Capítulo 16

La opinión desfavorable que las comisiones merecían al ingeniero jefe Lawrence era de sobras conocida en la Luna. Pero consideraba muy útil el comité que él mismo había formado para asesorarle y del que él era presidente. Sus reuniones se efectuaban sin secretaria, sin orden del día y sin llevar actas de sus deliberaciones. Las operaciones de rescate estaban a su cargo, a menos que el administrador en jefe decidiera destituirlo…, lo cual sólo podía hacer obedeciendo a grandes presiones de la Tierra. Su comité asesor tenía por única finalidad proporcionarle ideas y conocimientos técnicos; era su consorcio de los cerebros particular.

Solamente seis de sus doce miembros asistían en persona a las reuniones; los demás estaban dispersos por la Luna, la Tierra y el espacio. El que se hallaba en postura más desventajosa era el experto en física del terreno, quien residía en la Tierra, ya que, debido a la velocidad finita de las ondas radioeléctricas, siempre llegaba con un segundo y medio de retraso…, y, cuando sus observaciones llegaban a la Luna, ya habían transcurrido casi tres segundos. Por consiguiente, le rogaron que tomase notas y se guardase sus comentarios hasta el final, interrumpiendo tan sólo cuando fuese absolutamente necesario. Como muchos habían podido comprobar a sus expensas, después de pedir conferencias telefónicas a la Luna, que eran carísimas, nada obstaculizaba más una animada discusión que aquella espera forzosa de tres segundos.

Cuando Lawrence contó con la presencia física —o en la pantalla— de todos los miembros de su comité, les dijo:

—En beneficio de los que no estaban enterados, voy a decirles que la situación es ésta. El Selene se encuentra a quince metros de profundidad, en un plano horizontal. No ha sufrido averías y las veintidós personas que lo ocupan se hallan en excelente estado de ánimo, con oxígeno suficiente para noventa horas. Éste es el tiempo máximo del que disponemos. Aquí hay un modelo en escala a uno por veinte de la nave —e hizo girar lentamente la maqueta frente a la cámara—. Es como un autobús o un avión pequeño, con la diferencia que su sistema de propulsión tiene estas hélices especiales de paletas anchas y alerones variables. Nuestro gran problema, por supuesto, está representado por el polvo. Si alguno de ustedes no lo ha visto nunca, no podrá imaginarse de ningún modo cómo es. Las ideas que puedan haberse formado sobre la arena u otras sustancias terrestres parecidas no tienen aquí la menor vigencia. El polvo lunar se parece mucho más al líquido. Vean ustedes una muestra.

Lawrence tomó un largo cilindro vertical. Un tercio del mismo estaba lleno de una sustancia gris y amorfa. Lo inclinó, y la sustancia se puso en movimiento, más despacio que el agua, pero con más rapidez que lo hubiera hecho un jarabe. Necesitó varios segundos para readquirir su posición horizontal. Nadie hubiera podido adivinar, viendo aquella experiencia, que no se trataba de un fluido.

—Este cilindro está herméticamente cerrado —explicó Lawrence— y en su interior se ha hecho el vacío, a fin que el polvo se comporte de una manera normal (en la Luna, por supuesto). En el aire no se comportaría así. Sería mucho menos fluido y se comportaría como arena finísima o polvo de talco. Les advierto que es desde todo punto imposible crear una sustancia sintética que posea las propiedades de ésta. Han hecho falta miles de millones de años de desecación para producir el polvo lunar. Si desean efectuar algunos experimentos, les enviaremos todo el polvo lunar que deseen; como pueden suponer, es una materia prima de la que andamos muy sobrados.

