La salida de Saturno

Sí, es cierto. Conocí a Morris Perlman cuando yo tenía unos veintiocho años. En esa época conocí a miles de personas, desde presidentes para abajo.

Cuando volvimos de Saturno todo el mundo quería vernos, y casi la mitad de la tripulación salió en gira de conferencias. Siempre me ha gustado hablar (no me digan que no lo notaron), pero algunos de mis colegas dijeron que preferían ir a Plutón antes que enfrentar otra audiencia. Algunos lo hicieron.

Mi territorio era el Medio Oeste, y la primera vez que me topé con el señor Perlman —nadie lo llamaba de otra forma; al menos nunca lo llamaban «Morris»— fue en Chicago. La agencia siempre me registraba en hoteles buenos, pero no demasiado lujosos. Eso me agradaba; prefería los lugares donde podía ir y venir a mi antojo, sin cruzarme con un montón de lacayos con librea, y donde podía ponerme cualquier cosa razonable sin que me hicieran sentir un vago. Ya veo que sonríen sarcásticamente; bueno, entonces yo sólo era un muchacho, y han cambiado tantas cosas…

Ha pasado ya mucho tiempo, pero debo haber estado dictando conferencias en la Universidad. De todas formas, recuerdo mi desilusión porque no pudieron mostrarme el lugar donde Fermi activó la primera pila atómica. Dijeron que ese edificio había sido derribado cuarenta años antes, y sólo quedaba una placa para marcar el sitio. La miré un rato, pensando en todo lo que había ocurrido desde aquel lejano día de 1942. Había nacido yo, entre otras cosas; y el poder atómico me había llevado hasta Saturno y traído de vuelta. Eso era quizá algo que Fermi y Cía. nunca habían pensado cuando construyeron su primer enrejado de uranio y grafito.

Yo estaba desayunando en la cafetería cuando un hombre menudo, de mediana edad, se sentó al otro lado de la mesa. Dijo buenos días cortésmente, y luego dio un respingo de sorpresa al reconocerme. (Él había planeado el encuentro, por supuesto, pero en aquel momento no me di cuenta.)

—¡Qué placer! —dijo—. Anoche estuve en su conferencia. ¡Cómo lo envidié! —Sonreí algo forzadamente; nunca soy muy sociable durante el desayuno, y había aprendido a estar en guardia contra los maniáticos, los latosos y los entusiastas que parecían considerarme su legítima presa. El señor Perlman no era un latoso, aunque por cierto era un entusiasta, y supongo que podríamos llamarlo maniático.

Tenía la apariencia de cualquier hombre de negocios medianamente próspero, y supuse que era un huésped como yo mismo. Que hubiera asistido a mi conferencia no era sorprendente: fue abierta al público y, por supuesto, bien publicitada en prensa y radio.

—Desde la niñez —dijo mi no invitado compañero— me ha fascinado Saturno. Sé exactamente cuándo y cómo empezó todo. Debo haber tenido unos diez años cuando conocí aquellas maravillosas pinturas de Chesley Bonestell, mostrando cómo se vería el planeta desde sus nueve lunas. Supongo que usted las habrá visto.

—Creo que sí —respondí—. Aunque tienen casi medio siglo nadie las ha superado. Había un par de ellas a bordo del Endeavor colgando al lado de los planos. A menudo miraba los cuadros y luego los comparaba con el original.

—Entonces sabe cómo me sentía, allá en la década del cincuenta. Acostumbraba sentarme durante horas tratando de aprehender el hecho que este objeto increíble, con sus anillos de plata girando alrededor, no era el sueño de un artista sino que realmente existía; que era un mundo diez veces mayor que la Tierra. En esa época no imaginé que podría ver esa maravilla con mis propios ojos; pensé que sólo los astrónomos, con sus gigantescos telescopios, podrían ver ese espectáculo. Pero entonces, a los quince años, hice otro descubrimiento, tan emocionante que casi no pude creerlo.

—¿Qué descubrimiento? —pregunté. Me había reconciliado ya con la idea de compartir el desayuno; mi compañero parecía una persona bastante inofensiva, y había algo de simpático en su obvio entusiasmo.

