Capítulo 19

Hasta entonces, Pat apenas se había fijado en el pasajero sentado con los brazos cruzados en la butaca número 3-D, junto a una ventana, y tuvo que reflexionar para acordarse de cómo se llamaba. Era algo así como Builder…, o Baldur. Sí, Baldur, Hans Baldur. Tenía todo el aspecto del clásico turista, tranquilo y que nunca crea dificultades.

Continuaba tranquilo, pero en cuanto a lo de no crear dificultades, ya sería otra cosa.

Parecía dispuesto a continuar despierto, con la mayor terquedad. Parecía como si todo cuanto ocurriese a su alrededor nada tuviese que ver con él. Sólo el ligero tic nervioso de un músculo de su mejilla indicaba su tensión interior.

—¿Qué espera usted, señor Baldur? —le preguntó Pat, con la voz más indiferente y natural que pudo fingir. Se alegraba de contar con la ayuda física y moral de sus cinco compañeros. Baldur no parecía de un vigor excepcional, pero Pat, nacido en la Luna y cuyos músculos nunca habían tenido que vencer la gravedad terrestre, no hubiera podido enfrentarse con él, en caso de llegar a las manos.

Baldur movió negativamente la cabeza y continuó mirando por la ventanilla, como si pudiera ver algo por ella, además de su propio reflejo.

—Usted no puede obligarme a tomar esa droga —dijo, con marcado acento alemán—, y no pienso tomarla.

—Yo no quiero obligarle a hacer nada —respondió Pat—. ¿Pero no comprende usted que es por su propio bien…, y en el interés de todos? ¿Qué objeción puede usted oponer a esto?

Baldur vaciló como si buscase las palabras adecuadas.

—Es…, es algo contrario a mis principios —dijo al fin—. Sí, eso es. Mi religión no me permite ponerme inyecciones.

Pat sabía de una manera vaga que, en efecto, existían personas que abrigaban tales escrúpulos. Sin embargo, ni por un momento creyó que Baldur fuese una de ellas. Aquel hombre mentía, pero…, ¿por qué?

—¿Me permite una observación? —dijo alguien a espaldas de Pat.

—No faltaba más, señor Harding —contestó el joven, con alivio, al pensar que le ayudarían a salir de aquel impasse.

—Dice usted que no pueden ponerle inyecciones, señor Baldur —continuó Harding en un tono que recordó a Pat la manera como había interrogado a la señora Schuster (¡qué lejano parecía aquello!)—. Y yo puedo decirle que usted no ha nacido en la Luna. Esto significa que no puede haber llegado aquí sin pasar antes por el reconocimiento médico de rigor…, y sin ponerse las vacunas e inyecciones acostumbradas.

Esta pregunta produjo una evidente agitación en Baldur.

—¡Eso a usted no le importa! —barbotó.

—Desde luego —repuso Harding con amabilidad—. Únicamente trato de ser útil. —Dio un paso hacia Baldur y le tendió la mano izquierda—. ¿Le molestaría mostrarme su certificado de vacunación interplanetario?

Pat se dijo que la pregunta era bastante estúpida, pues el ojo humano no podía leer la información inscrita magnéticamente en los certificados de revacunación. Se preguntó si Baldur no lo comprendería también así y, en tal caso, qué haría.

Pero sus reflexiones no tardaron en interrumpirse. Baldur, sorprendido, contemplaba la palma de la mano izquierda que le tendía Harding, mientras éste avanzaba con tal rapidez la mano derecha que Pat no tuvo tiempo de ver qué ocurría. Fue como el juego de manos realizado por Sue Wilkins con la señora Williams…, pero mucho más espectacular y sobre todo más brutal. Por lo que pudo ver Pat, Harding golpeó con el canto de la mano abierta la base de la nuca de Baldur…, una habilidad que el joven capitán no sintió muchos deseos de adquirir.

