Capítulo 29

—Nuestra moral continúa siendo muy buena —dijo Pat por el micrófono que les bajaron por el tubo de aire—. Desde luego, nos llevamos un susto mayúsculo después del segundo hundimiento, cuando perdimos contacto con ustedes…, pero ahora estamos seguros que pronto nos sacarán de aquí. Oímos funcionar la pala cilíndrica, que recoge el polvo, y es maravilloso saber que tenemos la ayuda tan próxima. Nunca olvidaremos —añadió Pat algo desmañadamente— los esfuerzos que tantos han hecho para socorrernos y, suceda lo que suceda, deseamos darles las gracias. Todos estamos seguros que se ha hecho cuanto era posible.

»Y ahora dejo el micrófono, pues varios de los aquí presentes desean transmitir mensajes. Si la suerte nos ayuda, serán los últimos que se enviarán desde el Selene.

Cuando pasó el micrófono a la señora Williams, comprendió que hubiera debido hacer aquella última observación de otro modo, pues podía interpretarse de dos maneras. Pero, teniendo la salvación tan cerca, se negó a admitir la posibilidad de nuevos incidentes.

Habían pasado ya por tantas pruebas, que, con seguridad, ya nada nuevo podía ocurrirles.

Con todo, no ignoraba que la fase final de la operación sería la más difícil, la más crítica de todas. La habían comentado interminablemente durante las últimas horas, desde que el ingeniero jefe Lawrence les explicó su plan. Fue su único tema de conversación desde que, por común acuerdo, decidieron no continuar hablando de platillos volantes.

Desde luego, hubieran podido proseguir la lectura de libros, pero tanto Shane como La Naranja y la Manzana habían dejado de interesarles. Nadie podía concentrarse en nada, como no fuese en su próximo salvamento y el retorno a la vida que sería su nueva incorporación a la comunidad humana.

En el techo se produjo un golpe sordo y repentino. Aquello sólo podía significar una cosa: la pala cilíndrica había llegado al fondo del pozo y éste se encontraba libre de polvo.

Ahora ya podía acoplarse a uno de los iglúes y llenarse de aire.

Se necesitó más de una hora para efectuar esta conexión y hacer todas las pruebas necesarias. El iglú, que era un modelo XIX especialmente modificado, con una abertura en el piso para acomodar la parte superior del cajón, tuvo que colocarse e inflarse con el mayor cuidado. La vida de los pasajeros del Selene, y también la de los hombres que intentarían salvarlos, dependía de un cierre completamente estanco.

El ingeniero jefe Lawrence no se quitó la escafandra hasta que tuvo la certidumbre que todo estaba bien. Entonces se aproximó a la boca del pozo con un proyector y dirigió su rayo hacia abajo, viendo unas paredes que parecían perderse en el infinito. Sin embargo, sólo había diecisiete metros hasta el fondo. Incluso con aquella débil gravedad, un objeto sólo tardaría cinco segundos en recorrer aquella distancia.

Lawrence se volvió hacia sus ayudantes, vestidos aún con sus trajes del espacio, pero con el visor levantado. Si se produjese algún contratiempo, los visores podrían cerrarse en una fracción de segundo y los hombres probablemente se salvarían. Mas para Lawrence no habría ninguna esperanza, ni para las veintidós personas encerradas en el Selene.

—Ya saben ustedes perfectamente lo que hay que hacer —les dijo—. Si deseo subir de prisa, izan la escalera de cuerda todos a la vez. ¿Alguien desea hacer alguna pregunta?

Respondieron negativamente; todo se había ensayado de manera escrupulosa.

Saludando con la cabeza a sus hombres, que le desearon buena suerte a coro, Lawrence descendió por el pozo.

