Cuando Tom Lawson se despertó en aquel cuarto de hotel desconocido, no sabía dónde estaba y casi no sabía tampoco quién era. El hecho que tuviese cierto peso le recordó que ya no se hallaba en Lagrange II. Pero no pesaba aún lo suficiente para encontrarse en la Tierra. Así, entonces, no soñaba: estaba en la Luna, y su espeluznante paseo por el mar de la Sed había sido una realidad.
Y también había sido verdad que, gracias a él, el Selene había sido localizado.
Veintidós seres humanos podían salvarse, gracias a su habilidad técnica y a su ciencia.
Después de todas las decepciones y frustraciones, los sueños de gloria de su adolescencia parecían ir en camino de realizarse. El mundo tendría que pedirle perdón por su indiferencia y abandono.
El hecho que la sociedad le hubiese dado una instrucción que, un siglo antes, sólo una reducida minoría podía poseer, no atenuaba en absoluto la aversión que Tom Lawson sentía contra él. En su época, aquella enseñanza era normal y todo el mundo se beneficiaba de ella. Los niños recibían sin excepciones una educación de acuerdo con su inteligencia y facultades. La civilización necesitaba, para subsistir, de todas las aptitudes y vocaciones, y cualquier otra política pedagógica hubiera sido un suicidio. Tom Lawson no agradecía a la sociedad que le hubiese proporcionado los medios de procurarse su título de doctor en Ciencias, pues no había hecho más que actuar en su propio interés.
Sin embargo, aquella mañana no sentía la amargura de costumbre ni consideraba con su cinismo de siempre a los demás seres humanos. El éxito y el reconocimiento del mismo son grandes emolientes y él se hallaba en camino de alcanzar ambas cosas. Pero esto aún no era todo. Había podido entrever una satisfacción aún más profunda. Cuando se hallaba en el esquí para polvo número 2, y cuando el pánico y la incertidumbre estaban a punto de dominarlo, su alma entró en contacto con la de otro ser humano y trabajó en un acuerdo perfecto con un hombre cuyo valor y competencia podía respetar.
Fue un contacto bastante fugaz y, como tantos otros en el pasado, quizá no le llevaría a ninguna parte. Pero en el fondo de su alma confiaba en que no fuese así y que a partir de aquel día ya podría tener la seguridad respecto a que no todos los hombres son egoístas, pérfidos y mezquinos. Tom no podía renegar de su infancia, que lo había abarcado como hizo con Charles Dickens. El célebre novelista inglés, pese al triunfo y a la fama que consiguió alcanzar, tampoco podía huir de las sombras proyectadas por la siniestra tintorería que ennegreció, metafórica y literalmente, su triste adolescencia. Pero el joven astrónomo acababa de empezar de nuevo…, aunque tenía que recorrer aún mucho camino para convertirse en un representante normal y equilibrado de la especie humana.
Después de tomar una ducha y asearse, advirtió la nota que Spenser le había dejado sobre la mesa:
«Instálese como si estuviese en su casa. He tenido que irme precipitadamente. Mi colega Mike Graham me reemplazará. Llámele al 3443 cuando se despierte».
«Me resultaría imposible llamarle antes que me despierte», pensó Tom, cuyo espíritu excesivamente lógico se complacía en poner de manifiesto estos pequeños errores de lenguaje. Pero resistiendo heroicamente al deseo de pedir el desayuno, hizo lo que Spenser le indicaba.
Cuando le pusieron con Mike Graham, supo que había dormido durante seis horas cruciales en la historia de Puerto Roris, que Spenser había despegado en el Auriga rumbo al mar de la Sed, y que la ciudad rebosaba de reporteros venidos de todos los rincones de la Luna…, principalmente con el deseo de entrevistar al doctor Lawson.
—No se mueva de donde está —dijo Graham, cuyo nombre y voz le resultaban vagamente familiares a Tom; tal vez lo vio en aquellas raras ocasiones en que ponía la televisión lunar—. Estaré ahí dentro de cinco minutos.
—Me muero de hambre —protestó el astrónomo.
—Llame a conserjería y pida lo que desee… Nosotros correremos con todos sus gastos, naturalmente. Pero no salga de sus habitaciones.
