veras había existido, era polvo desde hacía cinco mil años.
Varias veces se detuvo a considerar esa paradoja, y al final pensó que la había resuelto. Nunca había pintado a Yradne porque dudaba de su propio talento, y porque temía las críticas de ella. Aquí no tendría esos problemas, se dijo Brant. No se detuvo a pensar cómo reaccionaría Yradne cuando volviera a Chaldis llevando como único regalo el retrato de otra mujer.
La verdad era que pintaba para sí y para nadie más. Por primera vez en su vida se encontraba directamente con una gran obra de arte clásico, y estaba un poco aturdido. Hasta entonces había sido un aficionado; quizás nunca llegaría a ser más que eso, pero por lo menos haría el esfuerzo.
Trabajó todo el día sin descanso, y la total concentración en el trabajo le dio cierta paz espiritual. Para el anochecer había esbozado los muros del palacio y las almenas, y estaba a punto de comenzar el retrato mismo. Esa noche durmió bien.
A la mañana siguiente perdió casi todo el optimismo. Le quedaban pocas provisiones, y quizás el pensamiento de estar trabajando contra reloj lo inquietó. Todo parecía marchar mal: los colores no coincidían, y la pintura, que se había mostrado tan promisoria el día anterior, se volvía menos satisfactoria cada minuto que pasaba.
Para empeorar las cosas faltaba luz, aunque apenas era mediodía, y Brant supuso que afuera el cielo estaba nublado. Descansó un rato con la esperanza que aclarase nuevamente, pero como eso no sucedía comenzó nuevamente el trabajo. Era entonces o nunca: a menos que pudiese hacer bien ese cabello, abandonaría todo el proyecto…
La tarde se desvaneció rápidamente, pero en su furiosa concentración Brant apenas notó el paso del tiempo. Una o dos veces le pareció oír sonidos distantes, y se preguntó si se estaría preparando una tormenta, pues el cielo estaba aún muy oscuro.
No hay experiencia más escalofriante que el súbito presentimiento de ya no estar solo. Sería difícil decir qué impulsó a Brant a dejar lentamente el pincel y volverse, más lentamente aún, hacia la gran puerta de entrada, a diez metros de su espalda. El hombre había entrado casi imperceptiblemente, y a Brant le fue imposible adivinar cuánto tiempo hacía que lo observaba. Un momento más tarde a ese hombre se le unieron otros dos, que tampoco intentaron pasar de la puerta de entrada.
Brant se levantó lentamente, con el cerebro hecho un torbellino. Durante un momento casi pensó que fantasmas del pasado de Shastar habían regresado para perseguirlo. Luego predominó la razón.
Después de todo, ¿por qué no podía encontrar otros visitantes allí, si él mismo lo era?
Dio unos pasos adelante, y uno de los extranjeros hizo lo mismo. Cuando estuvieron a pocos metros de distancia el otro dijo en voz muy clara, hablando con bastante lentitud:
—Espero no haberlo molestado.
No era un comienzo demasiado dramático. Brant estaba algo perplejo por el acento del hombre; es decir, por el excesivo cuidado con que pronunciaba las palabras. Casi parecía como si esperara que de otro modo Brant no lo entendería.
—Está bien —replicó Brant, hablando también lentamente—. Pero me dieron una sorpresa; no esperaba encontrar a alguien aquí.
—Nosotros tampoco —dijo el otro con una ligera sonrisa—. No teníamos idea que todavía viviera alguien en Shastar.
—Pero yo no vivo en Shastar —explicó Brant—. Soy un visitante, igual que ustedes.
Los tres cambiaron miradas, como si compartieran alguna broma secreta. Luego uno de ellos sacó un objeto metálico del cinturón y dijo unas pocas palabras, demasiado suavemente para que Brant las oyera. Brant pensó que quizá otros miembros del grupo estaban en camino, y le molestó que le interrumpieran tan completamente la soledad.
