Capítulo 28

«Tengo la impresión de estar aquí desde hace años —pensó Maurice Spenser—. Sin embargo, el Sol aún está muy bajo por el oeste, que es por donde se levanta en este extraño mundo, y aún faltan tres días para que llegue al cenit. ¿Cuánto tiempo aún tendré que permanecer en estas montañas, escuchando las fanfarronadas del capitán Anson sobre sus viajes por el espacio, y observando esa lejana balsa con sus dos iglúes?»

Era una pregunta a la que nadie podía responder. Cuando el cajón neumático empezó a bajar, parecía que todo habría terminado antes de veinticuatro horas. Pero volvían a estar donde habían empezado…, y, para empeorar aún más las cosas, todo el interés visual del reportaje había desaparecido. A partir de entonces todo sucedería en las profundidades del mar de polvo o en el interior de un iglú. Lawrence continuaba negándose tercamente a admitir una cámara tomavistas en la balsa y Spenser no podía censurárselo. El ingeniero jefe no había tenido suerte cuando sus declaraciones fueron bruscamente desmentidas por los hechos, y no estaba dispuesto a correr de nuevo aquel riesgo.

Sin embargo, no podía ni pensarse en la posibilidad que el Auriga abandonase aquel emplazamiento, al que había llegado a costa de tan cuantiosos gastos. Si todo iba bien, aún faltaba por tomar una escena emocionante. Si todo iba mal, la escena sería trágica.

Tarde o temprano aquellos esquíes para el polvo emprenderían el regreso a Puerto Roris…, con las personas que habían ido a salvar o sin ellas. Y Spenser no quería perderse la partida de aquella caravana, tanto si ésta se efectuaba bajo el sol naciente o bajo el sol poniente, o incluso al claro de Tierra.

Cuando volvió a localizar al Selene, Lawrence reanudó la operación de taladro. Por la pantalla auxiliar, Spenser veía el fino tubo de oxígeno descendiendo por segunda vez en el polvo. ¿Por qué se molestaba Lawrence en efectuar aquel trabajo, se preguntó el periodista, si ni siquiera estaba seguro de si hubiese alguien vivo a bordo del Selene? ¿Y cómo podría comprobarlo, si las comunicaciones por radio se habían interrumpido?

Ésta era la pregunta que también se hacían millones de personas, mientras veían hundirse el tubo en el polvo, y quizá muchas de ellas habían acertado con la respuesta correcta. Pero cosa curiosa: esta solución no vino en mientes de ninguno de los tripulantes del Selene…, ni siquiera al comodoro.

Al oír el fuerte golpe contra el techo, los ocupantes de la nave comprendieron en seguida que no era causado por una varilla de sondeo, que hurgaba cuidadosamente en el mar. Cuando un minuto después oyeron el inconfundible zumbido de un barreno que horadaba la fibra de vidrio, se sintieron como condenados a muerte indultados a última hora.

Esta vez, el taladro no tocó la conducción eléctrica…, aunque esto poco importaba ya.

Los pasajeros miraban, casi hipnotizados, mientras el chirrido se hacía más fuerte y caían del techo los primeros trocitos del revestimiento interior. Cuando apareció la fresa del taladro y descendió veinte centímetros, un entusiasta griterío la saludó.

«Y ahora, ¿qué? —se preguntó Pat—. No podemos hablar con ellos. ¿Cómo sabré cuándo tengo que destornillar el taladro? No deseo cometer el mismo error por segunda vez».

En medio de aquel expectante y tenso silencio, el tubo de metal resonó con una fuerte llamada: «Tit-Tit-Tit-Ta».

Ninguno de quienes lo oyó olvidaría aquel sonido en el resto de sus días. Era la señal de la V, a la que Pat contestó con otros tres golpecitos cortos y uno largo, valiéndose de unas tenazas. «Ahora ya saben que estamos vivos», pensó. En el fondo, nunca creyó que Lawrence los daría por muertos y los abandonaría, pero al mismo tiempo había aquella duda insidiosa que no lo abandonaba.

El tubo transmitió de nuevo la señal, con mucha más lentitud. Era muy pesado tener que aprender el alfabeto Morse. En aquella época resultaba tal anacronismo su empleo, que muchos pilotos e ingenieros del espacio protestaban enérgicamente cuando les obligaban a aprenderlo, pues lo consideraban una pérdida de tiempo. Quizá no tendrían que utilizarlo en su vida.

Pero aunque sólo fuese una vez, como en aquel caso… Entonces era de importancia vital.

Se oyeron más golpes por el tubo:

«Ta-tit-tit… Tit… Tit-tit-tit… Ta-ta-ta… Tit-ta-tit… Ta-tit… Tit-tit… Tit-ta-tit… Tit-ta-tit-tit… Tit».