—Esto lo tendrá tranquilo durante un cuarto de hora —dijo Harding con el tono de voz más natural que imaginarse pueda, mientras Baldur se desplomaba en su butaca—. ¿Puede usted darme uno de esos tubitos? Gracias.

Oprimió el pequeño cilindro contra el brazo del hombre desvanecido. La expresión de éste no cambió.

Pat pensaba que la situación se le había escapado de las manos. Se sentía agradecido a Harding por aquella demostración de sus facultades de judoka, pero la escena le había impresionado bastante.

—¿Por qué no quería que le pusiéramos la inyección? —preguntó con cierto tono de queja.

Harding arremangó el brazo izquierdo de Baldur, volviéndolo hacia arriba para mostrar su parte inferior carnosa. La epidermis estaba recubierta de centenares de puntitos casi invisibles, que asemejaban alfilerazos.

—¿Sabe usted qué es esto? —dijo con tono tranquilo.

Pat asintió. Algunos vicios de la vieja y cansada Tierra habían tardado más tiempo que otros en llegar a la Luna, pero tarde o temprano, todos se habían introducido en aquel mundo virgen.

—No podemos censurar a este infeliz por haber deseado ocultarlo. El tratamiento al que sin duda se ha sometido ha creado en él horror por las inyecciones. A juzgar por el estado de estas cicatrices, debió empezar a ponerse en tratamiento sólo hace unas semanas. Ahora le es psicológicamente imposible administrarse una inyección. Confío en no haber provocado una recaída en sus hábitos de antiguo toxicómano, aunque de momento esto es lo último que le preocupa.

—¿Y cómo pudo pasar el reconocimiento médico?

—Oh, existe una sección especial para personas de ese tipo. Los médicos no son muy explícitos acerca del particular, pero los pacientes abandonan provisionalmente sus nocivos hábitos después de someterse a una hipnosis. Hay más de estos enfermos de lo que la gente se imagina. Suelen recomendarles un viaje a la Luna, como complemento muy eficaz de su tratamiento. Así escapan a su medio ambiente.

Pat hubiera deseado hacer otras preguntas a Harding, pero ya habían perdido bastante tiempo. Los restantes pasajeros no presentaron dificultad alguna y todos se sometieron dócilmente a la inyección.

La pequeña demostración de judo de Harding debió terminar de convencer a los remolones.

—Ya no me necesitarás, de momento —dijo Sue con una breve y decidida sonrisa—. Hasta la vista, Pat…, despiértame cuando llegue el momento.

—Así lo haré —prometió él, depositándola con suavidad en el piso del pasillo. Cuando Susan cerró los ojos, añadió en voz bajísima—: O no te despertaré nunca.

Permaneció inclinado sobre ella durante varios segundos, antes de recuperar su aplomo para volverse hacia los que aún quedaban. Hubiera querido decir tantas cosas a Sue…, pero la ocasión ya había pasado, quizás para siempre.

Tragó saliva, pues sentía la garganta reseca, y se volvió a los cinco que aún estaban despiertos. Había que resolver aún un último problema y fue David Barrett quien se lo recordó:

—Bien capitán —dijo—. No nos deje con el ánimo en suspenso. ¿Quién de nosotros quiere que le haga compañía?

Uno a uno, Pat les entregó cinco tubos somníferos.

—Gracias por su ayuda; sé que lo que hago es un poco melodramático, pero me parece que es la solución más ecuánime. Sólo cuatro de estos cinco tubos producirán efecto.

—Confío en que el mío esté cargado —dijo Barrett, que se pinchó sin perder tiempo.

El efecto no tardó en producirse. Pocos segundos después, Harding, Bryan y Johanson siguieron al inglés, sumiéndose también en la inconsciencia.

—Bien —dijo el doctor McKenzie—, he resultado yo el elegido. Ello me halaga…, a menos que de verdad lo haya usted dejado al azar.

—Antes de contestar a su pregunta —dijo Pat—, permítame que me comunique con Puerto Roris, para ponerles al corriente de la situación.

