Capítulo 25

La Naturaleza necesitó un millón de años para tender la trampa en que cayó el Selene.

La segunda vez, la nave fue apresada en una trampa que ella misma había tendido.

Debido a que los ingenieros que trazaron los planos de la nave no habían tenido que calcular el exceso de peso que ésta podía transportar con demasiada precisión, ni prever que sus viajes pudieran durar más de algunas horas, no habían equipado al Selene con uno de aquellos ingeniosos, pero poco pregonados, sistemas por medio de los cuales las astronaves recuperan automáticamente toda su provisión de agua. El Selene no tenía que conservar sus recursos ni economizarlos avaramente, como hacían los vehículos que realizaban largos viajes por el cosmos. La pequeña cantidad de agua que solía utilizarse y producirse a bordo se tiraba al término de su corto viaje.

Durante los cinco días precedentes, varios centenares de kilos de líquido y de vapor abandonaron el Selene para ser absorbidos inmediatamente por el sediento polvo. Desde hacía varias horas, el polvo vecino a las válvulas de evacuación estaba saturado y se había convertido en fango. Aquel limo, deslizándose hacia abajo por multitud de pequeños canales, convirtió el mar circundante en una especie de panal de miel. De manera silenciosa y paciente, el Selene fue quedándose sin el sostén representado por las capas de polvo inferiores. El ligero golpe propinado por el pozo de hormigón hizo el resto.

En la balsa, el primer indicio de grave peligro fue el centelleo de la luz roja de alarma en el purificador de aire, sincronizado con el fragor de una sirena en todas las frecuencias de radio de los trajes espaciales. El aullido de la sirena cesó casi inmediatamente cuando un técnico pulsó un botón, pero la luz roja continuó centelleando.

A Lawrence le bastó una mirada a los indicadores para comprender lo que sucedía. Los tubos de aire —los dos— se habían desconectado del Selene. El purificador enviaba el oxígeno a la masa de polvo por un tubo, y, lo que era peor, absorbía polvo por el otro.

¿Cuánto se tardaría en limpiar los filtros? Lawrence no se detuvo más tiempo en calcularlo y empezó a llamar frenéticamente al Selene.

No obtuvo respuesta. Intentó la comunicación en todas las frecuencias del crucero, sin obtener siquiera un murmullo como respuesta. En el mar de la Sed reinaba un silencio sepulcral, pues por él no se transmitían ni las ondas sonoras ni las ondas de radio.

«Están perdidos —se dijo—. Todo ha terminado. Estuvimos a punto de salvarlos, pero hemos fracasado por muy poco. Todo lo que necesitábamos era una hora más…»

«¿Cuál podía haber sido la causa? —pensó, sombríamente—. Quizás el casco se hundió bajo el peso del polvo. Aunque no…, esto era muy improbable; la presión interna lo hubiera impedido. Debió haberse producido otro hundimiento. No estaba muy seguro, pero le parecía haber notado un ligero temblor bajo sus pies. Desde el primer momento había tenido presente la existencia de este peligro, mas no podía hacer nada por evitarlo; a fin de cuentas, era un riesgo que tenían que correr. Pero el Selene había perdido su apuesta con la muerte».

Cuando el Selene empezó a hundirse de nuevo, Pat comprendió, sin saber por qué, que esta vez ocurría algo muy distinto que la primera. El hundimiento era mucho más lento y se escuchaban crujidos en el exterior que, incluso en aquel instante desesperado, sorprendieron a Pat, pues le parecían distintos a los que podía hacer el polvo.

Sobre su cabeza, los tubos de oxígeno empezaban a desprenderse, sin deslizarse con suavidad fuera del orificio de entrada, pues la nave se hundía esta vez de popa.

Se oyó un crujido al quebrarse la fibra de vidrio. El tubo de oxígeno colocado junto a la puerta del compartimiento estanco chirrió a través del techo y desapareció de la vista. En seguida se esparció por el salón un denso chorro de polvo y se abrió en una nube cegadora. El comodoro Hansteen estaba más cerca y fue el primero en llegar; rasgándose la camisa, hizo con ella una pelota y la apretó contra la abertura para contener el sofocante diluvio. Casi lo había logrado, cuando el tubo delantero se soltó de un tirón y las luces principales se apagaron al ser arrancado por segunda vez el cable conductor.

—¡Yo lo haré! —gritó Pat.

Un momento después, también sin camisa, estaba tapando el torrente que llovía por el agujero. Cien veces había navegado por el mar de la Sed y, sin embargo, hasta entonces no había sentido en su piel desnuda esa sustancia grisácea que le regaba los ojos y la nariz, le asfixiaba casi y le cegaba del todo. Aunque estaba tan reseco como si hubiese permanecido encerrado en la tumba de un faraón, producía una curiosa impresión resbaladiza. Sin quererlo, Pat pensó que era peor morir ahogado en el agua que morir sepultado vivo.

