Tal vez fuese una suerte que el Selene tuviese entonces la radio averiada. No hubiera sido buena cosa para la moral de sus ocupantes saber que los esquíes para el polvo, abarrotados de hombres, se alejaban del lugar de la catástrofe. Pero en aquellos instantes nadie pensaba en los intentos de rescate; Radley acaparaba la atención general.
—¿Qué quiere usted decir con eso que todo ha sido culpa suya? —le preguntó Pat, en el estupefacto silencio que siguió a la desconcertante afirmación del neozelandés. De momento el silencio sólo demostraba estupefacción y no hostilidad, porque nadie podía tomarse en serio semejante afirmación.
—Es una larga historia, capitán —dijo Radley, hablando con una voz que, si bien extrañamente desprovista de emoción, tenía acentos que Pat no podía identificar. Casi parecía la voz de un robot y el capitán del Selene sintió que un leve escalofrío le recorría el espinazo.
Pero Radley prosiguió:
—Yo no quiero decir que haya provocado deliberadamente todo cuanto ha sucedido.
Pero ello me impide que sea deliberado y que yo lamente haber sido la causa del siniestro. Tiene usted que saber que…, que ellos me persiguen.
«Esto era, precisamente, lo que nos faltaba —pensó Pat—. Parece como si las hubiesen tomado con nosotros. En nuestro pequeño grupo tenemos de todo: una solterona neurótica, un morfinómano…, y ahora un loco. ¿Qué más vamos a descubrir antes que todo haya terminado?»
Pero entonces comprendió que su juicio pecaba de injusto y precipitado. En el fondo, había tenido mucha suerte con sus pasajeros. Exceptuando a Radley, la señorita Morley y Hans Baldur (quien, la verdad sea dicha, se había portado correctamente después de aquel incidente único), contaba con el comodoro, el doctor McKenzie, los esposos Schuster, el menudo profesor Jayawardene, David Barren y los demás, que habían obedecido siempre sin rechistar ni presentar problemas. Se sintió dominado por un súbito sentimiento de afecto, rayado en el amor, por aquellas personas magníficas que tanto le habían ayudado, de una manera directa o pasiva.
Y, ante todo, se mostraba reconocido a Sue, que, previsora como siempre, ya tomaba las medidas oportunas. Pat la vio en el fondo de la nave, entregada discretamente a su trabajo. El capitán se preguntó si alguien había observado —desde luego, Radley no lo observó— que acababa de abrir el botiquín para sacar uno de aquellos pequeños cilindros del tamaño de un cigarrillo cargados con un somnífero. Si aquel sujeto empezaba a crearles dificultades, ella ya se encontraría dispuesta a intervenir.
Mas, por el momento, Radley se mostraba muy manso. Parecía un hombre completamente tranquilo y en plena posesión de sus facultades mentales. Sus ojos no brillaban con la luz de la locura ni mostraba ninguna de las señales típicas de la demencia. Parecía exactamente lo que era: un contable neozelandés de media edad que pasaba sus vacaciones en la Luna.
—Lo que usted dice es muy interesante, señor Radley —observó el comodoro Hansteen con el tono más indiferente que pudo fingir—. Pero le ruego que disculpe nuestra ignorancia. ¿Quiénes son «ellos» y por qué le persiguen?
—¿No ha oído usted hablar nunca de los platillos volantes, comodoro?
«¿Los platillos…, cómo?», se preguntó Pat. Pero Hansteen parecía mejor informado que él.
—Sí —respondió con tono un poco cansado—. Se los menciona en viejos libros de astronáutica. Se hablaba mucho de esta tontería hace unos ochenta años, ¿verdad?
Comprendió inmediatamente que no hubiera debido utilizar la palabra «tontería», y le alivió ver que Radley no se daba por ofendido.
—Oh —repuso el neozelandés—, los platillos volantes son mucho más antiguos, pero solamente durante el siglo pasado empezaron a llamar la atención general. En una abadía inglesa se conserva un viejo manuscrito de 1290 que describe a uno de ellos con detalle…, pero aún existen textos más antiguos sobre la cuestión. Antes del siglo XX se registraron más de diez mil observaciones de platillos volantes.
—Un momento —le interrumpió Pat—. ¿Qué significa esa expresión «platillo volante»?
Nunca la oí mencionar.
—En tal caso —repuso Radley, con voz apenada—, temo que su educación deja mucho que desear, capitán. La expresión «platillo volante» se hizo de uso corriente, a partir de 1947, para describir unos extraños vehículos, generalmente discoidales, que reconocían nuestro planeta desde hacía siglos. Algunas personas prefieren llamarlos «objetos no identificados».
