Washington nunca había estado más hermosa en primavera; y ésta era la última que él vería, pensó desolado el senador Steelman. Aun ahora, a pesar de todo lo que le había dicho el doctor Jordan, no podía aceptar la verdad. En el pasado siempre había habido una forma de escapar; ninguna derrota había sido definitiva. Cuando los hombres lo traicionaban los echaba; los arruinaba incluso, como advertencia a otros. Pero ahora la traición la tenía adentro; ya le parecía sentir el trabajoso latido del corazón que pronto callaría. Era inútil hacer planes para las elecciones presidenciales de 1976; quizás no viviera para ver la presentación de candidaturas…
Era el fin de los sueños y de la ambición, y no podía consolarse con la idea que para todos los hombres esas cosas deben terminar algún día. Era demasiado pronto para él; pensó en Cecil Rhodes, que siempre había sido uno de sus héroes, gritando: «¡Tanto para hacer, y tan poco tiempo!», al morir antes de los cincuenta años. Él ya era mayor que Rhodes, y había hecho mucho menos.
El automóvil lo alejaba del Capitolio; había en eso algo de simbólico, y trató de apartar el pensamiento. Ahora pasaba por delante del Nuevo Smithsoniano, enorme complejo de museos que nunca había tenido tiempo de visitar, aunque había visto cómo crecía a lo largo de Mall durante los años que estuvo en Washington. Cuántas cosas había perdido, pensó amargamente, en su inexorable búsqueda del poder. Todo el universo del arte y la cultura había estado casi cerrado para él, y ésa era sólo una parte del precio que había pagado. Se había vuelto un extraño para la familia y para aquéllos que alguna vez fueron sus amigos. Sacrificó al amor en el altar de la ambición, y el sacrificio fue en vano. ¿Habría alguien en el mundo que llorara su partida?
Sí, había. El sentimiento de total desolación que lo oprimía se atenuó un poco. Al tomar el teléfono sintió vergüenza de tener que llamar a la oficina para conseguir ese número, cuando su mente estaba atiborrada de tantos recuerdos menos importantes.
(Allí estaba la Casa Blanca, casi deslumbradora bajo el sol primaveral. Por primera vez en su vida no le echó un segundo vistazo. Pertenecía ya a otro mundo, un mundo que nunca volvería a interesarle.)
El circuito del automóvil no tenía visión, pero no la necesitaba para sentir la leve sorpresa de Irene, y su placer todavía más leve.
—Hola, Renée. ¿Cómo están todos?
—Muy bien, papá. ¿Cuándo te veremos?
Era la fórmula cortés que siempre utilizaba su hija las raras ocasiones en que él llamaba. E invariablemente, excepto en la Navidad o en los cumpleaños, su respuesta era una vaga promesa de visitarlos en alguna indefinida fecha futura.
—Estaba pensando —dijo lentamente, casi disculpándose— si podría llevarme a los niños por una tarde. Hace mucho tiempo que no los saco a pasear, y tenía deseos de escaparme de la oficina.
—Por supuesto —respondió Irene, con alegría en la voz—. Les encantará. ¿Cuándo te gustaría llevarlos?
—Mañana estaría bien. Podría pasar alrededor de las doce, y llevarlos al zoológico o al Smithsoniano, o a cualquier otro sitio que quisieran visitar.
Ahora Irene estaba verdaderamente alarmada, ya que sabía muy bien que él era uno de los hombres más ocupados de Washington, con el programa de trabajo planeado con semanas de anticipación. Ella estaría preguntándose qué sucedía, y esperaba que no adivinara la verdad. No había ninguna razón para que lo hiciera, pues ni aun su secretaria sabía de los agudos dolores que lo habían llevado a ese examen médico largamente postergado.
—Sería maravilloso. Justo ayer hablaban de ti, preguntando cuándo volverían a verte.
Los ojos del senador se humedecieron, y se alegró del hecho que Renée no pudiera verlo.
—Estaré allá al mediodía —dijo apresuradamente, tratando de ocultar la emoción—. Cariños a todos. —Cortó la comunicación antes que ella pudiese contestar, y se reclinó contra el tapizado con un suspiro de alivio. Casi impulsivamente, sin planificación racional, había dado el primer paso para rehacer su vida. Había perdido a los hijos, pero el puente entre las generaciones permanecía intacto. Aunque no hiciese otra cosa, debía cuidar y fortalecer ese puente en los meses que le quedaban.
Llevar dos niños bulliciosos e inquisitivos a través del edificio de historia natural no era lo que el doctor le hubiera aconsejado, pero era lo que él quería hacer. Joey y Susan habían crecido mucho desde su último encuentro, y hacía falta rapidez física y mental para seguirlos. En cuanto entraron en la rotonda, se le escaparon, corriendo hacia el enorme elefante que dominaba el vestíbulo de mármol.
—¿Qué es eso? —preguntó Joey.
—Es un efelante, estúpido —respondió Susan, con la abrumadora superioridad de sus siete años.
—Ya sé que es un efelante —replicó Joey—. ¿Pero cómo se llama?
El senador Steelman examinó el letrero, pero no encontró ninguna ayuda. En una ocasión como ésta el temerario refrán «Equivocado a veces, indeciso nunca», era una segura guía de conducta.
—Se llamaba, em, Jumbo —dijo apresuradamente—. ¡Mira esos colmillos!
—¿Alguna vez tenía dolor de muelas?
—Oh, no.
—¿Entonces cómo se limpiaba los dientes? Mamá dice que si yo no me limpio los míos…
Steelman vio a dónde llevaba este razonamiento, y pensó que era mejor cambiar de tema.
—Hay mucho más para ver adentro. ¿Por dónde quieren comenzar: pájaros, víboras, peces, mamíferos?
