—Supongo —dijo Jerry Garfield, apagando los motores—, que aquí termina la ruta.
El sonido de los reactores se desvaneció con un suspiro. Privado de su colchón de aire, el vehículo explorador Ruina Errante se posó en las escarpadas rocas de la Meseta Occidental.
No había forma de continuar: ni con los motores a reacción ni con los tractores podía S. 5 (para dar al Ruina su nombre oficial) escalar el acantilado. El polo sur de Venus estaba a tan sólo cuarenta kilómetros de distancia, pero podría haber estado en otro planeta. Tendrían que dar media vuelta y desandar el viaje de seiscientos kilómetros en ese paisaje de pesadilla.
El tiempo estaba sumamente despejado, con una visibilidad de casi mil metros. No era necesario el radar para ver los riscos; por una vez con los ojos era suficiente. La verdosa luz matutina traspasaba nubes que habían flotado intactas durante un millón de años, dando a la escena una apariencia submarina, y la forma en que la niebla borraba todos los objetos distantes aumentaba esa impresión. A veces era fácil creer que se movían a través de un lecho marino poco profundo, y en más de una ocasión Jerry creyó haber visto peces flotando.
—¿Llamo a la nave, y digo que volvemos? —preguntó.
—Todavía no —dijo el doctor Hutchins—. Quiero pensar.
Jerry lanzó una mirada suplicante al tercer miembro de la tripulación, pero no encontró apoyo moral. Coleman era igual; aunque la mitad del tiempo los dos hombres discutían furiosamente, ambos eran científicos, y por lo tanto, en la opinión del terco ingeniero-navegante, ciudadanos no enteramente responsables. Si Cole y Hutch tenían la brillante idea de continuar, nada podía hacer, excepto registrar una protesta.
Hutchins iba de un lado para otro en la diminuta cabina, estudiando mapas e instrumentos. En un momento hizo girar el reflector hacia los riscos, y comenzó a examinarlos cuidadosamente con los binoculares. ¡No esperará que yo conduzca hasta allá arriba!, pensó Jerry. S. 5 es un tractor oruga, no una cabra montañesa…
De pronto Hutchins encontró algo. Lanzó una exclamación y se volvió hacia Coleman.
—¡Mira! —dijo excitado—. ¡A la izquierda de esa marca negra! Dime qué ves.
Le entregó los binoculares, y Coleman miró.
—Maldición —dijo Coleman por fin—. Tenías razón. Hay ríos en Venus. Ésa es una cascada seca.
—Así que me debes una cena en Bel Gourmet cuando volvamos a Cambridge. Con champaña.
—No necesitas recordármelo. De todas formas no es caro. Pero todas tus teorías continúan siendo disparates.
—Un minuto —intervino Jerry—. ¿Qué es eso de ríos y cascadas? Todo el mundo sabe que no pueden existir en Venus. Nunca hace frío suficiente para que las nubes se condensen en el baño de vapor que es este planeta.
—¿Has mirado el termómetro últimamente? —preguntó Hutchins con engañosa suavidad.
—Estuve demasiado ocupado manejando.
—Entonces tengo novedades para ti. Bajó a ciento diez, y sigue bajando. No olvides que estamos casi en el polo, que es invierno, y que estamos a veinte mil metros sobre las tierras bajas. La suma de estos elementos ocasiona un ligero enfriamiento en el aire. Si la temperatura baja unos pocos grados más, tendremos lluvia. El agua estará hirviendo, por supuesto: pero será agua. Aunque George todavía no quiera admitirlo esto coloca a Venus en una situación completamente diferente.
—¿Por qué? —preguntó Jerry, aunque ya había adivinado.
—Donde hay agua puede haber vida. Nos hemos apresurado al suponer que Venus es estéril, sólo porque el promedio de la temperatura está por encima de los doscientos cincuenta grados. Aquí hace mucho más frío, y es por eso que yo estaba tan ansioso por llegar al polo. Aquí, en las tierras altas, hay lagos, y quiero verlos.
—¡Pero agua hirviendo! —protestó Coleman—. ¡Nada podría vivir en eso!
—En la Tierra hay algas que lo logran. Y si hemos aprendido una cosa desde que comenzamos a explorar los planetas, es lo siguiente: dondequiera que la vida tenga la más remota posibilidad de sobrevivir, la encontrarás. Ésta es la única posibilidad que ha tenido en Venus.