Se dirigió a la radio e hizo un breve resumen de lo sucedido. Reinó un silencio angustiado al otro extremo de la línea. Unos instantes después, Pat reconoció la voz del ingeniero jefe Lawrence, que había tomado el micrófono:

—Por supuesto, ha procedido usted de la mejor manera posible. No podremos llegar hasta ustedes en menos de cinco horas. ¿Serán capaces de resistir hasta entonces?

—Nosotros dos, sí. Nos podemos turnar en el uso del circuito respiratorio del traje espacial. Es por los pasajeros por los que me preocupo.

—Lo único que pueden hacer ustedes es vigilar su respiración y darles un poco de oxígeno si los ven muy oprimidos. Nosotros haremos todo lo que nuestros medios y nuestras fuerzas nos permitan. ¿Desea decirnos alguna otra cosa?

Pat reflexionó unos segundos.

—No —dijo con desaliento—. Les volveré a llamar cada cuarto de hora. Fuera.

Se puso de pie muy despacio, pues la fatiga y el exceso de bióxido de carbono empezaban a hacer sentir sus efectos sobre él, y dijo a McKenzie:

—Ayúdeme con el traje espacial, doctor.

—Estoy avergonzado por no haber pensado en eso.

—Lo que a mí me preocupaba es que algún viajero se hubiese acordado que lo teníamos. Todos deben de haberlo visto al entrar en la nave por la compuerta neumática.

Esto demuestra que a veces uno no se da cuenta de lo más evidente.

Tardaron cinco minutos en desprender del traje los cartuchos de cal sodada absorbente y la provisión de oxígeno para veinticuatro horas. Todo el circuito respiratorio podía desmontarse con rapidez para el caso en que fuese necesario practicar la respiración artificial a alguien. No fue aquélla la primera vez en que Pat se felicitó por la ingeniosidad, previsión y destreza con que había sido construido y equipado el Selene. Había, desde luego, ciertos detalles que aún faltaban o que podían haber sido algo mejores…, pero, en general, todo era perfecto.

Con gran esfuerzo, notando que los pulmones empezaban a dolerles, los dos únicos hombres aún despiertos a bordo del crucero se miraron por encima de la botella de metal gris que sostenían entre ambos y que encerraba otro día de vida. Luego dijeron al mismo tiempo:

—Usted primero.

Rieron sin demasiadas ganas ante la trillada escena de cortesía, y Pat concluyó:

—No voy a discutir.

Aplicó la mascarilla a su rostro y, al recibir la corriente de oxígeno, sintió como una fresca brisa marina después de una cálida y polvorienta jornada de verano; como un viento que trajese el aroma de los pinos a la atmósfera sofocante de un valle profundo.

Hizo cuatro lentas y profundas aspiraciones, seguidas por cuatro exhalaciones a fondo a fin de ventilar sus pulmones y librarlos del CO2 residual. Después, como si le ofreciese la pipa de la paz, tendió la mascarilla a McKenzie.

Aquellas cuatro respiraciones bastaron para infundirle vigor y barrer las telarañas que habían ido formándose en su cerebro. Acaso fuese un efecto puramente psicológico, pues cuatro bocanadas de oxígeno no podían producir un efecto tan profundo, pero la verdad era que se sentía como un hombre nuevo. Ahora ya podía hacer frente a las cinco horas o más de espera.

Diez minutos después tuvo otro rebrote de confianza: al recorrer las filas de viajeros, comprobó que todos respiraban con toda normalidad…, muy despacio, pero de manera regular. Dio un poco de oxígeno a cada uno e informó a la Base.

—Llama el Selene —dijo—. El capitán Harris al habla. El doctor McKenzie y yo nos encontramos muy bien ahora, y ninguno de los pasajeros presenta síntomas alarmantes.

Permaneceré a la escucha y les llamaré cada media hora.

—Mensaje recibido. Pero espere un momento…, hay aquí varios representantes de las agencias de información que desean hablarle.

