Lawrence comprendió que entonces no había tiempo de preocuparse por los iglúes inflables y otros refinamientos que hacían agradable la vida, para trasladarse al mar de la Sed. Lo único que importaba era introducir tuberías de aire en el crucero. Los ingenieros y los técnicos tendrían que sudar a raudales dentro de sus escafandras hasta terminar la tarea. Pero la dura prueba, de todos modos, no sería muy larga. Si no podían realizar el trabajo en cinco o seis horas, ya podían dar media vuelta y volverse, abandonando el Selene al mundo cuyo nombre ostentaba.
En los talleres de Puerto Roris se estaban llevando a cabo proezas de improvisación sin precedentes. Se desarmó y cargó en un trineo un equipo completo de acondicionamiento de aire, con depósitos de oxígeno líquido, absorbentes de humedad y anhídrido carbónico, y toda una serie de reguladores de temperatura y presión. También se colocó en uno de los trineos un juego de aparatos de perforación, despachado urgentemente en cohete por la Sección de Geofísica de Clavius. Y esto sin hablar del sistema de tuberías construido especialmente para aquella ocasión y que no podía fallar al primer intento, pues luego ya no se le podrían introducir modificaciones.
Lawrence no intentaba dar prisa a sus hombres; sabía que esto era innecesario.
Permanecía en segundo término, comprobando el río de material que pasaba de los depósitos y el taller a los esquíes, e intentando pensar en todos los posibles imprevistos que pudiesen surgir. ¿Qué herramientas serían necesarias? ¿Había suficientes piezas de recambio? ¿No sería mejor cargar los elementos de la balsa en último lugar, para poder descargarlos primero? ¿Sería prudente enviar oxígeno al Selene antes de montar un tubo para la evacuación del aire viciado? Todos estos detalles y muchos otros, algunos triviales y otros importantes, cruzaban por la mente de Lawrence. Llamó varias veces a Pat para pedirle datos técnicos, como, por ejemplo, la presión interna y la temperatura, si la válvula de seguridad de la cabina funcionaba (probablemente no, al hallarse obturada por el polvo) y, por último, le pedía que le aconsejase acerca de los mejores puntos para iniciar la perforación del techo. Y cada vez Pat le respondía con lentitud y dificultad crecientes.
Pese a todos los intentos hechos por los periodistas, que entonces pululaban en Puerto Roris y acaparaban la mitad de los canales de radio y TV entre la Tierra y la Luna, Lawrence se negó resueltamente a hacer declaraciones. Había difundido un breve comunicado en el que explicaba cuál era la situación y lo que se proponía hacer; el resto era de la incumbencia del personal administrativo. Además, su obligación era protegerlo para que pudiera realizar su trabajo sin ser molestado. Así lo dijo sin ambages al director del Turismo, colgando inmediatamente el aparato para que Davis no pudiera replicar.
Ni siquiera había tenido tiempo, como puede suponerse, de echar una mirada a las imágenes de la televisión, pero pudo enterarse que el doctor Lawson iba en camino de hacerse rápidamente una reputación de sabio algo excéntrico. Comprendió que esto se debía a aquel periodista de las Informaciones Interplanetarias en cuyas manos dejó al astrónomo. No debía estar poco contento aquel periodista…
Pero el tal periodista distaba mucho de estar contento. En su elevado observatorio de los montes Inaccesibles, que para él habían dejado de serlo, Maurice Spenser caminaba a grandes pasos hacia la úlcera que había estado evitando durante toda su vida de trabajo. Ya había gastado cien mil dólares para situar al Auriga…, y ahora parecía como si fuese a quedarse sin su ansiado reportaje.
Sin duda, todo habría terminado antes que llegaran los esquíes. Las operaciones de salvamento, que hubieran mantenido con el ánimo en suspenso a miles de millones de telespectadores, no se realizarían jamás. Eran muy pocos los que hubieran podido resistir a la tentación de ver cómo veintidós personas eran salvadas de una muerte cierta; pero muy pocos sentirían deseos de presenciar una exhumación.