A Tom no le molestó que le tratasen de aquella manera más bien autoritaria. Después de todo, aquello significaba que se había convertido en un personaje importante. Le molestó mucho más ver llegar a Mike Graham antes que el desayuno que había encargado. Pero esto ya era de esperar en Puerto Roris.
Así, entonces, fue un astrónomo hambriento quien se enfrentó con la pequeña telecámara de Mike y trató de explicar —sólo para doscientos millones de telespectadores— cómo consiguió localizar al Selene.
Gracias a la transformación que el hambre y sus recientes aventuras habían operado en él, hizo un relato de primer orden. Si, pocos días antes, un reportero hubiese conseguido arrastrar a Lawson ante la cámara tomavistas para que le explicara la técnica de la detección mediante rayos infrarrojos, los telespectadores se hubieran sentido humillados por la suficiencia y el tono despectivo con que Tom hubiera expuesto sus conocimientos científicos. El joven astrónomo se hubiera enzarzado en una disquisición llena de tecnicismos y sembrada de expresiones agrias como eficiencia cuántica, radiación del cuerpo negro y sensibilidad espectral, que hubiera convencido a su auditorio de lo abstruso del tema (lo cual era verdad) y completamente imposible de comprender para un profano (lo cual era completamente falso).
Pero entonces Tom, midiendo cuidadosamente sus palabras y demostrando una paciencia ejemplar —pese a los gritos que surgían de su estómago—, respondió a las preguntas de Mike Graham en términos que la mayoría de telespectadores podían entender. Aquello constituyó una revelación para el mundo profesional de los astrónomos, en el que Tom tenía fama de sujeto arisco e intratable.
En Lagrange II, el profesor Kotelnikov resumió los sentimientos de sus colegas, cuando, al fin de la emisión, hizo este elogio final de Tom:
—Francamente —manifestó con tono de incredulidad y extrañeza—, no lo reconozco.
Fue una verdadera hazaña acomodar a seis hombres en la compuerta de entrada del Selene, pero Pat Harris les hizo ver que era el único sitio de la nave donde podían celebrar una reunión privada. Los demás pasajeros ya se preguntaban sin duda qué ocurría. No tardarían en saberlo.
Cuando Hansteen terminó de hablar, sus auditores mostraron una comprensible preocupación en sus semblantes, pero no excesiva sorpresa. Eran hombres inteligentes, y debieron haber adivinado que esto iba a ocurrir.
—He querido decírselo primero a ustedes —les explicó el comodoro— porque el capitán Harris y yo sabemos que poseen ustedes la suficiente serenidad para no impresionarse, junto con la energía necesaria para ayudarnos si es preciso. Ojalá que esto no sea necesario, pero pueden producirse algunos incidentes desagradables cuando yo lo anuncie a todo el mundo.
—Y si se producen, ¿qué haremos? —preguntó Harding.
—Si alguien adopta una actitud peturbadora, habrá que reducirlo por la fuerza —repuso tajante el comodoro—. Pero procuren tener un aire natural al regresar a la cabina. No den la impresión que van a suceder cosas anormales. Sobre todo, calma. Debemos evitar que surja el pánico y ahogarlo inmediatamente si se produce.
—¿No cree usted —dijo el doctor McKenzie— que valdría la pena enviar un aviso al exterior, a modo de último mensaje?
—Ya hemos pensado en eso, pero nos haría perder tiempo y produciría un efecto deplorable sobre los pasajeros. Hay que hacer lo que les digo con la mayor rapidez posible. Cuanto antes lo hagamos, mejor, y mayor probabilidad tendremos de salir con vida.
—¿Pero cree usted de verdad que tenemos alguna? —preguntó Barrett.
—Sí —respondió Hansteen—, pero prefiero no concretar demasiado. ¿No hay más preguntas? ¿Bryan? ¿Johanson? Muy bien…, marchémonos.