Dos de los extranjeros se acercaron al gran mural y comenzaron a examinarlo críticamente. Brant se preguntó qué pensarían. Le molestaba compartir el tesoro con quienes no sentían la misma veneración, con quienes lo considerarían sólo una hermosa pintura. El tercer hombre se quedó a su lado y comparó, lo más discretamente posible, la copia que Brant había hecho del original. Los tres parecían evitar la conversación deliberadamente. Hubo un largo y embarazoso silencio; luego los otros dos se acercaron.
—Bueno, Erlyn, ¿qué te parece? —dijo uno, señalando la pintura con la mano. Parecía que por el momento habían perdido todo interés en Brant.
—Es un muy buen primitivo de fines del tercer milenio, tan bueno como cualquiera de los que tenemos. ¿No estás de acuerdo, Latvar?
—No exactamente. No diría que es de fines del tercer milenio. Por ejemplo, el tema…
—¡Oh, tú y tus teorías! Pero quizás tengas razón. Es demasiado bueno para ese último período. Pensándolo bien lo situaría alrededor del 2500. ¿Qué dices, Trescon?
—Estoy de acuerdo. Probablemente Arcon o alguno de sus alumnos.
—¡Tonterías! —dijo Latvar.
—¡Disparates! —resopló Erlyn.
—Oh, está bien —replicó Trescon de buen humor—. Sólo he estudiado ese período durante treinta años, mientras que ustedes lo miran ahora por primera vez. De modo que me inclino ante vuestra sabiduría.
Brant había seguido la conversación, cada vez más desconcertado.
—¿Acaso ustedes tres son artistas? —preguntó finalmente.
—Por supuesto —replicó Trescon majestuosamente—. ¿Por qué, si no, estaríamos aquí?
—No seas un maldito mentiroso —dijo Erlyn, sin siquiera levantar la voz—. No serás un artista aunque vivas mil años. Sólo eres un experto, y lo sabes. Los que pueden, crean. Los que no pueden, critican.
—¿De dónde han venido? —preguntó Brant, algo débilmente. Nunca había conocido gente como esos hombres extraordinarios. Eran de mediana edad, aunque parecían tener un gusto y un entusiasmo infantiles. Todos sus movimientos y gestos eran ampulosos, y cuando hablaban entre ellos lo hacían tan rápidamente que a Brant le resultaba difícil comprenderlos.
Antes que pudieran contestarle hubo otra interrupción. En el umbral aparecieron una docena de hombres que al ver la gran pintura se detuvieron momentáneamente. Luego se apresuraron a reunirse con el pequeño grupo que rodeaba a Brant.
—Aquí lo tienes —dijo Trescon, señalando a Brant—. Hemos encontrado a alguien que puede contestar a tus preguntas.
El hombre al cual se había dirigido Trescon miró a Brant atentamente, echó un vistazo a la pintura inconclusa, y sonrió un poco. Luego se volvió a Trescon y alzó las cejas interrogativamente.
—No —dijo Trescon sucintamente.
Brant empezaba a sentirse molesto. No comprendía lo que estaba ocurriendo, y eso era desagradable.
—¿Les importaría decirme de qué se trata todo esto? —dijo.
Kondar lo miró con expresión insondable. Luego dijo tranquilamente:
—Quizás podría explicarte mejor las cosas si salieras.
Habló como si nunca tuviera que pedir una cosa dos veces; y Brant lo siguió sin decir palabra, mientras los demás se aglomeraban detrás suyo. En la entrada, Kondar se hizo a un lado, y le indicó a Brant que pasara.
Todavía estaba extrañamente oscuro, como si una nube de tormenta hubiera tapado al sol. Pero la sombra que cubría completamente a Shastar no era la de una nube.
Una docena de pares de ojos observó a Brant mientras éste miraba al cielo, tratando de calcular el tamaño real de la nave que flotaba sobre la ciudad. Estaba tan cerca que se perdía el sentido de perspectiva; uno sólo era consciente de las vastas curvas metálicas que se perdían en el horizonte. Debería oírse algún sonido, alguna indicación de la energía que mantenía a esa estupenda masa en reposo sobre Shastar; pero sólo había el silencio más profundo que Brant hubiese conocido jamás. Hasta el grito de las gaviotas había cesado, como si también ellas se sintieran intimidadas por el intruso que usurpaba sus cielos.