—Descubrí que hasta un tonto podía construir un poderoso telescopio astronómico en su propia cocina, por unos pocos dólares y con el trabajo de un par de semanas. Fue una revelación: como miles de otros muchachos saqué de la biblioteca pública un ejemplar de Construya su Telescopio de Ingall, y seguí adelante. Dígame: ¿usted se construyó alguna vez un telescopio?

—No; soy ingeniero, no astrónomo. No sabría cómo empezar.

—Es increíblemente simple, si se siguen las instrucciones. Se comienza con dos discos de vidrio, de una pulgada de espesor. Los míos los compré por cincuenta centavos a un abastecedor de buques; eran cristales de tronera que ya no servían porque estaban astillados en los bordes. Entonces se pega un disco a una superficie plana y firme. Yo usé un viejo barril colocado de pie.

»Luego hay que comprar diversos grados de polvo de esmeril, desde el más grueso y arenoso hasta el más fino que existe. Se pone una pizca del polvo más grueso entre ambos discos, y se comienza a frotar el superior para delante y para atrás con movimientos regulares. Al hacer eso se va rotando lentamente.

»¿Ve qué sucede? El polvo de esmeril ahueca el disco superior, que se transforma en una superficie cóncava y esférica. De vez en cuando hay que cambiar el polvo por un grado más fino, y hacer algunas pruebas ópticas sencillas para ver si la curva está bien.

»Después se cambia el esmeril por colcótar, hasta que finalmente se obtiene una superficie tan suave y pulida que parece increíble que la haya hecho uno mismo. Ahora sólo queda un paso, aunque es algo más complejo. Todavía hay que platear el espejo, y convertirlo en un buen reflector. Eso significa conseguir algunos productos químicos en la farmacia, y hacer exactamente lo que dice el libro.

»Aún recuerdo el placer que sentí cuando la película de plata comenzó a extenderse como por arte de magia sobre la cara de mi pequeño espejo. No era un espejo perfecto, pero era bastante bueno, y yo no lo hubiera cambiado por nada de lo que había en Monte Palomar.

»Lo fijé al extremo de un tablón; no había necesidad de preocuparse por un tubo telescópico, aunque puse medio metro de cartón alrededor del espejo, para que no entrase luz. Como ocular, utilicé un pequeño lente de aumento que conseguí en una tienda de chatarra por unos pocos centavos. En total no creo que el telescopio me haya costado más de cinco dólares, aunque eso era mucho dinero para mí cuando niño.

»Vivíamos entonces en un ruinoso hotel que mi familia poseía en la Tercera Avenida. Luego de armar el telescopio subí al techo y lo probé, entre la jungla de antenas de TV que cubría cada edificio en aquellos días. Tardé un rato en alinear el espejo y el ocular, pero no había cometido ningún error, y funcionó. Como instrumento óptico, probablemente fuera desastroso (después de todo era mi primera prueba) pero aumentaba por lo menos cincuenta veces, y apenas pude esperar hasta la caída de la noche para probarlo en las estrellas.

»Había mirado en el almanaque, y sabía que Saturno estaba alto en el este luego de la puesta del sol. En cuanto oscureció estuve nuevamente en el techo, con mi loco artefacto de madera y vidrio apuntalado entre dos chimeneas. Era a fines del otoño, pero no noté el frío, pues el cielo estaba lleno de estrellas…, y eran todas mías.

»Tomé el tiempo necesario para establecer la distancia focal con la mayor exactitud posible, utilizando la primera estrella que entró en el campo. Entonces comencé a perseguir a Saturno, y no tardé en descubrir lo difícil que es localizar algo en un telescopio de reflexión que no está correctamente montado. Pero pronto el planeta atravesó rápidamente el campo de visión; moví el instrumento hacia aquí y hacia allá unas pocas pulgadas y allí estaba.

»Era diminuto, pero perfecto. Creo que no respiré durante un momento; apenas si podía creer lo que veían mis ojos. Luego de todos los dibujos allí estaba la realidad. Parecía un juguete colgando en el espacio, con los anillos ligeramente abiertos e inclinados hacia mí. «Parece tan artificial…, ¡como un adorno de un árbol de Navidad!» Había una sola estrella brillante a su lado, y supe que era Titán.

