Capítulo 21

Lawrence distinguió al Auriga cuando aún estaba a quince kilómetros de los montes Inaccesibles. Hubiera sido difícil no verlo, pues la astronave era un objeto muy visible y el sol hacía brillar el casco de metal y materia plástica.

—¿Qué demonios es eso? —se preguntó.

Pero no tardó en responderse a sí mismo. Era evidente que se trataba de una astronave y recordó haber oído vagos rumores acerca de una nave fletada por una agencia de información para trasladarse a aquellas montañas. Aquello no era cuenta suya, a pesar que en un momento dado examinó la posibilidad de transportar hasta allí el equipo por astronave, para evitarse la pesada travesía del mar de la Sed. Por desgracia, la idea era irrealizable. No había ningún punto seguro de alunizaje a menos de quinientos metros bajo el nivel del «mar». La terraza que había resultado tan conveniente para el Auriga, estaba a demasiada altura para resultar de utilidad.

El ingeniero jefe no estaba muy contento porque siguiesen todos sus movimientos por teleobjetivos instalados en aquellas montañas. Pero nada podía hacer por evitarlo. Ya impidió que un reportero instalara una cámara tomavistas en su propio esquí…, con gran alivio (pero esto Lawrence no lo sabía) de Informaciones Interplanetarias, pero con gran consternación por parte de otras agencias periodísticas.

Pero luego, al meditar más detenidamente sobre ello, se dijo que tal vez resultaría útil contar con la presencia de una astronave a pocos kilómetros de distancia. Le proporcionaría un canal de información suplementario y quizá pudieran utilizar sus servicios de cualquier otra manera. Incluso podía constituir un refugio provisional, mientras no estuviesen instalados los iglúes.

¿Dónde estaba la señal? ¡Ya deberían haberla visto! Durante unos instantes de angustia, Lawrence la creyó caída y desaparecida en el polvo. Por supuesto que esto no detendría la tarea de buscar al Selene, pero podía demorarla en un momento en que cada segundo tenía una importancia vital. Después lanzó un suspiro de alivio: el fondo resplandeciente de las montañas lunares había ocultado el brillo del delgado tubo. El piloto acababa de divisarlo y modificaba un poco el rumbo para aproximarse a ella.

Los esquíes disminuyeron la velocidad y se detuvieron a ambos lados de la señal. En seguida se desencadenó una actividad frenética. Ocho hombres enfundados en trajes espaciales comenzaron a descargar los bultos y los grandes tambores cilíndricos. La balsa empezó a cobrar forma con rapidez y su esqueleto metálico fue asegurado en los tambores; poco después quedaba acoplado el piso de fibra de vidrio, extremadamente liviano.

Ninguna obra de construcción se había realizado jamás en la Luna con tal alarde de publicidad…, gracias a los ojos atentos que la observaban desde las montañas. Pero cuando empezaron su trabajo, los ocho hombres de los esquíes olvidaron por completo que millones de miradas seguían sus menores movimientos. Lo único que entonces les importaba era colocar la balsa en la posición debida y fijar las tuberías por las que se introducirían las fresas huecas que aportarían la vida a los siniestrados.

Cada cinco minutos, o quizá menos, Lawrence hablaba con el Selene, para informar a Pat Harris y McKenzie de los progresos que realizaban. El hecho que al propio tiempo informase a millones de telespectadores que seguían con ansiedad la operación, apenas cruzaba por su cerebro.

Por último, con rapidez increíble, en veinte minutos, estuvo listo el taladro y la primera sección de cinco metros quedó dispuesta para horadar la capa de polvo como un arpón.

Pero aquel arpón había sido construido para aportar la vida y no la muerte.

—La primera sección baja ahora —anunció Lawrence.

—Dense prisa… —susurró Pat—. No podemos resistir mucho más…

Le parecía moverse entre la niebla. No podía recordar un tiempo en que no hubiese estado así. Aparte del dolor sordo que sentía en los pulmones, no estaba en realidad incómodo, sino con un enorme e inimaginable cansancio. En la mano tenía una llave inglesa que horas antes había sacado de la caja de herramientas, con la certidumbre que ésta sería necesaria. Quizá le hiciera recordar lo que debía hacer con ella cuando llegase el momento. McKenzie estaba en el suelo, asiendo todavía el cilindro de oxígeno vacío.