Durante casi todo el descenso se dejó caer, frenando de vez en cuando su velocidad por el simple expediente de asirse a la escalerilla. En la Luna esta acción ofrecía bastante seguridad…, en realidad, casi no ofrecía peligro. Pero Lawrence había visto matarse a varios hombres, porque olvidaron que incluso con aquella débil gravedad la aceleración podía resultar fatal al cabo de diez segundos.

Parecía la caída de Alicia en el País de las Maravillas (gran parte de la obra de Lewis Carroll parecía inspirada por la navegación interplanetaria), pero durante el descenso únicamente podía ver las lisas paredes de hormigón, tan próximas, que Lawrence debía bizquear los ojos para mirarlas. Y, por último, con una leve sacudida, llegó al fondo.

Se puso en cuclillas sobre el disco de metal, parecido por su forma y tamaño a una tapa del alcantarillado y lo examinó con atención. La válvula de la escotilla, que se abrió durante el descenso del émbolo a través del polvo, presentaba una ligera filtración, y un reguero de polvo grisáceo se deslizaba en torno al cierre. No era una cosa inquietante, pero Lawrence no pudo dejar de preguntarse qué ocurriría si la válvula se abriese bajo la presión del fondo. ¿Con qué rapidez el polvo remontaría el pozo? ¿Cómo? ¿Cómo si fuese agua? Estaba tan seguro que éste ascendería con más lentitud, dándole tiempo de trepar por la escalerilla…

Bajo sus pies, sólo a unos centímetros, tenía el casco del Selene, inclinado treinta grados en su tumba de polvo. Su programa consistía entonces en acoplar el extremo horizontal del cajón al techo inclinado del crucero por medio de la tubería de fuelle…, y hacerlo de manera que la unión resultase hermética.

No veía el menor fallo en su plan y esperaba que no los habría porque había sido concebido por los mejores técnicos de la Tierra y de la Luna. Incluso se había previsto la posibilidad que el Selene se desplazara nuevamente unos centímetros, mientras él estuviese trabajando. Pero la teoría era una cosa, como Lawrence sabía muy bien, y la práctica otra.

El disco de metal en el que estaba agazapado presentaba seis grandes tornillos de orejas, colocados a distancias iguales en su circunferencia. Lawrence empezó a hacerlos girar uno a uno, como un tamborilero que afinase su instrumento. El extremo inferior estaba conectado con un dispositivo hecho de elementos tubulares suaves como los de un acordeón, de una anchura casi idéntica al pozo y que en aquellos momentos estaba replegado y plano sobre la plataforma. Formaba una unión flexible que permitía el paso de un hombre y que entonces se estaba abriendo lentamente, a medida que Lawrence ajustaba los tornillos.

Por el extremo opuesto, el tubo anillado tenía que extenderse cuarenta centímetros hasta alcanzar el techo inclinado del crucero; por el otro extremo apenas tenía que moverse. La principal preocupación de Lawrence era que la presión del polvo impidiese abrirse a aquella especie de acordeón, pero los tornillos giraban fácilmente, sin hallar demasiada resistencia.

Por fin, los ajustó todos hasta el máximo. El extremo inferior de la tubería flexible debía unirse con firmeza al techo del Selene mediante la junta de caucho que tenía alrededor del borde. No tardó ni en saber si el cierre era hermético.

Con una mirada maquinal, Lawrence comprobó que tenía el camino de escape libre por el pozo. No vio nada más allá del proyector suspendido a dos metros de su cabeza, pero la escalerilla de cuerda, que pasaba a su lado, era extremadamente tranquilizadora.

—He bajado el conectador —gritó a sus ayudantes, que esperaban allá arriba, aunque no podía verlos—. Parece adherirse al techo. Ahora voy a abrir la válvula.

