Por vez primera en veinticuatro horas, Maurice Spenser aflojaba un poco su tensión interior. Se había hecho todo cuanto era posible. Los hombres y el equipo ya estaban en camino de Puerto Roris. Fue una suerte que Jules Braque estuviera en Clavius…, era un camarógrafo de primer orden y habían trabajado juntos a menudo.
El capitán Anson efectuaba sumas con la calculadora digital y examinaba con aire pensativo el mapa de las montañas. La tripulación, compuesta de seis hombres, vino de los tres bares donde se hallaba repartida, para enterarse que habría otro cambio de ruta.
En la Tierra, al menos una docena de contratos fueron firmados y transmitidos por «telefax», de enormes sumas de dinero que ya habían cambiado de mano. Los magos de las finanzas que Informaciones Interplanetarias tenían a su servicio ya habían calculado, con precisión matemática, cuánto podrían pedir a las demás agencias por los derechos de reproducción del reportaje, evitando que sintiesen la tentación de fletar naves por su cuenta y riesgo…, lo que, de todos modos, era muy improbable, pues Spenser les llevaba demasiada ventaja. Era imposible que un competidor llegase a las montañas antes de cuarenta y ocho horas. En cambio, él estaría allí dentro de seis.
Sí, era muy agradable poder tomarse las cosas con calma, en la tranquila seguridad que todo estaba ya arreglado e iba por buen camino. Era uno de aquellos momentos que hacen que valga la pena vivir y Spenser sabía muy bien aprovecharlos. Eran su panacea contra las úlceras…, que, pese haber transcurrido un siglo, continuaba siendo la enfermedad profesional de los periodistas.
Era típico de él, sin embargo, saber tomarse tales descansos en pleno trabajo. Estaba arrellanado en una mullida butaca, con una copa en una mano y un plato de bocadillos en la otra, en la pequeña sala de observación del edificio portuario. A través de las dobles láminas de vidrio podía ver el diminuto muelle del que se había hecho a la mar el Selene, tres días antes. (Era imposible evitar el empleo de la terminología náutica, por inadecuada que fuese en la Luna, para referirse a la «navegación» por el mar de la Sed.) El muelle no pasaba de ser un malecón de cemento que penetraba a veinte metros en aquel polvo extraño y liso. Extendido sobre él, como un gigantesco acordeón, se veía el tubo flexible por el cual los pasajeros pasaban del puerto a la embarcación lunar. En aquellos instantes, al hallarse abierto al vacío, estaba deshinchado y hundido en parte, ofreciendo un espectáculo bastante deprimente, en opinión de Spenser.
El periodista consultó su reloj y después miró al increíble horizonte. Si le hubiesen preguntado a qué distancia creía que se hallaba, hubiera contestado que, por lo menos, estaba a cien kilómetros, pese a encontrarse sólo a dos o tres.
Pocos minutos después vio brillar algo al sol. Eran los esquíes para el polvo, que habían aparecido en el horizonte lunar. Estarían allí en cinco minutos y habrían cruzado la compuerta neumática al cabo de otros cinco. Tenía tiempo, entonces, de terminar los bocadillos.
El doctor Lawson no demostró reconocer a Spenser cuando éste le saludó, lo cual no era sorprendente, pues su breve conversación celebrada con anterioridad en el Auriga transcurrió en unas tinieblas casi totales.
—¿El doctor Lawson? Soy reportero jefe de las Informaciones Interplanetarias. ¿Me permite que hagamos una grabación?
—Un momento —le atajó Lawrence—. Yo conozco al redactor jefe. Es Joe Leonard, no usted…
—Exacto; yo me llamo Maurice Spenser. Sustituyo a Joe desde la semana pasada.
Será necesario que se acostumbre de nuevo a la gravedad terrestre; si no, tendrá que quedarse aquí toda la vida.
—Se ha dado usted una prisa fantástica en venir. Apenas si hace una hora que hemos dado la noticia.
Spenser creyó preferible no decir que ya estaba allí desde hacía varias horas.
—¿Me permite, entonces, que efectúe una grabación? —repitió.
