Capítulo 22

En la televisión, los momentos verdaderamente inolvidables son los inesperados, para los que ni las cámaras ni los comentaristas se hallan preparados. Durante la media hora precedente, la balsa fue escenario de una actividad febril pero organizada. De pronto, sin la menor advertencia previa, se produjo una erupción.

Por imposible que fuese tal cosa, una especie de géiser había brotado del mar de la Sed. De una manera maquinal, Jules Braque siguió con la cámara el ascenso de aquella columna neblinosa lanzada hacia las estrellas, visibles entonces a petición del director. A medida que la columna se elevaba, se expandía como una extraña planta atenuada…, o como una versión más delgada e insignificante de la seta atómica que fue el terror de dos generaciones.

El espectáculo sólo duró unos segundos, pero durante aquel breve espacio de tiempo mantuvo en suspenso a millones de personas ante sus pantallas, mientras se preguntaban cómo era posible que surgiese un chorro de agua de aquella mar yerma.

Pero el chorro no tardó en disminuir de altura y cesar, en aquel mismo extraño silencio fantasmal en que había nacido.

Para los hombres que se encontraban en la balsa, aquel surtidor de aire cargado de humedad fue igualmente silencioso, pero sintieron sus vibraciones mientras batallaban por ajustar la última junta estanca. De todos modos lo hubieran conseguido tarde o temprano, aunque Pat no hubiese obturado el orificio, pues las fuerzas en juego no eran considerables. Pero «más tarde» quizá hubiera equivalido a «demasiado tarde». Y tal vez ya lo fuese…

—¡Llamando al Selene! ¡Llamando al Setene! —gritó Lawrence—. ¿Me oyen?

No hubo respuesta; el aparato emisor del crucero no funcionaba, pues ni siquiera se oían los ruidos interiores de la cabina, que el micrófono hubiera debido captar.

—Listas las conexiones, señor —dijo Coleman—. ¿Doy el generador de oxígeno?

«De nada servirá —pensó Lawrence— si Pat ha conseguido atornillar de nuevo la punta del taladro. Ojalá se haya limitado a tapar el extremo del tubo con algo y el oxígeno a presión pueda expulsarlo».

—De acuerdo —dijo—. Dele toda la presión que pueda.

Con un estrépito repentino, el destartalado ejemplar de La Naranja y la Manzana fue despedido del tubo al que había estado adherido por el vacío. Del orificio abierto brotó una corriente vertical de gas como un surtidor invertido, tan frío que se podía ver su perfil en espectrales remolinos de vapor condensado.

Durante varios minutos el chorro de oxígeno bramó sin producir efectos perceptibles.

Después, Pat Harris se movió perezosamente, trató de ponerse en pie y fue lanzado de nuevo contra el piso por el impetuoso surtidor de gases. El chorro de gas no era muy potente, pero en su estado de debilidad actual bastaba para tumbarlo.

Permaneció tendido, con el chorro helado dándole directamente en el rostro, sintiendo una grata sensación de frescura y respirando ansiosamente. A los pocos segundos ya había recobrado el pleno uso de sus sentidos, aunque tenía una terrible jaqueca.

Comprendió entonces lo que había sucedido en la última media hora.

Casi volvió a desvanecerse al recordar que había destornillado el extremo del taladro y su lucha contra el aire que se escapaba. Pero era inútil recriminarse por errores pasados; lo único que importaba entonces era que vivía…, y con un poco de suerte seguiría viviendo.

Levantó a McKenzie, que aún yacía sin conocimiento, y lo puso bajo el chorro de oxígeno, cuya fuerza había disminuido mucho al volver a normalizarse la presión en el interior de la nave; pronto no sería más que un suave céfiro.

El físico revivió casi en seguida y miró vagamente a su alrededor, diciendo, sin demasiada originalidad:

—¿Dónde estoy?… ¡Ah, gracias a Dios han llegado hasta nosotros! Gracias a Dios, puedo respirar otra vez. ¿Qué ha pasado con las luces?

—No se preocupe por esto. Pronto las arreglaré. Tenemos que poner a cada pasajero bajo el chorro lo antes posible e inyectarles oxígeno en los pulmones. ¿Sabe usted practicar la respiración artificial?

—No lo he probado nunca.

—Es muy sencillo…, espere a que encuentre el botiquín.

Cuando Pat encontró el aparato reanimador, hizo una demostración con el primer pasajero que encontró a mano, quien resultó ser Irving Schuster.

