Capítulo 31

—Sigo creyendo que esos banderines no han sido una buena idea —observó Pat, mientras la nave se alejaba de Puerto Roris—. Cuando se sabe que flotan en el vacío, parecen falsos.

Sin embargo, tuvo que reconocer que la ilusión era perfecta, pues las líneas de gallardetes tendidas en torno al embarcadero se agitaban y ondeaban en una brisa por completo inexistente. Estaban accionados por resortes y motores eléctricos, y los telespectadores de la Tierra no sabían a qué atenerse.

Era aquél un gran día para Puerto Roris y también en todo el ámbito de la Luna. Pat hubiera deseado que su esposa estuviera allí; pero, desde luego, Susan no estaba en condiciones para hacer el viaje.

Como había dicho aquella mañana, al darle el beso de despedida:

—No comprendo cómo las mujeres han podido tener hijos en la Tierra. Debe ser terrible llevar todo ese peso, con una gravedad seis veces mayor que la de aquí.

Pat dejó de pensar en su futura descendencia e imprimió la máxima velocidad al Selene II. Desde el salón le llegaban los murmullos de asombro de los treinta y dos pasajeros, al contemplar las dos grises parábolas de polvo que se elevaban hacia el Sol como arco iris monocromo. Aquel viaje inaugural de la nave se realizaba en pleno día; los viajeros no podrían ver la mágica fosforescencia del mar de polvo, no gozarían del paseo nocturno hasta el lago del Cráter por su estrecho desfiladero, ni podrían admirar el maravilloso espectáculo de la Tierra verde e inmóvil. El principal atractivo y la mayor novedad de aquel viaje era el entusiasmo que provocaba, pues, gracias a su infortunado predecesor, el Selene II era uno de los vehículos más famosos de cuantos circulaban por el universo.

Parecía una confirmación de aquel viejo proverbio según el cual no hay publicidad que resulte perjudicial. Teniendo en cuenta que las plazas se reservaban ya con muchos días de anticipación, el director de la Comisión del Turismo estaba muy contento del atrevimiento que demostró al exigir que la cabina de pasajeros tuviese mayor capacidad.

Al principio, incluso tuvo que luchar para que se aceptase la necesidad de construir otro Selene. «Gato escaldado del agua fría huye», dijo sentenciosamente el administrador en jefe, que sólo cedió cuando el padre Ferraro y la Sección Geofísica le demostraron de manera concluyente que el mar de la Sed no registraría un nuevo sismo antes de un millón de años.

—Mantenga este mismo rumbo —dijo Pat al copiloto—. Voy a hablar un poco con los clientes.

Era todavía lo bastante joven para saborear las miradas de admiración que le seguían a su paso por la cabina, pues todos los pasajeros se habían enterado de su hazaña o le habían visto en las pantallas de la televisión. A decir verdad, la misma presencia de aquellas personas a bordo de la nave equivalía a un voto implícito de confianza. Pat sabía muy bien que había otros que compartían el mérito con él, pero no tenía por qué ocultar bajo una falsa modestia el papel que desempeñó durante las últimas horas del desaparecido Selene. Harris guardaba como oro en paño un modelo de la nave perdida, de oro macizo, regalo de boda que le fue enviado «De parte de todos los que participaron en el último viaje, con su agradecimiento y su felicitación más sincera». Para él, aquél era el único testimonio que valía, y no deseaba otro.

Había llegado a la mitad del pasillo, después de cambiar algunas palabras aquí y allí con varios pasajeros, cuando se detuvo en seco. Acababa de oír una voz que no había olvidado:

—¡Hola, capitán! Parece sorprendido al verme.

Pat reaccionó con prontitud y, con su mejor sonrisa oficial, respondió:

—Desde luego; es para mí un placer inesperado, señorita Morley. Ignoraba que estuviese en la Luna.

—Para mí también ha sido una sorpresa este viaje. Lo debo a la crónica que escribí sobre el desastre del Selene I. Ahora me envía Life Interplanetary para que escriba varios artículos sobre este viaje.

—Confío en que no sea tan emocionante como el otro —repuso Pat—. A propósito…, ¿ha mantenido usted relación con los demás? El doctor McKenzie y los Schuster nos escribieron hace unas semanas, pero con frecuencia me he preguntado qué habría sido del pobre Radley cuando Harding se lo llevó.

—Nada…, salvo perder el empleo. La Universal estimó que si lo llevaba a los tribunales, Radley se ganaría las simpatías del público, y además su acción podría servir de ejemplo a otros. Creo que se gana la vida dando conferencias ante sus correligionarios sobre lo que encontró en la Luna. Y voy a hacerle una predicción, capitán Harris.

—A ver, diga.

—Pues que algún día volverá a la Luna.