Finalmente Brant se volvió hacia los hombres reunidos detrás suyo. Sabía que esperaban su reacción, y entonces comprendió aquel comportamiento curiosamente distante aunque no hostil. Para esos hombres que gozaban de poderes divinos, él no era más que un salvaje que casualmente hablaba el mismo idioma. Era un sobreviviente de su propio y casi olvidado pasado, y les recordaba la época en que sus antepasados habían compartido la Tierra con los de él.
—¿Ahora comprendes quiénes somos? —preguntó Kondar.
Brant asintió.
—Han estado fuera largo tiempo —dijo—. Casi les habíamos olvidado.
Brant volvió a mirar hacia el gran arco metálico que tapaba el cielo, y pensó que era muy extraño que el primer contacto, luego de tantos siglos, fuera allí, en esa perdida ciudad de los hombres. Pero parecía que Shastar era muy bien recordada entre las estrellas, pues ciertamente Trescon y sus amigos parecían conocerla muy bien.
Y entonces, lejos, hacia el norte, los ojos de Brant fueron atraídos por un súbito reflejo. Atravesando la franja de cielo que había bajo la nave pasó otro gigante metálico que podría haber sido su gemela, aunque empequeñecida por la distancia. Cruzó velozmente el horizonte, y en pocos segundos desapareció de la vista.
De modo que ésta no era la única nave. ¿Cuántas más habría? De alguna forma este pensamiento le recordó la gran pintura, y la flota invasora moviéndose con tan letal propósito hacia la ciudad condenada. Y con ese pensamiento llegó a su alma, arrastrándose desde las profundidades de la memoria racial, el miedo a los extraños que en una época habían sido la maldición de toda la humanidad. Brant se volvió a Kondar, y gritó en forma acusadora:
—¡Ustedes están invadiendo la Tierra!
Durante un momento nadie habló. Luego Trescon dijo, con algo de malicia en la voz:
—Prosiga, comandante; tendrá que explicarlo tarde o temprano. Ésta es una buena ocasión para practicar.
El comandante Kondar exhibió una preocupada sonrisa que primero tranquilizó a Brant, y luego lo llenó de horribles presentimientos.
—Nos haces una gran injusticia, joven —dijo gravemente—. No estamos invadiendo la Tierra. La estamos evacuando.
—Espero —dijo Trescon, que había tomado un protector interés en Brant— que esta vez los científicos hayan aprendido una lección, aunque lo dudo. Dicen simplemente «ocurrirán accidentes», y luego de arreglar un lío provocan otro. El Campo Sigma es hasta el momento su fracaso más espectacular, pero el progreso nunca se detiene.
—¿Y qué sucederá si choca con la Tierra?
—Lo mismo que ocurrió con el aparato de control al liberarse el Campo: se diseminará uniformemente a través del cosmos. Y lo mismo ocurrirá con ustedes, a menos que los saquemos a tiempo.
—¿Por qué? —preguntó Brant.
—No esperas una respuesta técnica, ¿no es cierto? Es algo que tiene que ver con la Indeterminación. Los antiguos griegos, o quizás fueron los egipcios, descubrieron que no se puede definir la posición de un átomo con precisión absoluta. El átomo tiene una pequeña pero finita probabilidad de estar en cualquier parte del universo. El pueblo que creó al Campo esperaba usarlo para propulsión. Cambiaría las probabilidades atómicas, tal como se presentaban entonces, de modo que una nave espacial en órbita alrededor de Vega decidiría súbitamente que en realidad debía estar girando alrededor de Betelgeuse.