—Ojalá pudiéramos comprobar tu teoría. Pero mira: no podemos escalar ese risco.
—Quizá no en el vehículo. Pero no será demasiado difícil escalar esas rocas, incluso vistiendo trajes térmicos. Todo lo que tenemos que hacer es caminar unos pocos kilómetros hacia el polo. De acuerdo con los mapas del radar el suelo es bastante llano más allá del borde. Podríamos hacerlo en…, oh, doce horas como máximo. Todos hemos estado fuera durante más tiempo, y en condiciones mucho peores.
Eso era cierto. Las ropas protectoras diseñadas para mantener vivos a los hombres en las tierras bajas de Venus tendrían poco trabajo donde había sólo cuarenta grados más que en el Valle de la Muerte en el verano.
—Bueno —dijo Coleman—, conoces el reglamento. No puedes ir solo, y alguien debe quedarse aquí para mantener contacto con la nave. ¿Cómo lo arreglamos esta vez, ajedrez o cartas?
—El ajedrez lleva mucho tiempo —dijo Hutchins—, especialmente cuando son ustedes dos los que juegan. —Hurgó en la mesa de los mapas y sacó un mazo bastante usado—. Corta, Jerry.
—Diez de espadas. Espero que puedas superarlo, George.
—Yo también. Maldición: sólo cinco de bastos. Bueno, saludos a los venusianos.
A pesar de la seguridad de Hutchins, trepar el acantilado fue trabajoso. La cuesta no era demasiado empinada, pero el peso del equipo de oxígeno, los trajes térmicos refrigerados y el equipo científico, sumaban más de cincuenta kilos por hombre. La baja gravedad —trece por ciento más débil que la terrestre— ayudaba algo, pero no demasiado, mientras ascendían con dificultad, descansaban en los bordes para recobrar el aliento y volvían a trepar en el crepúsculo submarino. La fosforescencia que los bañaba era más intensa que la de la luna llena en la Tierra. En Venus una luna sería un desperdicio, se dijo Jerry. Jamás sería vista desde la superficie, no había océanos que pudiese gobernar, y la eterna aurora era una fuente de luz mucho más constante.
Tuvieron que trepar más de setecientos metros antes que el suelo se nivelase hasta formar una suave inclinación, cruzada aquí y allá por canales claramente excavados por una corriente de agua. Luego de una corta búsqueda encontraron una hondonada suficientemente ancha y profunda para merecer el nombre de lecho de río, y comenzaron a seguir su curso.
—Acabo de pensar algo —dijo Jerry, luego de caminar unos cientos de metros—. ¿Y si adelante hubiera una tormenta? La idea de enfrentar una marejada de agua hirviendo no me gusta en absoluto.
—Si hay una tormenta —replicó Hutchins, algo impaciente, la oiremos. Habrá tiempo de sobra para llegar al terreno alto.
Sin duda tenía razón, pero Jerry no se sintió más feliz mientras seguían cuesta arriba el ondulado curso de agua. Su inquietud había ido en aumento desde que pasaron la cumbre del risco y perdieron contacto radial con el coche explorador. En esa época estar aislado de los semejantes era una experiencia única y perturbadora. A Jerry no le había ocurrido nunca antes; incluso a bordo del Lucero del Alba, cuando estaban a ciento cincuenta millones de kilómetros de la Tierra, siempre podía enviar un mensaje a la familia y tener la respuesta en pocos minutos. Pero ahora unos cuantos metros de roca lo aislaban del resto de la humanidad; si algo les pasaba allí nadie lo sabría jamás, a menos que alguna expedición posterior encontrara los cuerpos. George esperaría el número de horas convenido; luego volvería a la nave…, solo. «Creo que no pertenezco al tipo de los pioneros —se dijo Jerry—. Me gusta manejar máquinas complicadas, y así me vi metido en los vuelos espaciales. Pero nunca me detuve a pensar a dónde me llevaría eso, y ahora es demasiado tarde para cambiar de idea…»
Habrían recorrido unos cuatro kilómetros hacia el polo, siguiendo los meandros del lecho del río, cuando Hutchins se detuvo a hacer observaciones y a juntar especímenes.
—¡Sigue descendiendo! —dijo—. La temperatura ha bajado a noventa y tres. Es por lejos la temperatura más baja que se haya registrado en Venus. Ojalá pudiéramos llamar a George y hacérselo saber.