Al entrar en la cabina para ocupar sus puestos, notaron que los demás pasajeros los miraban con curiosidad y creciente alarma. Hansteen no quiso mantenerlos en suspenso por más tiempo:
—Debo darles una noticia grave —dijo, hablando con mucha lentitud—. Todos ustedes habrán advertido ciertas dificultades para respirar y varios se han quejado ya de dolores de cabeza. Mucho me temo que sea a causa del aire. Aunque tenemos oxígeno de sobra, no podemos eliminar el anhídrido carbónico que exhalamos y que se acumula en el interior de la cabina. No sabemos a ciencia cierta cuál es la causa de ello. Yo supongo que el calor ha inutilizado los absorbentes químicos. Pero la explicación poco importa, porque nada podemos hacer. —Tuvo que detenerse y aspirar profundamente antes de continuar—. Por tanto, tendremos que afrontar esta situación. Las dificultades respiratorias aumentarán y, con ella, los dolores de cabeza. No trataré de engañarles. La partida de socorro no podrá llegar hasta nosotros antes de seis horas y nos será imposible esperar tanto.
Uno de los pasajeros soltó un suspiro de angustia; Hansteen se abstuvo de mirar quién lo había lanzado. Un momento después, la señora Schuster lanzó un sonoro ronquido. En otras circunstancias, aquello hubiera provocado la hilaridad general, pero no entonces. La señora Schuster había tenido la suerte de quedarse dormida, sumiéndose en una apacible, aunque no silenciosa, inconsciencia.
El comodoro volvió a llenar de aire sus pulmones; resultaba fatigoso hablar tanto.
—Si no hubiera podido ofrecerles algunas esperanzas —prosiguió—, no hubiera dicho nada. Pero contamos con una sola probabilidad favorable y debemos utilizarla cuanto antes. No es muy agradable, pero cualquier otra alternativa es peor. Señorita Wilkins…, por favor, alcánceme los tubos somníferos.
Reinó un silencio de muerte, que ni siquiera interrumpió la señora Schuster, mientras la azafata entregaba una cajita metálica a Hansteen, quien la abrió para mostrar un cilindro blanco de forma y tamaño parecidos a un cigarrillo.
—Ustedes saben, probablemente —prosiguió—, que todos los vehículos espaciales están legalmente obligados a llevarlos en sus botiquines. Son indoloros y les dejarán dormidos durante diez horas, que será el tiempo necesario para evitar la muerte, pues el ritmo de la respiración humana disminuye a menos de la mitad cuando se está inconsciente. De esta forma el aire nos durará el doble que si estuviésemos despiertos.
Ese tiempo será suficiente, según espero, para que nos lleguen los auxilios desde Puerto Roris. Ahora bien, es indispensable que por lo menos una persona permanezca despierta, a fin de mantener el contacto con la partida de salvamento, y, para mayor seguridad, deben ser dos. Evidentemente, uno de ellos tiene que ser el capitán.
—Y supongo que el otro deberá ser usted —preguntó una voz ya demasiado conocida.
—Sinceramente, me da usted mucha pena, señorita Morley —dijo Hansteen, sin el menor indicio de resentimiento—, pero con el fin de eliminar cualquier posible recelo…
Antes que nadie comprendiera lo que sucedía, apretó el cilindro contra su antebrazo.
—Espero verles a todos dentro de diez horas.
Pronunció las palabras con lentitud, pero con toda claridad, mientras se dirigía al asiento más próximo. Apenas lo alcanzó, se desplomó en él sin conocimiento.
«La responsabilidad es ahora tuya por entero», se dijo Pat a sí mismo, al tiempo que se ponía de pie. Un instante le pasó por la mente la idea de propinar a la señorita Morley el correctivo verbal que merecía. Sin embargo, eso disminuiría el efecto de la digna actitud del comodoro y se limitó a declarar en voz baja y firme:
—Soy el capitán y se hará lo que yo ordene.
—Yo no —replicó la irreductible señorita Morley—. He pagado mi billete y tengo derechos que deben ser respetados. No me pondré esa inyección.
La terrible solterona resultaba verdaderamente insoportable, pero Pat se vio obligado a reconocer que tenía arrestos. En un abrir y cerrar de ojos entrevió la pesadilla que sería para él la presencia de aquella mujer, en las diez horas que se avecinaban. Diez horas a solas con la señorita Morley, sin nadie más con quien hablar…
Miró de soslayo a los cinco hombres encargados de mantener la disciplina. El más próximo a la señorita Morley era Robert Bryan, el ingeniero civil de Jamaica. Bryan parecía dispuesto a entrar en acción, pero Pat aún esperaba que podrían evitarse violencias.
