En el Selene reinaba un gran silencio, que ya no era el de la muerte, sino el del sueño. No pasaría mucho rato sin que despertaran todos, para dar la bienvenida a un día que en verdad muy pocos de ellos habían esperado ver.
Pat Harris, manteniéndose en precario equilibrio sobre el respaldo de un asiento, reparaba la avería de la instalación eléctrica. Fue una suerte que la fresa del taladro no se desplazara cinco milímetros más a la izquierda; en ese caso se hubieran quedado también sin radio, y la reparación hubiera sido mucho más difícil.
—Baje el interruptor número tres, doctor —dijo, mientras concluía de pegar la cinta aisladora—. Ya debe funcionar.
Se encendieron las luces del circuito principal, que resultaron cegadoras después de tanto tiempo de rojiza penumbra. A la vez se produjo una inesperada explosión que alarmó a Pat y le hizo vacilar en su inestable sostén. Antes de llegar al suelo comprendió que se trataba simplemente de un estornudo.
Los pasajeros comenzaban a despertar. Quizá se había exagerado un tanto el grado de refrigeración, pues en el salón hacía un frío intenso. ¿Quién sería el primero en recobrar el conocimiento? Deseaba que fuera Susan, pues así podrían conversar un poco sin interrupciones. Después de lo que habían sobrellevado juntos, no consideraba la presencia de McKenzie como la de un extraño.
La primera figura comenzaba a moverse bajo la manta. Pat se apresuró a prestar su ayuda y sofocó un suspiro de decepción:
—¡Oh, no!
Paciencia, no siempre se podía tener suerte, y un capitán debe cumplir con su deber.
Se inclinó sobre la embriagada silueta que luchaba por levantarse y preguntó solícito:
—¿Cómo se siente, señorita Morley?
El hecho de verse acaparado por la televisión era lo mejor y lo peor a la vez que hubiera podido sucederle al doctor Lawson. Aquello constituyó una nueva inyección de confianza en sí mismo, al convencerlo que el mundo que siempre había pretendido despreciar, se sentía verdaderamente interesado por su capacidad y conocimientos científicos. (No se daba cuenta que este interés era efímero, ni que con la misma rapidez que había ascendido al encumbrado pedestal, podía caer de él cuando terminase el incidente del Selene.) Aquello le dio una válvula de escape para expresar su auténtico amor por la astronomía…, una pasión algo embotada por su comercio constante con otros astrónomos. Y además, el asunto le proporcionaba unos ingresos económicos nada despreciables.
Pero la emisión en la cual participaba en aquellos momentos parecía haber sido imaginada especialmente para confirmar su arraigada opinión respecto a que los representantes de la especie humana se dividían en grupos y en imbéciles. La culpa de esto, de todos modos, no podía achacarse a Informaciones Interplanetarias, que no habían podido resistir al deseo de llenar la espera con una emisión que se adaptaba muy bien al reportaje que estaban retransmitiendo.
El hecho que Lawson se encontrase en la Luna y sus víctimas propiciatorias se hallasen en la Tierra, sólo presentaba un pequeño problema técnico que los especialistas de la TV ya habían resuelto perfectamente en otras ocasiones. La emisión no era directa; antes se registró en cinta y todo consistía en suprimir aquellas molestas pausas de dos segundos y medio, debidas a la distancia que tenían que recorrer las ondas entre la Tierra y la Luna. Aquellos breves silencios hubieran resultado muy desagradables para los telespectadores, pero cuando los técnicos los hubiesen suprimido en la película y la banda sonora, nadie hubiera podido decir que la discusión se desarrollaba sobre un espacio de cuatrocientos mil kilómetros.
El ingeniero jefe Lawrence escuchaba el programa tendido de espaldas sobre el mar de polvo y con la vista perdida en el cielo vacío. Era la primera vez que podía tomarse un descanso desde hacía muchas horas, no sabía cuántas, pues ya había perdido la cuenta del tiempo. Pero su mente aún estaba demasiado activa para que le fuese posible dormir.
De todos modos, no poseía el don de quedarse dormido con el traje puesto, y no creía necesario adquirirlo entonces, pues el primero de los iglúes que tenían que traer de Puerto Roris ya estaba en camino. Cuando llegase, podría tomarse un bien ganado descanso y gozar de las comodidades que le hacían mucha falta.
Pese a cuanto afirmaban los fabricantes, nadie podía darle el pleno rendimiento en un traje espacial por más de veinticuatro horas…, y esto por diversos motivos evidentes, algunos de los cuales no lo eran tanto. Uno de ellos, por ejemplo, estaba representado por aquella irritante molestia conocida por el nombre de «comezón de los astronautas», que afecta la rabadilla o lugares aún menos accesibles, y que empieza a manifestarse cuando se lleva el traje puesto más de un día. Los médicos declaran que su origen es puramente psicológico, y algunos especialistas en Medicina del Espacio han resistido heroicamente, durante más de una semana, con el traje puesto para demostrarlo. Pero estas demostraciones no produjeron ningún efecto en las víctimas de este mal tan molesto.