«¡Destornille!» Para que no hubiese error, comenzó a repetir la palabra, pero tanto el comodoro como Pat, a pesar de tener casi olvidado el alfabeto Morse, habían, comprendido, y el segundo dijo:

—Nos piden que destornillemos el taladro. Allá va.

Hubo una entrada violenta de aire mientras se nivelaba la presión en la atmósfera del salón. Luego el tubo quedó abierto hacia el mundo exterior y del orificio llegó una voz, hueca y sepulcral, pero perfectamente nítida. Tan resonante y tan inesperada fue, que todos lanzaron un grito ahogado de sorpresa. Se habían criado y educado en la creencia que sólo por medio de la electrónica podía transmitirse la voz a través del espacio, y la resurrección del antiquísimo medio de comunicación a distancia les pareció una novedad, tal como lo habría sido el teléfono para un griego de la edad homérica.

—Habla el ingeniero jefe Lawrence. ¿Pueden oírme?

Pat ahuecó las palmas de las manos en torno de la abertura y respondió:

—Le oímos muy bien. ¿Qué ha sucedido?

—Han descendido ustedes metro y medio nada más. ¿Cómo andan de aire?

—Bien todavía, pero cuanto antes puedan comenzar a suministrarlo, mejor será.

—No se preocupe; se lo bombearemos en cuanto limpiemos de polvo los filtros y nos llegue otro barreno de Puerto Roris. El que acaban de destornillar es el único que teníamos de repuesto.

Pasaría, por lo tanto, una hora o más de una hora hasta obtener nuevo abastecimiento de aire. No era eso, sin embargo, lo que más atormentaba a Pat: conocía la forma en que se había propuesto Lawrence llegar hasta ellos y comprendía, por lo tanto, que no podría ponerse en práctica al no encontrarse ya el Selene en un plano horizontal.

—¿Cómo van a sacarnos? —preguntó sin rodeos.

Apenas se advirtió una brevísima vacilación en la voz de Lawrence.

—No he estudiado todos los detalles, pero añadiremos otro cilindro al cajón hidráulico y continuaremos haciéndolo bajar para que alcance a la nave. Luego comenzaremos a extraer el polvo hasta llegar al fondo. Entonces quedaremos a pocos centímetros de ustedes y de algún modo salvaremos ese trecho. Hay, no obstante, algo que ustedes deben hacer antes.

—¿Qué?

—Estoy prácticamente seguro del hecho que el crucero no va a cambiar de posición; pero si fuera así, creo preferible que fuese ahora, para lo cual deseo que todos ustedes se pongan a dar saltos en el piso un par de minutos.

—¿No será peligroso? —preguntó Pat titubeante—. ¿Y si el tubo volviera a soltarse?

—En tal caso podrían colocarlo de nuevo. Otro pequeño orificio no tendrá importancia, y, en cambio, la tendría un descenso más si se produjera en el momento de estar abriendo en el techo un boquete suficiente para dar paso a un hombre.

En el Selene se habían desarrollado varias escenas extrañas, pero sin duda la que siguió fue la más curiosa de todas. Veintidós hombres y mujeres se pusieron serios a brincar al mismo tiempo hasta el techo, para dejarse caer con fuerza y volver a saltar otra vez, en tanto que Pat mantenía un ojo vigilante sobre el tubo que les comunicaba con el mundo exterior. Después de un minuto de enérgicos esfuerzos de todos, el Selene había descendido apenas dos centímetros.

Lo comunicó a Lawrence, quien recibió la noticia con satisfacción. Al tener la certidumbre, en lo posible, respecto a que el crucero no se movería de nuevo, renació en él la confianza de sacar con vida a sus ocupantes. Esbozó un plan que alcanzó forma definitiva en las doce horas siguientes, en una serie de conferencias por circuito cerrado de televisión con su comité técnico, y después de varias experiencias efectuadas en el propio mar de la Sed. Los servicios técnicos aprendieron más cosas sobre el polvo lunar durante la semana que acababa de transcurrir que en toda su existencia anterior. Así, ya no se batían a ciegas contra un enemigo casi desconocido. Sabían ya las libertades que podían tomarse con él…, y lo que no se podía hacer.

A pesar de la rapidez con que se trazaron los nuevos planes y de la construcción del material necesario, nada se hizo con prisa indebida ni de una manera descuidada. Se trataba también de otra operación que tenía que salir bien al primer instante. Si fracasaba, en el mejor de los casos habría que abandonar el cajón y hundir otro en el mar de la Sed.

Y en el peor de los casos…, los ocupantes del Selene perecerían ahogados en el polvo.

—Es un bonito problema —dijo Tom Lawson, a quien agradaban los bonitos problemas…, y apenas nada más—. La parte inferior del cajón —prosiguió— queda abierta al polvo, pues sólo reposa por un punto en el techo del Selene, y la inclinación del mismo impide un contacto hermético. Antes que podamos extraer el polvo por medio de bombas, hay que cerrar la extremidad inferior del cajón.