Spenser era un hombre que poseía una escrupulosa conciencia profesional. Algunos informadores ni siquiera pedían permiso para grabar, pero si el entrevistado protestaba más tarde, corrían el riesgo de perder el empleo. En su calidad de redactor jefe, tenía que observar las reglas establecidas para salvaguardar su protección…, y el público.
—Ahora no cuente usted conmigo —le dijo Lawrence—. Tengo muchas cosas que hacer. Pero el doctor Lawson estará muy contento de hablar con usted. Es él quien ha hecho casi todo el trabajo y a quien corresponde, por lo tanto, todo el mérito. Puede usted citar lo que acabo de decirle.
—Yo… Muchas gracias, Lawrence —balbuceó Lawson con aire de gran embarazo.
—Bien, nos veremos luego —dijo el ingeniero jefe—. Estaré en la oficina local de los técnicos, donde voy a tomar unas cuantas píldoras nutritivas. En cuanto a usted, Lawson, creo que haría bien en dormir un poco.
—Después que haya hablado conmigo —corrigió Spenser, tomando al astrónomo por el brazo y llevándoselo hacia el hotel.
La primera persona que encontraron en el vestíbulo de diez metros cuadrados fue el capitán Anson.
—Le estaba buscando, señor Spenser —dijo—. El Sindicato de Trabajadores del Espacio nos está creando dificultades. Como usted sabe, existen unas normas acerca de los viajes suplementarios. Pues bien, ahora resulta que…
—Disculpe, capitán, pero ahora no tengo tiempo. El Servicio Jurídico Interplanetario le resolverá este asunto… Llame al 1234 de Clavius; pida por Harry Dantzig. Él lo resolverá.
Empujó a Tom Lawson, que no ofrecía resistencia alguna hacia la escalera, y ambos subieron por ella. Era raro ver un hotel sin ascensores, pero éstos no eran necesarios en un mundo donde una persona normal no pesaba más allá de una docena de kilos.
Después hizo entrar al astrónomo en su suite.
Dejando aparte sus dimensiones extremadamente reducidas y la total ausencia de ventanas, aquellas habitaciones eran similares a las que se encontraban en los hoteles de segunda categoría de la Tierra. El mobiliario se hallaba reducido al mínimo: un par de sillas, una cama y una mesita, todo de fibra de vidrio, pues el cuarzo era abundantísimo en la Luna. El cuarto de baño también era de tipo corriente, lo cual resultaba un alivio, después de los retretes, que siempre gastaban bromas pesadas en ausencia de toda gravedad. En cuanto a la cama, tenía un aspecto algo desconcertante. Algunos viajeros procedentes de la Tierra no podían dormir con la gravedad reducida a un sexto, y, para que estuviesen más cómodos, podía extenderse una sábana elástica sobre el lecho, sujeta por ligeros muelles. Todo ello hacía pensar un poco en las camisas de fuerza y en las celdas acolchadas.
Otra nota de humor también algo siniestra estaba representada por el aviso pegado en la puerta, redactado en inglés, ruso y chino mandarín:
«Este hotel posee una presión interior independiente. En caso de avería en la cúpula, los ocupantes del hotel se hallarán en la más completa seguridad. En caso que esto se produjese, la dirección ruega a los señores huéspedes que permanezcan en sus habitaciones en espera de nuevas instrucciones. Muchas gracias».
Spenser había leído aquel aviso docenas de veces. Sin embargo, opinaba que aquella importante información hubiera podido presentarse de manera más sencilla y agradable.
Aquella redacción era pesada y poco ágil.
Éste era el principal inconveniente de la Luna, se dijo. La lucha contra las fuerzas de la naturaleza era tan dura, que los hombres no tenían tiempo ni energía para hacerse un poco más agradable la vida y embellecerla. Esto se ponía particularmente de manifiesto en el contraste que ofrecía la maravillosa eficacia de los servicios técnicos con el abandono y negligencia existentes en los restantes aspectos de la vida. Si uno se quejaba del servicio telefónico, de los lavabos o del aire acondicionado (especialmente eso), la reparación debida se efectuaba en un santiamén. Pero cuando uno trataba que le sirviesen con rapidez en un restaurante o un bar…
—Ya sé que está usted muy cansado —dijo Spenser para iniciar la conversación—, pero me gustaría hacerle algunas preguntas. No le importará que las grabemos, ¿verdad?