—Ojalá vuelva. Nunca he comprendido qué esperaba descubrir en el mar de las Crisis.

Ambos prorrumpieron en una carcajada al unísono. Después la señorita Morley dijo:

—He oído también decir que va usted a dejar el cargo.

—Es exacto —admitió Pat, con cierto embarazo—. Pasaré al Servicio Espacial siempre que consiga aprobar las oposiciones.

No estaba nada seguro de aprobarlas, pero sabía que tenía que intentarlo. Conducir aquella especie de autobús lunar era un empleo interesante y agradable, pero que no tenía porvenir, como Sue y el comodoro terminaron por hacerle ver. Y además, había otro motivo…

Se había preguntado a menudo cuántas otras vidas, además de la suya, resultaron transformadas o modificadas cuando el mar de la Sed decidió bostezar bajo las estrellas.

Todos cuantos se encontraron a bordo del Selene I quedaron marcados de manera indeleble por la terrible prueba sufrida…, en muchos casos, los efectos fueron beneficiosos. El hecho que en aquellos momentos pudiese conversar amigablemente con la señorita Morley era buena prueba de ello.

La catástrofe también debió producir un profundo efecto en los hombres que participaron en las operaciones de salvamento…, en particular el doctor Lawson y el ingeniero jefe Lawrence. Pat había visto muchas veces al astrónomo hablando con tono airado en la televisión sobre temas científicos. Sentía agradecimiento por aquel hombre, pero le era imposible experimentar simpatía por él. Sin embargo, parecía que millones de personas lo tenían en gran aprecio.

En cuanto a Lawrence, se hallaba muy atareado escribiendo sus memorias, cuyo título provisional era «Un Hombre habla de la Luna». Sin embargo, estaba furioso de haber firmado el contrato con el editor. Pat ya le había ayudado a redactar los capítulos relativos al Selene, y Sue leía el manuscrito mientras esperaba que naciese su primer hijo.

—Le ruego que me disculpe —dijo Pat a la periodista, acordándose de sus deberes como capitán de la nave—. Debo atender a los demás pasajeros. Pero no deje de venir a visitarnos cuando pase por Ciudad Clavius.

—Así lo haré —prometió la señorita Morley, algo sorprendida por la invitación, pero a todas luces muy complacida.

Pat prosiguió la marcha hacia el fondo de la cabina, intercambiando saludos y respondiendo a diversas preguntas. Luego penetró en la cocina, instalada en la compuerta de entrada, y cerró la puerta…, para encontrarse instantáneamente solo.

Aquella compuerta neumática era de mayores dimensiones que la del Selene I, pero su disposición y aspecto eran los mismos. Así, no es de extrañar que Pat se sintiese invadido por una multitud de recuerdos. El traje espacial pudiera haber sido el mismo cuyo oxígeno compartió con McKenzie mientras los demás pasajeros se hallaban bajo los efectos del somnífero. El mamparo podía ser aquel sobre el cual apoyó el oído para oír en la noche el susurro del polvo en movimiento. Y toda la cámara, a decir verdad, pudiera haber sido la misma en donde conoció a Sue por vez primera, en el sentido literal y bíblico de la palabra.

Se había introducido una innovación en aquel nuevo modelo: la ventanilla de la puerta que daba al exterior. Apretó la cara contra el vidrio y miró al mar de polvo.

Se encontraba en el lado sumido en la sombra de la nave, sin ver al Sol y contemplando la negra noche del espacio. Cuando su visión se adaptó a las tinieblas del suelo, distinguió las estrellas. Pero sólo las de primera magnitud, pues su retina aún estaba insensibilizada por la luz lateral. Pero allí estaban en todo su esplendor… Y también Júpiter, el más radiante de todos los planetas después de Venus.

Pronto cruzaría él aquellos espacios, lejos de su mundo natal. Aquel pensamiento lo exaltaba y lo aterrorizaba a la vez, pero sabía que debía partir hacia las estrellas.

Aunque amaba a la Luna, recordaba que se había portado con él como una enemiga, ya que nunca más volvería a sentirse tranquilo en su superficie. A pesar que el espacio lejano parecía más hostil e implacable, todavía no le había declarado la guerra.

Se abrió la puerta y entró la azafata con una bandeja de tazas vacías. Pat apartó la vista de la ventanilla y de las estrellas. La próxima vez que las viese, serían un millón de veces más brillantes.

Sonrió a la muchacha pulcramente uniformada, e hizo un signo con la mano para indicar la pequeña despensa.

—Es toda suya, señorita Johnson —dijo—. Cuídela bien.

Volvió a la cabina y tomó los mandos. Era el primer viaje del Selene II y el último suyo sobre el mar de la Sed.