Aquellas explicaciones despertaron vagos recuerdos en el espíritu de Pat. En efecto, había oído hablar de «platillos» en relación con los hipotéticos extraterrestres. Pero no había ninguna prueba concreta, por supuesto, mostrando que astronaves extraterrestres hubiesen penetrado jamás en el Sistema Solar.
—¿Cree usted de verdad —preguntó uno de los pasajeros— que alrededor de la Tierra merodeen visitantes del espacio?
—No sólo eso, sino mucho más aún —respondió Radley—. Con frecuencia han desembarcado de sus astronaves para establecer contacto con seres humanos. Antes que nosotros nos instalásemos en la Luna, tenían una base en la cara oculta; pero la destruyeron cuando los primeros cohetes de reconocimiento empezaron a tomar fotos a baja altitud.
—Y usted, ¿cómo sabe todo esto? —le preguntó otro.
Radley parecía completamente indiferente al escepticismo de su auditorio. Debía estar acostumbrado a tropezar con aquella actitud desde hacía tiempo. De él se desprendía una fe íntima que, por mal fundada que estuviese, resultaba extrañamente convincente.
Su locura lo había transportado a un reino situado más allá de la razón, donde él se sentía muy feliz.
—Tenemos nuestros contactos… —respondió con el tono de un hombre que sabe mucho—. Un número reducido de hombres y mujeres han podido establecer comunicaciones telepáticas con los ocupantes de los discos. Así es como sabemos mucho sobre ellos.
—¿Y cómo se explica que nadie más esté al corriente? —preguntó otro incrédulo—. Si esos seres existen, ¿por qué nuestros astrónomos y pilotos del espacio no los han visto?
—Los han visto, puede usted estar seguro —repuso Radley con una sonrisa de conmiseración—, pero guardan silencio. En realidad, existe una conspiración del silencio entre los hombres de ciencia. No les gusta reconocer que hay inteligencias superiores a la humana en el espacio. Así, cuando un piloto comunica haber observado un platillo, se burlan de él. Y ahora, naturalmente, los astronautas se callan cuando ven uno.
—¿Ha encontrado usted platillos, comodoro? —preguntó la señora Schuster, que visiblemente estaba medio convencida—. ¿O bien participa usted en la…, como ha dicho señor Radley…, conspiración del silencio?
—Siento mucho tener que desilusionarla, señora —dijo Hansteen—. Pero le doy mi palabra que todas las astronaves que he encontrado en el espacio figuraban debidamente en el Lloyd’s Register.
Miró discretamente a Pat y le hizo un pequeño signo con la cabeza, que quería decir:
«Vamos a hablar de esto en la compuerta». En aquel instante ya estaba convencido del hecho que Radley era inofensivo y casi agradecía su interrupción. Aquel tema, en efecto, había apartado la atención de los pasajeros de la situación en que entonces se encontraban. Si la chifladura de Radley podía mantenerlos entretenidos, tanto mejor.
—Bien, Pat —dijo Hansteen cuando la compuerta estanca los aisló de la cabina—. ¿Qué piensa usted de ese tipo?
—¿De veras cree todas esas tonterías?
—Oh, sí… Ya he conocido a otros como él.
El comodoro estaba muy enterado de la peculiar obsesión de Radley. En realidad, todos los que se interesaban por la historia de la astronáutica la conocían. Cuando era joven, incluso había leído algunas obras sobre el tema. Aquellos libros eran unos fraudes tan absurdos o demostraban una ingenuidad tan infantil, que hicieron tambalear su fe en el hombre como criatura racional. Resultaba inquietante que semejante literatura hubiese podido florecer…, aunque bien era verdad que casi todos aquellos libros vieron la luz en la época de psicosis que comenzó a mediados del siglo anterior.
—La situación es, en verdad, curiosa —comentó Pat—. En un momento como éste, todos los pasajeros se ponen a discutir sobre la existencia de los platillos volantes.
—A mí me parece excelente —respondió el comodoro—. ¿Se le ocurre algo mejor?
Miremos las cosas cara a cara. No tenemos nada más que hacer de momento, en espera que Lawrence vuelva a golpear sobre el techo.
—Si aún sigue ahí. Barrett quizá tiene razón…, ¿y si la balsa se hubiese hundido?
—Me parece muy poco probable…, la sacudida fue mínima. ¿Cuánto cree que nos hemos hundido?