—¡Víboras! —gritó Susan—. Yo quería tener una en una caja, pero papá dijo que no. ¿Crees que cambiaría de idea si tú se lo pidieras?
—¿Qué es un mamífero? —pregunto Joey, antes que Steelman pudiera pensar una respuesta.
—Vengan conmigo —dijo el senador firmemente—. Les mostraré.
Mientras caminaban por los pasillos y las galerías, los niños lanzándose de una sección a la otra, se sintió en paz con el mundo. No había nada como un museo para calmar la mente, para ver los problemas de la vida cotidiana en su real perspectiva. Aquí, rodeado por las maravillas y la infinita variedad de la Naturaleza, recordó verdades que había olvidado. Era sólo una criatura en un millón de millones que compartían este planeta Tierra. Toda la raza humana, con sus esperanzas y miedos, sus triunfos y locuras, podría no ser más que un incidente en la historia del mundo. De pie frente a los monstruosos huesos del Diplodocus (por una vez los niños callaron y miraron con asombrado respeto) sintió que los vientos de la Eternidad le soplaban a través del alma. Ya no podía tomar tan en serio las ambiciones, ni la creencia que él era el hombre que la nación necesitaba. ¿Qué nación, después de todo? Este verano se cumplirían tan sólo dos siglos de la firma de la Declaración de Independencia; pero este viejo norteamericano había descansado en las rocas de Utah durante cien millones de años…
Cuando llegaron a la Sala de Vida Oceánica, con su dramática advertencia del hecho que la Tierra todavía poseía animales mayores de los que podía mostrar el pasado, el senador Steelman estaba cansado. La ballena azul de treinta metros zambulléndose en el océano, y los otros veloces cazadores del mar, le recordaron las horas que había pasado en la pequeña cubierta reluciente, bajo una ondulante vela blanca. También en esa época había conocido la alegría, cuando el agua golpeaba la proa, y el viento suspiraba entre los aparejos. Hacía treinta años que no navegaba: ése era otro de los placeres terrenales que había abandonado.
—No me gustan los peces —se quejó Susan—. ¿Cuándo llegamos a las víboras?
—Pronto —dijo Steelman—. ¿Pero qué apuro tienes? Hay mucho tiempo.
Las palabras se le escaparon sin darse cuenta. Moderó sus pasos, mientras los niños corrían adelante. Entonces sonrió, sin amargura. En cierto sentido era verdad. Había mucho tiempo. Usados correctamente, cada día, cada hora, podía ser un universo de experiencias. En las últimas semanas de su vida comenzaría a vivir.
Por el momento nadie sospechaba nada en la oficina. Su paseo con los niños no había provocado demasiada sorpresa; ya había hecho cosas parecidas, cancelando citas repentinamente y dejando que su personal se las arreglara. Su comportamiento no había cambiado todavía, pero en pocos días sería evidente que algo había pasado. Tenía el deber, con ellos y con el partido, de darles la noticia lo antes posible; sin embargo, debía tomar primero muchas decisiones personales.
Tenía otra razón para dudar. Durante su carrera rara vez había perdido una pelea, y en las estocadas y acometidas de la vida política no había dado cuartel. Ahora, enfrentando esta derrota definitiva, temía la compasión y las condolencias de sus muchos enemigos. Sabía que esa actitud era tonta; un vestigio de su terco orgullo, parte demasiado importante de su personalidad para desaparecer aun ante la sombra de la muerte.
Llevó el secreto del comité a la Casa Blanca y al Capitolio, y a través de todos los laberintos de la sociedad de Washington, durante más de dos semanas. Fue la mejor actuación de su carrera, pero no había quien pudiera apreciarla. Al cabo de ese tiempo había completado su plan de acción; sólo le quedaban por despachar unas pocas cartas escritas de su propia mano, y llamar a su mujer.
La oficina la localizó, no sin dificultades, en Roma. Todavía era hermosa, pensó, cuando apareció en la pantalla; habría sido una excelente Primera Dama, y eso compensaría los años perdidos. Le había parecido que ella anhelaba esa posición, ¿pero de veras había comprendido alguna vez lo que ella quería?
—Hola, Martin —dijo ella—. Esperaba tus noticias. Supongo que quieres que vuelva.
—¿Estarías dispuesta? —preguntó Steelman, suavemente. La dulzura de su voz obviamente la sorprendió.
—Sería una tonta si me negara, ¿no es así? Pero si no te eligen quiero seguir por mi camino.
—No me elegirán. Ni siquiera presentarán mi candidatura. Eres la primera en saberlo, Diana. En seis meses estaré muerto.
La franqueza era brutal pero tenía un objeto. La fracción de segundo que tardaron las ondas de radio en llegar hasta los satélites de comunicación y volver a la Tierra nunca pareció tan larga. Por una vez había traspasado la hermosa máscara. Los ojos de la mujer se abrieron con incredulidad; y su mano voló a los labios.
—¡Estás bromeando!
—¿Con esto? Es la verdad. Mi corazón está agotado. El doctor Jordan me lo dijo hace un par de semanas. Es culpa mía, por supuesto, pero no hablemos de eso.
—Y por eso has estado paseando con los niños; me preguntaba qué habría pasado.
Tendría que haber adivinado que Irene hablaría con la madre de ella. Era una vergüenza para Martin Steelman que un hecho tan simple como mostrar interés en sus propios nietos pudiera causar curiosidad.
—Sí —admitió con franqueza—. Me temo que lo postergué demasiado. Ahora estoy tratando de recuperar el tiempo perdido. Ninguna otra cosa parece importante.
En silencio, se miraron a los ojos a través de la curva terrestre, y a través del desierto de los años que los separaban. Entonces Diana respondió, un tanto vacilante:
—Comenzaré a empacar inmediatamente.