Perlman hizo una pausa, y durante un momento debimos haber compartido los mismos pensamientos. Pues para ambos Titán ya no era simplemente la luna mayor de Saturno, un punto luminoso conocido sólo por los astrónomos. Era el feroz mundo hostil sobre el que había aterrizado el Endeavor, y donde tres de mis compañeros de la tripulación yacían en sus tumbas solitarias, más lejos de sus hogares de lo que había descansado jamás muerto alguno de la Humanidad.

—No sé cuánto tiempo miré, esforzando los ojos y moviendo el telescopio a través del cielo, mientras Saturno subía sobre la ciudad. Estaba a mil millones de kilómetros de Nueva York; pero pronto volví a la realidad de Nueva York.

»Ya le hablé de nuestro hotel; pertenecía a mi madre, pero lo manejaba mi padre, y no muy bien. Había perdido dinero durante años, y a lo largo de toda mi infancia atravesamos continuas crisis financieras. Así que no culpo a mi padre por beber; debe haber estado medio loco de preocupación la mayor parte del tiempo. Y yo había olvidado completamente que debía ayudar al dependiente en la recepción…

»De modo que papá vino a buscarme, sumido en sus propias preocupaciones, y sin saber nada de mis sueños. Me encontró observando a las estrellas en el techo.

»No era un hombre cruel; no habría podido comprender el estudio y la paciencia y los cuidados con que construí mi pequeño telescopio, ni las maravillas que éste me mostró el corto tiempo que lo utilicé. Ya no lo odio, pero recordaré toda mi vida el sonido de mi primer y último espejo cuando se hizo trizas contra la mampostería.

No había nada que yo pudiera decir. Hacía tiempo que mi resentimiento inicial por esta interrupción se había transformado en curiosidad. Ya presentía que había mucho más en esa historia que lo que había escuchado hasta entonces, y noté otra cosa. La camarera nos trataba con exagerada deferencia…, y sólo un poco de esa deferencia estaba dirigida a mí.

Mi acompañante jugó con el azucarero mientras yo esperaba en comprensivo silencio. Para entonces sentía que había algún lazo entre nosotros, aunque no sabía exactamente en qué consistía.

—Nunca construí otro telescopio —dijo—. Algo más se rompió, aparte de ese espejo: algo en mi corazón. De todas formas estaba demasiado ocupado. Ocurrieron dos cosas que trastornaron mi vida. Papá nos abandonó, dejándome como cabeza de familia. Y demolieron el elevado de la Tercera Avenida.

Debe haber notado mi perplejidad, porque me sonrió por encima de la mesa.

—Oh, no lo sabe. Pero cuando yo era niño había una vía de tren elevada que corría encima de la Tercera. Hacía que toda la zona fuera sucia y ruidosa; la Avenida era un barrio bajo, lleno de bares, casas de empeño y hoteles baratos como el nuestro. Todo eso cambió con la desaparición de la vía elevada. Los precios de los inmuebles subieron y de pronto nos encontramos en la prosperidad. Papá volvió rápidamente, pero era demasiado tarde: yo manejaba el negocio. Pronto comencé a moverme en toda la ciudad; luego en todo el país. Ya no era un distraído buscador de estrellas, y le di a papá uno de mis hoteles más pequeños, donde no podía hacer mucho daño.

»Hace cuarenta años que vi a Saturno, pero nunca he olvidado ese espectáculo único, y anoche sus fotografías me recordaron todo. Solamente quería decirle lo agradecido que le estoy.

Buscó a tientas en la billetera y sacó una tarjeta.

—Espero que me busque cuando venga otra vez a la ciudad; puede usted estar seguro que no faltaré si da más conferencias. Buena suerte, y lamento haber abusado de su tiempo.

Y se fue, antes que yo pudiera decir palabra. Miré la tarjeta, la guardé en el bolsillo y terminé el desayuno, algo pensativo.

Cuando firmé el cheque, camino a la cafetería, pregunté:

—¿Quién era ese caballero sentado a mi mesa? ¿El jefe?

La encargada me miró como si yo fuera un retardado mental.

—Supongo que podría llamarlo así, señor —respondió—. Por supuesto que este hotel le pertenece, pero nunca lo he visto antes por aquí. Siempre se queda en el Ambassador cuando está en Chicago.