»Pasemos ahora a otros puntos de interés. El Selene se halla a unos tres kilómetros del suelo firme más próximo, que son los montes Inaccesibles. Puede haber varios centenares de metros de polvo bajo él, aunque no lo sabemos con certeza, como tampoco podemos estar seguros del hecho que no se producirán nuevos desmoronamientos, si bien no lo creen probable los geólogos. Sólo es posible llegar allí con los esquíes especiales, de los cuales tenemos dos: estamos preparando el envío de un tercero desde la Cara Oculta. Son capaces de transportar o remolcar hasta cinco toneladas de suministros y el objeto más grande que es posible cargar en uno de ellos no debe exceder de dos toneladas, por lo cual no podremos llevar maquinaria pesada. Repito que disponemos de noventa horas solamente. ¿Se le ocurre a alguien un plan? Yo tengo algunas ideas, pero desearía primero conocer las de ustedes.

Reinó largo silencio mientras los miembros del comité, desperdigados en un espacio de un diámetro superior a los cuatrocientos mil kilómetros, unían sus diversas competencias para meditar sobre el problema.

El ingeniero jefe de la cara oculta fue el primero en hablar. Debía encontrarse entonces en un punto situado cerca de la estación Joliot-Curie.

—Temo que no podamos hacer nada dentro de ese plazo. Será necesario fabricar un equipo especial y eso llevará más tiempo. Por lo tanto, tendremos que tender una cañería para enviar aire al Selene. ¿Dónde está hecha la conexión?

—Detrás de la entrada principal, hacia popa. Sin embargo, no veo cómo se podría hacer llegar hasta allí una tubería metálica y acoplarla en medio del polvo.

Otro intervino:

—¿Por qué no conectar un tubo por el techo? O bien dos, el primero para bombear oxígeno y el otro para extraer el aire viciado.

—En realidad, actualmente tengo varios hombres trabajando en algo parecido —repuso Lawrence—. Otra pregunta que se plantea es la de si debemos tratar de levantar la nave con toda la gente dentro o sacar a los pasajeros uno por uno. En el Selene no hay más que un traje espacial.

—¿Podríamos hacer penetrar hasta la nave algo así como una caja de ascensor y acoplarla al compartimiento estanco? —preguntó uno de los especialistas.

—Es el mismo problema que se nos presenta con el conducto de aire y, en realidad, mayor, puesto que la conexión debería ser mucho más grande.

—¿Y si hiciéramos un tipo de ataguía suficientemente amplia para rodear toda la nave?

Tal vez podríamos introducirla hasta esa profundidad y después cavar y extraer el polvo.

—Necesitaríamos toneladas de placas y puntales; además, sería preciso cerrar bien el encofrado por debajo, pues, de lo contrario, volvería a invadirlo el polvo en cuanto extrajéramos el de arriba.

—¿No podríamos extraer el polvo con bombas? —preguntó otro.

—Sí, con el material apropiado. No podemos extraerlo por aspiración, naturalmente.

Hay que elevarlo a la superficie. Una bomba normal de achique no serviría de nada.

—Este polvo —gruñó el ingeniero adjunto de Puerto Roris— tiene las peores propiedades de los líquidos y los sólidos, sin ninguna de sus ventajas. No mana cuando se desea que lo haga ni se detiene cuando hace falta.

—¿Me permiten una observación? —dijo el padre Ferraro, que hablaba desde el observatorio de Platón—. La palabra «polvo» se presta a muchas confusiones. Lo que nosotros llamamos «polvo lunar» es una sustancia que no existe en la Tierra y que, por lo tanto, no tiene nombre en ningún idioma terrestre. Mi colega del Comité que me ha precedido en el uso de la palabra está completamente en lo cierto: a veces da la impresión que se trata de un líquido que no deja humedad, como el mercurio, por ejemplo, pero mucho más ligero, y otras veces parece un sólido más o menos pastoso, como el asfalto mineral…, con la sola diferencia que fluye mucho más de prisa.

—¿Y no existe un medio de estabilizar esta sustancia? —preguntó uno de los reunidos.

—Creo que esta pregunta pueden responderla mejor en la Tierra —dijo Lawrence—. ¿Quiere usted darnos su opinión, doctor Evans?