Steelman se sentía muy aliviado ahora que ya se sabía la noticia. La compasión de sus enemigos no era tan dura de aceptar como había temido, ya que de la noche a la mañana había dejado de tener enemigos. Hombres que no le habían hablado en años, excepto para injuriarlo, enviaron mensajes de indudable sinceridad. Viejas peleas se evaporaron, o resultaron estar fundadas en malentendidos. Era una pena tener que morir para aprender esas cosas…
También aprendió que, para un hombre público, morir era un trabajo agotador. Había que nombrar sucesores, aclarar confusiones legales y financieras, concluir asuntos de estado y partidarios. La labor de una vida enérgica no podía terminar repentinamente, como una luz eléctrica que se apaga. Era asombrosa la cantidad de responsabilidades que había contraído, y lo difícil que era desligarse de ellas. Nunca le había resultado fácil delegar el poder (un defecto fatal, habían dicho muchos críticos, en un hombre que deseaba ser Jefe del Ejecutivo), pero ahora tenía que hacerlo, antes que se le escapara para siempre de las manos.
Era como si se le estuviera acabando la cuerda a un gran reloj, y no hubiera nadie para dársela de nuevo. Mientras regalaba sus libros, leía y destruía viejas cartas, cerraba cuentas y archivos inservibles, dictaba instrucciones finales y escribía notas de despedida, tenía a veces una sensación de completa irrealidad. No sentía dolor; nunca hubiese adivinado que no le quedaban años de vida activa por delante. Solamente unas pocas líneas en un cardiograma se interponían entre él y su futuro, como un gigantesco obstáculo. O como una maldición, escrita en un lenguaje extraño que sólo los médicos podían leer.
Ahora, Diana, Irene o su marido, llevaban los niños a verlo casi todos los días. En el pasado nunca se había sentido cómodo con Bill, pero eso, lo sabía, había sido culpa suya. No podía esperar que un yerno reemplazara a un hijo, y era injusto culpar a Bill por no estar hecho a imagen de Martin Steelman, hijo. Bill tenía su propia personalidad; había cuidado de Irene, la había hecho feliz, y era un buen padre para sus hijos. Que careciera de ambición era un defecto —si de veras se lo podía llamar así— que el senador estaba dispuesto a perdonar.
Podía pensar incluso, sin dolor ni amargura, en su propio hijo, que había transitado por este camino antes que él, y que ahora yacía —una cruz entre muchas— en el cementerio de las Naciones Unidas de Ciudad del Cabo. Nunca había visitado la tumba de Martin; cuando tuvo tiempo, los hombres blancos no eran populares en lo que quedaba de África del Sur. Ahora, si lo deseaba, podía ir, pero no sabía si sería justo atormentar a Diana con semejante misión. Sus propios recuerdos no lo molestarían por mucho tiempo más, pero ella quedaría con los suyos.
Sin embargo, le hubiera gustado ir, y pensaba que ése era su deber. Más aún, sería un último obsequio para los niños. Para ellos serían tan sólo vacaciones en un país extraño, sin tristeza por un tío que nunca habían conocido. Steelman había comenzado a hacer los preparativos cuando, por segunda vez en un mes, el mundo se trastornó.
Aun ahora, cuando llegaba a la oficina todas las mañanas, lo esperaba una docena de visitantes o más. Sin embargo, nunca había imaginado que el doctor Harkness estaría entre ellos.
La vista de esa figura delgada, alta, le hizo detenerse momentáneamente. Las mejillas se le encendieron y el pulso se le aceleró al recordar antiguas batallas a través de las mesas de las comisiones, las palabras airadas que habían resonado en los innumerables canales del éter. Luego se calmó; en lo que a él tocaba todo eso había terminado.
Al acercarse el senador, Harkness se levantó algo torpemente. El senador Steelman ya conocía esa turbación inicial: la había visto tantas veces en las últimas semanas… Todos los que encontraba estaban automáticamente en desventaja, siempre alertas para evitar el tema tabú.
—¡Doctor! —dijo—. ¡Qué sorpresa! No esperaba verlo por aquí.
No pudo resistir esa pequeña ironía, y le agradó que alcanzara su objetivo. Pero lo dijo sin amargura, como lo reconoció la sonrisa de Harkness.
—Senador —repuso Harkness, en voz tan baja que Steelman tuvo que inclinarse hacia adelante para oírlo—, tengo una información muy importante para usted. ¿Podríamos hablar a solas por unos minutos? No llevará mucho tiempo.
Steelman asintió; ahora tenía sus propias ideas sobre lo que era importante, y sólo sentía una leve curiosidad por la visita del científico. El hombre parecía haber cambiado mucho desde su último encuentro, siete años antes. Se lo veía mucho más seguro de sí mismo, había perdido los nerviosos amaneramientos que lo habían convertido en un testigo tan poco convincente.
—Senador —comenzó, cuando estuvieron solos en la oficina privada—, tengo una noticia que puede conmoverlo bastante. Creo que usted puede ser curado.
Steelman se hundió pesadamente en el sillón. Esto era algo que nunca había esperado; desde el principio había prescindido de las esperanzas vanas. Sólo un loco luchaba contra lo inevitable, y él había aceptado su destino.
Durante un momento no pudo hablar; luego miró al antiguo adversario y jadeó:
—¿Quién le dijo eso? Todos mis médicos…
—No les haga caso; no tienen la culpa de estar diez años atrasados. Mire esto.
—¿Qué significa? No leo ruso.
—Es el último número de la Revista de Medicina Espacial de la URSS. Llegó hace unos pocos días, e hicimos la acostumbrada traducción de rutina. Esta nota aquí, la que marqué, se refiere a un reciente trabajo en la Estación Mechnikov.
