La noticia informando que había un principio de incendio en el Selene no podía introducir ningún cambio en la tarea que estaba realizando Lawrence, ya que le era imposible actuar con mayor rapidez. Si lo intentaba, podía cometer un error, cuando se acercaba el momento más delicado de la tarea. Lo único que podía hacer era continuar, con la esperanza que sería más rápido que las llamas.
El aparato que le enviaron sus ayudantes por el pozo del cajón parecía una enorme jeringa de engrase, pero en vez de lubricante contenía una mezcla de silicio orgánico a gran presión, que hasta ese momento era líquida y pronto se solidificaría.
El primer problema con que tenía que enfrentarse Lawrence era el de introducir el líquido entre las dos paredes del casco, sin permitir que se escapara el polvo. Empleando una pistola de remachar, Lawrence lanzó siete pernos huecos sobre la envoltura exterior del Selene: uno en el centro del círculo que había quedado al descubierto y los otros a trechos iguales en su circunferencia. Después conectó la jeringa al perno central y apretó el émbolo.
El líquido penetró con un ligero silbido en el perno vacío y, con la presión, abrió una pequeñísima válvula en su punta cónica. Moviéndose con toda rapidez, Lawrence pasó de un perno a otro y lanzó cargas iguales de líquido en cada uno. Pronto comenzaría la mezcla a hacer espuma y a extenderse en forma bastante pareja entre las dos láminas que constituían el casco, como una especie de tortilla que tuviese un metro de diámetro.
Unos segundos más tarde empezaría a consolidarse. Lawrence miró su reloj: dentro de cinco minutos esa espuma habría llegado a ser dura como una roca, suprimiendo todo riesgo a que el polvo se colase por esa parte del casco; incluso el que hubiera entrado se quedaría petrificado dentro.
El ingeniero nada podía hacer para abreviar aquellos cinco minutos; todo su plan, para tener éxito, dependía del hecho que la espuma adquiriera una determinada consistencia.
Si el cálculo de la cantidad del líquido a inyectar y del tiempo necesario para que fraguase había sido inexacto, si los químicos de la Base se hubiesen equivocado, los ocupantes del Selene ya podían darse por muertos.
Empleó aquellos minutos de espera en limpiar el pozo, enviando a la superficie todo el material innecesario. Pronto no quedó una sola herramienta a su lado y Lawrence sólo tuvo sus manos desnudas. Si Maurice Spenser hubiese podido introducir subrepticiamente su cámara en aquel estrecho espacio —y hubiera vendido su alma al diablo por menos de nada para conseguirlo—, los telespectadores no hubieran podido adivinar qué se proponía hacer entonces el ingeniero jefe.
Aún se hubieran sentido más desconcertados viendo descender algo que parecía como un aro de niño. Pero no se trataba de un juguete, sino de la llave que abriría al Selene.
Susan había agrupado a los pasajeros en la parte delantera, o sea, en la parte más elevada de la cabina, desde que la nave estaba inclinada. Allí estaban todos apiñados, de pie y mirando con ansiedad al techo, mientras aguzaban el oído para oír ruidos alentadores.
«Aliento es lo que ahora necesitamos», se dijo Pat. Y él lo necesitaba más que nadie, pues era el único que se daba cuenta de las verdaderas magnitudes que tenía el peligro…, a menos que Hansteen o McKenzie lo hubiesen adivinado.
La amenaza de incendio ya era grave y el fuego podía significar su muerte si hacía irrupción en la cabina. Pero su avance era lento y podía luchar contra él, aunque sólo fuese para retardarlo un instante. Contra una explosión, sin embargo, nada podrían hacer.
En verdad el Selene era una bomba, que ya tenía la mecha encendida. La energía almacenada en las células que accionaban los motores y todas las instalaciones eléctricas podían librarse bajo la forma de calor, pero no podía estallar. No podía decirse lo mismo, por desgracia, del oxígeno líquido que contenían los depósitos…
Aún debían contener muchos litros de aquel elemento espantosamente frío y que reaccionaba con una violencia inusitada. Cuando el calor creciente rompiese los depósitos, se produciría una explosión física y química a la vez. Una explosión pequeña, cierto, comparada con las que el hombre podía originar…, tal vez equivalente a la deflagración de cien kilogramos de dinamita, pero bastaría para hacer pedazos al Selene.