Al menor movimiento equivocado, todo el pozo se llenaría de polvo. Lawrence abrió muy despacio el escotillón que había permitido al polvo subir por el pistón mientras éste bajaba. No se produjo ninguna entrada repentina del temible enemigo, lo cual demostraba que la tubería plegadiza lo resistía. Lawrence tendió la mano a la válvula y palpó el techo del Selene, insensible todavía debajo del polvo, pero sólo a un palmo de distancia. Pocas proezas le habían proporcionado tanta satisfacción en su vida. La tarea distaba mucho de haber terminado…, pero había alcanzado la nave. Durante un instante brevísimo permaneció agachado en el fondo del pozo, como debían hacer los buscadores de oro de antaño al descubrir la primera pepita de oro a la luz de su lámpara de petróleo.

Golpeó tres veces el techo del Selene e inmediatamente contestaron a su señal. Pero no había necesidad de iniciar una conversación en Morse, porque, si lo deseaba, podía hablar directamente con el micrófono. Sin embargo, sabía el efecto psicológico que aquellos golpes producirían, al demostrar a los hombres y mujeres allí encerrados que sus salvadores sólo estaban a pocos centímetros.

Pese a todo, aún había que franquear grandes obstáculos, y el primero era la plancha metálica sobre la que estaba agazapado y que era la propia extremidad del émbolo.

Aquella pieza había cumplido su finalidad, reteniendo el polvo mientras vaciaban el pozo, pero ahora era necesario retirarla, para abrir paso a los siniestrados del Selene. Había que efectuar esta operación, sin embargo, sin afectar la unión flexible que él mismo había colocado en su sitio.

Para que esto fuese posible, la placa circular del émbolo fue construida de tal manera que podía levantarse como la tapa de una marmita, después de destornillar ocho enormes tuercas. Lawrence sólo tardó unos minutos en efectuar la operación y en atar una cuerda al disco suelto de metal. Después ordenó que lo subiesen.

Un hombre más gordo que el ingeniero hubiera debido salir del pozo para permitir que la pieza circular subiese hacia la superficie, pero Lawrence consiguió pegarse a la pared mientras el disco desaparecía por encima de su cabeza. «Allá va la última línea de defensa», pensó, mientras el disco desaparecía. Ahora ya sería imposible cerrar herméticamente el pozo, si el dispositivo de unión fallaba y el polvo penetraba de nuevo.

—¡El cubo! —gritó.

Ya estaba descendiendo.

Lawrence recordó entonces que, hacía cuarenta años, estaba jugando en una playa californiana con un cubito y una pala, empeñado en la tarea de hacer castillos de arena. Y ahora, en la Luna, de la que era nada menos que el ingeniero jefe para la cara visible, se dedicaba también a llenar un cubo con una pequeña pala con la mayor seriedad, mientras que toda la especie humana seguía ansiosamente su trabajo.

Cuando extrajo la primera carga de polvo, dejó al descubierto buena parte del casco del Selene. El volumen de polvo encerrado dentro de la unión flexible era muy pequeña, y le bastó llenar otros dos cubos para vaciarlo totalmente.

Ante él tenía entonces la cubierta protectora, de material aluminizado, arrugada por la presión que había tenido que soportar. Lawrence la quitó con facilidad, pues era tan frágil que pudo rasgarla con las manos, y descubrió la fibra de vidrio, ligeramente áspera, del casco exterior. Habría sido fácil abrirlo con una pequeña sierra eléctrica, pero también podía ser fatal.

La doble cubierta del Selene había perdido su integridad y, una vez abierto el techo, el polvo inundaría el espacio existente entre los dos revestimientos y permanecería allí, a presión, para brotar a chorro en la nave en cuanto Lawrence hiciera el primer corte. Tenía, entonces, que inmovilizar aquella delgada, pero mortífera capa de polvo antes que pudiera pensar en introducirse en la nave.

Golpeó varias veces con los nudillos en el techo y, como ya suponía, el polvo apagó el ruido de sus golpes. Pero lo que no suponía era recibir una frenética respuesta, indicando que no todo iba bien allí dentro. Antes que sus ayudantes pudieran comunicárselo desde arriba, Lawrence adivinó que el mar de la Sed hacía un último esfuerzo para retener su presa.