—Lo siento —repuso Pat—. Ya he dado toda la información que hay por el momento y tengo que ocuparme de veinte personas sumidas en la inconsciencia. Fuera.

Aquello no era más que una excusa, desde luego, y bastante endeble; ni siquiera sabía por qué la había dado. Pero, de pronto, experimentó un repentino rencor que no era propio de él: «¡Vaya! —se dijo—. ¿Ni siquiera puede uno morir tranquilo hoy en día?»

Si hubiese sabido que había una cámara tomavistas apostada a menos de cuatro kilómetros de allí, su reacción quizá hubiera sido aún más violenta.

—Todavía no ha respondido usted a mi pregunta, capitán —le dijo el doctor McKenzie con tono paciente.

—¿Qué pregunta? ¡Ah, ya sé! No, no ha sido designado usted por pura casualidad. El comodoro y yo pensamos que usted era el más indicado para permanecer despierto. Es usted un hombre de ciencia, fue el primero en observar la elevación de la temperatura y supo conservar la serenidad al exponérnoslo.

—Bien, trataré de no defraudarles. Desde luego, me siento mucho más despabilado que durante las últimas horas, sin duda a causa del oxígeno que respiramos. Pero el problema consiste en saber cuánto tiempo podremos resistir…, es decir, cuánto nos durará.

—Utilizándolo únicamente nosotros dos, doce horas…, tiempo más que suficiente para que lleguen los socorros. Pero quizá tendremos que dar la mayor parte del oxígeno a los pasajeros, si muestran síntomas de empeoramiento. Creo que si nos salvan, será verdaderamente por los pelos.

Hablaban sentados en el suelo, con las piernas cruzadas a la oriental, cerca del puesto de pilotaje, con la botella de oxígeno entre ambos. Cada cuatro o cinco minutos aspiraban por la mascarilla, pero solamente dos o tres respiraciones.

«Nunca me hubiera imaginado —se decía Pat— que un día me convertiría en uno de esos clásicos personajes de la televisión, protagonistas de los dramas del espacio. Pero estas cosas han pasado con demasiada frecuencia en la vida real para que aún resulten divertidas…, especialmente cuando le ocurren a uno».

Pat Harris y McKenzie —o en todo caso uno de ellos, con toda seguridad— podrían salvarse si abandonaban a los demás pasajeros a su suerte. El intento por mantener con vida a aquellas veinte personas, quizá significaría su sentencia de muerte.

La situación era de aquéllas en que la lógica y el sentido moral entran en lucha. Pero tal cosa no tenía nada de nuevo. Aquellos dramas no habían empezado a producirse durante la época del espacio. Eran tan antiguos como la humanidad, pues en el pasado, durante innumerables veces, grupos humanos, perdidos o aislados, habían tenido que afrontar la muerte por falta de agua, de víveres o de calor. Entonces era el oxígeno el que les faltaba, pero en el fondo era lo mismo.

Algunos de estos grupos perecieron en su totalidad. En otros, hubo un puñado de supervivientes que pasaron el resto de su vida tratando de justificarse. ¿Cuáles debían ser los sentimientos de George Bollard, que fuera capitán del ballenero Essex, al pasear por las calles de Nantucket, con el cartel de canibalismo colgado a la espalda? Pat no había oído nunca contar aquella historia de un drama ocurrido dos siglos antes; vivía en un mundo demasiado ocupado en crear sus propias leyendas para importar las de la Tierra. En lo que a él concernía, ya había hecho su elección…, y sin tener que preguntárselo, sabía que McKenzie estaría de acuerdo con él. Ninguno de ellos era de la clase de hombres que lucharían por conseguir el último sorbo de oxígeno. Pero ¿y si terminaban luchando?…

—¿Por qué está sonriendo? —preguntó McKenzie.

Pat aflojó su tensión nerviosa. Había algo, en aquel robusto hombre de ciencia australiano, que resultaba tranquilizador. Hansteen le producía la misma impresión, pero McKenzie era mucho más joven. Había hombres que inspiraban confianza, de quien uno podía estar seguro que no lo abandonarían. McKenzie inspiraba aquellos sentimientos a Pat.