La mitología de los trajes espaciales representa un tema vasto, complejo y con frecuencia obsceno con una terminología propia. Nunca ha podido esclarecerse a qué se debe el nombre de «Doncella de Hierro» que recibió un famoso modelo de 1970, pero cualquier astronauta se apresurará a explicar de buen grado por qué el modelo XIV de 2010 recibió el nombre de «La Cámara de los Horrores». No parece ser cierto, como algunos aseguran, que este último fue inventado por una sádica mujer con título de ingeniero, resuelta a vengarse de manera diabólica del sexo contrario.
Pero Lawrence, bastante cómodo con el modelo que llevaba, mientras escuchaba a aquellos entusiastas aficionados, que exponían sus ideas, pensaba que era posible, aunque muy improbable, que entre las lucubraciones de aquellos francotiradores del pensamiento surgiese una idea aprovechable. No sería la primera vez que ocurriese tal cosa y se hallaba dispuesto a escuchar las sugerencias ofrecidas con más paciencia que el doctor Lawson, quien saltaba a la vista que no podía soportar los proyectos de los chiflados.
Acababa de hacer polvo a un ingeniero aficionado de Sicilia, quien proponía evacuar la impalpable sustancia que cubría al Selene por medio de chorros de aire convenientemente colocados. El proyecto era típico y daba una idea de cómo eran los otros. Aunque no contuviesen errores científicos de bulto, no resistían un examen crítico.
Evidentemente, nada impedía expulsar el polvo mediante un chorro de aire…, a condición de poseer provisiones de aire ilimitadas. Mientras el siciliano hablaba por los codos en una mezcla de italiano e inglés, Lawson efectuó unos rápidos cálculos.
—Estimo, Signor Gusalli —dijo—, que por lo menos necesitaría usted cinco metros cúbicos de aire por minuto para mantener abierto en el polvo un orificio lo bastante grande para que resultase de utilidad. Pero tiene usted que saber que sería imposible, totalmente imposible, enviar tal cantidad de aire al lugar del siniestro.
—Ah, pero podrían recoger de nuevo el aire para volver a utilizarlo de manera indefinida.
—Muchas gracias, Signor Gusalli —le interrumpió con voz firme el director del coloquio—. Veamos ahora qué tiene que decirnos el señor Robertson, de London, Ontario. ¿Qué plan propone usted, señor Robertson?
—La congelación.
—Un momento —protestó Lawson—. ¿Y cómo piensa usted congelar el polvo?
—Primero lo saturaría de agua. Después introduciría en él tubos refrigeradores para convertir a toda la masa en hielo. Esto inmovilizaría el polvo y después sería fácil practicar una perforación hasta la nave.
—La idea es interesante —se vio obligado a admitir Tom—. Al menos no es tan descabellada como otras que hemos tenido que escuchar. Pero la cantidad de agua que sería necesaria resultaría imposible de reunir allí. Recuerde que la nave está cubierta por una capa de quince metros de polvo…
—¿A cuánto equivale esto en pies? —preguntó el canadiense, en un tono que indicaba que aún era un enemigo acérrimo del sistema métrico decimal.
—Cincuenta pies…, como usted sabe perfectamente. Para que la operación fuese eficaz, necesitaríamos una columna de un metro de diámetro…, perdón, de una yarda…, la cual representaría…, vamos a ver…, quince veces diez al cuadrado elevado a la cuarta potencia en centímetros cúbicos, lo cual nos daría…, naturalmente, quince metros cúbicos de agua: quince toneladas. Pero esto suponiendo que no hubiese pérdidas; en realidad, necesitaríamos mucho más. Digamos cien toneladas. ¿Y cuánto calcula usted que pesaría la instalación? Harían falta aparatos para congelar el agua.
Lawrence estaba muy impresionado.[3] A diferencia de muchos científicos que conocía, Tom Lawson poseía un notable sentido de las realidades prácticas y además era un calculador rapidísimo. Por lo general, cuando un astrónomo o un físico efectuaban un cálculo mental, solían cometer errores a veces considerables. En opinión de Lawrence, Tom acertaba al primer intento.
El canadiense entusiasta de la refrigeración aún no daba su brazo a torcer cuando tuvo que ceder su sitio a un caballero africano que proponía el método opuesto: el calor.
Proponía el empleo de un enorme espejo cóncavo que concentrase los rayos solares sobre el polvo, para fundirlo y convertirlo en una masa inmóvil.
Era evidente que Tom mantenía la serenidad sólo a costa de grandes esfuerzos. El defensor del horno solar era uno de aquellos autodidactas tozudos que se las daban de «expertos» y que se negaban a admitir que hubiesen podido equivocarse en sus cálculos.
La discusión empezaba a degenerar cuando una voz próxima dijo:
—Llegan los esquíes, señor Lawrence.
