Capítulo 27

Cuando Pat y el comodoro regresaron a la cabina, el debate sobre los platillos volantes estaba animadísimo.

Radley, que hasta entonces apenas había dicho esta boca es mía, recuperaba el tiempo perdido con presteza. Se diría que se había disparado en él un resorte secreto, o que lo habían descargado del compromiso de guardar silencio. La explicación probablemente era ésta: convencido ya del hecho que su misión había sido descubierta, acogía gustoso aquella ocasión de discursear.

El comodoro Hansteen había conocido a varios iluminados como aquél. A decir verdad, fue el instinto de conservación el que le obligó a sumergirse en la rimbombante literatura consagrada a aquel tema. La manera de abordarlo era casi siempre la misma.

Empezaban por decirle: «Sin duda, comodoro, usted habrá visto cosas muy extrañas durante los años que ha pasado en el espacio». Y luego, como su respuesta no era satisfactoria, le lanzaban la insinuación, más o menos directa, respecto a que tenía miedo de hablar o que no quería decir lo que sabía. Era perder el tiempo esforzarse por negar lo que se le imputaba; a los ojos de los convencidos, aquello demostraba únicamente que él también formaba parte de la conspiración del silencio.

Los demás pasajeros no tenían a su favor aquella amarga experiencia y Radley esquivaba sus objeciones con la mayor facilidad. Incluso Schuster, pese a su formación jurídica, no conseguía acorralarlo; sus esfuerzos eran tan fútiles como tratar de convencer a un paranoico respecto a que en realidad nadie le persigue.

—¿No parece razonable pensar —arguyó Schuster— que, admitiendo que millares de científicos se hayan enterados, tarde o temprano uno de ellos dirá algo de más? ¡Es imposible guardar un secreto tan enorme! Sería como si se quisiera ocultar el monumento a Washington.

—Oh, ha habido varios intentos por revelar la verdad —respondió Radley—. Pero las pruebas siempre han sido destruidas misteriosamente…, así como los hombres que querían revelarla. Ellos saben mostrarse implacables cuando lo creen necesario.

—Pero ha dicho usted que…, ellos…, han establecido contacto con seres humanos. ¿Y esto no le parece una contradicción?

—En absoluto. Las fuerzas del bien y del mal luchan en todo el universo, lo mismo que en la Tierra. Entre los tripulantes de los platillos los hay amigos…, otros, en cambio, desean explotarnos. Ambos grupos se combaten desde hace miles de años. A veces, el conflicto se extiende a la Tierra; esto causó la destrucción de la Atlántida.

Hansteen no pudo contener una sonrisa. Tarde o temprano aparecía la Atlántida en escena…, o si no la Atlántida, Lemuria o el continente perdido de Mu. Todas estas historias ejercían una gran fascinación sobre aquel tipo de mentalidad desequilibrada y amante de lo misterioso.

El tema había sido estudiado a fondo por un grupo de psicólogos alrededor de la década 1970-1980; sí, Hansteen lo recordaba perfectamente. Los psicólogos llegaron a la conclusión que, hacia mediados del siglo XX, una parte sustancial de la población terrestre se hallaba convencida que el mundo corría hacia su destrucción y que la única esperanza residía en una intervención extraterrestre. Perdida la fe en sí mismo, el hombre buscó la salvación en los cielos.

La religión de los platillos volantes floreció entre los chiflados de la humanidad durante una década, aproximadamente, para extinguirse luego de pronto, como una epidemia que ya hubiese hecho su curso. Los psicólogos afirmaron que esto podía atribuirse a dos factores: el primero era, sencillamente, el hastío; el segundo, el Año Geofísico Internacional, preludio de la entrada del hombre en el espacio cósmico.

Durante los dieciocho meses que duró el AGI, el cielo fue observado y sondeado por un número mayor de instrumentos y de observadores experimentados que en ningún otro momento de la historia. Si hubiesen existido visitantes celestiales vagando por la atmósfera o por encima de ella, aquel esfuerzo científico concentrado hubiera revelado su presencia. Pero nada de ello ocurrió, y cuando los primeros vehículos tripulados por hombres abandonaron la superficie terrestre, los platillos volantes brillaron por su ausencia.[4]

Para la mayoría, aquello significó el fin del problema. Los millares de objetos no identificados que fueron vistos en el transcurso de los siglos se podían explicar por causas naturales, y, gracias a los progresos de la meteorología y la astronomía, las explicaciones válidas no faltaron. Cuando amaneció la era del espacio, que devolvió al hombre la fe en su propio destino, el mundo cesó de interesarse por los platillos volantes.

Es raro, sin embargo, que una religión se extinga por completo, y así un pequeño grupo de fieles continuó manteniendo el culto y alimentándolo con fantásticas «revelaciones», relatos de entrevistas con seres extraterrestres y afirmaciones de contactos telepáticos. E incluso cuando se demostraba, como ocurrió con frecuencia, que los profetas habían adulterado sus pruebas, los devotos se mantenían imperturbables. Necesitaban tener sus dioses en el cielo y nada ni nadie podía privarles de ellos.

