El administrador en jefe Olsen sólo muy raramente hacía declaraciones públicas.
Prefería gobernar la Luna de un modo tranquilo y eficiente, permaneciendo siempre entre bastidores y dejando que otros individuos, más amables y expansivos —como Davis, el director del Turismo— se las entendieran con los representantes de las agencias periodísticas. Sus raras apariciones, por lo tanto, aún resultaban más impresionantes…, lo cual estaba perfectamente de acuerdo con sus planes.
Aunque millones de personas lo contemplaban por la pantalla de la televisión, los veintidós seres humanos a quienes en realidad se dirigía no podían verle, porque no se creyó necesario instalar la televisión a bordo del Selene. Pero la voz de Olsen ya resultaba suficientemente tranquilizadora y les decía todo cuanto los sepultados querían saber:
—Pasajeros y tripulantes del Selene —empezó a decir—. Me dirijo a ustedes para informarles que todos los recursos de la Luna han sido movilizados para ir en vuestra ayuda. La plana mayor científica y técnica de mi administración trabaja durante las veinticuatro horas del día para sacaros de vuestro encierro.
»El señor Lawrence, nuestro ingeniero jefe para el hemisferio de la Luna vuelto hacia la Tierra, dirige las operaciones de rescate, y tengo una confianza ilimitada en su capacidad.
Se encuentra ahora en Puerto Roris, donde se reúne el equipo especial necesario para efectuar la operación. Hemos decidido (estoy seguro que estarán de acuerdo conmigo) que lo más urgente es asegurarnos del hecho que no les falte la provisión de oxígeno.
Para ello, nos proponemos hundir varias tuberías hasta donde ustedes están, tarea relativamente rápida y sencilla, y después les enviaremos oxígeno por ellas, e incluso alimentos y agua si fuese necesario. Por lo tanto, cuando estas tuberías estén instaladas, ya no tendrán que preocuparse en absoluto, aunque tardemos un poco en llegar hasta ustedes y sacarles del Selene. Pero estarán allí muy seguros y les bastará con tener un poco más de paciencia.
»Voy a terminar y a dejarles este circuito, para que puedan continuar enviando mensajes a vuestros familiares y amigos. Lamento muchísimo las molestias y sinsabores que han tenido que soportar, pero todo esto ha terminado y dentro de un día o dos estarán con nosotros. Buena suerte.
Cuando Olsen terminó de hablar, se produjo una explosión de alegres exclamaciones y conversaciones animadas a bordo del Selene. El pequeño discurso produjo exactamente el efecto que él se había propuesto: los pasajeros ya pensaban en el accidente como en una aventura que les daría tema de conversación para el resto de sus días.
Pat Harris era el único que no parecía estar contento.
—Hubiera preferido —dijo al comodoro Hansteen— que el administrador en jefe no se hubiese mostrado tan confiado. Esta clase de observaciones, en la Luna, son como tentar al destino.
—Comprendo perfectamente cuáles son sus sentimientos —le respondió el comodoro—. Pero no podemos censurarle… En primer lugar, lo ha hecho para que nuestra moral no decayese.
—Oh, nuestra moral es excelente…, sobre todo desde que podemos hablar con nuestros parientes y amigos.
—A propósito de correspondencia con el exterior: ¿No ha observado usted que sólo hay un pasajero que no ha enviado ni recibido mensajes? Y lo que es más, no parece mostrar el menor interés por hacerlo.
—¿A quién se refiere?
Hansteen aún bajó más la voz.
—Al neozelandés… Radley. Está sentado tranquilamente en aquel rincón. No sé por qué, pero esto me preocupa.
—Quizá el pobre hombre no tenga a nadie en la Tierra a quien desee telegrafiar.
—Un hombre que puede permitirse el lujo de efectuar un viaje a la Luna, debe tener forzosamente algunos amigos —observó Hansteen.
Después una sonrisa casi infantil cruzó fugazmente su cara, suavizando sus arrugas y patas de gallo.
—Lo que voy a decir le parecerá un poco cínico —prosiguió—. Pero no lo interprete así. Creo que no debemos perder de vista a ese señor Radley.
—¿Le ha dicho usted algo a Sue…, perdón, a la señorita Wilkins?
—Fue precisamente ella quien me lo hizo observar.
«Hubiera debido adivinarlo —se dijo Pat con admiración—. Apenas nada se le escapa».
Al saber que ante él ya se extendía un futuro, Pat empezó a pensar muy en serio en Sue…, y en lo que ésta le había dicho. El joven había estado enamorado de cinco o seis muchachas —o al menos así lo hubiera jurado cada vez—, pero esta vez se trataba de algo distinto. Conocía a Sue desde hacía más de un año y desde el primer día ella lo atrajo, pero hasta entonces sus sentimientos no se habían concretado en nada positivo.
Y ella, ¿qué sentimientos exteriorizaba hacia él? ¿Lamentaba aquel instante de pasión que ambos vivieron en la compuerta de entrada, o bien no le concedía la menor importancia?