—¿Y ese también le pertenece? —dije, sin demasiada ironía, pues ya sospechaba la respuesta.

—Claro que sí. También… —y dijo a la carrera toda una retahíla de hoteles, incluyendo a los dos mayores de Nueva York.

Estaba impresionado, y también me hacía gracia, pues era claro que el señor Perlman había ido con la deliberada intención de encontrarme. Parecía una forma indirecta de hacerlo; en aquella época yo no sabía nada de su notoria timidez y reserva. Desde el principio conmigo nunca fue tímido.

Luego lo olvidé durante cinco años. (Oh, debería decir que cuando pedí la cuenta me dijeron que no la había.) En esos cinco años hice el segundo viaje.

Esta vez sabíamos qué esperar, y no íbamos hacia lo desconocido. No había más preocupaciones por el combustible, pues todo lo que necesitábamos nos aguardaba en Titán; sólo teníamos que comprimir su atmósfera de metano dentro de los tanques, y habíamos incluido eso en nuestros planes. Visitamos las nueve lunas, una tras otra; y luego entramos en los anillos…

Aunque había poco peligro era una experiencia que destrozaba los nervios. Como ustedes saben el sistema de anillos es muy delgado: sólo unos treinta kilómetros de ancho. Descendimos lenta y cautelosamente luego de ajustarnos a su movimiento, de modo que íbamos exactamente a la misma velocidad que el anillo. Era como subir a un carrusel de doscientos sesenta mil kilómetros de diámetro…

Pero un carrusel fantasmagórico, pues los anillos no son sólidos y se puede mirar a través de ellos. De cerca son casi invisibles; los billones de partículas que los forman están tan separadas que lo único que se ve cerca de uno son ocasionales trozos pequeños, flotando lentamente. Es sólo al mirar a lo lejos cuando los incontables fragmentos se funden en una superficie continua, como una granizada que girase alrededor de Saturno para siempre.

Esa frase no es mía, pero es buena. Pues cuando llevamos a la compuerta de aire el primer trozo de genuino anillo de Saturno, se derritió en pocos minutos, convirtiéndose en un charco de agua barrosa. Alguna gente piensa que la magia desaparece al saber que los anillos en un noventa por ciento son de simple hielo. Pero esa actitud es estúpida; serían igualmente maravillosos, e igualmente hermosos, si fueran de diamante.

Cuando volví a la Tierra, en el primer año del nuevo siglo, salí en otra gira de conferencias; una gira corta, pues ahora tenía una familia, y quería verla lo más posible. Esta vez me encontré con el señor Perlman en Nueva York, mientras hablaba en Columbia y mostraba nuestra película «Explorando Saturno». (Un título engañoso, ya que lo más cerca que estuvimos del planeta fue a unos treinta mil kilómetros. Nadie soñaba, en aquellos días, que los hombres descenderían alguna vez en el turbulento fango helado que es la superficie de Saturno.)

El señor Perlman me esperaba luego de la conferencia. No lo reconocí, pues había visto algo así como a un millón de personas luego de nuestro último encuentro. Pero cuando me dio su nombre, todo volvió tan claramente que comprendí que debía haber dejado una profunda impresión en mi mente.

De alguna forma me apartó de la multitud; aunque le desagradaba encontrar a alguien en medio de la masa, tenía el extraordinario arte de dominar cualquier grupo cuando era necesario, y luego desaparecer antes que sus víctimas supieran qué había sucedido. Aunque lo vi en acción muchas veces, nunca supe exactamente cómo lo hacía.

De todas formas, media hora después estábamos disfrutando de una soberbia cena en un restaurante exclusivo (suyo, por supuesto). Fue una comida maravillosa, especialmente después del pollo y helado de la gira, pero me hizo pagarla. Metafóricamente, quiero decir.

Las experiencias y las fotos recogidas por ambas expediciones a Saturno estaban al alcance de todo el mundo, en cientos de informes y libros y artículos populares. El señor Perlman parecía haber leído todo el material que no fuera demasiado técnico; lo que quería de mí era algo diferente. Incluso entonces pensé que su interés era el de un hombre solitario, envejecido, que trata de recapturar un sueño perdido en la juventud. Tenía razón; pero ésa era sólo una parte de la verdad.