Éste era el frío análisis que hacía Spenser de la situación, en su calidad de informador, pero ello no impedía que, como ser humano, se sintiese consternado. Era algo terrible verse obligado a permanecer en aquellas montañas, mano sobre mano y sólo a cinco kilómetros del lugar de la tragedia, sin poder hacer nada por evitarlo. Casi le daba vergüenza respirar con tanta facilidad, pensando en la creciente opresión que debían experimentar los cautivos. Por enésima vez, se preguntó qué podría hacer el Auriga para ayudarlos. (Sin olvidar el interés informativo que esto hubiera tenido.) Pero entonces estaba seguro que debía limitarse al papel de simple espectador. Aquel mar implacable descartaba cualquier posibilidad de ayuda.
Había enviado reportajes sobre otras catástrofes, pero esta vez sentía la penosa impresión de ser un vampiro.
Reinaba en el Selene un ambiente tan tranquilo, que los dos hombres que velaban tenían que esforzarse por no dormirse a su vez. Pat envidiaba a los demás, que soñaban felices a su alrededor, e incluso llegaba a sentir celos. Acto seguido aspiraba algunas bocanadas de la provisión de oxígeno, cada vez más reducida, y la realidad volvía de nuevo a él al comprobar el peligro en que se hallaba.
Un hombre solo no hubiera podido permanecer despierto, comprobar el estado de las veinte personas que seguían inconscientes y suministrarles una bocanada de oxígeno cuando dieran señales de malestar. Él y McKenzie se vigilaban mutuamente y ya varias veces cada uno de ellos había arrancado del sueño al otro. Si hubiesen dispuesto de oxígeno en cantidad suficiente, no habrían existido dificultades, pero la botella cada vez indicaba una presión más reducida. Era desesperante saber que los depósitos principales de la nave aún contenían grandes cantidades de oxígeno líquido, pero no existía ningún medio de utilizarlo. El sistema de distribución automática lo hacía pasar de manera constante y regular a los evaporadores y después a la cabina, donde quedaba inmediatamente contaminada por una atmósfera que ya era casi intolerable.
Pat nunca había tenido la impresión que el tiempo transcurriera tan lentamente. Le parecía increíble que sólo hubiesen pasado cuatro horas desde que ambos empezaron su vela junto a los pasajeros dormidos. Hubiera jurado que hacía cuatro días que conversaban en voz baja, llamando a Puerto Roris cada cuarto de hora, comprobando el pulso y la respiración de sus compañeros y distribuyendo el oxígeno con parsimonia.
Pero nada dura eternamente. Al fin llegó por radio, desde el mundo que ninguno de los dos creía en realidad volver a ver, la noticia tan ansiada:
—Estamos en camino —decía la voz fatigada pero resuelta de Lawrence—. Nos encontraremos encima de ustedes dentro de una hora. ¿Cómo se sienten?
—Muy cansados, pero podremos resistir —contestó lentamente Pat.
—Muy bien. Les llamaré cada cinco minutos. Dejen el receptor abierto con bastante volumen, para no quedarse dormidos.
A través de la Luna resonó el fragor de las trompetas, envió su eco más allá de la Tierra y alcanzó los distantes rincones del Sistema Solar. Nunca habría soñado Héctor Berlioz que los vibrantes compases de su Marcha de Rakóczy llevarían fuerza y esperanza, dos siglos después de haberla compuesto, a unos hombres que luchaban y desesperaban en otro mundo para sobrevivir.
Mientras la música resonaba en la colina, Pat miró al doctor McKenzie sonriendo débilmente.
—Puede ser anticuada —dijo—, pero continúa dando resultado.
La sangre corría con más fuerza por sus venas mientras con el pie marcaba el compás.