Pat no vio la necesidad de mencionar esto a Hansteen, que estaba levantando su barricada; para ello utilizaba los asientos próximos al lavabo, que eran destornillados y apretados entre la última fila y la puerta de aquél. Parecía como si el comodoro se dispusiese a repeler una invasión y no un incendio. Pero es que en realidad era así. El fuego, a causa de su propia naturaleza, no podía pasar más allá del compartimiento de los acumuladores, pero cuando la pared se resquebrajase y cediese, el polvo lo inundaría todo.
—Comodoro —dijo Pat—, mientras usted se ocupa de esto, yo empezaré a organizar a los pasajeros. No podemos tener a veinte personas que intenten salir al mismo tiempo.
Aquella perspectiva, que les obsesionaba como una pesadilla, tenía que evitarse a toda costa. Sin embargo, sería difícil evitar el pánico, incluso en el seno de aquel grupo tan disciplinado, si aquel angosto túnel se convirtiese de pronto en el único medio de escapar a una muerte rápida e inminente.
Pat se dirigió a la parte delantera de la cabina. En la Tierra, aquello hubiera significado un verdadero esfuerzo, pero allí, ascender por una pendiente de treinta grados apenas producía fatiga. Contempló las caras ansiosas alineadas frente a él y dijo:
—Abandonaremos la nave dentro de un instante. Cuando se haya practicado la abertura en el techo, nos tirarán una escala de cuerda. Primero subirán las señoras, después los hombres…, todos por orden alfabético. No empleen los pies para trepar.
Recuerden que aquí pesan muy poco y suban mano sobre mano, con la mayor rapidez posible. Pero no empujen a la persona que les haya precedido; tendremos tiempo más que suficiente y sólo les bastarán unos segundos para llegar a lo alto del pozo.
»Susan, por favor, coloca a los pasajeros por el orden que he indicado. Harding, Bryan, Johanson, Barrett: les agradecería que estuvieran a mi disposición como antes. Quizás necesitaré su ayuda… No terminó la frase. Se produjo una explosión apagada en el fondo de la cabina…, nada espectacular, pues incluso una bolsa de papel hubiera producido más ruido al hacerla estallar. Pero aquel ruido significaba que la pared del lavabo había cedido…, mientras que en el techo, por desgracia, aún no se había practicado la ansiada abertura.
Del otro lado del techo, Lawrence colocó el anillo contra la lámina de fibra de vidrio y empezó a asegurarlo en su lugar con cemento rápido. El anillo era casi tan ancho como el pequeño pozo en el que estaba agazapado; faltaban unos centímetros para que alcanzase a las paredes anilladas. Aunque su manejo no ofrecía peligro alguno, él realizaba aquella labor con infinito cuidado, pues le faltaba la fácil familiaridad con los explosivos que caracteriza a los que los emplean en su trabajo diario.
La carga que estaba poniendo en el anillo haría un limpio corte del diámetro y el espesor deseados, y terminaría en milésimas de segundo un trabajo que habría requerido quince minutos con una sierra eléctrica. En realidad, esto fue lo que Lawrence pensó en utilizar de momento; entonces se alegraba mucho de haber cambiado de opinión. Pues parecía muy probable que aún dispusiera de un cuarto de hora…
Se convenció de ello mientras seguía esperando que la mezcla espumosa terminase de endurecerse. Alguien le gritó desde arriba:
—¡El fuego ha ganado la cabina!
Consultando su reloj, Lawrence pensó por un momento que el minutero no se movía, pero esto era una ilusión que ya había sufrido otras veces. El reloj no se había parado; lo que ocurría era que el tiempo, como siempre, no pasaba a la velocidad que él deseaba.