—¿Qué es eso?
—¿No lo sabe? Es el Hospital Satélite de los rusos, el que construyeron debajo del Gran Cinturón de Radiación.
—Siga —dijo Steelman, con voz seca y dura—. Había olvidado que la llamaban así.
Hubiera deseado terminar la vida en paz, pero ahora el pasado volvía a perseguirlo.
—Bueno, la nota en sí no dice mucho, pero se puede leer bastante entre líneas. Es una de esas insinuaciones que lanzan los científicos cuando no tienen tiempo para escribir un artículo documentado y para poder luego reclamar la prioridad. El título es: «Efectos terapéuticos de la falta de gravedad sobre las enfermedades circulatorias». Provocaron la enfermedad artificialmente en conejos y ratones blancos, y luego los llevaron a la estación espacial. En órbita, por supuesto, nada tiene peso; el corazón y los músculos casi no trabajan, y el resultado es exactamente el que traté de explicarle, años atrás. Incluso se pueden atajar casos extremos, y muchos pueden ser curados.
La pequeña oficina que fuera centro de su mundo, escena de tantas conferencias, cuna de tantos planes, se volvió repentinamente irreal. Los recuerdos eran más vívidos: regresaba a aquellas audiencias, en el otoño de 1969, cuando se revisaba —y frecuentemente se criticaba con dureza— la primera década de la Administración Nacional de la Aeronáutica y el Espacio.
Nunca había sido presidente de la Comisión Senatorial de Astronáutica, pero sí su miembro más vocal y efectivo. Allí había hecho su reputación de guardián del presupuesto público, de hombre duro que no podía ser embaucado por las utopías de científicos soñadores. Había sido un buen trabajo; desde ese momento nunca había estado alejado de los titulares. No era que estuviese predispuesto a favor o en contra del espacio y la ciencia, pero sabía distinguir un asunto candente cuando lo veía. Como si de pronto un grabador se hubiera puesto a funcionar en su mente, todo volvió…
—Doctor Harkness, ¿es usted Director Técnico de la Administración Nacional para la Aeronáutica y el Espacio?
—Así es.
—Tengo aquí las cifras de los gastos de la NASA durante el período 1959-69; son impresionantes. Hasta ahora el total es de ochenta y dos mil quinientos cuarenta y siete millones cuatrocientos cincuenta mil dólares, y el cálculo para el año fiscal 69-70 sobrepasa los diez mil millones. Quizá pueda usted darnos alguna indicación de los beneficios que podemos esperar de esto.
—Con mucho gusto, senador.
Así había comenzado, en un tono firme pero no hostil. La hostilidad vino luego. Ya entonces supo que era injustificada; toda gran organización tenía debilidades y fallas, y una que literalmente apuntaba a las estrellas jamás podía esperar sino un éxito parcial. Desde el principio se supo que la conquista del espacio sería por lo menos tan costosa en vidas y dinero como la conquista del aire. En diez años habían muerto por lo menos un centenar de hombres: en la Tierra, en el espacio, y sobre la árida superficie de la Luna. Ahora que la urgencia de los años sesenta había pasado, la gente preguntaba «¿Por qué?». Steelman era suficientemente astuto para verse a sí mismo como el portavoz de esa interrogante. Su actuación había sido fría y calculada; era conveniente tener una víctima propiciatoria, y el doctor Harkness tuvo la desgracia de recibir ese papel.
—Sí, doctor, comprendo los beneficios de la investigación espacial, que nos han llegado en la forma de mejores comunicaciones y pronósticos meteorológicos, y estoy seguro que todos los aprecian. Pero casi todo ese trabajo fue realizado con vehículos automáticos, no tripulados. Lo que me preocupa, lo que preocupa a mucha gente, son los crecientes gastos del programa Hombre en el Espacio, y su tan secundaria utilidad. Desde los proyectos Dyna-Soar y Apolo, hace casi una década, hemos disparado al espacio miles de millones de dólares. ¿Y con qué resultado? Que un simple puñado de hombres pueda pasar unas pocas e incómodas horas fuera de la atmósfera, sin lograr nada que no pueda ser obtenido mejor y más económicamente por cámaras de televisión y equipos automáticos. ¡Y las vidas que se han perdido! Ninguno de nosotros olvidará los gritos que oímos por la radio cuando el X-21 se quemó al reingresar en la atmósfera. ¿Qué derecho tenemos a enviar hombres a muertes semejantes?
Todavía recordaba el silencio de la cámara cuando terminó de hablar. Sus preguntas eran muy razonables, y merecían ser contestadas. Lo injusto era la forma retórica de su exposición y, sobre todo, que estuvieran dirigidas a un hombre que no podía responderlas adecuadamente. Steelman no hubiese utilizado esas tácticas con un Von Braun o un Rickover; ellos le habrían pagado con la misma moneda. Pero Harkness no era un orador; si tenía sentimientos profundamente arraigados los guardaba para sí. Era un buen científico, un administrador capaz…, y un testigo desastroso. Había sido como matar peces en un barril. Los periodistas estaban encantados; nunca supo cuál de ellos inventó el apodo «Harkness el Desventurado».
—Doctor, ese plan suyo para un laboratorio espacial con una capacidad para cincuenta hombres, ¿cuánto dijo que costaría?
—Casi mil quinientos millones de dólares.
—¿Y el mantenimiento anual?
—No más de doscientos cincuenta millones.
—Cuando consideramos lo que ha sucedido con los cálculos previos, usted nos perdonará si vemos estas cifras con cierto escepticismo. Pero aún suponiendo que usted tuviera razón: ¿Qué obtendremos a cambio del dinero?