Estaba detrás de algo que todos los informes y artículos no pudieron transmitir. ¿Qué sentía uno al despertarse a la mañana, y ver ese gran globo dorado con sus etéreos cinturones de nubes dominando el cielo? ¿Y los anillos mismos, en qué hacían pensar cuando estaban tan cerca que llenaban el cielo de lado a lado?

—Usted quiere un poeta —dije—, no un ingeniero. Pero le diré esto: por más tiempo que mire a Saturno, y vuele alrededor y entre sus lunas, nunca puede creerlo. A menudo se sorprende pensando: todo esto es un sueño: algo así no puede ser real. Va a la escotilla más cercana…, y allí está, quitándole el aliento.

»Debe recordar que, aparte de nuestra cercanía, podíamos mirar a los anillos desde ángulos muy ventajosos, completamente imposibles desde la Tierra, donde siempre los vemos vueltos hacia el Sol. Volábamos bajo su sombra, y entonces ya no centelleaban como plata; era una débil bruma, un puente de humo entre las estrellas.

»Y la mayor parte del tiempo podíamos ver la sombra de Saturno cayendo todo a lo ancho de los anillos, eclipsándolos tan completamente que parecía como si les hubieran sacado un gran mordisco. También sucedía a la inversa: en el lado diurno del planeta siempre estaban las sombras de los anillos corriendo como una banda polvorienta paralela y no muy lejana al Ecuador.

»Además —aunque hicimos esto sólo unas pocas veces—, podíamos elevarnos sobre cualquiera de los polos del planeta y mirar desde arriba ese maravilloso sistema. Entonces observábamos que, en lugar de los cuatro visibles desde la Tierra, había por lo menos una docena de anillos entrecruzados. Cuando vimos eso nuestro comandante hizo una observación que nunca he olvidado: «Aquí —dijo, y no había impertinencia en sus palabras— es donde los ángeles estacionan sus aureolas».

Todo esto, y mucho más, se lo conté al señor Perlman en ese restaurante pequeño pero oh-tan-caro al sur del Central Park. Cuando terminé pareció muy complacido, aunque no habló durante varios minutos. Luego dijo, tan casualmente como cuando se pregunta el horario del próximo tren en la estación local:

—¿Cuál sería el mejor satélite para un centro turístico?

Cuando comprendí lo que él acababa de decir casi me atraganté con el brandy de cien años. Luego respondí, muy paciente y cortésmente (después de todo había sido una cena exquisita):

—Escuche, señor Perlman. Usted sabe tan bien como yo que Saturno está a casi mil quinientos millones de kilómetros de la Tierra; mucho más, en realidad, cuando estamos en lados opuestos del Sol. Alguien calculó que nuestros pasajes de ida y vuelta llegaban a siete millones y medio de dólares por persona. Y puede creerme, no había comodidades de primera clase en el Endeavor I ó II. De todas formas, por más dinero que tenga, nadie puede comprar un pasaje a Saturno. Sólo los científicos y las tripulaciones espaciales viajarán allá, durante todo el tiempo que se pueda imaginar.

Pude ver que mis palabras no tenían efecto alguno; el señor Perlman sonrió, simplemente, como si supiera algún secreto.

—Lo que usted dice es cierto ahora —respondió—. Pero he estudiado historia. Y comprendo a la gente: ése es mi negocio. Permítame recordarle algunos hechos.

»Hace dos o tres siglos casi todos los grandes centros turísticos mundiales y lugares hermosos estaban tan lejos de la civilización como lo está hoy Saturno. ¿Qué sabía Napoleón, por ejemplo, del Gran Cañón, de las Cataratas de Victoria, de Hawai o del Monte Everest? Y mire al Polo Sur; llegaron a él por primera vez cuando mi padre era un muchacho. Pero hay un hotel allí hace ya una generación.

»Ahora todo comienza de nuevo. Usted puede apreciar solamente los problemas y las dificultades porque está demasiado cerca de esas cosas. Sean cuales sean, el hombre las superará, como siempre lo ha hecho en el pasado.