Hasta aquel momento había pasado con demasiada rapidez, pero entonces parecía arrastrarse con pies de plomo.
La espuma estaría sólida como una roca al cabo de treinta segundos. Era preferible esperar un poco más que quedarse corto y arriesgarse a abrir el boquete demasiado pronto.
Lawrence empezó a subir por la escala de cuerda sin prisa, arrastrando los finos cables detonantes. Había calculado a la perfección. Cuando llegase a la superficie, para anular el cortocircuito que había hecho como medida de seguridad al extremo de los hilos, y hubiese conectado éstos con el detonador, aún le quedarían diez segundos.
—Dígales que empezaremos a contar de diez para abajo —ordenó.
Mientras Pat corría por el sitio inclinado para ayudar al comodoro, sin saber a ciencia cierta qué había, oyó a Susan que pasaba lista con voz tranquila:
—Señorita Morley, señora Schuster, señora Williams…
Resultaba irónico, ciertamente, que la señorita Morley fuese de nuevo la primera, esta vez por una casualidad alfabética, de la que ciertamente no podía quejarse.
En aquel instante un pensamiento mucho más lúgubre cruzó por la mente del capitán.
¿Y si la voluminosa señora Schuster quedase atascada en el pozo, bloqueando la salida?
No era posible, desde luego, dejar que fuese la última. Pero no, todo iría bien.
Precisamente la obesa señora se tuvo en cuenta al calcular el diámetro máximo del tubo y, además, había perdido varios kilos.
A primera vista, la puerta exterior del lavabo aún parecía aguantar. La única señal alarmante era un hilillo de humo que comenzaba a deslizarse entre los goznes. Pat lanzó un momentáneo suspiro de alivio al pensar que el fuego aún podía tardar media hora en quemar la doble lámina de fibra de vidrio, y mucho antes de eso…
Sintió que algo le hacía cosquillas en los pies descalzos y se alejó instintivamente antes que su cerebro le planteara la pregunta:
—¿Qué es eso?
Miró al suelo y, aunque su vista ya estaba acostumbrada a las tenues luces de emergencia, tardó algún tiempo en comprender que un oleaje gris se introducía por debajo de la puerta atrancada, mientras los paneles se hinchaban hacia dentro, bajo la presión de toneladas y toneladas de polvo. Quizá sólo aguantarían unos minutos; aunque de momento no cediesen, poco importaba ya. La siniestra y silenciosa marea le llegaba a los tobillos y continuaba creciendo.
Pat no intentó moverse, ni hablar al comodoro, quien permanecía igualmente inmóvil muy cerca de donde él estaba. Por vez primera en su vida —y probablemente, pensó, por última también— experimentó un sentimiento de odio implacable e inextinguible. En aquel instante, mientras millones de pequeñas partículas secas y delicadas acariciaban sus piernas desnudas, le pareció a Pat que el mar de la Sed era un ser consciente y maligno que había jugado con ellos como el gato con el ratón. «No una, sino varias veces —se dijo—, hemos creído la situación dominada, pero siempre nos ha preparado una nueva sorpresa. Siempre nos ha pillado desprevenidos. Y ahora se ha cansado ya del juego, que no le divierte. Quizá Radley tenía razón, en resumidas cuentas…»
El altavoz que se mecía dentro del tubo de aire gritó:
—¡Estamos listos! Agrúpense en un extremo del salón y cúbranse la cara. Voy a contar de diez para abajo. ¡Diez!…
«Ya estamos en el lado del salón —pensó Pat—. No necesitábamos tanto tiempo».
—Nueve…
La cuenta siguió exacta e implacable:
—Ocho…
«¡Qué lástima, después de tantos esfuerzos! —siguió pensando Pat—. Y pensar que los que nos han ayudado han corrido riesgos enormes para salvarnos… Se merecían otra cosa».
—Siete…
«Dicen que el siete trae buena suerte… Quizá nos salvaremos. Al menos algunos de nosotros».