Ella podía fingir —y él también, en realidad— que lo que había sucedido allí entre los dos ya no contaba…, no había sido más que un breve escarceo entre un hombre y una mujer que en aquellos momentos sólo creían contar con muy pocas horas de vida. No fueron ellos mismos en aquel instante…
Pero ¿y si de verdad lo hubiesen sido? ¿Y si hubiesen sido el verdadero Pat Harris y la verdadera Susan Wilkins, que por último abandonaron su disfraz, bajo la tensión y la angustia de los últimos días? Pat se preguntó cómo podía saberlo, pero, incluso mientras se lo preguntaba, comprendió que sólo el tiempo le daría la respuesta. ¡Ah, si existiese un «test» científico para saber cuándo se está enamorado! Pero este «test» no existía…, o al menos, Pat no lo conocía aún.
El polvo que lamía el muelle —si el lector nos permite que empleemos esta expresión— del que había zarpado el Selene hacía cuatro días, sólo tenía dos metros de profundidad, mas para la experiencia que se iba a realizar, era más que suficiente. Si el equipo construido a toda prisa daba buen resultado allí, también daría buen resultado en alta mar.
Lawrence, apostado en el interior del edificio portuario, observaba por la ventana cómo sus ayudantes, enfundados en trajes espaciales, montaban las diversas piezas metálicas.
La plataforma estaba formada, como casi todo lo que se construía en la Luna, con planchas y barras de aluminio. La escasa gravedad y la ausencia total de corrosión (e incluso de cualquier efecto atmosférico, con sus vientos, lluvias y heladas imprevistas) hacían de la Luna, en opinión de Lawrence, el paraíso de los ingenieros, suprimiendo toda una serie de problemas que complicaban las obras en la Tierra. Pero, en cambio, la Luna presentaba sus complicaciones particulares: por ejemplo, las noches con temperaturas de 130 grados bajo cero, y el polvo contra el cual debían luchar en aquel momento.
La liviana armazón de la balsa descansaba sobre una docena de grandes tambores metálicos sobre los que podían leerse en enormes letras las palabras: «Alcohol etílico. Se ruega devolver los depósitos vacíos al Centro de Envío número 3, Copérnico». En aquel momento, los tambores sólo contenían una gran proporción de vacío. Cada uno de ellos podía sostener sin hundirse un peso de dos toneladas lunares.
La balsa adquiría forma con rapidez. Lawrence se dijo que debía asegurarse que en ella hubiesen suficientes pernos y tuercas de recambio; había visto caer por lo menos a seis en el polvo, en el que desaparecieron al instante. ¡Zas! Ahora se les había caído una llave inglesa. Ordenaría que todas las herramientas se atasen firmemente a la balsa incluso mientras las utilizaban, por molesto que esto resultase.
La labor de montaje duró quince minutos…, lo cual no estaba mal, teniendo en cuenta que los operarios que la realizaban trabajaban en el vacío y enfundados en sus engorrosas escafandras. La balsa podía extenderse en cualquier dirección, pero tal como estaba bastaría para iniciar las operaciones. Aquella sola sección ya bastaba para sostener más de veinte toneladas y aún necesitarían algún tiempo para descargar todo el material que transportaban en el lugar del siniestro.
Satisfecho del giro que tomaban las cosas por el momento, Lawrence salió del edificio del puerto mientras sus ayudantes desmontaban la balsa. Cinco minutos después (ésta era una de las ventajas de Puerto Roris, pues en cinco minutos se podía ir de cualquier sitio de la ciudad a cualquier otro), estaba en el depósito del material técnico.
Lo que allí vio ya no le pareció tan satisfactorio.
Sobre un par de caballetes descansaba un duplicado de dos metros cuadrados del techo del Selene…, copia exacta del auténtico y hecho con los mismos materiales. Sólo faltaba la plancha exterior, de un producto aluminizado y que formaba una pantalla protectora contra la radiación solar. Pero era tan fino y poco resistente, que no influiría en la prueba que entonces estaba realizando.
El experimento era de una simplicidad casi infantil. Para efectuarlo sólo se requerían tres elementos: un pie de cabra, un martillo y un ingeniero que, por el momento, había visto frustrados sus esfuerzos violentos de hacer penetrar la barra a través del techo a martillazos.
No había que tener grandes conocimientos de las condiciones lunares para comprender inmediatamente la causa de aquel fracaso. El martillo, por supuesto, sólo tenía un sexto del peso que hubiera tenido en la Tierra. Por consiguiente —y esto también era de toda evidencia—, sus efectos también eran seis veces menores.
Pero este razonamiento era completamente falso. Una de las cosas más difíciles de comprender para el profano es la diferencia que hay entre peso y masa. La incapacidad de comprender esta idea ha sido la causa de numerosos accidentes. El peso, en realidad, no es más que una característica arbitraria de los objetos, que cambia de un mundo a otro. En la Tierra, aquel martillo pesaría seis veces más que en la Luna. En el Sol, su peso sería casi doscientas veces mayor…, y en el espacio interplanetario no pesaría absolutamente nada.