»¿He dicho «extraer con bombas»? Habrá sido por error. Esta sustancia no puede extraerse con bombas; hay que elevarla. Y si lo intentamos tal como están las cosas ahora, ascendería por el fondo del pozo con la misma rapidez con que la extrajésemos por arriba.

Tom hizo una pausa y dirigió una sonrisa sardónica a los millones de telespectadores que lo miraban, como si los desafiase a resolver el problema que había presentado. Dejó por un momento que sus auditores meditasen sobre el problema y después tomó la maqueta que se encontraba sobre la mesa del estudio. Aunque la maqueta era extremadamente sencilla, se sentía bastante orgulloso de ella, porque la había hecho con sus propias manos. Viéndola en la pantalla, nadie hubiera podido adivinar que era de cartón pintado de color aluminio.

—Este tubo —dijo— representa un corto segmento del cajón que está ahora descendiendo hasta el Selene y que se llena de polvo. Ahora bien, esto —con la otra mano tomó un cilindro metálico corto y grueso, cerrado en un extremo— encaja en el tubo como un pistón. Debido a que es muy pesado, tenderá a hundirse por su propio peso; pero no podrá hacerlo, desde luego, mientras tenga abajo encerrado algún polvo.

Tom Lawson hizo girar el émbolo; con el extremo chato hacia la cámara, apretó con el índice el centro de la tapa circular, y se abrió una puerta de resorte.

—Este escotillón actúa a modo de válvula. Cuando esté abierto, dejará pasar el polvo; el émbolo caerá por el pozo del cajón y, al llegar al fondo, la válvula se cerrará mediante una señal hecha desde arriba. De ese modo quedará herméticamente cerrado el cajón y podremos comenzar a extraer el polvo.

»Parece muy sencillo, ¿verdad? Pues no lo es. Presenta alrededor de cincuenta problemas que yo no he mencionado. Por ejemplo, una vez vacío el cajón, tendrá tendencia a ascender flotando hacia la superficie, con un poder de ascensión de muchas toneladas. El ingeniero jefe Lawrence ha ideado un ingenioso sistema de anclas para retenerlo.

»Comprenderán ustedes, naturalmente, que incluso cuando este tubo haya sido vaciado de polvo, continuará existiendo aquel mismo espacio en forma de cuña entre su parte inferior y el techo del Selene. No sé cómo el señor Lawrence se propone resolver este problema. Pero les ruego que no me envíen más sugerencias; con las ideas en embrión que ha recibido la emisora, se podría montar un programa que duraría varios años.

»Este dispositivo en forma de émbolo no es una simple teoría. Los ingenieros han construido uno aquí para probarlo durante las últimas doce horas. Actualmente está funcionando. Y si comprendo bien las señales que me hacen, creo que voy a desaparecer de la pantalla, para regresar al mar de la Sed y ver qué sucede en la balsa.

El estudio provisional montado en el hotel Roris desapareció para millones de telespectadores, siendo reemplazado por un paisaje que, en aquel instante, ya se había convertido en un espectáculo familiar para toda la especie humana.

Ya eran tres las tiendas de goma levantadas sobre la balsa. Parecían gigantescas gotas de mercurio al reflejar el sol en su superficie. Uno de los esquíes para el polvo estaba parado junto a la cúpula mayor; los otros dos se hallaban en tránsito, pues habían ido a buscar más material a Puerto Roris.

Como la boca de un pozo, el cajón sobresalía del océano de polvo algo más de veinte centímetros y su abertura parecía demasiado estrecha para dejar pasar a un hombre.

Habría sido, en verdad, muy angosta para el que llevase puesto un traje espacial; pero, afortunadamente, éste no sería necesario en la etapa crítica de la operación.

Una doble pala cilíndrica desaparecía a intervalos regulares dentro del pozo y era izada nuevamente a la superficie por una grúa pequeña, pero de gran potencia. Al subir, abría sus cucharas para descargar en el mar de la Sed su contenido. En la lisa llanura se elevaba durante varios segundos un montículo gris de polvo vacilante y se desplomaba con lentitud hasta desaparecer del todo, antes que la siguiente carga hubiese surgido del pozo. Era un truco de prestidigitador hecho a plena luz del día y producía un efecto extraordinario. Decía a los telespectadores, mucho mejor que con palabras, todo cuanto necesitaban saber sobre el mar de la Sed.

La pala cilíndrica se hundía cada vez a mayor profundidad en el polvo, con el resultado que tardaba más tiempo en reaparecer. Y, por último, llegó un momento en que subió llena únicamente a medias y quedó abierto el camino al Selene…, exceptuando el terrible obstáculo final.