Jerry probó todas las longitudes de onda; trató incluso de alcanzar la nave (las imprevistas oscilaciones de la ionosfera del planeta posibilitaban a veces recepciones de larga distancia), pero no había ni el asomo de una onda de transmisión sobre el estruendo y los crujidos de las tormentas venusianas.
—Esto es mejor todavía —dijo Hutchins, y ahora estaba realmente excitado—. La concentración de oxígeno está subiendo: quince partes en un millón. En el vehículo era sólo de cinco, y en las tierras bajas casi no se lo puede detectar.
—¡Pero quince en un millón! —protestó Jerry—. ¡Nada podría respirar eso!
—Has entendido mal —explicó Hutchins—. Nada lo respira. Algo lo produce. ¿De dónde crees que sale el oxígeno de la Tierra? Lo produce la vida, plantas que crecen. Antes que hubiera plantas en la Tierra nuestra atmósfera era igual a ésta: una confusión de bióxido de carbono y amoníaco y metano. Luego la vegetación evolucionó, transformando lentamente a la atmósfera en algo que los animales podían respirar.
—Ya veo —dijo Jerry—. ¿Y crees que aquí ha comenzado el mismo proceso?
—Así parece. Algo no lejos de aquí está produciendo oxígeno, y la vida vegetal es la explicación más simple.
—Y donde hay plantas —meditó Jerry—, supongo que tarde o temprano aparecerán los animales.
—Sí —dijo Hutchins, empacando el equipo y siguiendo por la hondonada—, aunque eso lleva algunos cientos de millones de años. Puede que hayamos llegado demasiado temprano, pero espero que no.
—Todo eso está muy bien —respondió Jerry—. Pero ¿y si encontrásemos algo hostil? No tenemos armas.
Hutchins resopló disgustado.
—Y no las necesitamos. ¿Te has puesto a pensar en lo que parecemos? Cualquier animal saldría corriendo si nos viese.
Algo de razón tenía. La reluciente capa metálica de los trajes térmicos los cubría de pies a cabeza como una resplandeciente armadura. Ningún insecto tenía antenas más complicadas que las montadas en sus cascos y mochilas, y los anchos cristales a través de los cuales miraban al mundo parecían ojos vacíos y monstruosos. Sí, había pocos animales en la Tierra que se detendrían a discutir con semejantes apariciones. Pero los venusianos podían tener otras ideas.
Jerry todavía estaba rumiando esto cuando llegaron al lago. Aun al primer vistazo no le hizo pensar en la vida que buscaban sino en la muerte. Se extendía como un espejo negro entre un pliegue de las colinas. La orilla lejana estaba oculta en una bruma eterna, y unas fantasmagóricas columnas de vapor se arremolinaban y danzaban en la superficie. Sólo faltaba, se dijo Jerry, la barca de Caronte esperando para llevarlos al otro lado. O el Cisne de Tuonela nadando majestuosamente de arriba para abajo mientras cuidaba la entrada al Infierno…
A pesar de todo, era un milagro: el primer curso de agua que el hombre había encontrado en Venus. Hutchins ya estaba de rodillas, casi en actitud de oración. Pero sólo estaba juntando gotas del precioso líquido para examinarlo con su microscopio de bolsillo.
—¿Hay algo ahí? —preguntó Jerry ansiosamente.
Hutchins movió la cabeza.
—Si lo hay, es demasiado pequeño para verlo con este instrumento. Te diré más cuando estemos de regreso en la nave.
Selló un tubo de ensayo y lo colocó en la bolsa, tan tiernamente como un minero que hubiese encontrado una pepita guarnecida de oro. Podía resultar —quizás lo fuera— nada más que agua. Pero también podía ser un universo de desconocidas criaturas vivientes, en la primera etapa de su viaje de mil millones de años hacia la inteligencia.
Hutchins no había caminado más de una docena de metros a la orilla del lago cuando se detuvo tan súbitamente que Garfield casi chocó con él.
—¿Qué pasa? —preguntó Jerry—. ¿Viste algo?
—Allí, esa roca oscura. La vi antes de detenernos en el lago.
—¿Qué tiene? A mi me parece una roca común.
—Creo que ha crecido.