El ingeniero jefe se incorporó para sentarse en el polvo y trepó a la balsa. No tardó en distinguir a unos esquíes que se perfilaban en el horizonte. Sí, eran el número 1, junto con otro, el número 3, que habían hecho un viaje largo y difícil desde el lago de la Sequía, el equivalente al mar de la Sed, pero de dimensiones más reducidas y situado en la cara opuesta de la Luna. Aquel viaje fue una verdadera odisea, de la que el mundo nunca sabría nada, con excepción del puñado de hombres que la realizaron.
Cada esquí remolcaba dos trineos llenos hasta los topes, y cuando se detuvieron junto a la balsa, lo primero que se descargó fue la gran caja que contenía el iglú. Siempre era fascinante ver cómo se hinchaban aquellas tiendas, y Lawrence nunca había deseado más vivamente contemplar aquel espectáculo, pues ya se hallaba dominado por un inconfundible «comezón de los astronautas». El procedimiento era completamente automático; después de romper un precinto, se accionaban dos palancas distintas (medida de prudencia para evitar las desastrosas posibilidades a que éstas se disparasen por accidente) y luego no había más que esperar.
Lawrence no tuvo que hacerlo mucho tiempo. Los lados de la caja cayeron, mostrando una masa muy apretada de tejido plateado que empezó a agitarse y moverse como una criatura viviente. Lawrence vio salir una vez a una mariposa nocturna de la crisálida, con las alas aún arrugadas, y ambos fenómenos se parecían de una manera impresionante.
El insecto, sin embargo, tardó una hora en alcanzar su tamaño completo y todo su esplendor. El iglú sólo necesitó tres minutos.
A medida que el generador insuflaba aire en la fláccida envoltura, ésta se ensanchaba y endurecía con bruscas sacudidas, seguidas por breves períodos de consolidación.
Cuando llegó a tener un metro de altura, la expansión continuó en sentido horizontal más bien que hacia arriba y, al alcanzar los límites de su amplitud, volvió a extenderse verticalmente y la compuerta neumática se separó de la cúpula con un brusco taponazo.
Parecía extraño que toda la operación se desarrollase en el silencio más absoluto, en vez de ir acompañada de laboriosos soplidos y resuellos.
Por último la estructura alcanzó sus dimensiones finales. Era evidente que el nombre que más le cuadraba era el de «iglú», la vivienda cupuliforme esquimal, hecha de bloques de hielo. Aunque ambas habían sido concebidas para ofrecer protección contra un medio ambiente natural muy distinto —pero igualmente hostiles ambos—, la casa de nieve de los esquimales tenía exactamente la misma forma. El problema técnico era el mismo. La solución, también.
Llevó bastante más tiempo instalar los accesorios que inflar la tienda, pues había que pasarlo todo —literas, sillas, mesas, alacenas, equipo electrónico— por la compuerta estanca. Algunas de las piezas mayores apenas pasaban por ellas, pues habían sido construidas con muy pocos centímetros de margen. Mas por fin llegó del interior una llamada por radio:
—Está todo listo. ¡Pueden entrar!
Lawrence no perdió tiempo para aceptar la invitación. Comenzó a soltarse la impedimenta del traje espacial cuando estaba aún en la sección exterior de la doble cámara neumática, y se quitó el casco, cuando las voces que resonaban en el interior de la cúpula le llegaron a través de la atmósfera cada vez más densa.
Era maravilloso sentirse nuevamente libre…, poder moverse a su antojo, rascarse, avanzar sin el engorroso traje espacial, hablar con sus semejantes cara a cara. La ducha que se dio en la angosta celda de plástico le quitó el desagradable olor del traje y le hizo sentirse en condiciones de formar nuevamente parte de la sociedad humana. Se puso unos pantalones cortos —única vestimenta empleada en aquellos habitáculos— y se sentó para conferenciar con sus ayudantes.
La mayor parte del material encargado había llegado en aquella remesa y el resto vendría en el esquí número 2, dentro de pocas horas. Comprobó las listas de suministros con creciente confianza y la agradable sensación de volver a tener la situación en su mano. El oxígeno estaba asegurado…, salvo una catástrofe imprevista, por supuesto. El agua empezaba a escasear en el Selene, pero esto tenía fácil remedio. La cuestión de los víveres era un poco más difícil, aunque se reducía a encontrar un embalaje adecuado.
Los servicios de Abastos ya le habían facilitado muestras de chocolate, carne comprimida, queso e incluso barquillos, presentados dentro de cilindros de tres centímetros de diámetro. Pronto sería posible enviar estos alimentos por los tubos de aire a la cabina del Selene, lo cual elevaría la moral de los pasajeros.
Pero todo esto era menos importante que las recomendaciones hechas por su consejo asesor, presentadas bajo la forma de una docena de diseños y un conciso memorando de seis páginas. Lawrence lo leyó con suma atención, haciendo de vez en cuando ademanes de asentimiento. Él ya había llegado a las mismas conclusiones generales y no veía la posibilidad de aplicar otras soluciones.
Fuera cual fuese la suerte que corrieran sus pasajeros, el Selene había hecho su último viaje.