—Seis…
«Supongamos que sí. Ahora ya no importa. Supongamos que hacen falta quince segundos para llegar arriba…»
—Cinco…
«… y, naturalmente, para volver a tirar la escala… Probablemente la han recogido para mayor seguridad…»
—Cuatro…
«… y suponiendo que suba uno cada tres segundos…, no, digamos cinco para mayor seguridad…»
—Tres.
«… eso será veintidós veces cinco, o sea mil… No, eso es ridículo…, ni siquiera ya sé contar…»
—Dos…
«… digamos cien segundos y poco más, o sea casi dos minutos…, tiempo más que suficiente para que los depósitos de oxígeno líquido nos manden a todos al infierno…»
—Uno…
«¡Uno! Y ni siquiera me he cubierto el rostro. Quizá debería arrojarme al suelo, aunque tuviese que tragar ese asqueroso polvo…»
Sonó un crujido agudo y hubo un breve soplo de aire. A esto se redujo todo. Aquella explosión resultaba decepcionante de poco espectacular. Pero los expertos en explosivos conocían muy bien su oficio…, como era de esperar, desde luego. La potencia de la carga se había calculado y dirigido con extraordinaria precisión. Casi ni levantó apenas el polvo que recubría cerca de la mitad del piso de la cabina.
El tiempo parecía haberse detenido; durante una eternidad, nada sucedió. Luego se produjo un milagro, lento y hermoso, que dejó arrobados a los que lo contemplaban por su carácter desesperado…, pero tan natural que, por poco, que todos se hubiesen parado a reflexionar.
Apareció un anillo de resplandeciente luz blanca entre las sombras purpúreas del techo y fue haciéndose cada vez más denso y brillante, hasta que de pronto se ensanchó en un círculo completo y perfecto al caer la porción cortada de la cubierta. La luz que penetraba era sólo la de un tubo de neón situado veinte metros más arriba, pero a los ojos que llevaban horas de no ver más que un pálido resplandor rojizo, pareció más espléndida que un sol naciente.
La escala descendió casi tan pronto como la lámina redonda golpeó contra el piso. La señorita Morley, puesta en posición, como un corredor de los cien metros, desapareció en un relámpago, y cuando la siguió la señora Schuster, más lentamente, aunque con una prontitud que eliminaba todo motivo de protesta, pareció que se producía un eclipse…, sólo unos pocos rayos de luz se filtraron por aquel radiante camino de salvación. Volvía a ser oscuro, como si después de aquel breve atisbo del alba, la noche hubiera vuelto, más tenebrosa que nunca.
La señora Williams sólo tardó un segundo en seguirla.
Empezaron a desfilar los hombres… Primero fue Baldur, que probablemente bendijo al Cielo por su posición en el alfabeto. Ya sólo quedaban doce hombres en la cabina cuando la puerta contra la cual improvisaron la barricada rompió finalmente sus goznes y se desató el alud.
La primera oleada de polvo alcanzó a Pat cuando estaba a mitad de la pendiente.
Aunque aquella sustancia fuese ligera e impalpable, aminoraba sus movimientos hasta tal punto, que pronto tuvo la sensación de hallarse hundido en un líquido viscoso. Fue una suerte que el aire húmedo y denso impidiese que el polvo se alzase, pues de lo contrario la cabina se hubiera llenado de nubes sofocantes. Pat estornudaba, tosía y estaba parcialmente cegado, pero aún podía respirar.
En medio de la densa niebla extendida por la primera ola de polvo, el capitán del Selene podía oír a Susan, que contaba, a medida que dirigía a los pasajeros hacia la salvación:
—Quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve…
Pat había tenido la idea que ella subiera con las demás mujeres; pero todavía estaba allí, ocupada hasta el último momento en cuidar de los pasajeros. Mientras luchaba contra el polvo insidioso, convertido en unas arenas movedizas que entonces le llegaban a la cintura, experimentó un amor tan grande por Susan, que se hubiera dicho que su corazón iba a estallar, sin poder contenerlo. Se habían disipado sus últimas dudas. El verdadero amor era un equilibrio perfecto entre el deseo y la ternura. Aquél lo había experimentado desde hacía largo tiempo, pero en aquel instante éste surgía desbordante en su pecho.