—Podremos establecer nuestra primera estación espacial de investigación a gran escala. Hasta ahora hemos tenido que experimentar con muy poco espacio, en vehículos inadecuados, generalmente cuando estaban ocupados en otra misión. Un laboratorio satélite permanente, tripulado, es esencial. Sin él, el progreso es imposible. La astrobiología no puede comenzar…
—¿Astro qué?
—Astrobiología, el estudio de organismos vivientes en el espacio. Los rusos la iniciaron al enviar a la perra Laika en el Sputnik II, y todavía nos llevan ventaja en ese campo. Pero nadie ha hecho trabajos serios con insectos o invertebrados; en realidad en ningún animal excepto perros, ratones y monos.
—Entiendo. ¿Me equivocaría si dijese que usted quiere fondos para construir un zoológico espacial?
La risa en la sala del comité había ayudado a matar el proyecto. Y había ayudado a matarlo a él, comprendía ahora el senador Steelman.
Sólo podía culparse a sí mismo, pues el doctor Harkness había tratado, inútilmente, de subrayar los beneficiosos resultados que produciría un laboratorio espacial. Había enfatizado sobre todo los aspectos médicos, sin prometer nada pero señalando posibilidades. Había sugerido que los cirujanos podrían desarrollar técnicas nuevas en un medio en el cual los órganos no tenían peso; los hombres podrían vivir más tiempo, liberados del deterioro y agotamiento provocados por la gravedad, ya que el esfuerzo del corazón y de los músculos se vería enormemente reducido. Sí, había mencionado el corazón; pero eso no le había interesado a Steelman: saludable, y ambicioso, y ávido de fama…
—¿Por qué vino a decirme eso? —dijo lentamente el senador—. ¿No podría dejarme morir en paz?
—Precisamente —dijo Harkness con impaciencia—. No hay que abandonar la esperanza.
—¿Porque los rusos curaron algunos ratones blancos y conejos?
—Han hecho mucho más que eso. El estudio que le mostré sólo citaba los resultados preliminares; ya está un año atrasado. No quieren despertar falsas esperanzas, así que lo guardan en el mayor silencio posible.
—¿Cómo lo sabe usted?
Harkness pareció sorprendido.
—Llamé al Profesor Stanyukovitch, mi igual jerárquico. Resultó que estaba arriba, en la Estación Mechnikov, lo que prueba la importancia de sus trabajos. Es un viejo amigo mío, y tuve el atrevimiento de mencionar el caso de usted.
El comienzo de la esperanza, cuando ha estado ausente un largo tiempo, puede ser tan doloroso como su desaparición. A Steelman le costó respirar, y por un espantoso instante se preguntó si habría llegado el ataque final. Pero era tan sólo la excitación; la opresión del pecho se aflojó, el zumbido de sus oídos desapareció y escuchó la voz del doctor Harkness que decía:
—Él quería saber si usted podría ir a Astrogrado inmediatamente; le dije que le preguntaría. Si puede, hay un vuelo que sale de Nueva York mañana a las diez y treinta.
Había prometido a los niños llevarlos al zoológico al día siguiente; sería la primera vez en fallarles. Ese pensamiento le provocó un agudo sentimiento de culpa, y tuvo que hacer un esfuerzo de voluntad para contestar.
—Sí, puedo.
No vio nada de Moscú durante los pocos minutos que el gran jet tardó en bajar de la estratosfera. Durante el descenso apagaban las pantallas: la vista del suelo subiendo mientras la nave caía verticalmente sobre los reactores era muy desconcertante para los pasajeros.
En Moscú se trasladó a un avión cómodo, pero de anticuado motor a turbohélice, y mientras volaba hacia el este internándose en la noche tuvo la primera oportunidad auténtica de reflexionar. Era muy extraño hacerse a sí mismo esa pregunta, pero…, ¿estaba de veras contento porque el futuro no fuese más algo completamente determinado? Su vida, que hasta hacía unas pocas horas había parecido tan simple, volvía a ser compleja, al abrirse una vez más a posibilidades que había aprendido a descartar. El doctor Johnson había tenido razón cuando dijo que nada calma más la mente de un hombre que la certidumbre del hecho que va a ser ahorcado a la mañana. Lo inverso era cierto sin duda: nada la trastornaba más que el pensamiento que la ejecución sería postergada.
Estaba dormido cuando aterrizaron en Astrogrado, la capital espacial de la URSS. Cuando el suave impacto del aterrizaje lo sacudió despertándolo, durante un momento no comprendió dónde estaba. ¿Había soñado que volaba a través del mundo en busca de la vida? No; no era un sueño, pero bien podía ser una empresa quimérica.
Doce horas más tarde seguía esperando la respuesta. Ya le habían tomado los últimos análisis; las manchas de luz en el cardiógrafo cesaron su funesta danza. La familiar rutina del examen médico, y las voces suaves y competentes de los doctores y las enfermeras, ayudaron a tranquilizarlo. Y la sala de recepción, donde los especialistas le pidieron que esperara mientras conferenciaban, era muy tranquila, tenuemente iluminada. Sólo las revistas rusas, y los retratos de hirsutos pioneros de la medicina soviética, le recordaban que ya no estaba en su patria.
No era el único paciente. Había alrededor de una docena de hombres y mujeres de todas edades, sentados, leyendo revistas y tratando de parecer cómodos. Nadie conversaba, ni intentaba cruzar una mirada. En ese cuarto cada ser estaba en su limbo privado, suspendido entre la vida y la muerte. Aunque ligados por una desventura común, el vínculo no se extendía a la comunicación. Cada uno parecía tan separado del resto de la especie humana como si ya estuviese volando a través de los abismos cósmicos, donde estaba su única esperanza.