El chorro disminuyó hasta convertirse en un hilillo delgado y Pat comprendió que se había salvado de aquel destino, al menos por el momento. En la débil gravedad lunar, la presión ejercida por quince metros de polvo no era difícil de vencer…, aunque el caso hubiera sido muy distinto si los agujeros del techo hubiesen tenido mayor diámetro.

Se sacudió el polvo de la cabeza y los hombros y abrió los ojos con precaución. Algo podía ver, gracias a las luces de emergencia, por débiles que fuesen.

El comodoro estaba salpicando tranquilamente el piso con agua, que tomaba de un vasito de papel, para hacer que se asentara el polvo, y las pocas nubecillas restantes se derrumbaron pronto en delgadas manchas de lodo.

Hansteen vio que Pat le miraba, y dijo:

—Bien, capitán. ¿Tiene usted alguna idea sobre lo sucedido?

Había momentos, se dijo Pat, en que la calma olímpica del comodoro casi le sacaba de quicio. Le hubiera gustado verle mostrar debilidades humanas, aunque sólo fuese una vez. Aunque no…, esto no era cierto, en el fondo: en realidad, aquello se debía a que experimentaba una ligera envidia, incluso celos, sentimiento comprensible pero que no era digno de él. Debiera sentirse avergonzado y, en efecto, lo estaba.

—No sé lo que ha pasado —repuso—. Tal vez la gente de arriba pueda explicarnos lo que ha sucedido.

Casi había que trepar por una cuesta para dirigirse al sitio del piloto, pues el crucero se apartaba ya unos treinta grados de la horizontal, y al sentarse Pat ante la radio sintió un nuevo descorazonamiento, pues pensó que los dioses estaban contra ellos y que era inútil continuar la lucha. Se afirmó en esa impresión cuando hizo girar la llave de contacto y encontró que el aparato no funcionaba; era que al saltar el tubo de oxígeno, había arrancado la caja terminal de los cables situados en el techo y no había manera de alcanzarla desde el interior.

Giró lentamente en el taburete. Veinte personas, mejor dicho, veintiuna, le miraban en espera de noticias; pero él sólo veía a una, a Susan, que seguía sus gestos. Era la expresión que se reflejaba en el semblante de la joven lo único que percibían los ojos de Pat. Tenía una expresión de ansiedad mezclada con resignación, pero sin el menor asomo de miedo, y, al contemplarla, Pat sintió que su propio temor se desvanecía y que, en su lugar, surgía una oleada de fuerza; más aún, de esperanza. Comenzó a hablar tranquilo con los pasajeros.

—Que me cuelguen si sé lo que ha pasado —dijo—. Pero estoy seguro de una cosa: aún nos faltan muchos años de luz para estar perdidos. Nos hemos hundido un poco más; pero nuestros amigos de la balsa no tardarán en establecer de nuevo contacto con nosotros. Esto significará un pequeño retraso…, pero nada más. No veo que haya motivo para preocuparse.

—No querría que me tomase por derrotista, capitán —dijo Barrett—, pero…, ¿y si la balsa también se hubiese hundido? ¿Qué sucedería entonces?

—Lo sabremos cuando haya conseguido reparar la radio —respondió Pat, dirigiendo una ansiosa mirada a los hilos que colgaban del techo—. Mientras no haya conseguido arreglar este lío de spaghetti, tendremos que contentarnos con las luces de emergencia.

—Oh, eso no me importa —dijo la señora Schuster—. A mí más bien me hace gracia.

—¡Bravo, señora Schuster! —exclamó Pat para sí mismo.

Después dirigió una rápida mirada a los pasajeros reunidos en la cabina. Aunque resultaba difícil verles bien las caras bajo aquella luz mortecina, todos parecían tranquilos.

Pero lo estuvieron mucho menos un minuto después, cuando el capitán comprobó que no podía reparar la luz ni la radio. Los conductores eléctricos habían sido arrancados de sus canalizaciones internas, fuera del alcance de las sencillas herramientas que disponían.

—Esto ya me parece más grave —dijo Pat—. No podremos comunicarnos con el exterior, a menos que nos bajen un micrófono.

—Lo cual quiere decir —comentó Barrett, que sólo parecía ver el lado funesto de las cosas— que han perdido todo contacto con nosotros. No comprenderán por qué no respondemos. Y si suponen que hemos muerto y abandonan la operación…

Aquella idea ya había cruzado por el cerebro de Pat, pero la rechazó en seguida.

—Ya ha oído usted al ingeniero jefe Lawrence por la radio —repuso—. No es un hombre de los que renuncian fácilmente. Sólo lo haría si tuviese la prueba definitiva asegurando que ya no hay esperanzas. Por ese lado no tiene que preocuparse en absoluto.