Teniendo en cuenta que Karl Johanson era un ingeniero atómico, su olfato era muy sensible. Estaba sentado en el fondo de la cabina y él fue quien advirtió el inminente desastre. Permaneció inmóvil unos segundos, mientras le temblaban las aletas de la nariz y después dijo al pasajero sentado junto a él:

—Discúlpeme…

Acto seguido se levantó para dirigirse tranquilamente al lavabo, pues no deseaba causar alarma sin necesidad, sobre todo con el equipo de socorro tan cerca. Pero en el curso de su vida profesional, y gracias a ejemplos tan numerosos que ya no podía recordarlos todos, había aprendido a desconfiar del olor de aislante quemado.

Sólo permaneció en el lavabo quince segundos. Cuando salió de él, su paso era más vivo, pero no lo suficiente para causar pánico. Fue directamente a donde estaba Pat Harris, enfrascado en una animada conversación con el comodoro Hansteen, y los interrumpió sin ceremonias.

—Capitán —dijo en voz baja y apremiante—, tenemos fuego a bordo. Vaya a comprobarlo al lavabo. No lo he dicho a nadie.

Pat fue allí en seguida, seguido por Hansteen. En el espacio, como en el mar, nadie se para a discutir al oír pronunciar la palabra «fuego». Y Johanson no era de los que suscitan falsas alarmas. Como Pat, era un técnico al servicio de la Administración Lunar y fue uno de los elegidos por el comodoro para velar por el orden en el Selene.

El retrete, igual que todos los instalados en los vehículos pequeños de tierra, mar, aire o espacio, tenía dimensiones tan reducidas que cualquiera podía tocar sus cuatro paredes sin moverse apenas. Pero ya no era posible poner la mano sobre el tabique posterior, donde estaba el lavabo, pues ardía con un calor que estaba levantando ampollas en la lámina de fibra de vidrio.

—¡Dios mío! —exclamó Hansteen—. Esto se vendrá abajo dentro de un minuto. ¿Cuál puede haber sido el motivo?

Pat no lo oyó, porque había salido como un rayo, y pocos segundos después estaba de vuelta con dos extintores de incendios.

—Comodoro —le encareció—, vaya a decir a Lawrence que disponemos apenas de unos cuantos minutos. Yo me quedaré aquí, por si la pared cede.

Hansteen obedeció la orden. Un instante después Pat le oyó hablar por el micrófono.

Oyó también el repentino tumulto que surgió entre los pasajeros. Casi inmediatamente la puerta volvió a abrirse y entró McKenzie.

—¿Necesita mi ayuda? —preguntó el físico.

—De momento no, gracias —respondió Pat, manteniendo el extintor dispuesto.

Experimentaba una curiosa lasitud, como si todo aquello no le sucediese en realidad a él, sino que fuese un sueño del que pronto despertaría. Quizá ya se encontraba más allá del miedo. Después de superar una crisis tras otra, se sentía desprovisto de toda capacidad emocional. Podía soportar nuevas pruebas, pero ya no reaccionaba.

McKenzie le hizo la misma pregunta que le había hecho el comodoro:

—¿Cuál puede haber sido el motivo?

Y acto seguido agregó:

—¿Qué hay detrás de este mamparo?

—Nuestra principal fuente de energía. Veinte células pesadas.

—¿Qué potencia tienen?

—Al principio, disponíamos de cinco mil kilovatios-hora. Probablemente aún disponemos de la mitad.

—Pues ahí tiene lo que ha sucedido. Algo ha formado un cortocircuito con esta fuente de energía. Probablemente está ardiendo desde el momento en que fueron arrancados los cables del techo.

Aquella explicación era factible, pues no había ninguna otra fuente de energía a bordo.