Pero en el rincón del fondo de la sala había una excepción. Una pareja joven —ninguno de los dos tendría más de veinticinco años— se acurrucaba con tanto dolor y desesperación que al principio Steelman se sintió fastidiado. Por terribles que fueran sus problemas, se dijo severamente, la gente debería ser más considerada. Deberían esconder las emociones, especialmente en un sitio como ése, donde podían perturbar a otros.
El fastidio de Steelman pronto se convirtió en piedad, pues ningún corazón puede permanecer impasible durante largo tiempo ante un amor puro y abnegado, sumido en la desgracia. A medida que pasaban los minutos, en un silencio quebrado sólo por el crujido de papeles y el roce de sillas, su piedad creció hasta convertirse casi en obsesión.
¿Cuál sería la historia de la pareja? El muchacho tenía rasgos delicados, inteligentes: podía ser un artista, un científico, un músico…, no había forma de adivinarlo. La muchacha estaba embarazada; tenía uno de esos rostros sencillos, de campesina, tan comunes en las mujeres rusas. Estaba lejos de ser hermosa, pero la tristeza y el amor daban a sus rasgos una dulzura luminosa. A Steelman le costó apartar los ojos de ella, ya que de alguna forma —aunque no existía el menor parecido físico—, le recordaba a Diana. Treinta años atrás, cuando salían juntos de la iglesia, vio el mismo brillo en los ojos de su mujer. Casi lo había olvidado; ¿habría sido culpa de él o de ella que se desvaneciera tan rápido?
Sin aviso previo su silla vibró. Un rápido, súbito temblor recorrió el edificio, como si un gigantesco martillo hubiera golpeado el suelo, a muchos kilómetros de distancia. ¿Un terremoto?, pensó Steelman; luego recordó dónde estaba, y comenzó a contar los segundos.
Cuando llegó a sesenta dejó de contar; quizá el aislamiento acústico era tan bueno que el ruido no llegaba a él, y sólo la onda expansiva que sacudiera el suelo indicaba que mil toneladas acababan de saltar al espacio. Pasó otro minuto, y entonces oyó un sonido lejano pero nítido, como el de una tormenta eléctrica rugiendo bajo el borde del mundo. El sonido venía de mucho más lejos de lo que había soñado; el ruido en la pista de lanzamiento debía superar toda imaginación.
Sabía, no obstante, que ese trueno no lo molestaría cuando él también subiera al cielo; el veloz cohete lo dejaría muy atrás. Tampoco el impulso de la aceleración le tocaría el cuerpo, que descansaría en un baño de agua caliente, más cómodo aún que este mullido sillón.
El estruendo lejano llegaba aún del espacio cuando se abrió la puerta de la sala de espera y la enfermera le hizo señas. Aunque sentía que muchos ojos lo seguían no miró atrás cuando salió a recibir la sentencia.
Los servicios de prensa trataron de ponerse en contacto con él durante todo su viaje de vuelta desde Moscú, pero se negó a aceptar las llamadas.
—Digan que duermo y no debo ser molestado —dijo a la azafata. Se preguntó quién les habría informado, y se sintió molesto ante esa invasión de su vida privada. Sin embargo, había evitado durante años el aislamiento, y sólo en las últimas semanas había comenzado a apreciarlo. No podía culpar a los periodistas y comentaristas por suponer que era el mismo de antes.
Cuando el jet aterrizó en Washington lo estaban esperando. Los conocía a casi todos por el nombre, y algunos eran viejos amigos, sinceramente contentos por la noticia que había llegado antes que él.
—¿Cómo se siente, senador —dijo Macauley, del Times—, al saber que vuelve a la actividad? ¿Es cierto que los rusos pueden curarlo?
—Creen que pueden —respondió prudentemente—. Éste es un nuevo campo de la medicina, y nadie puede prometer nada.
—¿Cuándo irá al espacio?
—Esta semana, en cuanto haya arreglado algunos asuntos aquí.
—¿Y cuándo estará de vuelta…, si todo anda bien?
—Es difícil decirlo. Aun cuando todo salga bien, estaré allá arriba por lo menos seis meses.
Involuntariamente el senador miró al cielo. Al alba o en el crepúsculo —incluso durante el día, si se sabía dónde mirar—, la estación Mechnikov constituía una vista espectacular, más brillante que cualquiera de las estrellas. Pero ahora había tantos satélites con esas características que sólo un experto podía distinguir uno de otro.
—Seis meses —dijo un periodista pensativamente—. Eso significa que usted no se presentará a las elecciones del setenta y seis.
—Pero sí a las de 1980 —dijo otro.
—Y a las de 1984 —añadió un tercero. La risa fue general; la gente ya hacía bromas con respecto a 1984, que una vez había parecido tan lejano en el futuro, pero que pronto sería una fecha igual a cualquier otra…, al menos así lo esperaban.
Oídos y micrófonos aguardaban la respuesta del senador. Steelman, al pie de la escalerilla, otra vez foco de la atención y la curiosidad, sintió que la vieja excitación le corría por las venas. ¡Qué regreso formidable, volver del espacio como un hombre nuevo! Le daría un encanto que ningún otro candidato podría igualar; había algo olímpico, casi divino, en esa perspectiva. Ya se sorprendió tratando de introducirla en consignas electorales…
—Denme ustedes tiempo para hacer mis planes —dijo—. Tardaré un poco en acostumbrarme a esto. Pero les prometo una declaración antes de abandonar la Tierra.
Antes de abandonar la Tierra. Una frase adecuada y dramática. Todavía saboreaba su ritmo mentalmente cuando vio a Diana que se acercaba desde los edificios del aeropuerto.
Ella ya había cambiado, como él mismo estaba cambiando; esa cautela y esa reserva en los ojos de Diana no habían estado allí dos días antes. Decían, tan claramente como palabras: ¿Va a suceder todo de nuevo? Aunque era un día caluroso sintió de pronto un escalofrío, como si se hubiese pescado un enfriamiento en aquellas lejanas estepas siberianas.