Hubo que esperar los tres segundos necesarios para que la pregunta llegase a su destino y la respuesta volviera a la Luna. Como siempre, estos segundos parecieron más largos de lo que eran en realidad. Acto seguido, la voz del físico se hizo oír, con tanta claridad como si se encontrase en la sala:

—Yo me había preguntado ya sobre ello. Acaso existan sustancias cohesivas orgánicas, como la cola, por ejemplo, que podrían coagular esta sustancia, para hacerla más manejable. Quizás el agua corriente serviría. ¿No lo han intentado?

—No, pero lo haremos —respondió Lawrence, tomando nota.

—¿Es magnética esa sustancia? —preguntó el representante de la Dirección de Tráfico.

—Pregunta muy acertada —asintió Lawrence—. ¿Qué dice usted, padre Ferraro? ¿Es magnético ese polvo?

—Ligeramente. Tengan en cuenta que contiene cierta cantidad de hierro meteórico.

Pero no creo que esto nos sirva de mucho. La creación de un campo magnético tendría por efecto atraer los elementos ferrosos, pero no afectaría al conjunto del polvo.

—De todos modos, lo intentaremos —dijo Lawrence, tomando otra nota.

Abrigaba la esperanza —débil, es cierto— que de aquella confrontación de inteligencias notables surgiría alguna idea luminosa, quizás absurda en apariencia, pero fundamentalmente sólida, que resolvería el problema. Problema que, ante todo era suyo, le gustase o no. Él era el responsable, a través de sus diversos delegados y departamentos, de todo el equipo técnico instalado en aquella cara de la Luna, y en particular cuando algo iba mal…

El representante de la Dirección del Tráfico tomó de nuevo la palabra para decir:

—Creo que nuestro principal quebradero de cabeza es el abastecimiento y transporte de materiales, puesto que cada pieza debe ser llevada en los esquíes, los cuales tardarán por lo menos dos horas en el viaje de ida y vuelta, y más todavía si remolcan una carga pesada. Antes de comenzar siquiera los trabajos, habrá que construir una especie de plataforma de operaciones, semejante a una balsa, que se pueda dejar en el sitio del hundimiento. Quizá se tarde un día para colocarla en la posición debida, a lo que debe añadirse el tiempo necesario para hacer llegar a ella todos los elementos de trabajo.

—Incluso un alojamiento temporal para los obreros —añadió alguien.

—En cuanto preparemos una balsa, podremos inflar una tienda de campaña impermeable.

—Mejor aún… Para eso, la balsa ni siquiera es necesaria, pues una tienda estanca flotaría sobre el mismo polvo.

—Volviendo a la balsa —intervino Lawrence—, para construirla necesitamos elementos sencillos y sólidos, prefabricados, que puedan montarse en el mismo lugar de la operación. ¿Alguien tiene alguna idea?

—¿Por qué no utilizar depósitos de combustible vacíos?

—Demasiado grandes y frágiles. Tal vez entre las reservas de material técnico encontraremos algo.

Así continuaron las deliberaciones del consorcio de los cerebros y Lawrence decidió concederle media hora más, tras de la cual decidiría personalmente su plan de acción.

No podía perderse el tiempo hablando cuando los minutos pasaban y varias vidas humanas estaban en juego. Sin embargo, poner en práctica un plan precipitado y mal preparado sería mucho peor, pues absorbería material y habilidad técnica que podían significar la diferencia entre el éxito y el fracaso.

A primera vista, la tarea parecía muy sencilla. El Selene se encontraba a menos de un centenar de kilómetros de una base bien equipada. Su posición se conocía con exactitud y sólo estaba a quince metros de profundidad bajo el polvo. Pero aquellos quince metros planteaban a Lawrence varios de los problemas más espinosos de toda su carrera de ingeniero.

Y esta carrera, como sabía muy bien, podía terminar en el momento más impensado, pues le resultaría muy difícil explicar su fracaso, si las veintidós personas aprisionadas a bordo del Selene no conseguían ser salvadas.