—Si de veras quiere saberlo —contestó, dejando la mascarilla de oxígeno—, le diré que estaba pensando que apenas podría hacer algo si se le ocurriese quedarse la botella para usted solo.

McKenzie le miró un poco sorprendido y después sonrió a su vez.

—Creo que todos ustedes, los que han nacido en la Luna —observó—, son muy sensibles a estas diferencias musculares.

—Yo nunca me he fijado en eso —repuso Pat—. Si bien se mira, el cerebro es más importante que los músculos. Yo no puedo evitar haberme criado en un mundo cuya gravedad es seis veces menor que la terrestre. Pero…, ¿cómo sabe usted que he nacido en la Luna?

—Pues verá, en primer lugar a causa de su físico. Todos los nacidos en la Luna son altos y esbeltos. Además, por el color de su tez, el bronceado mediante rayos ultravioleta no es igual al que proporciona la auténtica luz solar.

—Usted sí que tiene un buen bronceado —replicó Pat con una sonrisa—. De noche, incluso podría ser una amenaza para la navegación. La verdad, me sorprende que se llame usted McKenzie.

Pat sólo conocía de oídas las tensiones raciales que aún no estaban totalmente extinguidas en la Tierra. Por lo tanto, podía hacer semejante pregunta sin sentir el menor embarazo, y sin darse cuenta siquiera que pudiera resultar embarazosa para su interlocutor.

—Un misionero puso este nombre a mi abuelo cuando lo bautizó. Dudo que tenga la menor relación con mi ascendencia. Por todo cuanto sé, soy un aborigen de pura sangre.

—¿Un aborigen?

—Sí. Las gentes de mi raza ocupaban Australia antes de la llegada de los blancos. Los hechos que a continuación se produjeron fueron bastante tristes.

Pat sólo tenía un vago conocimiento de la historia terrestre. Como la mayoría de los que vivían en la Luna, pensaba que nada importante había sucedido antes del 8 de noviembre de 1967, cuando se celebró de manera tan espectacular el quincuagésimo aniversario de la revolución rusa.

—¿Hubo una guerra, supongo?

—Apenas merece el nombre de tal. Nosotros sólo teníamos lanzas y bumeranes. Ellos tenían armas de fuego…, sin hablar de la tuberculosis, las enfermedades venéreas y otras «armas» mucho más eficaces. Necesitamos ciento cincuenta años para rehacernos. Hubo que esperar a mediados del siglo pasado, alrededor de 1940, para que se registrase un ligero aumento en nuestra población. Ahora nuestro número asciende a unos cien mil…, casi tantos como cuando llegaron a Australia sus antepasados.

McKenzie explicó estos hechos a Pat con una irónica indiferencia que excluía toda animosidad de su voz, pero el capitán del Selene creyó oportuno declinar su propia responsabilidad por los desaguisados que cometieron sus antecesores terrestres.

—No me eche usted la culpa por lo que sucedió en la Tierra —dijo—. Yo nunca he estado en ella ni estaré jamás…, no podría soportar su gravedad. Pero he mirado muchas veces a Australia por el telescopio. Siento cierto cariño por esa parte del globo…, mis padres despegaron de Woomera.

—Y mis antepasados le pusieron ese nombre: un woomer es un propulsor de lanza.

—¿Aún hay miembros de su raza —preguntó Pat, midiendo cuidadosamente sus palabras— que vivan en condiciones primitivas? He oído decir que aún hay gentes que viven en estado salvaje, en algunas regiones de Asia.