»Bueno, parece que el Campo Sigma sólo hace la mitad del trabajo. Simplemente multiplica las probabilidades: no las organiza. Y ahora se mueve al azar entre las estrellas, alimentándose de polvo interestelar y de ocasionales rayos de sol. Nadie ha logrado inventar una forma de neutralizarlo, aunque existe una horrible sugerencia de crear un gemelo y preparar una colisión. Si intentan eso, sé exactamente qué sucederá.
—No veo por qué deberíamos preocuparnos —dijo Brant—. Todavía está a diez años luz de distancia.
—Diez años luz es demasiado cerca para algo como el Campo Sigma. Está describiendo zigzags al azar, en lo que los matemáticos llaman el Paso del Borracho. Si tenemos mala suerte estará aquí mañana. Pero las probabilidades para que la Tierra no sea tocada son de veinte a uno. En pocos años podrán volver al hogar, como si nada hubiera sucedido.
¡Como si nada hubiera sucedido! Cualquier cosa que deparara el futuro, la vieja forma de vida habría desaparecido para siempre. Lo que ocurría en Shastar debía estar pasando, de una forma u otra, en todo el mundo. Brant miró asombrado las extrañas máquinas que rodaban sobre las espléndidas calles, limpiando escombros de siglos y preparando a la ciudad para ser habitada nuevamente. Como una estrella casi extinguida puede encenderse de pronto en una última hora de gloria, así, durante unos pocos meses, Shastar sería una de las capitales del mundo, alojando al ejército de científicos, técnicos y administradores que habían bajado del espacio.
Brant comenzaba a conocer muy bien a los invasores. El vigor de esos hombres, su prodigalidad, y el deleite casi infantil con que tomaban sus poderes sobrehumanos, no dejaban nunca de sorprenderlo. Éstos, sus primos, eran los herederos de todo el universo; y todavía no habían agotado sus maravillas ni se habían cansado de su misterio. A pesar de toda su sabiduría, en muchas de las cosas que hacían había aún sentimiento de experimentación, de alegre irresponsabilidad incluso. El mismo Campo Sigma era un ejemplo. Habían cometido un error, no parecía preocuparles en absoluto, y estaban completamente seguros que tarde o temprano arreglarían las cosas.
A pesar del tumulto que se había desatado sobre Shastar, y ciertamente sobre todo el planeta, Brant había continuado tozudamente con su tarea. Le daba algo fijo y estable en un mundo de valores cambiantes, y como tal se aferraba a ella desesperadamente. De vez en cuando Trescon o sus colegas lo visitaban y aconsejaban; en general, esos consejos eran excelentes, aunque no los seguía siempre. Y ocasionalmente, cuando estaba fatigado y deseaba descansar los ojos o la mente, dejaba las amplias galerías y salía a las transformadas calles de la ciudad. Los nuevos habitantes tenían una característica: aunque no estarían allí más que unos pocos meses, no habían ahorrado esfuerzos para hacer de Shastar una ciudad limpia y eficiente, y para darle una cierta belleza que habría sorprendido a sus constructores.
Luego de cuatro días —el tiempo más largo que había dedicado jamás a un solo trabajo—, Brant se detuvo. Podía seguir retocando indefinidamente, pero si lo hacía sólo empeoraría las cosas. No del todo descontento con su trabajo, salió en busca de Trescon.
Como siempre encontró al crítico discutiendo con sus colegas sobre qué se debería salvar del arte acumulado por la humanidad. Latvar y Erlyn habían amenazado con la violencia si se subía a bordo un solo Picasso más, o si se tiraba otro Fra Angélico. Brant, que no había oído hablar de ninguno de los dos, no tuvo escrúpulos en hacer su propio pedido.
Trescon permaneció en silencio ante el cuadro, mirando de vez en cuando el original. Su primera observación fue completamente inesperada.
—¿Quién es la joven? —dijo.
—Usted me dijo que se llamaba Helena —comenzó Brant.
—Quiero decir la que has pintado realmente.