»Pues dondequiera que haya algo extraño o hermoso, la gente querrá verlo. Los anillos de Saturno son el mayor espectáculo de todo el universo conocido: siempre lo he pensado, y ahora usted me ha convencido. Hoy día cuesta una fortuna llegar a ellos, y los hombres que van deben arriesgar sus vidas. Lo mismo hicieron los primeros hombres que volaron; pero ahora hay un millón de pasajeros en el aire cada segundo del día y de la noche.

»Lo mismo ocurrirá con el espacio. No ocurrirá en diez años, ni en veinte quizá. Pero veinticinco años fue todo lo que hizo falta, recuerde, para que comenzaran los primeros vuelos comerciales a la Luna. No creo que con Saturno pase tanto tiempo…

»No estaré aquí para verlo. Pero cuando ocurra quiero que la gente me recuerde. Así que…, ¿dónde deberíamos construir?

Todavía pensaba que ese hombre estaba loco, pero por lo menos empezaba a comprender sus motivaciones. Y no había ninguna razón para no seguirle la corriente, de modo que pensé el asunto cuidadosamente.

—Mimas está demasiado cerca —dije—, y lo mismo pasa con Encélado y Tetis. —No me importa confesar que me costó pronunciar todos esos nombres luego de tanto brandy—. Saturno simplemente llena el cielo, y usted piensa que está a punto de caerle encima. Además, las lunas no son suficientemente sólidas; son sólo enormes bolas de nieve. Dione y Rhea son mejores: de ambas se tiene una vista magnífica. Pero todas esas lunas interiores son tan pequeñas…, hasta Rhea tiene sólo mil seiscientos kilómetros de diámetro y las otras son mucho más pequeñas.

»No creo que se pueda discutir: tendrá que ser Titán. Ése es un satélite a la medida del hombre, mucho mayor que nuestra luna, y casi tan grande como Marte. Hay una gravedad razonable, además (casi un quinto de la terrestre), de modo que sus invitados no andarán flotando por todo el lugar. Y siempre será un importante punto para la carga de combustible, a causa de la atmósfera de metano, que debería ser un factor importante en sus cálculos. Cada nave que salga para Saturno aterrizará allí.

—¿Y las lunas exteriores?

—Oh, Hiperión, Japeto y Febe están demasiado alejadas. ¡Desde Febe casi no se ven los anillos! Olvídelas. Quédese con Titán. Aunque la temperatura es de noventa grados bajo cero, y la nieve de amoníaco no es la más agradable para esquiar.

Me escuchó con mucha atención, y si pensó que me estaba burlando de sus imprácticas y acientíficas nociones no lo demostró. Pronto nos separamos —no recuerdo nada más de esa cena— y luego deben haber pasado quince años hasta que volvimos a encontrarnos. No me necesitó en todo ese tiempo; pero cuando le hice falta, me llamó.

Ahora veo qué estuvo esperando: fue más previsor que yo. No podía adivinar, por supuesto, que el cohete seguiría el camino del motor a vapor en menos de un siglo; pero sabía que algo mejor surgiría, y creo que financió los primeros trabajos de Saunderson sobre el Impulso de la Paragravedad. Pero recién se puso en contacto conmigo cuando comenzaron a construir plantas de fusión que podían calentar doscientos kilómetros cuadrados de un mundo tan frío como Plutón.

Era un hombre muy anciano, y moribundo. Me hablaron de lo rico que era, y casi no pude creerlo. No hasta que me mostró los elaborados planes y los hermosos modelos que sus expertos habían preparado con tan notable falta de publicidad.

Permaneció sentado en la silla de ruedas como una momia arrugada, observando mi rostro mientras yo estudiaba los modelos y los planos. En un momento me dijo:

—Capitán, tengo un trabajo para usted…

Y aquí estoy. Es lo mismo que manejar una nave espacial, por supuesto. Muchos de los problemas técnicos son idénticos. Y a está altura soy demasiado viejo para comandar una nave, de modo que estoy muy agradecido al señor Perlman.

Ha sonado el gong. Si las damas están listas, sugiero que vayamos a cenar, atravesando la Sala de Observación.

Aún después de todos estos años me gusta mirar la salida de Saturno. Y esta noche se verá casi lleno.