Jerry recordaría ese momento toda su vida. Por alguna razón, no dudó ni un momento de las palabras de Hutchins; a esta altura podía creer cualquier cosa, incluso que las rocas crecían. El sentimiento de soledad y misterio, la presencia del oscuro y melancólico lago, el continuo estruendo de tormentas lejanas, y la vacilante luz verdosa de la aurora, le habían afectado la mente, preparándola para enfrentar lo increíble. Sin embargo no sintió miedo; eso vendría después.
Miró la roca. Estaba aproximadamente a ciento cincuenta metros. Bajo la turbia luz esmeralda era difícil juzgar distancias o dimensiones. La roca —o lo que fuera—, estaba cerca de la cima de un cerro, y parecía una plancha horizontal de un material casi negro.
Había junto a esa una segunda mancha del mismo material, mucho más pequeña; Jerry intentó medir y memorizar la distancia que las separaba para detectar cualquier cambio.
Ni siquiera cuando vio que la distancia se reducía lentamente sintió alarma: sólo una excitada perplejidad. Recién cuando se desvaneció esa sensación, y comprendió que los ojos lo habían engañado, un terror de impotencia le atenazó el corazón.
Ésas no eran rocas que crecían o se movían. Lo que observaban era una marea oscura, una alfombra reptante que lenta pero inexorablemente se arrastraba hacia ellos sobre la cumbre del cerro.
El momento de pánico puro e irracional no duró, misericordiosamente, más que unos pocos segundos. El terror de Garfield comenzó a desvanecerse en cuanto reconoció la causa. Pues esa marea que avanzaba le había recordado, demasiado vívidamente, una historia leída muchos años atrás sobre los ejércitos de hormigas en el Amazonas, y la forma en que destruían todo a su paso…
Pero cualquiera que fuera su naturaleza, esa marea se movía con demasiada lentitud para constituir un peligro, a menos que les cortara la línea de retirada. Hutchins la miraba atentamente a través del único par de binoculares que tenían. Era el biólogo y se mantenía firme en su puesto. No hay razón para que haga el papel de tonto, pensó Jerry, corriendo como un gato escaldado, si no es necesario.
—¡Por todos los cielos! —dijo finalmente, cuando la alfombra móvil estuvo a sólo cien metros de distancia y Hutchins no había proferido aún palabra ni movido un solo músculo—. ¿Qué es?
Hutchins se animó lentamente, como una estatua que vuelve a la vida.
—Perdóname —dijo—. Me había olvidado de ustedes. Es una planta, por supuesto. Al menos creo que sería mejor llamarla así.
—¡Pero se está moviendo!
—¿Por qué debería sorprendernos? Lo mismo hacen las plantas terrestres. ¿Alguna vez viste películas de la hiedra en cámara rápida?
—Pero se quedan quietas; no se arrastran por el paisaje a su alrededor.
—¿Y las plantas del plancton marino, que nadan cuando lo necesitan?
Jerry se rindió; de todas maneras la maravilla lo había dejado sin palabras.
Siguió pensando que la cosa era una alfombra alta, adornada con borlas en las orillas. Variaba de espesor mientras se movía; en algunos sitios no era más que una película; en otros se apilaba hasta una altura de treinta centímetros o más. Al acercarse para ver la textura, Jerry pensó en el terciopelo negro. Se preguntó cómo sería al tacto, y entonces recordó que le quemaría los dedos aunque no le hiciera ningún otro daño. Se encontró pensando, con el aturdimiento que a menudo sigue a una súbita conmoción: Si hay venusianos nunca podremos darles la mano. Nos quemarían, y nosotros los congelaríamos.
Hasta ahora la cosa no había mostrado signos de haber notado la presencia de los hombres. Sólo había fluido hacia delante como la marea irracional que seguramente era. Si no fuera por el hecho que trepaba sobre pequeños obstáculos podría haber sido una inundación.
Y entonces, cuando estaba a sólo tres metros de distancia, la marea aterciopelada se detuvo. Siguió fluyendo a derecha e izquierda pero adelante se detuvo completamente.
—Nos está rodeando —dijo Jerry ansiosamente—. Nos convendría retroceder, hasta estar seguros que ella es inofensiva.
Para su alivio, Hutchins retrocedió inmediatamente. Luego de una breve duda la criatura reanudó el lento avance, y la hendidura en su línea frontal desapareció.