—Veinte. Ahora le toca a usted, comodoro. ¡Pronto!
—No sea loca, Susan. Suba ahora mismo —contestó Hansteen.
Pat no pudo ver lo que sucedió, pues estaba medio cegado por el polvo y la oscuridad; pero supuso que Hansteen debió arrojar literalmente a Susan hacia la abertura del techo.
Ni la edad ni los años de navegar por el espacio habían disminuido sus energías.
—¿Está usted ahí? —llamó el comodoro—. Yo voy ya por la escala.
—No me espere. Le sigo.
Era más fácil decirlo que hacerlo. Algo así como un millón de tentáculos infinitamente pequeños, pero tenaces, lo ceñían, succionándole para atrás en la creciente marea de polvo. Se agarró al respaldo de un asiento, casi enterrado bajo el polvo, y se esforzó por avanzar hacia la luz.
Algo le golpeó en la cara y comprendió que era el peldaño final de la escala. Se aferró a él con todas sus fuerzas y poco a poco, de mala gana, el mar de la Sed fue aflojando la garra con que lo apresaba.
Antes de entrar en el pozo, vio por última vez el salón de pasajeros. Todo el fondo de la cabina ya estaba sumergido por la lenta marea gris, que subía en un plano horizontal de geométrica perfección, sin una oleada que ondulara su superficie. Aquello resultaba poco natural y doblemente siniestro. A un metro de distancia —Pat lo recordaría toda su vida, aunque no podía suponer por qué— flotaba solitario un vaso de papel, como un barquito de juguete en la superficie apacible de un lago. Dentro de pocos minutos llegaría hasta el techo y sería engullido por el monstruo grisáceo, pero de momento aún retaba valientemente al polvo.
En cuanto a las luces de emergencia, continuarían brillando durante días, aunque cada una de ellas se viese rodeada por una cápsula de absolutas tinieblas.
Finalmente consiguió llegar al pozo y subir por él. Trepaba con toda la rapidez que le permitían sus músculos, pero no lograba alcanzar al comodoro. En el pozo penetró una brusca oleada de luz cuando Hansteen desapareció de la boca del tubo. Pat miró hacia abajo involuntariamente para proteger sus ojos contra la cegadora claridad. Bajo sus pies, el polvo ascendía con rapidez. Su superficie continuaba siendo lisa y sin una arruga, plácida, pero inexorable.
A los pocos instantes saltaba el bajo pretil del pozo de hormigón, para encontrarse en el centro de un iglú fantásticamente abarrotado. A su alrededor vio a sus compañeros los pasajeros, más o menos exhaustos y despeinados. Cuatro hombres que vestían trajes del espacio los atendían y les prestaban socorro, y otro hombre sin traje —¡qué extraño era ver caras nuevas, después de tantos días!—, que supuso sería el ingeniero jefe Lawrence, le preguntó ansioso:
—¿Han salido todos?
—Sí, yo he sido el último —respondió Pat, añadiendo—: Es decir, supongo que sí —pues acababa de preguntarse si en la oscuridad y la confusión reinantes durante los últimos minutos, alguien hubiera podido quedarse abajo. Radley, por ejemplo, que hubiese decidido no afrontar la justicia a su regreso a Nueva Zelanda…
Pero no…, allí estaba, con los demás. Pat empezaba a contar a los pasajeros cuando se produjo una brusca sacudida en el piso de plástico; del pozo abierto de hormigón brotó un anillo de polvo, como el que algunos fumadores hacen con el humo; golpeó contra el techo, rebotó y se deshizo antes que nadie pudiera moverse.
—¿Qué diablos fue eso? —preguntó Lawrence.
—Los tanques de oxígeno líquido —respondió Pat—. ¡Mi viejo y querido autobús!… Ha resistido exactamente lo justo.
Y para su propio horror y sin poder contenerse, el capitán del Selene rompió a llorar.