Pero en los tres lugares citados, y en realidad en todo el universo, su masa —o su inercia— serían exactamente las mismas. El esfuerzo necesario para desplazarlo a determinada velocidad y el choque que produciría al golpear otro objeto, serían constantes en todo el espacio y en cualquier momento. En un asteroide casi desprovisto de gravedad, donde pesaría menos que una pluma, el martillo podría pulverizar una piedra igual que lo haría en la Tierra.
—¿Cuál es la dificultad? —preguntó Lawrence.
—El techo es demasiado elástico —explicó el ingeniero, secándose el sudor de la frente—. La palanca rebota cada vez que la golpeo.
—Ya comprendo. ¿Pero también sucederá lo mismo cuando empleemos un tubo de quince metros de largo, y contando con la idea representada por la presión del polvo que lo rodeará? Es posible que el polvo absorba el rebote.
—Tal vez. Pero mire esto.
Ambos se arrodillaron ante la sección de techo e inspeccionaron su parte inferior. En ellas habían trazado varias líneas con tiza para indicar la situación de los conductores eléctricos, que había que evitar a toda costa.
—Esta fibra de vidrio es tan dura, que es imposible perforarla limpiamente. Cuando cede, forma astillas y desgarraduras. Mire…, ya ha empezado a estrellarse en el punto donde yo golpeaba. Me temo que si utilizamos este procedimiento rústico, resquebrajaremos el techo.
—No podemos de ningún modo correr ese riesgo —dijo Lawrence, asintiendo—. Tiene usted razón. Habrá que dejar ese sistema. Si no podemos abrir un agujero a martillazos, tendremos que emplear una fresa que fijaremos al extremo del tubo, atornillada, para que puedan quitarla con facilidad desde el interior de la nave. ¿Cómo está el resto de la tubería?
—Está casi a punto…, utilizamos equipo normal. Creo que habremos terminado dentro de dos o tres horas.
—Volveré dentro de dos —dijo Lawrence sin añadir, como otros hubieran hecho: «Y para entonces, esto tiene que estar terminado».
Sabía que el personal hacía todo cuanto podía, sin que fuese necesario dar prisas o ir con súplicas a sus hombres, técnicos ejercitados y muy expertos, acostumbrados a dar un rendimiento superior al normal. Aquella clase de trabajo no podía hacerse con prisa ni impaciencia. El Selene aún tenía oxígeno para tres días, y dentro de pocas horas, si todo iba bien, el problema del oxígeno dejaría de serlo, lo cual permitiría que los pasajeros esperasen casi indefinidamente.
Por desgracia, las cosas no iban a ir bien ni mucho menos.
El comodoro Hansteen fue el primero en advertir el peligro lento e insidioso que empezaba a rondarles, pues ya se había enfrentado una vez con él llevando puesto un traje espacial defectuoso en Ganímedes…, incidente muy desagradable que no tenía ningún deseo de recordar, pero que nunca olvidó totalmente.
Después de cerciorarse del hecho que nadie podía oírles, le dijo a Pat:
—¿Ha notado usted alguna dificultad en la respiración?
Harris le miró sobresaltado.
—Ahora que usted lo menciona, sí. La atribuía al calor.
—Yo también, al principio, pero conozco estos síntomas…, sobre todo la aceleración del ritmo respiratorio. Empezamos a sufrir una intoxicación por el anhídrido carbónico residual.
—¡Pero eso es ridículo! Deberíamos estar bien durante tres días más por lo menos…, salvo que haya pasado algo con los purificadores de aire.
—Temo que así haya sido. ¿Qué sistema empleamos para libramos del CO2?
—Substancias químicas absorbentes. Es una instalación muy sencilla y de confianza, que siempre ha funcionado a las mil maravillas.
—Sí, pero nunca ha tenido que funcionar en las actuales circunstancias. Temo que el calor pueda haber alterado los productos químicos. ¿Hay algún medio de averiguarlo?
Pat movió negativamente la cabeza.
—No. La compuerta de acceso está del lado exterior.
—Susan, querida —dijo una voz cansada, que era casi imposible reconocer como la de la señora Schuster—, ¿tiene algo para la jaqueca?
—Si tiene algún calmante —agregó otro pasajero—, deme también a mí.
Pat y el comodoro se miraron preocupados. Los síntomas clásicos se presentaban con la misma precisión que en un texto de Medicina.
—¿De cuánto tiempo disponemos, según sus cálculos? —preguntó Pat en un murmullo.
—De tres a cuatro horas a lo sumo, y pasarán seis por lo menos hasta que Lawrence y sus hombres puedan llegar hasta aquí.
Fue en aquel momento cuando Pat comprendió, sin el menor asomo de duda, que estaba verdaderamente enamorado de Susan. Pues su primera reacción no fue la de temer por su propia vida, sino de cólera y pesar por el hecho que, después de haber soportado tanto juntos, ella fuese a morir cuando la salvación estaba próxima.