Entonces Hutchins dio un paso adelante, y la cosa retrocedió lentamente. El biólogo avanzó y retrocedió media docena de veces, y en cada ocasión fue acompañado de un flujo y reflujo de la marea viviente. «Nunca imaginé —se dijo Jerry—, que viviría para ver a un hombre bailando un vals con una planta…»
—Termofobia —dijo Hutchins—. Reacción puramente automática. No les gusta nuestro calor.
—¡Nuestro calor! —protestó Jerry—. ¡Si en comparación somos carámbanos vivientes!
—Claro, pero nuestros trajes no.
«Qué estúpido —pensó Jerry—. Cuando estabas cómodo y fresco dentro de tu traje térmico te resultaba fácil olvidar que la unidad de refrigeración que llevabas a la espalda bombeaba una ráfaga de calor hacia fuera. No era de extrañar que la planta venusiana se hubiera apartado…»
—Veamos cómo reacciona a la luz —dijo Hutchins. Encendió la lámpara que llevaba en el pecho, y un potente resplandor, puramente blanco, barrió la verdosa fosforescencia matutina. Jamás había brillado una luz blanca sobre la superficie del planeta Venus, hasta la llegada del Hombre. Ni siquiera de día. Como en los mares de la Tierra sólo había un crepúsculo verde, que se apagaba lentamente hasta llegar a la oscuridad total.
La transformación fue tan sorprendente que ninguno de los hombres pudo reprimir un grito de asombro. De golpe desapareció el negro profundo y sombrío de la espesa alfombra aterciopelada. En cambio, hasta donde llegaban las luces se extendía un llameante dibujo de gloriosos, vívidos rojos, guarnecidos de vetas doradas. Ningún príncipe persa podría haber ordenado nunca tapicería tan opulenta a sus tejedores, y sin embargo ésta era el fruto accidental de fuerzas biológicas. Claro que esos soberbios colores ni siquiera habían existido hasta que los hombres encendieron los reflectores, y desaparecerían de nuevo cuando la extraña luz de la Tierra dejara de conjurarlos.
—Tikov tenía razón —murmuró Hutchins—. Ojalá hubiera podido saberlo.
—¿Razón en qué? —preguntó Jerry, aunque parecía casi un sacrilegio hablar en presencia de tanta belleza.
—Allá en Rusia, hace cincuenta años, descubrió que las plantas de climas muy fríos tendían a ser azules y violeta, mientras que las de climas calurosos eran rojas o naranja. Predijo que la vegetación marciana sería violeta, y dijo que si había plantas en Venus serían rojas. Bueno, acertó en ambas cosas. Pero no podemos quedarnos aquí todo el día; tenemos trabajo que hacer.
—¿Estás seguro que es inofensiva? —preguntó Jerry, prudente otra vez.
—Completamente. No puede tocar nuestros trajes aunque quiera. De todos modos ya se va.
Eso era cierto. Podían ver ahora que la criatura —si era una sola planta, y no una colonia—, cubría un área circular de casi cien metros de diámetro. Barría el suelo como la sombra de una nube llevada por el viento; y allí donde había descansado las rocas estaban cubiertas de picaduras: innumerables agujeros minúsculos, grabados quizás por un ácido.
—Sí —dijo Hutchins, respondiendo a la observación de Jerry—. Así es como se alimentan algunos líquenes: segregan ácidos que disuelven la roca. Pero nada de preguntas, por favor. No hasta que volvamos a la nave. Tengo aquí trabajo para varias vidas, y sólo un par de horas para hacerlo.
Esto era botánica a la carrera… El delicado borde de la enorme planta-cosa se movía con sorprendente rapidez cuando trataba de eludirlos. Era como si estuvieran enfrentando a un panqueque animado de media hectárea de extensión. Evitaba automáticamente el escape de calor de los trajes, pero no reaccionaba cuando Hutchins cortaba muestras o hacía pruebas. La criatura fluía constantemente hacia delante sobre colinas y valles, guiada por un extraño instinto vegetal. Quizá seguía un veta mineral; los geólogos aclararían eso cuando analizaran las muestras de roca que Hutchins había juntado antes y después del pasaje del tapizado viviente.