A través del espacio lunar le llegaba el fragor de los ejércitos en marcha, el tamborileo de la caballería a través de mil campos de batalla, el son de los clarines que antaño llamó a las naciones para que se enfrentasen con su destino. Todo aquel rumor de armas ya había desaparecido desde hacía muchos años de la faz de la Tierra, y era bueno que así fuese. Pero había dejado el recuerdo de todo cuanto hay de bello y de noble en el alma del hombre: ejemplos de heroísmo y de abnegación, la prueba del hecho que los hombres pueden continuar resistiendo cuando sus cuerpos han ultrapasado los límites de la resistencia física.
Mientras sus pulmones jadeaban fatigosamente en el aire viciado, Pat Harris comprendió que necesitaría aquella inspiración surgida del pasado si quería disputar a la muerte la hora interminable que entonces iba a comenzar.
En la reducida y abarrotada cubierta del esquí para el polvo número 1, el ingeniero jefe Lawson reaccionó de manera parecida al escuchar la misma música. Su pequeña flotilla avanzaba dispuesta a dar la batalla contra un enemigo que se opondría al hombre hasta el fin de los tiempos. Al extenderse por el universo, saltando de planeta en planeta y de estrella en estrella, las fuerzas de la naturaleza se alzarían ante él en mil maneras distintas e inesperadas. Incluso la Tierra, conquistada desde hacía milenios, aún presentaba numerosas asechanzas para los imprudentes, y en aquel mundo que el hombre sólo conocía desde hacía una generación, la muerte lo acechaba bajo mil disfraces inocentes. Tanto si arrancaba su presa al mar de la Sed como si fracasaba en su intento, Lawrence estaba seguro que al día siguiente la Luna le lanzaría un nuevo reto.
Cada esquí remolcaba un solo trineo, lleno hasta los bordes de equipo que parecía más pesado e impresionante de lo que era en realidad, pues la mayor parte de la carga consistía en los tambores vacíos destinados a sostener la balsa. Todo cuanto no era de una absoluta necesidad, había sido dejado en Puerto Roris; cuando el esquí número 1 hubiese descargado su equipo, el ingeniero jefe lo enviaría de vuelta a la Base para cargar de nuevo. Luego podría organizar un servicio de ida y vuelta entre la Base y el lugar del naufragio, a fin de no tener que esperar más de una hora para proveerse de cualquier cosa que pudiese necesitar. Pero esto era ser muy optimista. Cuando llegaran sobre el Selene, pudiera ser, por desgracia, que ya no hubiese necesidad alguna de darse prisa…
Mientras los edificios de la Base se hundían con rapidez tras el horizonte, Lawrence asignaba las tareas a sus ayudantes. Se había propuesto hacer un ensayo general antes de zarpar, pero éste fue otro plan que también tuvo que abandonarse por falta de tiempo.
El primer puente construido era el único que tendría importancia.
—Jones, Sikorsky, Coleman y Matsui, en cuanto lleguemos al sitio marcado, se encargarán de descargar los tambores y los dispondrán en la forma prevista. Una vez hecho eso, Bruce y Hodges tenderán los travesaños. Tengan mucho cuidado de no dejar caer tuercas ni pernos y de mantener todas las herramientas atadas al cuerpo. Si llegan accidentalmente a caer, no se asusten, pues sólo podrán hundirse unos centímetros.
Cuando esté preparada la armazón, Sikorsky y Jones ayudarán a formar el piso de la balsa, y en cuanto sea posible trabajar, Bruce y Hodges empezarán a extender las tuberías de aire y los demás caños especiales. Greenwood y Rinaldi, ustedes estarán a cargo de las tareas de perforación…
Así continuó trazando el plan de acción, punto por punto. El ingeniero jefe preveía el serio peligro que sus hombres se entorpecieran entre sí, dado lo reducido del espacio del que dispondrían, y además tenía el secreto temor de haber olvidado en Puerto Roris alguna cosa indispensable. Había, sin embargo, otro riesgo mayor que le acosaba como una pesadilla, y era el que las veintidós personas encerradas en el Selene llegasen a morir cuando faltaran pocos minutos para ser rescatadas, quizá porque la única llave inglesa que podía hacer la juntura final se había soltado y hundido en el polvo.