—No —repuso Tom, a quien todo le importaba muy poco desde hacía bastante tiempo.
Se dejó caer en una butaca y paladeaba maquinalmente la bebida que Spenser le había servido, aunque era indudable que no se daba cuenta cabal de lo que hacía.
El periodista comenzó la grabación:
—Habla para ustedes Maurice Spenser, de Informaciones Interplanetarias. Tengo ante mí al doctor Tom Lawson, que ha tenido la deferencia de concedernos unos minutos.
Vamos a ver, doctor: lo único que sabemos por el momento es que usted y el ingeniero jefe Lawrence, que está al frente de la cara de la Luna que mira hacia la Tierra, han encontrado al Selene y que las personas encerradas a bordo de la embarcación perdida están vivas y en buen estado. ¿Puede usted decirnos, sin entrar en demasiados detalles técnicos, cómo consiguieron…? ¡Vaya, lo que nos faltaba!
Spenser cazó al vuelo, sin que se vertiese una gota, el vaso que caía lentamente. El astrónomo se había quedado dormido como un tronco. Tomándolo de nuevo en brazos, lo depositó con cuidado sobre el lecho. Bien, no podía quejarse: era la única cosa que no había salido según el plan previsto. Pero incluso podía resultar ventajosa, pues nadie podría dar con el paradero de Lawson, y menos entrevistarlo, mientras se encontrase durmiendo en aquella habitación que el hotel Roris, con un curioso sentido del humor, llamaba su «suite de lujo».
En Ciudad Clavius, el director del Turismo consiguió, finalmente, convencer a todo el mundo del hecho que no favorecía a nadie en particular. El alivio que experimentó al enterarse que se había encontrado el Selene no tardó en disiparse cuando la Reuter, Time-Space, Publicaciones Triplanetarias y las Informaciones Lunares le telefonearon en rápida sucesión para protestar por el hecho que Informaciones Interplanetarias les hubiesen «pisado» la noticia.
A decir verdad, las ondas ya la difundían mucho antes que llegase a las oficinas centrales de la Administración, gracias a la cuidadosa vigilancia ejercida por Spenser, quien consiguió interferir las radios de los esquíes para el polvo.
Cuando se comprendió sin lugar a dudas lo que había ocurrido, la suspicacia de las demás agencias periodísticas fue sustituida por una franca admiración por la suerte y la destreza de Spenser. Pero aún tenía que pasar algún tiempo antes que descubriesen que el viejo zorro guardaba un triunfo aún más considerable en su espaciosa manga.
El Centro de Comunicaciones de Ciudad Clavius ya había presenciado otros muchos momentos dramáticos, pero aquél sería uno de los más inolvidables. A Davis le parecía como si de pronto escuchasen una voz de ultratumba. Unas horas antes, todos aquellos hombres y mujeres se daban ya por muertos y, sin embargo, allí estaban, sanos y jubilosos, agrupándose ante el micrófono sepultado, para tranquilizar a familiares y amigos con sus mensajes. Gracias a la sonda que Lawrence había dejado como señal y antena, el manto de polvo de quince metros de espesor no separaba ya al crucero del resto de la humanidad.
Los periodistas, impacientes, tuvieron que esperar a que hubiese una interrupción en la transmisión de los mensajes particulares para poder efectuar entrevistas.
En aquellos momentos, la señorita Wilkins se dedicaba a transmitir los mensajes que le entregaban los pasajeros. El Selene debió estar lleno de personas dedicadas a la tarea de escribir afanosamente al margen de las hojas arrancadas de las guías turísticas, esforzándose por decir el máximo de cosas en el mínimo de palabras. Nada de lo que entonces se transmitía, naturalmente, podía citarse o reproducirse, pues se trataba de telegramas rigurosamente personales, y los directores generales de Correos y Telégrafos de tres planetas fulminarían con su ira combinada al reportero que tuviese el atrevimiento de citarlos. A decir verdad, los periodistas ni siquiera hubieran debido escuchar lo que se transmitía por este circuito, como el oficial de comunicaciones ya había observado varias veces con creciente indignación:
—Di a Marta, a Juan y a Eva que no se preocupen por mí, pues pronto estaré de regreso. Pregunta a Tom cómo salió el negocio con Ericsson y dímelo cuando contestes.