Fue una verdadera lástima que nadie pudiese presenciar el alunizaje del Auriga, pues el espectáculo era imponente. El aterrizaje o el despegue de una astronave es uno de los espectáculos más impresionantes creados por el hombre…, sin hablar, naturalmente, de algunos de los resultados más sensacionales conseguidos por los físicos nucleares al hacer estallar sus artefactos. Y cuando aquel espectáculo ocurría en la Luna, el movimiento retardado y en medio de un silencio sobrenatural, poseía un carácter tan fantástico, que quien lo viese una sola vez ya no lo olvidaría en su vida.

El capitán Anson pensó que no había motivo alguno para ahorrar propergoles, y más teniendo en cuenta que otros los pagaban. Los manuales de Astronáutica no habían previsto jamás la posibilidad que una astronave tuviese que efectuar un trayecto tan corto, verdaderamente irrisorio —¡sólo cien kilómetros!—, aunque a cualquier matemático le hubiera encantado determinar una trayectoria directa, basada en el cálculo de variables y que requiriese un consumo mínimo de combustible. Anson, sin embargo, prefirió despegar verticalmente para efectuar un trayecto de mil kilómetros (que además le permitiría aplicar tarifas espaciales, de acuerdo con lo que estipulaban las leyes interplanetarias, aunque ya hablaría de ello con Spenser más tarde) para descender también verticalmente, guiándose por el radar. Los cerebros electrónicos de la nave estaban sincronizados con el radar y ambos, a su vez, por el capitán Anson. Pero cada uno de estos tres elementos podía haber efectuado por sí solo la maniobra, sencilla y sin peligro, en realidad…, aunque no lo pareciese.

Y no se lo parecía, ciertamente, a Maurice Spenser, quien empezó a sentir la gran añoranza por las redondeadas y verdes colinas de la Tierra, cuando vio subir hacia él aquellas cumbres abruptas y desoladas. ¿Por qué se había metido en libros de caballería? Sin duda, existían medios más económicos de suicidarse…

El momento peor fue el de caída libre, entre períodos sucesivos de frenado. ¿Y si los retrocohetes fallasen de pronto y el vehículo continuase su caída hacia la Luna, acelerando de una manera lenta, pero fatal, hasta estrellarse contra la superficie? No se trataba de un temor estúpido o infantil, porque aquellas catástrofes habían ocurrido más de una vez.

Pero no le ocurriría al Auriga. Las espantosas llamaradas de los retrocohetes barrían las rocas con su soplo de fuego, lanzando hacia lo alto polvo y restos cósmicos que nada había turbado desde hacía millones de años. Por un momento, la nave se cernió en delicado equilibrio a unos centímetros del suelo, hasta que, como a regañadientes, las lanzas de llama que lo sostenían se hundieron en sus fundas. El trípode muy separado que formaba el tren de aterrizaje estableció contacto con el suelo, adaptándose instantáneamente a las irregularidades del terreno, mientras la astronave se balanceaba ligeramente durante un segundo, mientras los dispositivos amortiguadores neutralizaban la energía residual del impacto.

Por segunda vez en menos de veinticuatro horas, Maurice Spenser se había posado en la Luna. Muy pocos hombres podían jactarse de haber realizado otro tanto.

—Bien —le dijo el capitán Anson, levantándose de su puesto de pilotaje—. Espero que estará contento del panorama. Gozar de esta vista le ha costado una fortuna…, sin contar esas horas suplementarias que antes le mencioné. Según el Sindicato de Trabajadores del Espacio…

—¿No tiene usted alma, capitán? ¿Por qué atormentarme con tales insignificancias en este momento? Pero…, si puedo decirlo sin que usted me haga pagar otro suplemento…, permítame que le felicite por su magnífico alunizaje.

—Oh, esto forma parte de mi trabajo cotidiano —respondió el astronauta, satisfecho de todos modos por el cumplido—. A propósito, ¿quiere tener la bondad de firmar el cuaderno de bitácora, como comprobante de la hora del alunizaje?