En los montes Inaccesibles, Maurice Spenser miraba con sus prismáticos y escuchaba por radio las conversaciones que desarrollaban a través del mar de la Sed. Cada diez minutos, Lawrence hablaba al Selene y cada vez la respuesta se hacía esperar un poco más. Pero Harris y McKenzie se esforzaban desesperadamente por no perder el conocimiento gracias a su fuerza de voluntad y ayudados sin duda por la música que les enviaban desde Ciudad Clavius.
—¿Qué les hacen oír ahora los psicólogos? —preguntó Spenser.
El radiotelegrafista, que estaba en el lado opuesto de la cámara de mando, aumentó un poco el volumen…, y la Cabalgata de las Valkirias se lanzó al galope tendido por los montes Inaccesibles.
—Yo no creo —rezongó el capitán Anson— que les hayan dado música moderna…
Todo esto es del siglo XIX.
—Pues sí, se la han dado —dijo Jules Braque, rectificándole, mientras hacía un delicadísimo ajuste a su cámara—. Acaban de darles la Danza del Sable de Khatchaturian. Esta partitura sólo tiene cien años.
—Atención —dijo el radiotelegrafista—. El esquí número 1 va a llamar de nuevo al Selene.
Se hizo un silencio instantáneo en la cámara.
Inmediatamente se oyó la llamada del esquí. La expedición de socorro ya estaba tan próxima, que el Auriga podía captar directamente sus emisiones, sin tener que utilizar la retransmisión desde el satélite Lagrange II.
—Aquí Lawrence, llamando al Selene. Estaremos sobre ustedes dentro de diez minutos. ¿Qué tal se encuentran?
De nuevo se produjo aquella penosa espera; la pausa duró esta vez casi cinco segundos.
—Responde el Selene. Aquí todo sigue igual…
Esto fue todo. Pat Harris no podía malgastar el poco aliento que le quedaba.
—Diez minutos —dijo Spenser—. Tendríamos ya que verlos. ¿No se ve nada en la pantalla?
—Aún no —respondió Jules, explorando lentamente el horizonte. Pero el arco que éste formaba estaba vacío. No había nada entre el mar de polvo y la negra noche del espacio.
«La Luna —pensaba Jules— es un rompecabezas para los cámaras». Todo era de color de hollín o blanco como una pared blanqueada; no existían los medios tonos, los matices agradables. Y además, estaba el problema eterno que presentaban las estrellas, aunque era más de carácter estético que técnico.
El público ya esperaba ver estrellas en el cielo lunar, incluso de día, porque conocía su existencia en el firmamento. Pero la verdad era que, cuando era de día sobre la Luna, el ojo humano no podía percibirlas normalmente, pues la retina estaba tan insensibilizada con el resplandor solar que el cielo parecía completamente negro y vacío. Si se deseaban ver las estrellas, había que ponerse anteojeras que impidiesen el paso de la luz lateral.
Entonces las pupilas se ensanchaban lentamente y las estrellas aparecían una a una, hasta ocupar todo el reducido campo visual. Pero cuando la vista se volvía hacia otra cosa, las estrellas desaparecían como por arte de magia. El ojo humano, de día, no podía contemplar simultáneamente las estrellas y el paisaje; tenía que ser una cosa u otra.
Pero las cámaras tomavistas de la televisión podían hacerlo en caso necesario, y algunos directores de cadena lo preferían así. Otros sostenían que esto era falsear la realidad; era uno de esos problemas sin solución y que dependía del gusto de cada cual.
Jules Braque pertenecía a la escuela realista y no conectaba el dispositivo que permitía ver las estrellas a menos que se lo pidieran expresamente de los estudios.
A partir de entonces, en cualquier momento podían empezar las tomas para la Tierra.