Brant miró su pintura, y luego el original. Era curioso que no hubiera notado antes esas diferencias, pero indudablemente había rastros de Yradne en la mujer que mostraba en los muros de la fortaleza. No era ésa la copia exacta que había intentado hacer. Su corazón y su mente habían hablado por sus dedos.
—Ya veo lo que quiere decir —contestó lentamente—. Hay una joven en mi aldea; en realidad vine aquí para encontrar un regalo para ella, algo que la impresionara.
—Entonces has estado perdiendo el tiempo —respondió Trescon rudamente—. Si te quiere, te lo dirá pronto. Si no, no la conseguirás. Es así de simple.
Brant no lo consideraba tan simple, pero decidió no discutir.
—No me ha dicho lo que piensa —se quejó.
—Promete —respondió Trescon prudentemente—. En otros treinta años…, bueno, veinte, puedes llegar a algo, si continúas. Por supuesto que la pincelada es muy tosca, y que esas manos parecen un racimo de bananas. Pero tienes un dibujo vigoroso, y me parece muy bien que no hayas hecho una copia exacta. Cualquier tonto puede hacerlo; esto muestra que tienes alguna originalidad. Lo que necesitas es más práctica y, sobre todo, más experiencia. Bueno, creo que eso podemos ofrecértelo nosotros.
—Si significa irme lejos de la Tierra —dijo Brant—, no es la experiencia que quiero.
—Te hará bien. ¿No te emociona la idea de viajar a las estrellas?
—No; sólo me asusta. Pero no puedo tomarlo seriamente, pues no creo que puedan obligarnos a ir.
Trescon sonrió, algo torvamente.
—Ya se moverán rápidamente cuando el Campo Sigma aspire la luz de las estrellas del cielo. Y quizá sea una buena cosa cuando suceda: Tengo el presentimiento que llegamos justo a tiempo. Aunque muchas veces nos hemos burlado de los científicos, ellos nos han liberado para siempre del estancamiento que estaba apoderándose de tu raza.
»Debes irte de la Tierra, Brant; ningún hombre que haya vivido toda su vida sobre la superficie de un planeta ha visto las estrellas, sólo ha visto sus débiles fantasmas. ¿Puedes imaginar lo que significa flotar en el espacio en medio de uno de los grandes sistemas múltiples, con soles de colores que flamean alrededor? Yo lo he hecho; y he visto estrellas flotando en anillos de fuego carmesí, como vuestro planeta Saturno, pero mil veces más grandes. ¿Y puedes imaginar la noche en un mundo cerca del corazón de la Galaxia, donde todo el cielo brilla a causa de la niebla estelar que todavía no ha dado nacimiento a soles? Vuestra Vía Láctea es sólo un puñado de soles de tercera categoría; ¡espera a ver la Nebulosa Central!
»Éstas son las maravillas, pero las pequeñas cosas son bellas también. Toma hasta la última gota de lo que el universo puede ofrecer; y si así lo deseas, vuelve a la Tierra con tus recuerdos. Entonces puedes comenzar a trabajar; entonces, y no antes, sabrás si eres un artista.
Brant estaba impresionado, pero no convencido.
—Según ese argumento —dijo—, el arte no podría haber existido antes de los viajes espaciales.
—Hay toda una escuela crítica basada en esa tesis; por cierto que los viajes espaciales fueron una de las mejores cosas que le sucedieron al arte. Viajar, explorar, conocer otras culturas: ésos son los grandes estímulos para toda actividad intelectual. —Trescon señaló el mural—. El pueblo que creó esta leyenda era marino, y el tráfico de medio mundo pasaba a través de sus puertos. Pero luego de unos pocos miles de años el mar fue demasiado pequeño para la inspiración o la aventura, y llegó la hora de salir al espacio. Bueno, el momento ha llegado para ti también, te guste o no.
—No me gusta. Quiero vivir con Yradne.
—Las cosas que la gente quiere, y las cosas que le convienen, son muy diferentes. Te deseo suerte con tu pintura; no sé si desearte suerte en tu otro empeño. El gran arte y la felicidad doméstica son mutuamente incompatibles. Tarde o temprano tendrás que elegir.