—Aparte la lengua e introdúzcale el tubo por la garganta. Ahora oprima esta pera…, despacio. Mantenga un ritmo respiratorio natural. ¿Comprende?

—Sí. ¿Pero durante mucho tiempo?

—Creo que bastarán cinco o seis aspiraciones profundas. No nos proponemos hacerle recuperar el conocimiento, sino únicamente ventilar sus pulmones, expulsando el aire viciado que contienen. Ocúpese de la mitad delantera de la cabina…, yo me ocuparé de los demás.

—Pero sólo hay un reanimador.

Pat sonrió levemente.

—Yo no lo necesito —respondió, inclinándose sobre otro paciente.

—Oh —dijo McKenzie—. Había olvidado este procedimiento.

No fue por casualidad que Pat se dirigió inmediatamente a Sue para insuflar aire entre sus labios mediante el «beso de la vida», el antiguo y muy eficaz método de boca a boca.

Mas, para ser justos con él, diremos que no perdió tiempo junto a ella cuando vio que respiraba normalmente.

Se disponía a practicar la respiración artificial a un tercer paciente, cuando la radio lanzó una nueva llamada desesperada:

—¡Oiga, Selene! ¿No pueden contestar?

Pat tardó unos segundos en tomar el micrófono.

—Habla Harris. Estamos bien. Empezamos a practicar la respiración artificial a los pasajeros. No tengo tiempo de decirle más…, ya le llamaré luego. Seguiré a la escucha.

Dígame lo que pasa mientras sigo trabajando.

—¡Gracias a Dios que están a salvo! Ya habíamos perdido las esperanzas. Nos dieron un susto fenomenal cuando destornillaron el taladro.

Pat Harris, que en aquellos momentos soplaba en los pulmones del señor Radley, apaciblemente dormido, no deseaba que le recordasen aquel incidente. Pero sabía que, ocurriera lo que ocurriese, jamás conseguiría olvidarlo. Sin embargo, el error tuvo probablemente efectos beneficiosos. Una buena parte del aire viciado del Selene fue expulsado al exterior durante aquel dramático minuto de descompresión. Es posible que incluso hubiera podido durar más, pues se necesitaban dos o tres minutos para que una cabina de aquellas dimensiones perdiese gran parte del aire que contenía por un tubo que sólo tenía cuatro centímetros de diámetro.

—Escuche bien ahora —continuó Lawrence—. Como se han recalentado ahí demasiado, les enviamos oxígeno a baja temperatura. Avísenos si el aire se enfría o reseca más de lo prudente. Dentro de cinco o diez minutos haremos penetrar el segundo tubo, a fin de quitarles la carga del sistema de acondicionamiento. Enviaremos esta línea por el lado posterior del compartimiento, en cuanto movamos la balsa unos cuantos metros. Ya estamos en marcha. Volveremos a llamarle dentro de poco.

Diez minutos más tarde, cuando terminaron de extraer el aire viciado de los pulmones de los pasajeros, Harris y McKenzie oyeron el golpe del segundo barreno contra el casco.

Al llamar Lawrence para verificar la posición de aquél, Pat confirmó que esta vez no había ningún obstáculo.

—Y no se preocupe —añadió—. No lo tocaré hasta que usted me diga.

Hacía ya tanto frío, que ambos habían echado mantas sobre los cuerpos dormidos, pero, mientras pudiesen soportarlo, cuanto más baja fuese la temperatura sería mejor.

Estaban expeliendo aquel mortífero calor que había amenazado con cocerles vivos, y lo más importante era que los purificadores del Selene volvieran a funcionar. Cuando el segundo tubo atravesara el techo, tendrían una doble seguridad. La balsa podría suministrarles aire todo el tiempo que fuese necesario y dispondrían también de una reserva propia para varias horas, quizá para un día. Tal vez debiesen mantener todavía una larga espera bajo la capa de polvo, pero ya estaban libres de la terrible ansiedad que les había oprimido…, salvo que la Luna les reservase nuevas sorpresas.

—Bien, señor Spenser —dijo el capitán Anson—. Parece que ha conseguido hacer su reportaje.

Spenser se sentía casi tan agotado, después de la tensión nerviosa de las últimas horas, como los hombres de la balsa situada dos kilómetros más abajo. Los veía, en plano medio, sobre la pantalla de control. Parecían estar descansando…, todo lo que podían descansar unas personas vestidas con trajes espaciales.