—La antigua vida de las tribus ya no existe. Se extinguió con rapidez, cuando las naciones africanas de la ONU pretendieron introducir cambios políticos en Australia. Y con frecuencia esta acción adoptó aspectos muy poco correctos…, pues yo me considero ante todo australiano, y aborigen en segundo lugar. Pero debo reconocer que mis compatriotas de raza blanca demostraron a menudo una estupidez supina; y no era para menos, al pensar que los estúpidos éramos nosotros. Figúrese usted que, muy avanzado el siglo pasado, aún había muchos de ellos que nos consideraban salvajes de la Edad de Piedra. Nuestra técnica, desde luego, era del Paleolítico…, pero nosotros no pertenecíamos a la prehistoria.[1]

Esta discusión, que se desarrollaba bajo la superficie de la Luna, cerca de un modo de vida tan distante en el tiempo del espacio, no parecía nada incongruente a Pat. Era preciso que él y McKenzie mataran el tiempo como pudiesen, vigilando asimismo a sus veinte compañeros inconscientes y combatiendo el sueño durante cinco horas más por lo menos. Y una de las mejores maneras de matar el tiempo consistía en charlar.

—Si las personas de su raza no eran salvajes de la Edad de Piedra, doctor, y, desde luego, reconozco que usted no lo es, ¿cómo es posible que a los blancos se les ocurriera una idea tan peregrina?

—Por pura estupidez, basándose en ideas preconcebidas. Es fácil suponer que si un hombre no sabe contar, leer o hablar correctamente el inglés, tiene que estar falto de inteligencia. Sin ir más lejos, puedo darle un ejemplo perfecto de mi propia familia. Mi abuelo, el primero que llevó el apellido McKenzie, vivió hasta ver el año 2000, pero jamás supo contar más allá de diez. Y su descripción de un eclipse de Luna se reducía a estas sencillas palabras: «Quinqué perteneciente Jesucristo apagado todo».

»Y ahora yo soy capaz de tratar las situaciones diferenciales del movimiento orbital de la Luna, pero no pretendo en modo alguno ser más inteligente que mi abuelo. Si hubiese vivido en otra época, tal vez hubiera sido mejor físico que yo. Recibimos una educación diferente, eso es todo. Mi abuelo nunca aprendió a contar, como yo no he aprendido a mantener una familia en el desierto, tarea que también exigía mucha habilidad y dejaba muy poco tiempo libre.

—Es posible que así sea —comentó Pat, pensativo— y que tal vez podríamos aprovechar ahora los conocimientos de su abuelo. En realidad, nosotros también intentamos lo mismo…, sobrevivir en un desierto.

—Hasta cierto punto, sí, aunque no creo que un bumerang o el arte de encender fuego con un bastón pudiesen sernos de mucha utilidad. Tal vez podríamos utilizar la magia…, pero mis conocimientos en la materia son más bien escasos. Y dudo que los viejos dioses de mi tribu quisieran abandonar la Tierra de Arnhem para venir en nuestra ayuda.

—¿No ha lamentado alguna vez —preguntó Pat— que su pueblo haya tenido que renunciar a sus costumbres?

—¿Cómo podría lamentarlo? Apenas conozco tales costumbres. Nací en Brisbane y aprendí a utilizar una calculadora electrónica digital incluso antes de haber visto un corrobore.

—¿Un qué?

—Es una danza religiosa que se practica en las tribus…, pero la mitad de los que participaban en ella preparaban la licenciatura en Etnología. No me hago ilusiones románticas acerca de la vida sencilla y el noble salvaje. Mis antepasados eran hombres magníficos y no me avergüenzo de ellos, pero la geografía los encerró en un callejón sin salida. La lucha que tuvieron que librar para subsistir no les dejó energías sobrantes para crear una civilización. Pese a todo, fue una suerte que los blancos se estableciesen en Australia…, aunque a veces nos vendiesen harina envenenada para quedarse con nuestras tierras.

—¿Llegaron a hacer eso?

—Así como suena. Pero ¿por qué se sorprende? Eso sucedió más de cien años antes de Belsen.[2]

Pat meditó en lo que había oído durante unos instantes. Después consultó su reloj y dijo, con clara expresión de alivio:

—Tengo que llamar de nuevo a la Base. Pero antes, veamos cómo siguen los pasajeros.