Tarde o temprano tendrás que elegir. Esas palabras resonaban todavía en la mente de Brant mientras caminaba trabajosamente hacia la cima de la colina, contra el viento que bajaba por la gran carretera. Sunbeam estaba enojada porque las vacaciones habían terminado, y se movía aún más lentamente de lo que exigía la cuesta. Pero poco a poco el paisaje se abrió a su alrededor, el horizonte se acercó al mar, y la ciudad comenzó a parecer más y más un juguete construido con ladrillos de colores. Un juguete dominado por la nave que colgaba allá arriba sin esfuerzo ni movimiento.
Brant la vio en su totalidad por primera vez, pues ahora flotaba casi al mismo nivel de sus ojos y podía abarcarla de una sola mirada. La forma de la nave era casi cilíndrica, pero terminaba en complejas estructuras poliédricas, cuyas funciones estaban más allá de toda conjetura. La gran parte curva posterior estaba erizada de salientes, estrías, y cúpulas igualmente misteriosas. Allí había potencia y practicidad, pero nada de belleza, y Brant la miró con disgusto.
Ese triste monstruo que usurpaba el cielo… ¡Si tan sólo desapareciera, como las nubes que flotaban a su lado! Pero no se desvanecería porque él lo quisiera. Brant sabía que él y sus problemas no tenían importancia ante las fuerzas que ahora estaban en juego. Ésta era la pausa en que la historia contenía el aliento, el silencioso instante entre el relámpago y la llegada del primer golpe. Pronto sonaría el trueno, dando la vuelta al mundo; y pronto podría desaparecer el mundo, mientras él y su pueblo serían exiliados sin hogar entre las estrellas. Ése era el futuro que no quería enfrentar; el futuro que temía más profundamente de lo que Trescon y sus compañeros —para quienes el universo había sido un juguete durante cinco mil años— podían comprender.
Parecía injusto que tuviera que suceder en su época, luego de todos esos siglos de paz. Pero los hombres no pueden negociar con el Destino, y escoger paz o aventura según su deseo. Otra vez habían llegado al mundo la Aventura y el Cambio, y él debería sacar de eso el mejor partido, como lo habían hecho sus antepasados al comienzo de la era espacial, cuando las primeras y frágiles naves habían asaltado las estrellas.
Saludó a Shastar por última vez. Luego dio la espalda al mar. El sol resplandecía ante sus ojos, y la carretera parecía velada por un brillante, trémulo resplandor, y temblaba como un espejismo o como el reflejo de la luna sobre aguas estremecidas. Durante un momento Brant se preguntó si sus ojos lo habían estado engañando; luego vio que no era ilusión.
Hasta donde podía ver, la carretera y el suelo a ambos lados estaban tapizados de incontables telarañas, tan frágiles y delgadas que sólo el brillo del sol revelaba su presencia. El último kilómetro Brant había caminado entre ellas con tanta facilidad como si fueran espirales de humo.
Durante la mañana, las arañas llevadas por el viento debieron haber caído por millones desde el cielo. Y cuando miró hacia el azul, Brant pudo ver fugaces resplandores de luz solar sobre sedas flotantes: viajeros tardíos que pasaban volando. Sin saber a dónde ir, esas diminutas criaturas se habían aventurado hacia un abismo más hostil e insondable que ninguno de los que enfrentaría Brant cuando llegara el momento de despedirse de la Tierra. Era una lección que recordaría las semanas y los meses siguientes.
La esfinge se hundió despacio en el horizonte, uniéndose con Shastar más allá de la medialuna menguante de las colinas. Brant se volvió una sola vez para mirar el monstruo agazapado, cuya vigilia de siglos llegaba ya a su fin. Luego caminó lentamente hacia el sol, mientras unos dedos impalpables le rozaban la cara una y otra vez: los hilos de seda arrastrados por el viento que soplaba desde el hogar.