—¿Y el aire? —preguntó el profesor Jayawardene con ansiedad—. Dependemos otra vez únicamente de nuestros propios recursos.

—Tenemos de sobra para varias horas, después de haber regenerado los absorbentes.

Y las tuberías volverán a estar instaladas mucho antes —afirmó Pat, con una confianza que, en el fondo, no sentía—. Entretanto, armémonos de paciencia y busquemos de nuevo una forma de pasar el tiempo. Lo conseguimos durante tres días; por lo tanto, debemos poder hacerlo durante unas horas.

Paseó su vista por la cabina, buscando señales de desaprobación y vio que uno de los pasajeros se levantaba con lentitud de su asiento. Era la última persona que hubiera supuesto…, el tranquilo y apacible señor Radley, que apenas había pronunciado una docena de palabras durante todo el viaje.

Lo único que Harris sabía de él era que se trataba de un contable de Nueva Zelanda…, la única región de la Tierra que aún permanecía algo aislada del resto del mundo a causa de su situación geográfica. Podía llegarse a ella, naturalmente, con tanta rapidez como a cualquier otro punto del planeta; pero era una estación terminal más que un empalme o un lugar de trasbordo. A causa de ello, los neozelandeses habían podido conservar celosamente su personalidad distintiva. Afirmaban, y en esto les asistía una gran parte de verdad, que habían preservado lo que restaba de la cultura inglesa, después que la Gran Bretaña quedó integrada en la Comunidad Atlántica.

—¿Desea decir algo, señor Radley? —le preguntó Pat.

El neozelandés recorrió con la mirada la cabina sumida en la penumbra, como hubiera hecho un maestro de escuela antes de hablar a sus alumnos.

—Sí, capitán —dijo—. Tengo que hacer una confesión. Mucho me temo que todo cuanto ha ocurrido sea culpa mía…

Cuando el ingeniero jefe Lawrence interrumpió sus comentarios, la Tierra comprendió a los dos segundos que algo malo había ocurrido. La noticia tardó varios minutos en llegar a Marte y Venus. Pero ningún telespectador hubiera podido adivinar lo sucedido, viendo las imágenes que reproducía la pantalla. Durante varios minutos, una actividad febril reinó sobre la balsa: todos corrían de un lado a otro sin orden ni concierto. Pero de momento la crisis parecía superada. Las figurillas enfundadas en sus trajes espaciales se habían agrupado, inmóviles, sin duda para cambiar impresiones a través de sus circuitos telefónicos conectados directamente de traje a traje, para que nadie pudiera oír lo que decían. Era desesperante asistir a aquella conversación silenciosa, sin saber de qué se trataba.

Durante aquellos largos minutos, en que todos permanecían con el ánimo en suspenso y mientras que en los estudios de la televisión trataban de averiguar lo ocurrido, Jules Braque hacía todo lo posible por dar animación a la escena. La tarea era dificilísima, al no poder tomar distintos encuadres, por la imposibilidad en que se hallaba de desplazarse.

Como todos los camarógrafos, a Jules no le gustaba tener que filmar siempre desde el mismo punto. El emplazamiento era perfecto…, pero fijo, y ya empezaba a estar harto de él. Preguntó incluso al capitán si podía desplazar un poco la nave, pero Anson le respondió:

—Tendría que estar loco para empezar a brincar de un sitio a otro por estas montañas.

No confunda usted a esta astronave con una cabra montés.

Así, lo único que podía hacer Jules era pasar de planos lejanos a primeros planos mediante travellings simulados. Pero no podía abusar de este procedimiento, porque los espectadores no tardan en marearse si la imagen se desplaza continuamente hacia atrás o hacia delante. Tenía que utilizar aquel recurso con discreción, sin lanzar las escenas a las narices de los espectadores. Si daba la máxima potencia al teleobjetivo, Jules conseguiría desplazar sus imágenes sobre la superficie lunar a cincuenta mil kilómetros por hora…, con el resultado que varios millones de telespectadores se marearían.

Por último, aquella conferencia silenciosa terminó y los hombres de la balsa desconectaron sus teléfonos. Entonces Lawrence quizá respondería a las llamadas por radio con que lo bombardeaban desde hacía cinco minutos…

—¡Dios mío! —exclamó Spenser—. ¡No puedo creerlo! ¿Se da usted cuenta de lo que hacen?

—Sí —respondió el capitán Anson—, y yo tampoco puedo creerlo. Pero parece como si huyesen…

Como si fuesen botes salvavidas que abandonasen un barco a punto de zozobrar, los dos esquíes para el polvo, cargados de hombres, se alejaban de la balsa.