—Usted aún no nos ha explicado —estaba diciendo el señor Schuster— por qué los tripulantes de los platillos le persiguen. ¿Qué ha hecho para despertar su irritación?

—Conocía demasiado algunos de sus secretos. Por eso han aprovechado esta ocasión para eliminarme.

—¿No podían utilizar medios menos complicados?

—Es necio imaginar que nuestros espíritus limitados pueden comprender su mentalidad. Además, así todo hubiera parecido un accidente; nadie hubiera supuesto que el naufragio fue intencionado.

—En eso tiene usted razón. Pero como ahora todo ha dejado de tener importancia, ¿no podría usted revelarnos el secreto que estaba a punto de descubrir? Estoy seguro que a todos los presentes les interesará conocerlo.

Hansteen miró furtivamente a Irving Schuster. El abogado siempre le había parecido un hombrecillo de carácter más bien solemne y desprovisto de humor; la ironía no era propia de él.

—Se lo diré con mucho gusto —respondió Radley—. La historia empieza en 1953, cuando un astrónomo norteamericano llamado O’Neill efectuó una observación notabilísima precisamente aquí, en la Luna. Tiene usted que saber que descubrió un pequeño puente en la orilla oriental del mar de las Crisis.

»Los demás astrónomos, naturalmente, se rieron de él…, pero otros, que tenían menos prejuicios, confirmaron la existencia del puente. Sin embargo, pocos años después había desaparecido. No hay duda del hecho que el interés que nosotros demostramos por él alarmó a los tripulantes de los platillos, que lo desmontaron.

Aquel «no hay duda», se dijo Hansteen, era un ejemplo perfecto de lógica platillista…, el osado non sequitur que dejaba a los espíritus normales desesperadamente rezagados.

Nunca había oído hablar del puente antes mencionado, pero existían ejemplos a docenas de falsas observaciones en los anales astronómicos. Los canales de Marte eran un ejemplo clásico. Sabios famosos por su honradez e integridad los habían mencionado durante años, pese a que no existían…, al menos bajo la forma de una fina red, como los describieron Lowell y otros. ¿Pensaba Radley que alguien había colmado los canales, entre la época en que Lowell los observó y los días en que se obtuvieron las primeras fotografías claras del planeta Marte?[5] Hansteen estaba seguro que era muy capaz de creerlo.

Sin duda, el puente de O’Neill no era más que una ilusión óptica provocada por la luz, o por las sombras perpetuamente movedizas de la Luna. Pero una explicación tan sencilla no era del gusto de Radley, por supuesto. Pero de todos modos, ¿qué hacía aquel hombre allí, a dos mil kilómetros del mar de las Crisis?

Alguien lo pensó también y se lo preguntó. Como siempre, Radley tenía una respuesta convincente a punto:

—Confiaba —dijo— en alejar sus sospechas portándome como un turista ordinario.

Teniendo en cuenta que las pruebas que yo buscaba se hallaban en el hemisferio occidental, empecé por dirigirme al oriental. Me proponía llegar al mar de las Crisis atravesando la cara opuesta de la Luna, donde también había varios lugares que deseaba visitar. Pero ellos son demasiado listos. Ya hubiera podido suponer que uno de sus agentes me seguía los pasos…, pueden adoptar la forma humana, ¿saben ustedes?

Probablemente me han estado siguiendo desde que desembarqué en la Luna.

—Me gustaría saber —preguntó la señora Schuster, que parecía tomarse a Radley cada vez más en serio— qué piensan hacer ahora con nosotros.

—Ojalá lo supiera, señora —respondió Radley—. Sabemos que poseen profundas cavernas en el interior de la Luna, y estoy seguro que nos llevarán a una de ellas. Cuando vean que el equipo de socorro está a punto de salvarnos, intervendrán de nuevo. Pero, de todos modos, temo que nos hallemos a demasiada profundidad para que puedan salvarnos…

Pat se dijo que ya había bastante de aquellas sandeces. Radley había hecho su número cómico, pero aquel loco empezaba a pronunciar frases alarmantes. ¿Cómo hacerlo callar?

La demencia era rara en la Luna, como en todas las sociedades fronterizas. Pat no sabía cómo había que tratar a los locos…, en especial a los que, como Radley, sabían mostrarse amables y persuasivos. Había momentos en que incluso él se preguntaba si no podía haber algo cierto en las fantásticas historias de Radley; en otras circunstancias, su escepticismo natural y sano lo hubiera inmunizado, pero entonces, después de aquellos días de tensión nerviosa y angustiosa espera, sus facultades críticas estaban embotadas.

Hubiera deseado conocer algún medio sencillo de romper el hechizo de aquel demente dotado de gran facilidad de palabra que había creado entre los pasajeros.

Un poco avergonzado por pensar en aquel procedimiento, recordó el certero golpe de gracia que sumió instantáneamente a Hans Baldur en el sueño. Sin proponérselo —al menos de manera consciente— su mirada se cruzó con la de Harding. Con alarma vio que éste reaccionaba inmediatamente y, haciendo un leve gesto de asentimiento, se levantaba cautelosamente de su butaca.