El crucero era completamente a prueba de incendios y se hallaba inmune a las combustiones ordinarias. Pero como en sus células había bastante energía eléctrica para propulsarlo a toda velocidad durante horas, si aquella energía se disipaba en calor, los resultados tenían que ser forzosamente catastróficos.

Sin embargo, a poco que se reflexionase, aquello parecía imposible. Tal sobrecarga habría fundido todos los cortocircuitos…, a menos que, por la razón que fuese, se hubiesen atascado.

Lo cual no había sucedido, según McKenzie informó tras una rápida verificación en la compuerta de entrada.

—Todos los disyuntores han saltado —informó—. Los circuitos no tienen corriente. No lo entiendo.

Incluso en aquel instante crítico, Pat apenas pudo contener una sonrisa. McKenzie no dejaba de ser un sabio ni un momento. Aunque estuviese a punto de morirse, querría saber cómo y por qué. Si lo hubiesen quemado en una hoguera —suerte que quizá les esperaba a todos—, hubiera preguntado al verdugo qué clase de madera empleaban.

La puerta se abrió. Era Hansteen, que venía a informar.

—Lawrence dice que aún tiene para diez minutos. ¿Aguantará este mamparo hasta entonces?

—Sólo Dios lo sabe —respondió Pat—. Puede aguantar aún una hora. Puede ceder dentro de cinco segundos. Todo depende de cómo se propague el fuego.

—¿No hay extintores automáticos en este compartimiento?

—No son necesarios…, la pared puede resistir a la presión y normalmente hay el vacío en el lado opuesto. Es el mejor extintor que existe.

—¡Ya lo tengo! —exclamó McKenzie—. ¿No lo ven ustedes? Todo este compartimiento ha sido invadido por el polvo. Cuando el techo fue horadado, el polvo empezó a introducirse. Y es el polvo el que ha causado el cortocircuito de todo el equipo eléctrico.

Pat comprendió que esta vez McKenzie tenía razón. En aquellos momentos, todas las partes de la nave abiertas al vacío debían estar llenas de polvo, que sin duda penetró por el techo roto, para acumularse entre los dos cascos, especialmente en el compartimiento donde estaban las instalaciones de energía eléctrica. Y entonces debieron comenzar los fuegos de artificio, pues el hierro meteórico que el polvo contenía lo hacía muy buen conductor. Era él quien había provocado innumerables circuitos y cortocircuitos.

—Si rociamos de agua el mamparo —dijo el comodoro—, ¿servirá de algo…, o resquebrajará la fibra de vidrio?

—Yo creo que deberíamos intentarlo —respondió McKenzie—, pero con mucho cuidado…, con muy poca agua al principio.

Llenó una taza de plástico con agua que ya estaba caliente y miró a sus dos compañeros con expresión interrogadora. Al ver que éstos no hacían objeciones, esparció algunas gotas sobre la superficie que empezaba a cubrirse de ampollas.

Los crujidos y siseos resultantes fueron tan espantosos, que se interrumpió inmediatamente. El riesgo era demasiado grande. La idea hubiera sido buena con una pared metálica, pero aquel plástico no conductor se hubiera partido bajo el efecto de una acusada diferencia de temperatura.

—No podemos hacer nada aquí —dijo el comodoro—. Estos extintores tampoco nos servirán de mucho. Lo mejor será salir y aislar todo el compartimiento. La puerta formará un muro de contención y nos dará un poco más de tiempo.

Pat vacilaba. El calor ya era casi insoportable, pero le pareció una cobardía marcharse.

Las palabras de Hansteen, sin embargo, estaban llenas de prudencia; si se quedaban allí hasta que el fuego estallase, probablemente perecerían ahogados por la humareda.

—Es verdad. Salgamos —asintió—. Ya veremos qué clase de barricada podemos levantar ante la puerta.

No creía que tuviese mucho tiempo para hacerla, pues ya percibía nítidamente un ruido como el de freír, procedente del mamparo que mantenía a raya aquel infierno.