—¿Para qué? —preguntó Spenser con suspicacia.

—Para que sirva de comprobante del hecho que le he traído a usted aquí. El diario de a bordo es un documento que aceptan y reconocen todos los tribunales.

—Me parece un poco anticuado eso de llevar todavía un diario de a bordo por escrito —observó Spenser—. Yo creía que en las astronaves todo se hacía actualmente por medios cibernéticos.

—Es una tradición de nuestro servicio —replicó Anson.

—Como es natural, la memoria electrónica de la nave funciona constantemente mientras viajamos por el espacio, y, gracias a ella, siempre resulta posible reconstruir el trayecto seguido. Pero sólo el cuaderno de bitácora que lleva el capitán recoge los pequeños detalles que impiden que un viaje sea idéntico a otro. Detalles como éste, por ejemplo: «Esta mañana una pasajera ha dado a luz dos mellizos», o bien: «Al dar las seis, hemos visto la constelación de la Ballena por estribor».

—Capitán, retiro lo que he dicho. Usted tiene alma.

Firmó después en el cuaderno y luego se encaminó a la ventanilla de observación, para observar el paisaje.

La cámara de mando, que se encontraba a ciento cincuenta metros sobre el nivel del suelo, poseía las únicas portillas de toda la nave que permitían la visión directa. El panorama que desde allí se divisaba era soberbio. Hacia el norte se veían los contrafuertes superiores de los montes Inaccesibles, que por aquel lado ocultaban la mitad del cielo. El nombre, pensó Spenser, ya no resultaba adecuado, pues él había conseguido escalarlos. Mientras la astronave permaneciese allí, incluso podría efectuar algunas investigaciones científicas de utilidad, aunque no fuese más que reunir muestras de rocas. Además del interés informativo que presentaba el hecho que una astronave se hubiese posado en un lugar tan insólito, Spenser sentía un auténtico interés por los descubrimientos que pudiesen efectuarse en aquellos abruptos parajes. Ni los hombres más indiferentes e insensibles dejaban de impresionarse ante las perspectivas de lo que pudiese encerrar un lugar desconocido e inexplorado.

Volviéndose hacia otra dirección, su mirada se posó en el mar de la Sed, cuyo horizonte, visto desde semejante altura, se encontraba por lo menos a cuarenta kilómetros, formando un enorme arco de círculo, de trazado perfecto, que abarcaba más de la mitad de su campo visual. Pero lo que le interesaba se encontraba a menos de cinco kilómetros, y a dos por debajo de su elevado observatorio.

Bastaban unos gemelos de mediano aumento para ver la sonda metálica que Lawrence había dejado como señal y para enlazar con radio con el Selene. El espectáculo no tenía nada de impresionante…, no era más que una insignificante púa hincada en una llanura inmensa, pero, pese a su sencillez, para Spenser poseía un hondo significado. Sería un buen comienzo para el reportaje televisado, pues simbolizaba la soledad del hombre en aquel universo hostil e infinito que intentaba conquistar. Dentro de pocas horas, aquel mar de polvo perdería su soledad. Pero hasta que llegase el momento, aquel tubo metálico serviría para centrar la escena del drama, mientras los comentaristas expondrían los planes de salvamento y llenarían la espera con adecuadas entrevistas. Aquellas cuestiones secundarias no le concernían; ya se ocuparían de ellas la delegación de Clavius de Informaciones Interplanetarias y los estudios de la Tierra. De momento, él sólo tenía que hacer una cosa: esperar en aquel nido de águila, y comprobar que la toma se efectuaba correctamente. Gracias a sus potentes teleobjetivos y a la perfecta transparencia de aquel mundo sin aire, podría captar casi los primeros planos desde allí, cuando empezasen a rodar las tomas.

Miró hacia el sudoeste, por donde el sol ascendía perezosamente. El día lunar, que duraba quince días terrestres, apenas había comenzado. Por lo tanto, no había que preocuparse por la iluminación. El escenario estaba a punto. ¡Cámara, acción!