—Yo no discuto sus derechos —dijo—, pero si se molesta en consultar lo que está escrito al dorso de su billete, verá que, en caso de apuro, yo tengo la responsabilidad absoluta de lo que ocurra en el barco. Además, lo que le pido es por su propio bien y para que esté mejor. Yo preferiría mucho más estar dormido que despierto, mientras esperamos la llegada del equipo de socorro.
—Yo también soy del mismo parecer —dijo el profesor Jayawardene de modo inesperado—. Como ha dicho el comodoro, así economizaremos aire. Es nuestra única probabilidad de salvación. Señorita Wilkins…, ¿quiere usted darme una de esas ampollas?
La tranquila lógica de aquellas palabras tuvo por efecto provocar una disminución en la temperatura emocional, mientras el profesor se hundía suave y apaciblemente en la inconsciencia.
«Con éste ya van dos —pensó Pat—. Aún quedan dieciocho…»
—No perdamos más tiempo —dijo en voz alta—. Como ustedes ven, estas inyecciones son totalmente indoloras. Hay una minúscula aguja hipodérmica en cada cilindro y el efecto es menor que el que produciría un alfiler.
Sue Wilkins ya distribuía los tubitos de aspecto inofensivo que varios pasajeros utilizaron inmediatamente. El abogado Irving Schuster, con una conmovedora ternura y cierta vacilación, puso él mismo la inyección a su dormida esposa. Después le llegó el turno al enigmático señor Radley. Quedaban todavía quince. ¿Quién sería el siguiente?
Sue se aproximó a la señorita Morley, preocupada con la idea que ésta seguía empeñada en provocar un conflicto. No se equivocó.
—Ya he dicho claramente que no utilizaré esto.
Robert Bryan se movió imperceptiblemente en su dirección…, pero la voz seca y precisa, con un leve tono sardónico, del inglés David Barrett, fue el tiro que dio en el blanco.
—Lo que realmente preocupa a esa señorita, capitán —dijo, encantado de la ocasión que se le presentaba de clavar aquella estaca—, es la posibilidad a que usted se aproveche de ella mientras esté inconsciente.
Durante unos segundos, la señorita Morley se quedó sin habla a causa de la cólera, mientras sus mejillas se ponían rojas como la grana.
—Nunca he sido insultada de ese modo en toda mi vida… —balbuceó.
—Ni yo tampoco, señorita —repuso Pat, acabando de desmoralizarla.
La mujer miró a su alrededor y vio los rostros de los demás fijos en ella, algunos sonrientes a pesar de la solemnidad del momento, y comprendió que no tenía escapatoria.
Al verla caer dormida sobre el respaldo de su asiento, Pat lanzó un profundo suspiro de alivio. Salvado aquel obstáculo, lo restante sería fácil.
Entonces vio que la señora Williams, cuyo cumpleaños se había celebrado de manera más bien espartana sólo hacía unas horas, contemplaba con una especie de terror helado el pequeño cilindro que tenía en la mano. La pobre señora parecía estar completamente aterrorizada y nadie hubiera podido censurarla por ello. En la butaca contigua, su marido ya dormía beatíficamente. Pat se dijo que no fue muy galante de haberse puesto primero la inyección, para dejar que su esposa se las compusiera sola.
Antes que pudiera hacer algo, Sue se adelantó.
—Disculpe, señora Williams —dijo—. Me he equivocado… Le he dado una ampolla vacía. ¿Quiere devolvérmela, por favor?
La joven actuó con tal rapidez, que pareció la treta de un prestidigitador. Sue tomó —o pareció que tomaba— el tubo de manos de la señora, pero al hacerlo lo acercó de pronto al brazo de la señora Williams, quien no tuvo tiempo de comprender lo que sucedía. Se desplomó instantáneamente y quedó dormida al lado de su marido.
Más de la mitad de los pasajeros ya se hallaban inconscientes. «Al fin y a la postre —se dijo Pat—, todo ha ido bastante bien. El comodoro Hansteen se mostró demasiado pesimista; las fuerzas del orden público no tuvieron que intervenir».
Pero de pronto, y con ligera desazón, observó algo que contradecía aquella buena impresión. Como ya era de esperar, el comodoro había dado en el clavo, como siempre.