Como a una enorme distancia, Pat oyó una conversación que no estaba evidentemente dirigida a él. Alguien había olvidado cambiar de onda.

—Deberíamos haber previsto que la barrena pudiese ser destornillada desde aquí. Es posible que él esté demasiado débil para hacerlo…

—No tenemos más remedio que correr ese riesgo. Colocar los accesorios nos habría retrasado una hora por lo menos. Dame eso…

El circuito se cerró, pero Harris había oído lo bastante para encolerizarse. ¡Ya les enseñaría!…, él y su buen amigo el doctor Mac…, Mac…, ¿qué? Tenía la mente tan embotada, que no podía acordarse de su nombre.

Se volvió con lentitud en su asiento giratorio y contempló la cabina, en la que parecía haberse producido una espantosa carnicería. Durante un momento, no consiguió ver al físico entre los cuerpos inertes; después lo vio de rodillas junto a la señora Williams, cuyas fechas de nacimiento y muerte ya parecían estar muy próximas. McKenzie aplicaba la mascarilla de oxígeno sobre su rostro, sin darse cuenta siquiera que ya no se oía el susurro del gas al salir de la botella y que la aguja del manómetro ya indicaba cero.

—Estamos muy cerca —comunicó la radio—. De un momento a otro tienen que oírnos golpear el casco.

«¿Tan pronto? —pensó Pat—. ¡Por supuesto! Un tubo pesado tiene que deslizarse a través del polvo con la mayor rapidez».

El razonamiento era obvio, pero le hizo sentirse orgulloso de sí mismo.

¡Bang! Algo había sonado contra el techo. Pero ¿dónde?

—Puedo oírles. Han llegado hasta nosotros —dijo en un murmullo.

—Sí, sentimos el contacto —respondió la voz—. ¿Podría decirnos dónde ha tocado el taladro? ¿En una parte despejada del techo o sobre la instalación de los cables? Lo alzaremos y bajaremos varias veces para ayudarle a localizarlo.

A Pat le pareció terriblemente injusto que él debiera decidir una cuestión tan complicada. El vástago de acero dio uno y otro golpe en el techo y, aunque Pat no podía saber con exactitud su posición, pensó que no había nada que perder y dijo con un hilo de voz:

—Adelante. Van por buen camino.

Inmediatamente comenzó la barrena a zumbar en un punto de la envoltura exterior del casco, la traspasó en menos de un minuto y ya estaba girando en la placa interior. El ruido era entonces mucho más fuerte y podía ser bien localizado. Pat se desconcertó al advertir que procedía de un sitio muy próximo al conducto del cable maestro.

Se puso de pie vacilante y, cuando llegó al lugar de donde partía el sonido, recibió una lluvia de polvo. Hubo una sacudida de la corriente eléctrica y las luces principales se apagaron.

Por fortuna quedaba el alumbrado de emergencia. Necesitó Pat varios segundos para adaptarse a su débil resplandor rojizo, y entonces vio que penetraba por el techo un tubo metálico que descendía lentamente hasta haber entrado casi medio metro en el salón. Por la radio oía algo que debía ser importante, pero que no comprendía con claridad.

Se esforzó por despejar la mente mientras colocaba la llave inglesa en la punta del vástago y apretaba.

—No saque la punta del taladro hasta que se lo indiquemos —insistía la voz remota—. No hemos tenido tiempo de colocar una válvula irreversible y el tubo está abierto al vacío de este lado. Repito, no saque la punta del taladro hasta que se lo indiquemos.

¡Ojalá dejara de fastidiarle ese hombre! Él sabía muy bien lo que tenía que hacer. Si se apoyaba con todas sus fuerzas en el mango de la llave, conseguiría sacar la cabeza del taladro y entonces volvería a respirar… ¿Por qué no se movía? Hizo una tentativa más.

—¡Por favor! —gritó la radio—. ¡Deje de hacer eso! ¡Todavía no está listo! ¡Va a perder todo el aire!