«¡No, no! —pensó Pat—. Eso no. Dejemos tranquilo a ese pobre chiflado. ¿Qué clase de hombre es ese Harding?»

Pero luego su tensión disminuyó, al ver que Harding no abandonaba su sitio, a cuatro asientos de Radley. Permanecía únicamente de pie, contentándose con mirar al neozelandés con expresión inescrutable. Tal vez fuese compasión, pero en aquella penumbra Pat no podía asegurarlo.

—Creo que ya es hora de intervenir —dijo Harding—. Al menos, una de las cosas que nos ha contado el amigo es perfectamente cierta. Le siguen. Pero quien le sigue no es un agente de los platillistas…, sino yo.

»Aunque no pasa usted de ser un aficionado, Wilfred George Radley, tengo que felicitarle. La persecución ha sido emocionante: de Christchurch a Astrogrado, después a Ciudad Clavius, de allí a Pytho, a Platón, a Tolomeo y, por último, a Puerto Roris…, para terminar aquí, donde creo que es final de trayecto, en más de un aspecto, sin duda.

Radley no pareció inmutarse en lo más mínimo. Se contentó con inclinar la cabeza con ademán nobilísimo, como si ya conociese la existencia y la misión de Harding, pero no deseara intimar con él.

—Como sin duda habrán ustedes adivinado —prosiguió Harding— yo soy un detective.

Especializado en la estafa y el desfalco. Es una labor muy interesante, aunque raramente se me presenta ocasión de hablar de ella. Por lo tanto, estoy muy contento de poder hacerlo ahora.

»No siento ningún interés, al menos profesional, por las creencias particulares del señor Radley. Que lo que cuenta sea cierto o no, no altera el hecho que es un contable muy competente que gana un buen sueldo en Nueva Zelanda. Sin embargo, su sueldo no le permitía pagarse un mes de vacaciones en la Luna.

»Aunque esto no fue problema para él…, porque tienen ustedes que saber que el señor Radley era jefe contable en la agencia que la empresa La Universal, de cartas de viaje, tiene en Christchurch. El sistema que emplea esta empresa se considera perfecto y a prueba de falsificaciones; pero, de la manera que sea, él consiguió, sin pagar un céntimo, una carta de viaje de la categoría Q, que le permite ir a cualquier punto del Sistema Solar, cubriéndole gastos de hotel y restaurante e incluso ingresar cheques, durante su viaje, de hasta quinientos dólares. Las cartas de la categoría Q circulan muy poco por la sencilla razón que éstas son carísimas.

»Como es natural, ya hubo otros aprovechados que intentaron viajar gratis por este medio. A veces, los clientes pierden su carta y algunos individuos sin escrúpulos se dan buena vida durante unos días antes que los prendan. Pero sólo por unos días…, el sistema de control de La Universal es muy eficaz…, tiene que serlo en evitación de hechos parecidos. Hasta la fecha, nadie ha podido eludir a la justicia por más de ocho días.

—En mi caso han sido nueve —exclamó Radley de manera inesperada.

—Perdone…, usted lo sabe mejor que yo, claro. Nueve días, entonces. Pero Radley comenzó su viaje hace casi tres semanas, antes que diésemos con su pista. Disfrutaba sus vacaciones anuales y dijo en su oficina que iba a pasarlas tranquilamente en la Isla del Norte. Pero, en cambio, se fue a Astrogrado y de allí a la Luna, sentando al propio tiempo un precedente, pues ha sido el primer hombre —y esperemos que sea el último— que sale de la Tierra sin desembolsar un céntimo.

»Aún no sabemos exactamente cómo lo consiguió. ¿Cómo logró engañar a los aparatos de control automáticos? ¿Tenía un cómplice entre los técnicos encargados de los programas de las calculadoras? Ésta y otras preguntas igualmente interesantes son las que se hace La Universal, agencia de cartas de viaje. Espero, Radley, que usted desembuchará conmigo, sólo para satisfacer mi curiosidad. Creo que es lo menos que puede hacer en las actuales circunstancias.

»Pero sabemos los motivos que le impulsaron…, los motivos que le obligaron a sacrificar un buen empleo para meterse en una aventura que debía terminar fatalmente en la cárcel. Adivinamos sus motivos cuando dimos con su paradero en la Luna. La Universal estaba perfectamente al corriente de su afición, que no le importaba, porque no afectaba en absoluto sus cualidades profesionales. Se mostraron indulgentes con usted, pero su indulgencia les ha costado muy cara.

—De veras que lo siento —repuso Radley, no sin cierta dignidad—. La empresa siempre me ha tratado muy bien, y lo que he hecho, efectivamente, parece vergonzoso. Pero lo hice por una buena causa, y si hubiese podido encontrar las pruebas que buscaba…[6]

Pero en aquel instante todo el mundo —salvo el inspector Harding— cesó de interesarse por Radley y sus platillos volantes. El ruido que con tanta ansiedad esperaban acababa de oírse.

La sonda manejada por Lawrence rascaba el techo del Selene.