Cariños a todos, George. Fin del mensaje. ¿Lo ha anotado? Aquí el Selene… Cambio.
—La Central Lunar llama al Selene. Sí, hemos recibido su mensaje y lo retransmitiremos sin tardanza. Les comunicaremos las respuestas tan pronto como lleguen. Ahora desearíamos hablar con el capitán Harris. Cambio.
Hubo una breve pausa, durante la cual los ruidos del fondo de la cabina pudieron oírse perfectamente: rumores de conversaciones que resonaban extrañamente en aquel lugar cerrado, el crujido de una butaca, un ahogado «perdón». Después tomó el micrófono Pat.
—Aquí el capitán Harris llamando a la Central. Cambio.
Davis tomó el micrófono al otro extremo de la línea:
—Capitán Harris…, habla usted con el director del Turismo. Ya sé que todos ustedes desean seguir enviando mensajes, pero las agencias de información están aquí y sus representantes desean vivamente grabar unas palabras suyas. Ante todo, ¿podría usted darnos una breve descripción de las condiciones que existen en el interior del Selene?
Cambio.
—Pues verá usted, hace mucho calor en la cabina y nos hemos quitado mucha ropa.
Pero nadie se queja del calor, pues hay que tener en cuenta que nos han descubierto gracias a él. Además, ya nos hemos ido acostumbrando a esta temperatura.
»El aire que respiramos continúa siendo bueno y disponemos de suficientes víveres y agua, aunque el menú peque de monótono. ¿Qué más desean saber? Cambio.
—Pregúntele cómo está la moral… —dijo el representante de Publicaciones Triplanetarias—. ¿Hay indicios de tensión entre los pasajeros?
El director de la Comisión de Turismo transmitió la pregunta con mucho tacto, de forma menos directa y más matizada. Pareció causar cierto embarazo al extremo opuesto de la línea.
—Todos los pasajeros se han portado de manera magnífica —repuso Pat con cierta precipitación—. Como es natural, todos desearíamos saber si tardarán mucho tiempo en sacarnos de aquí. ¿Podrían darnos una idea aproximada? Cambio.
—El ingeniero jefe Lawrence está en Puerto Roris organizando las operaciones de rescate —contestó Davis—. En cuanto tengamos una idea aproximada, se lo haremos saber. Entretanto, ¿podría usted decirnos en qué han pasado el tiempo? Cambio.
Pat se lo refirió, y sus explicaciones tuvieron por efecto multiplicar instantáneamente y de manera formidable la venta de Shane y, lo que quizás era menos de desear, la de La Naranja y la Manzana, cuya venta hasta entonces era muy floja. También se refirió brevemente al tribunal que habían constituido…, y cuyas sesiones quedaban aplazadas sine die.
—Todo esto debió haberles entretenido enormemente —comentó Davis—. Pero, desde ahora, ya no tendrán que confiar en sus propios recursos. Podemos pasarles todos los programas de radio que deseen oír: música, obras de teatro, seriales… Pidan y haremos lo que sea necesario. Cambio.
Pat tardó un poco en responder al ofrecimiento, pues si bien la comunicación por radio ya les había aportado esperanzas y puesto en contacto con los seres queridos, también habían disuelto la atmósfera de solidaridad, que ni siquiera el exabrupto de la señorita Morley logró alterar. Y Pat lamentaba sinceramente, hasta cierto punto, que aquella reclusión hubiese terminado. Ya no formaban un núcleo compacto, unido en el afán común de supervivencia. Sus vidas habían vuelto a divergir hacia fines, ambiciones y proyectos distintos. La humanidad los había absorbido de nuevo, como el mar engulle y hace desaparecer una gota de lluvia.