Había apenas tiempo para pensar o incluso para dar forma a las innumerables preguntas que provocaba el descubrimiento. Esas criaturas debían ser bastante comunes, para que ellos hubieran encontrado una tan rápidamente. ¿Cómo se reproducirían? ¿Por retoños, esporas, escisión o por algún otro medio? ¿De dónde sacaban la energía? ¿Qué familia, rivales o parásitos tenían? Pensar eso era absurdo, pues donde hay una especie debe haber miles…
Finalmente el hambre y la fatiga les obligaron a detenerse. La criatura que estudiaban podía comer recorriendo toda la superficie de Venus —aunque Hutchins pensaba que nunca se alejaba demasiado del lago, ya que de vez en cuando se acercaba e introducía un zarcillo en el agua—. Pero los animales de la Tierra tenían que descansar.
Fue un gran alivio inflar la carpa presurizada, entrar en la cámara de presión y despojarse de los trajes térmicos. Por primera vez, mientras descansaban dentro de la diminuta esfera plástica, comprendieron la maravilla y la importancia del descubrimiento. El mundo que los rodeaba ya no era el mismo: Venus ya no estaba muerto, pues se había unido a la Tierra y a Marte.
La vida llamaba a la vida a través de los abismos del espacio. Todo lo que crecía o se movía sobre la superficie de cualquier planeta era un portento, una promesa del hecho que el Hombre no estaba solo en este universo de soles flameantes y giratorias nebulosas. Si hasta ahora no había encontrado compañeros con los cuales pudiera hablar, eso era muy natural, pues allá delante se extendían todavía muchos años luz inexplorados.
Mientras tanto debía cuidar y alentar la vida que encontrase, fuese sobre la Tierra, Marte o Venus.
Eso era lo que Graham Hutchins, el biólogo más feliz del Sistema Solar, se decía a sí mismo mientras ayudaba a Garfield a recoger los desperdicios y a sellarlos dentro de una bolsa plástica de basura. Cuando desinflaron la carpa y emprendieron el viaje de regreso no había signo alguno de la criatura que habían estado examinando. Mejor así; podrían haberse sentido tentados de proseguir los experimentos, y el fin del plazo ya estaba incómodamente cerca.
No importaba; en pocos meses estarían de vuelta con un equipo de ayudantes, mucho mejor provistos y bajo la mirada de todo el mundo. La evolución había trabajado durante mil millones de años para hacer posible ese encuentro, y podía esperar un poco más.
Durante un rato nada se movió en la nebulosa y verde fosforescencia del paisaje; no había hombres ni alfombra carmesí. Y de pronto, fluyendo sobre colinas talladas por el viento, reapareció la criatura. O quizás era otra criatura de la misma y extraña especie; nadie lo sabría nunca.
Se deslizó hasta el montón de piedras donde Hutchins y Garfield habían enterrado los desperdicios. Allí se detuvo.
No estaba perpleja porque no tenía mente. Pero las urgencias químicas que la impulsaban inexorablemente por la meseta polar, gritaban: ¡Aquí, aquí! En algún sitio, cerca, estaba el más precioso de todos los alimentos: el fósforo, ingrediente indispensable para encender la chispa vital. La alfombra comenzó a frotar las rocas, a escurrirse entre grietas y hendeduras, a arañar y escarbar con zarcillos exploratorios. Nada de lo que hacía estaba fuera de las posibilidades de cualquier planta o árbol en la Tierra. Pero se movía mil veces más rápido, llegando al objetivo y traspasando la película plástica en pocos minutos.
Y entonces se dio un banquete con una comida mucho más concentrada que toda la que había conocido hasta entonces. Absorbió los hidratos de carbono y las proteínas y los fosfatos, la nicotina de las colillas de cigarrillos, la celulosa de las tazas de papel y las cucharas. Descompuso todo eso y lo asimiló a su extraño cuerpo, sin dificultades, inofensivamente.
Al mismo tiempo absorbió todo un microcosmo de criaturas vivientes: las bacterias y los virus que, sobre un planeta más antiguo, habían evolucionado transformándose en mil enfermedades mortales. Aunque sólo unos pocos podían sobrevivir en esa atmósfera, eran suficientes.
Cuando la alfombra se arrastró de vuelta al lago, llevaba el contagio a todo su mundo.
En el momento en que el Lucero del Alba ponía rumbo a su lejano hogar, Venus estaba ya muriendo. Las películas y fotografías y especímenes que Hutchins llevaba victoriosamente, eran más preciosos aún de lo que él pensaba. Eran el único testimonio que existiría jamás del tercer intento de la vida por propagarse en el Sistema Solar.
Bajo las nubes de Venus la historia de la Creación había terminado.