Ya había transmitido varios flashes por su cadena: vistas generales de las montañas, aspectos del mar de la Sed, primeros planos del lejano tubo solitario clavado en el polvo…
Pero antes que transcurriese mucho tiempo, y quizá durante varias horas, su cámara atraería las miradas de millones de telespectadores, si todo se desarrollaba conforme a los planes previstos. El reportaje televisado podía ser un fiasco…, o el mayor reportaje del año.
Palpó el talismán que tenía en el bolsillo. Jules Braque, miembro de la Sociedad Cinematográfica y de Ingenieros de la Televisión, se hubiera molestado mucho si alguien le hubiese dicho en ton de mofa que llevaba un amuleto. Mas, por otra parte, le hubiera sido muy difícil explicar por qué no sacaba aquel juguetito, mientras no hubiese terminado la retransmisión de su reportaje.
—¡Ahí están! —exclamó Spenser, con voz que indicaba la tensión nerviosa con que había estado observando.
Después bajó los prismáticos y miró la cámara:
—Demasiado a la derecha —dijo.
Jules ya estaba tomando. En la pequeña pantalla de su aparato, la regularidad geométrica del lejano horizonte se rompió por fin: dos diminutas y parpadeantes estrellas aparecieron en aquel arco perfecto que separaba al cielo del mar de polvo. Los esquíes avanzaban por la superficie de la Luna.
Incluso después de dar la máxima potencia a los teleobjetivos, parecían pequeños y distantes. Esto era precisamente lo que Jules quería: dar la impresión de vacío y soledad.
Dirigió una rápida mirada a la pantalla principal de la astronave, sintonizada con el canal de las Informaciones Interplanetarias. Sí, retransmitían su reportaje.
Se metió la mano en el bolsillo, sacó un pequeño aparato receptor y lo puso sobre la cámara. Después levantó la tapa, dejándola casi vertical, e inmediatamente el visor le mostró una escena llena de color y movimiento. Al mismo instante una vocecita de mosquito empezó a decir que estaban viendo un programa especial del Servicio de Informaciones Interplanetarias, por el canal uno cero siete, y que dicho programa trasladaría a los telespectadores a la Luna.
Braque veía en su diminuto visor la misma imagen reproducida por su pequeña pantalla de control. Pero no era la misma: la de la pantalla, en efecto, había sido tomada dos segundos y medio antes, el tiempo que había necesitado para ir de la Luna a la Tierra y volver de ésta a la Luna. Durante aquella fracción ínfima de tiempo —dos millones y medio de microsegundos, para hablar como los ingenieros electrónicos— la imagen había experimentado muchas transformaciones y aventuras. Desde la cámara de Braque pasó al transmisor del Auriga, que la lanzó a Lagrange II, situado a cincuenta mil kilómetros sobre sus cabezas. Y de allí fue arrojado al espacio, con su potencia centuplicada varias veces, para ser captada por alguno de los satélites retransmisores que circulaban en torno a la Tierra. Los últimos centenares de kilómetros a través de la ionosfera fueron los más difíciles. Por último la imagen llegó al edificio de Informaciones Interplanetarias, donde sus aventuras empezaron de verdad, al reunirse con la incesante marea de sonidos, imágenes e impulsos eléctricos que informaban y divertían a una buena parte de la especie humana.
Y allí estaba de nuevo, después de pasar por las manos de los directores de programas, los ingenieros ayudantes y los servicios de efectos especiales, para volver donde se habían originado, para ser retransmitida sobre toda la cara visible de la Luna desde la emisora de gran potencia situada en Lagrange II, y a la cara invisible desde la emisora de Lagrange I. Para ir del visor de la cámara al pequeño receptor de bolsillo, situados apenas a un palmo de distancia, la imagen había recorrido cerca de setecientos cincuenta mil kilómetros…
Jules Braque se preguntó si esto valía la pena. Los hombres se habían hecho la misma pregunta desde que se inventó la televisión.