Pero Joey y Susan no habían cambiado cuando corrieron a saludarlo. Los alzó en los brazos y les hundió el rostro en el pelo, para que las cámaras no pudiesen ver sus lágrimas. Mientras los niños se pegaban a él con el amor generoso e inocente de la infancia, supo cuál tendría que ser su elección.
Sólo ellos lo habían conocido libre de la ambición de poder; así debían recordarlo, si alguna vez lo recordaban.
—Su conferencia, señor Steelman —dijo la secretaria—. La paso a su pantalla privada.
Steelman dio vuelta en su sillón giratorio y miró hacia el panel gris de la pared. El panel se dividió en dos secciones verticales. En el lado derecho se veía una oficina muy parecida a la suya, y a sólo unos pocos kilómetros de distancia. Pero en el izquierdo…
El profesor Stanyukovitch, vestido con ropas livianas —pantalón corto y camiseta—, flotaba en el aire, a treinta centímetros del asiento. Cuando vio que tenía compañía se asió de él con una mano, bajó y se sujetó con un cinturón. Detrás del profesor había hileras de equipos de comunicación; y detrás de los equipos, Steelman sabía, estaba el espacio.
El doctor Harkness habló primero, desde la pantalla derecha.
—Estábamos esperando noticias suyas, senador. El profesor Stanyukovitch me dice que todo está listo.
—La próxima nave de abastecimiento —dijo el ruso— subirá en dos días. Me llevará de vuelta a la Tierra, pero espero verlo antes de dejar la estación.
La voz del profesor Stanyukovitch era curiosamente aguda, debido a la tenue atmósfera de oxihelio que respiraba. Aparte de eso no se sentía a la distancia, ni había interferencias. Aunque el profesor estaba a miles de kilómetros, y volando en el espacio a seis kilómetros por segundo, podría haber estado en la misma oficina. Steelman oía incluso los motores eléctricos del equipo detrás de Stanyukovitch.
—Profesor —respondió Steelman—, quisiera hacerle algunas preguntas antes de ir.
—Por supuesto.
Ahora se notaba que Stanyukovitch estaba muy lejos. Hubo un considerable tiempo de espera antes que llegara la respuesta; la estación debía estar sobre el otro lado de la Tierra.
—En Astrogrado vi muchos otros pacientes en la clínica. Me estuve preguntando sobre qué base seleccionan ustedes a quienes serán tratados.
Esta vez la pausa fue mucho mayor que la debida a la lentitud de las ondas radiales. Luego Stanyukovitch, respondió:
—Bueno, los que tienen mayor probabilidad de curación.
—Pero el servicio debe ser muy limitado. Seguramente tienen muchos otros candidatos aparte de mí mismo.
—No entiendo bien —interrumpió el doctor Harkness, bastante impaciente.
Steelman miró la pantalla derecha. Era bastante difícil reconocer en el hombre que lo observaba al testigo que se había retorcido bajo su aguijón. La experiencia había templado a Harkness, lo había bautizado en el arte de la política. Steelman le había enseñado mucho y él había aplicado esos conocimientos tan duramente ganados.
Los motivos de Harkness habían sido obvios desde el comienzo. No habría sido humano si no paladeara esa dulcísima venganza, esa triunfante vindicación de su fe. Y como Director de Administración Espacial sabía muy bien que la mitad de sus luchas presupuestales estaría ganada cuando todo el mundo supiera que un posible Presidente de los Estados Unidos estaba en un hospital espacial ruso…, porque su propio país no tenía uno.
—Doctor Harkness —dijo Steelman suavemente—, éste es un problema mío. Estoy esperando su respuesta, profesor.
A pesar del tema, gozaba de la situación. Los dos científicos, por supuesto, compartían los mismos intereses. Stanyukovitch también tenía sus problemas; Steelman podía adivinar las discusiones en Astrogrado y en Moscú, y la avidez con que los astronautas soviéticos habían aprovechado esa oportunidad. Oportunidad que, debe admitirse, habían ganado con creces.
Era una situación irónica, imposible de imaginar sólo doce años antes.
Allí estaban la NASA y la Comisión de Astronáutica de la URSS trabajando juntas, usándolo a él como un peón para un mutuo beneficio. No se sentía ofendido, pues en su lugar él hubiera hecho lo mismo. Pero no quería ser un peón; era un individuo que todavía tenía cierto control sobre su propio destino.
—Es muy cierto —dijo Stanyukovitch, a regañadientes— que aquí en Mechnikov sólo podemos tomar un número limitado de pacientes. En todo caso, la estación es un laboratorio de investigación, no un hospital.
—¿Cuántos? —preguntó Steelman implacablemente.
—Bueno…, menos de diez —admitió Stanyukovitch de muy mala gana.
Ése era un viejo problema, por supuesto, aunque nunca había imaginado que se le presentaría a él. Recordó un artículo periodístico de mucho tiempo atrás. Cuando acababan de descubrirla, la penicilina era tan escasa que si tanto Churchill como Roosevelt la hubieran necesitado para salvar sus vidas sólo habrían podido tratar a uno de ellos…
Menos de diez. Había visto una docena esperando en Astrogrado. ¿Y cuántos más había en todo el mundo? Otra vez, como le había ocurrido tan a menudo en los últimos días, volvió a perseguirlo el recuerdo de aquellos amantes desesperados de la clínica. Quizás no pudiera ayudarlos; nunca lo sabría.