«Un momento —pensó Pat, sin hacer caso de aquel hombre que trataba de distraerle—. Aquí hay algo que no anda bien. Una tuerca puede girar para este lado…, o para este otro. ¿Y si en realidad la estuviera apretando? ¿Por qué se ha vuelto todo esto tan complicado?»

Se miró la mano derecha y luego la izquierda. Ninguna de las dos parecía servirle de mucho. Ni tampoco ese tonto que vociferaba por la radio. Podía intentar atornillarla del otro lado y ver si salía mejor. Con gran dignidad dio una vuelta entera alrededor del tubo, envolviéndolo con un brazo. Al dejarse caer sobre la llave inglesa, hacia el lado opuesto, la punta del taladro empezó a destornillarse bajo su peso, con toda suavidad.

Por un momento permaneció apoyado en la llave, con la cabeza inclinada.

—Arriba periscopio —murmuró.

¿Pero qué significaba aquello, demonios? No tenía la menor idea, pero oyó aquella frase alguna vez, y le parecía apropiada a la ocasión.

Quince metros más arriba, Lawrence y sus ayudantes se quedaron un instante paralizados de horror. Habían pensado en que podrían producirse muchísimos otros accidentes, pero nunca hubieran imaginado tal cosa.

—¡Coleman, Matsui! —exclamó Lawrence—. ¡Conecten pronto la línea de oxígeno, por amor de Dios!

En el mismo momento de dar la orden sabía que llegarían demasiado tarde. Había que hacer todavía dos conexiones antes de cerrar el circuito del oxígeno; ambas consistían en tuercas y no en acoplamientos automáticos. Se trataba de un detalle que no habría tenido normalmente importancia en un millar de años, pero que en aquel minuto representaba la diferencia entre la vida y la muerte.

Pat daba vueltas penosamente en torno al tubo, a la vez que apretaba el mango de la llave y se sentía a un milímetro de la salvación. Pudo oír un débil silbido, que crecía a medida que se abría la cabeza del taladro. Por supuesto, debía ser el oxígeno que entraba en el compartimiento. Dentro de pocos segundos volvería a respirar y habrían terminado sus afanes.

El tenue susurro del aire se había transformado en un chillido de mal agüero. Pat se detuvo, miró pensativo la llave y se rascó la cabeza. No obstante, el lerdo funcionamiento de su cerebro no le permitía descubrir que hubiese cometido ningún error. Tenía que volver a la tarea. Empezó a apretar la llave una vez más…, y cayó de boca al soltarse la cabeza del barreno.

En el mismo instante, un rugido sacudió el compartimiento y se desató un huracán que levantó en el salón una nube de papeles como hojas de otoño; se formó una niebla de condensación al amontonarse la humedad del aire enfriado por la súbita expansión, llegando a convertirse en una densa bruma. Cuando Pat se irguió, comprendiendo por fin lo que había sucedido, estaba como ciego.

Para el astronauta experimentado, aquel estallido podía significar tan sólo una cosa.

Sus reacciones fueron desde entonces automáticas. Tenía que encontrar algún objeto plano para obturar el agujero…, lo que fuese, mientras fuese bastante sólido.

Miró desesperadamente a su alrededor en aquella niebla rojiza que empezaba a disiparse al ser aspirada al vacío. El ruido era ensordecedor; parecía increíble que un orificio tan pequeño pudiese producir aquel bramido.

Dando traspiés entre los cuerpos inconscientes de sus compañeros de viaje, clavando las uñas en el respaldo de las butacas para avanzar, casi había abandonado toda esperanza cuando vio lo que buscaba. En el suelo, abierto y boca abajo, donde lo dejaron caer, había un grueso libro. No era modo de tratar los libros, pensó, pero entonces se alegró del hecho que alguien se hubiese mostrado tan descuidado, o de lo contrario quizá no hubiera conseguido verlo.

Cuando llegó al ululante orificio, que estaba sorbiendo la vida del crucero, el libro le fue arrebatado literalmente de las manos y pegado contra el extremo del tubo. El estruendo y el vendaval cesaron inmediatamente. Pat se tambaleó unos instantes como si estuviese ebrio, se le doblaron las rodillas y cayó tendido en el suelo.