Pues parecía que la señorita Morley no iba a ser la única persona que plantearía dificultades…
Hacía al menos dos años que Lawrence no penetraba en un iglú, que así llamaban en la Luna a las tiendas de caucho plegables.
Tuvo una época, cuando no era más que un joven ingeniero dedicado a la construcción, que sólo se empleaban pequeñas estructuras de paredes rígidas. Pero desde entonces se habían realizado grandes progresos, por supuesto. Era una cosa bastante normal, en aquella época, vivir en una morada que, una vez plegada, cabía en una maleta de tamaño corriente.
El modelo que iban a utilizar entonces era de los más recientes, una Goodyear tipo XX, y en ella podían mantenerse indefinidamente seis hombres, siempre que tuvieran provisión de oxígeno, alimentos, agua y energía eléctrica. Estaba dotada de todo lo necesario, y hasta se había pensado en los medios de entretener el tiempo, pues tenía montados en la pared circular una pequeña biblioteca, un tocadiscos y un televisor. En un espacio pequeño y cerrado, el hastío podía llegar a ser un enemigo mortal y, aunque tardara más tiempo en causar efecto que un escape de aire, era tan peligroso como él y a veces más difícil de vencer.
Lawrence se agachó para penetrar por la compuerta neumática de entrada. Recordó que en los modelos antiguos había que entrar a gatas. Esperó que se encendiese la señal indicando que la presión se había igualado y después entró en la pieza principal de forma hemisférica.
Se tenía la impresión de estar dentro de un globo. En realidad, esto es lo que era.
Desde donde se hallaba, Lawrence sólo podía ver parte del interior, pues éste podía dividirse en varios compartimientos por medio de mamparas movibles. (Esto era otro refinamiento moderno, pues en sus tiempos, la única intimidad posible estaba proporcionada por la cortina que ocultaba el retrete.) A tres metros de altura estaba la iluminación y la rejilla del aire acondicionado, todo ello suspendido del techo por una red elástica. Arrimadas a la pared curvada se veían bandejas de metal móviles, montadas en parte. Al lado opuesto de la mampara más próxima se oía una voz que revisaba un inventario. Después de enumerar cada artículo, otra voz decía «de acuerdo».
Lawrence rodeó la mampara y se encontró en el dormitorio del iglú. Del mismo modo que los estanques arrimados a las paredes, las literas superpuestas no estaban montadas del todo; por el momento bastaba con comprobar que todas sus piezas estaban allí. Una vez que hubiese pasado lista, todo sería embalado y expedido al lugar del siniestro.
Lawrence no interrumpió a los dos encargados del almacén, mientras continuaban haciendo un cuidadoso inventario de todo. Aquél era uno de tantos trabajos tediosos pero de importancia vital que había que realizar en la Luna, pues de él podían depender más tarde muchas vidas humanas. Un error cometido en aquellos momentos podía significar una sentencia de muerte para alguien, tarde o temprano.
Cuando llegaron al final de una hoja, Lawrence preguntó:
—¿Es éste el modelo más grande que tienen en existencia?
—El más grande utilizable —le respondieron—. Existe un tipo XIX para doce hombres, pero tiene un pequeño escape en el envoltorio exterior que tiene que repararse.
—¿Y tardarían mucho en hacerlo?
—Sólo unos minutos, pero luego habría que hacer la prueba de inflación durante doce horas, antes que podamos autorizar su salida.
Aquélla era una de las ocasiones en que las reglas debían ser infringidas.
—No podemos aguardar la prueba completa. Pongan en esa otra un parche doble y calculen la filtración. Si está dentro del margen de tolerancia, prepárenla para despacharla en seguida. Yo autorizaré la salida.
El riesgo era ínfimo y había que preparar de algún modo refugio y aire para las veintidós personas aisladas en el mar de la Sed. No habría trajes espaciales para que todos pudieran utilizarlos para salir del Selene y llegar hasta Puerto Roris.
Lawrence percibió un leve piar en el audífono que tenía detrás de la oreja izquierda e hizo girar la llavecita en el cinturón:
—Ingeniero jefe al habla.
—Un mensaje del Selene, señor —dijo una voz débil, pero clara—. Muy urgente. Están en peligro.