Pero sí sabía una cosa. Tenía una responsabilidad a la que no podía escapar. Era cierto que ningún hombre podía prever el futuro, ni las consecuencias de sus acciones. Sin embargo, si no hubiera sido por él, su propio país podría tener ya un hospital espacial dando vueltas más allá de la atmósfera. ¿Cuántas vidas norteamericanas pesaban sobre su conciencia? ¿Podía él aceptar la ayuda que le había negado a otros? En otra época lo hubiera hecho; pero ahora no.
—Caballeros —dijo—, puedo hablar francamente con ambos, porque sé que vuestros intereses son idénticos. —Vio que su ligera ironía no se les escapaba—. Aprecio la ayuda y las molestias que se han tomado; lamento que todo eso se haya desperdiciado. No, no protesten; ésta no es una decisión repentina y quijotesca de mi parte. Pienso que esta oportunidad debe ser dada a otra persona; especialmente en vista de mis antecedentes. —Miró al doctor Harkness, que sonrió embarazado—. También tengo otras razones, de índole personal, y no es posible que cambie de parecer. Por favor no me crean grosero o ingrato, pero no deseo discutir más este asunto. Otra vez gracias, y adiós.
Cortó la comunicación; y mientras se desvanecía la imagen de los dos sorprendidos científicos, la paz volvió a su espíritu.
Imperceptiblemente, la primavera se fundió con el verano. Las esperadas celebraciones del Bicentenario llegaron y se fueron; por primera vez en años gozó del Día de la Independencia como un ciudadano cualquiera. Ahora podía sentarse y ver cómo actuaban los otros; o ignorarlos, si así lo deseaba.
Como los vínculos de toda una vida eran demasiado fuertes para romperlos, y porque sería la última oportunidad de ver a muchos viejos amigos, pasó horas visitando ambas convenciones y escuchando a los comentaristas. Ahora que veía a todo el mundo bajo la luz de la Eternidad, sus emociones ya no estaban en juego; comprendía los problemas, juzgaba las discusiones, pero se sentía ya tan alejado como un visitante de otro planeta. Las pequeñas figuras que gritaban en la pantalla eran divertidas marionetas, que representaban una obra entretenida pero que ya no era importante. Por lo menos para él.
Pero era importante para los nietos, que algún día se moverían en el mismo escenario. No olvidaba eso; ellos eran su participación en el futuro, cualquiera fuese la extraña forma que éste pudiera tomar. Y para comprender el futuro era necesario conocer el pasado.
Ahora los estaba llevando a ese pasado, mientras el automóvil corría por el Memorial Drive. Diana iba al volante, con Irene al lado, mientras él, sentado con los niños, señalaba los lugares conocidos a lo largo de la autopista. Conocidos para él, pero no para ellos; aunque no fueran suficientemente grandes para comprender todo lo que veían, esperaba que recordarían.
El automóvil bordeó suavemente la marmórea quietud de Arlington (otra vez pensó en Martin, durmiendo al otro lado del mundo) y subió las colinas sin esfuerzo. Detrás de ellos, como una ciudad vista a través de un espejismo, Washington bailaba y temblaba en la bruma estival, hasta que la curva del camino la ocultó.
En Monte Vernon todo estaba tranquilo; había pocos visitantes a principios de semana. Mientras dejaban el coche y caminaban hacia la casa, Steelman se preguntó qué pensaría el primer Presidente de los Estados Unidos si pudiera ver ahora su casa. Jamás debió haber soñado que entraría en el segundo siglo perfectamente conservado, isla inmutable en el presuroso río del tiempo.
Caminaron lentamente a través de los cuartos maravillosamente proporcionados, tratando de contestar lo mejor posible a las interminables preguntas de los niños, de asimilar el estilo de un modo de vida infinitamente más simple, infinitamente más pausado. (¿Pero habría parecido simple o pausado a aquéllos que lo vivieron?) Era tan difícil imaginar un mundo sin electricidad, sin radio, sin otra energía que la del músculo, el viento y el agua… Un mundo en el que nada se movía más rápidamente que un caballo al galope, y la mayoría de los hombres morían a pocos kilómetros del sitio donde habían nacido.
El calor, la caminata, y las preguntas incesantes demostraron ser más agotadores de lo que Steelman había imaginado. Cuando llegaron a la Sala de Música decidió descansar. En la terraza había unos atractivos bancos donde podría sentarse al aire fresco, y regalar los ojos con el verde césped del prado.
—Búscame afuera —explicó a Diana— cuando hayas terminado con la cocina y los establos. Me gustaría sentarme un rato.
—¿Te encuentras bien? —dijo ella ansiosamente.
—Nunca me sentí mejor, pero no quiero exagerar. Además los niños me han exprimido; no se me ocurren más respuestas. Tendrás que inventar algunas; de todas formas la cocina es tu departamento.
Diana sonrió.
—Nunca fui demasiado buena en eso, ¿no es cierto? Pero lo haré lo mejor que pueda. Creo que no nos llevará más de treinta minutos.
Cuando lo dejaron solo, el senador Steelman caminó lentamente hacia el prado. Allí debía haberse detenido Washington, dos siglos antes, a mirar cómo el Potomac serpenteaba hacia el mar, pensando en las pasadas guerras y en los futuros problemas. Y allí Martin Steelman, trigesimoctavo Presidente de los Estados Unidos, podría haber llegado a detenerse unos pocos meses más tarde si el destino no hubiera querido otra cosa.
No podía afirmar que no tenía remordimientos, pero esos remordimientos eran pocos. Algunos hombres alcanzaban el poder y la felicidad; él nunca tendría las dos cosas. Tarde o temprano, la ambición lo habría consumido. En las últimas semanas había conocido la satisfacción, y para eso ningún precio era demasiado alto.
Estaba todavía maravillándose de cómo se le acababa el tiempo cuando la Muerte cayó suavemente del cielo de verano.