Pat reflexionó. Entonces le parecía que el incidente había durado mucho. El hecho que se encontrasen virtualmente a oscuras y que hubiese tenido que luchar contra el chorro de polvo, aún hacía sus recuerdos más confusos. Así es que respondió al azar:
—No lo sé…, unos diez metros.
—Nada de eso. La sacudida no duró más que un par de segundos. Dudo que hayamos descendido más de dos o tres metros.
A Pat le costaba creer que esto fuese verdad, pero confió en que el comodoro estuviese en lo cierto. Sabía que era muy difícil calcular las pequeñas aceleraciones, en particular cuando uno se hallaba dominado por el pánico. Hansteen era el único hombre a bordo que tenía experiencia de aquellas cosas. Por lo tanto, su cálculo debía ser correcto.
Al menos, era tranquilizador.
—Es posible —prosiguió el comodoro— que en la superficie no hayan notado nada y probablemente se preguntan por qué no pueden establecer nuevamente contacto con nosotros. ¿Está usted seguro que la avería de la radio no se puede reparar?
—Segurísimo. Todo el bloque terminal se ha soltado al extremo de los conductores, y no podemos llegar a él desde el interior de la cabina.
—Desde luego, ven que la cosa no tiene remedio. Más valdrá que volvamos con los demás, para ver si Radley puede convertirnos…, aunque lo dudo.
Jules Braque, con su cámara, siguió a los esquíes para polvo durante unos centenares de metros antes de advertir que no estaban abarrotados de hombres, como parecía al principio. No había más que siete, y sobre la balsa eran ocho.
Enfocó de nuevo la cámara sobre la balsa, y su buena estrella o la intuición que distingue al camarógrafo brillante del normal, efectuó esta operación en el mismo instante en que Lawrence rompía su silencio radiofónico.
—Aquí el ingeniero jefe —dijo, con el tono de voz fatigado y frustrado del hombre cuyos planes cuidadosamente estudiados se han ido por los suelos—. Ruego que me disculpen por el retraso, pero, como ya habrán podido comprender, ha sucedido un incidente.
Parece ser que se ha producido otro hundimiento bajo el Selene. Ignoramos su profundidad. Hemos perdido todo contacto físico con la nave y ésta no responde a nuestras llamadas.
»Por si se produjese otro hundimiento, he ordenado a mis hombres que se alejen a unos centenares de metros. De todos modos, el peligro parece ser mínimo. Apenas hemos notado la sacudida…, pero de nada sirve arriesgarse inútilmente. De momento, puedo hacer todo lo que sea necesario sin otras ayudas.
»Volveré a llamar dentro de unos minutos.
Con millones de ojos posados en él, Lawrence se asomó al borde de la balsa, para atrapar la sonda metálica con la que localizó al crucero. Ésta medía veinte metros; si la nave se hubiese hundido a mayor profundidad habría que idear otro medio para alcanzarla.
La varilla se hundió en el polvo, cada vez con mayor lentitud, a medida que se aproximaba al lugar donde descansaba hasta poco antes el Selene. Ya estaba en la primera marca: quince metros y veintiséis centímetros. La sonda continuó avanzando.
—¿Cuánto más aún? —murmuró Lawrence para sí, en el silencio rumoroso de su traje espacial.
Estuvo a punto de lanzar una carcajada ante el rápido alivio de la tensión. La punta de la sonda sólo había penetrado un metro treinta y siete centímetros más, apenas la distancia de los brazos abiertos, cuando se detuvo. Mucho más serio era el hecho que el Selene no se había hundido por igual, como indicaren los primeros sondeos exploratorios, y estaba inclinado en un ángulo de casi treinta grados. Lo suficiente para echar a perder su plan, pues Lawrence había confiado en que el cajón sumergible entrase en contacto rasante con el techo horizontal.
Dejó un momento de pensar en este problema, porque había otro más inmediato.
Como no funcionaba la radio de a bordo (y sólo podía rogar a Dios que no se tratase más que de una interrupción de la comente eléctrica), ¿cómo sabría si aún estaban allí con vida? En tal caso podría oír la sonda, pero no tendrían medio de comunicarse con él.
¡Pero sí lo había! El medio más fácil y primitivo de todos, olvidado después de un siglo largo de utilizar la electrónica para todo. Se puso en pie y llamó a los tripulantes de los esquíes, que aguardaban a poca distancia:
—Pueden volver. No hay peligro. El Selene sólo se ha hundido metro y medio.
Había olvidado por completo que millones de personas lo observaban. Aunque aún tenía que elaborar su nuevo plan de campaña, iba a ponerse en acción en seguida, sin pérdida de tiempo.