Cinco de ellos, sin embargo, se diría que intentaban dormir y habían resuelto el problema de una manera sorprendente, pero que sin duda era la más razonable. Se habían hundido en el polvo, junto a la balsa, para flotar medio sumergidos como muñecos de caucho. Spenser no había pensado que un traje espacial inflado flotaba demasiado para hundirse en aquella sustancia. Al abandonar la balsa, los cinco técnicos no sólo se habían procurado un lecho de los más mullidos, sino que dejaban más espacio libre a sus compañeros, que continuaban trabajando.

Los tres miembros restantes del equipo se desplazaron lentamente por la pequeña plataforma, ajustando y comprobando las distintas piezas mecánicas…, en particular la masa rectangular del purificador de aire y las dos grandes esferas acopladas al mismo y que contenían oxígeno líquido. La cámara, al máximo de su potencia óptica y electrónica, captaba aquella escena como si se desarrollase a menos de diez metros, tan cerca, en realidad, que casi podían leerse las indicaciones de los manómetros. Incluso con una ampliación mediana, era fácil ver las dos tuberías que descendían por los lados de la balsa hasta el invisible Selene.

Aquella escena tranquila y apacible formaba un sorprendente contraste con la de una hora antes. Pero allí ya no había nada más que hacer por el momento, hasta que llegase la nueva remesa de material. Los dos esquíes para el polvo habían vuelto a Puerto Roris, donde debía reinar entonces una gran actividad, mientras los ingenieros y técnicos verificaban y montaban los aparatos que, según esperaban, les permitirían llegar hasta el Selene. Pero aún faltaba otro día antes que todo estuviese listo. Entretanto y salvo posibles incidentes, el mar de la Sed continuaría tendido e inmóvil bajo el sol matinal y la cámara no podría difundir nuevas escenas por el espacio.

En la cámara de mando del Auriga resonó la voz del director de programas, que llegaba de la Tierra con el retraso habitual de un segundo y medio.

—Buen trabajo, Maurice y Jules. Continuaremos registrando por si sucede algo de interés. Pero no retransmitiremos hasta el noticiario de las seis horas.

—¿Cómo sale?

—De maravilla. Mientras tanto, estaremos muy ocupados tratando de librarnos de una lluvia de inventores chiflados que nos bombardean con ideas para salvar a los pasajeros del Selene. A las 6.15 organizaremos un coloquio con ellos; creo que vamos a divertirnos.

—¿Quién sabe?… Quizás alguno de ellos aportará alguna idea útil.

—Es posible, pero lo dudo. Los más prudentes no participarán en nuestra emisión, cuando vean cómo tratamos a sus colegas.

—¿Pues qué les hacen?

—Sometemos sus ideas al análisis de su sabio amigo el doctor Lawson. Ya hemos hecho una prueba con él y les aseguro que les arranca la piel a tiras.

—Lawson y yo no somos amigos —protestó Spenser—. Sólo le he visto dos veces. La primera, no pude arrancarle ni diez palabras. La segunda, se quedó dormido en mis brazos.

—Pues desde entonces ha hecho progresos, se lo aseguro. Ya lo verán dentro de cuarenta y cinco minutos…

—Esperaré a verlo. De todos modos lo único que me interesa es lo que piensa hacer Lawrence. ¿Ha hecho alguna declaración? Podrían entrevistarlo, de momento hay calma.

—Oh, aún está terriblemente ocupado y no quiere hablar. De todos modos, no creemos que el Servicio Técnico de la Luna haya adoptado ya una decisión. Hacen toda clase de pruebas en Puerto Roris con material llegado de todos los puntos de la Luna. Nos pondremos inmediatamente en contacto con ustedes cuando sepamos algo nuevo.

Por paradójico que fuese, los que se ocupaban de un reportaje como aquél, con frecuencia no tenían idea del curso general de los acontecimientos, como Spenser sabía muy bien. Él había puesto en movimiento el asunto, pero éste ya se le había escapado de las manos. Bien era verdad que Jules Braque y él captaban las imágenes y proporcionaban los comentarios más importantes…, pero el montaje se hacía en los centros de información de la Tierra y Ciudad Clavius. Casi deseaba abandonar a Braque y regresar al cuartel general de las operaciones.

Esto era imposible, evidentemente. Y aunque hubiera podido hacerlo, no hubiera tardado en lamentarlo. Pues no sólo se trataba del mayor reportaje de toda su carrera, sino que algo le decía que aquélla sería la última vez en que realizaría un reportaje directo sobre el terreno. A causa del gran éxito alcanzado, sería ascendido irrevocablemente a un puesto sedentario o, en el mejor de los casos, a una cómoda butaca ante las grandes pantallas de control de la central de Clavius.