Capítulo 14

Lo primero que se le ocurrió pensar al comodoro Hansteen fue: «A esta mujer le va a dar un ataque de histerismo».

No había pasado un segundo, sin embargo, cuando tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no hacerle eco, pues en el exterior de la nave desde donde hacía tres días no llegaba otro rumor que el murmullo del polvo al girar, acababa por fin de surgir un ruido; algo metálico estaba rasguñando el casco.

El salón se llenó instantáneamente de gritos y vítores. Con gran dificultad, Hansteen logró hacerse oír:

—¡Escuchen, por amor de Dios! Tratemos de saber lo que eso significa.

Los arañazos continuaron unos pocos segundos y volvió a reinar el silencio, más angustioso que antes.

—Nos han encontrado —dijo el comodoro—, pero quizá aún no le sepan. Si todos tratamos de hacernos oír, habrá más probabilidades de ser localizados. Pat, usted a la radio. En cuanto a nosotros, golpearemos el casco con el antiguo signo de la V del alfabeto Morse: «Tit-Tit-Tit-Ta».

En el interior del Selene repercutió un tamborileo de puntos y rayas telegráficos, que pronto llegó a ser perfectamente sincronizado.

—¡Alto! —gritó Hansteen un minuto después—. Ahora, escuchemos todos con atención.

El silencio que reinó después de aquel estrépito era sobrecogedor…, incluso inquietante. Para poder oír mejor, Pat había parado las bombas de aire y los ventiladores, de modo que el único ruido que se oía a bordo eran los latidos de veintidós corazones.

El silencio se prolongaba. ¿Y si aquel ruido no hubiese sido, a fin de cuentas, sino el efecto de una contracción o expansión del casco del Selene? ¿Y si la partida de socorro —si es que era una partida de socorro— no se hubiese percatado de su existencia, para pasar de largo y perderse por la lúgubre superficie del mar de la Sed?

De pronto los chirridos recomenzaron. Hansteen alzó la mano para contener la nueva explosión de entusiasmo.

—Escuchemos, por amor de Dios —repitió.

Los arañazos volvieron a durar unos segundos, antes que reinase nuevamente el silencio. Uno de los presentes dijo en voz baja, más para romper aquel medroso silencio que por cualquier otro motivo más concreto:

—Se diría que arrastran un cable sobre el casco de la nave. ¿Y si hicieran pasadas con un anclote para engancharnos?

—Imposible —repuso Pat—. La resistencia sería excesiva, sobre todo a esta profundidad. Lo más probable es que estén hurgando con una sonda.

—De todos modos —dijo el comodoro—, tenemos una partida de socorro a pocos metros de nosotros. Hagámosle otra señal. Una vez más, todos a una…

«Tit-Tit-Tit-Ta…»

«Tit-Tit-Tit-Ta».

A través del doble casco del Selene, saliendo al exterior para difundirse por el polvo, vibró el profético tema inicial de la Quinta Sinfonía beethoveniana, como había vibrado un siglo antes a través de la Europa ocupada. Entretanto, Pat Harris, sentado ante el puesto de radio, repetía una y otra vez, con voz apremiante:

—Llama el Selene. ¿Me oyen? Cambio.

Después escuchaba durante quince segundos interminables antes de repetir la transmisión.

Pero el éter permanecía tan silencioso como lo había estado siempre, desde que el polvo tragó su nave.

A bordo del Auriga, Maurice Spenser dirigió una ansiosa mirada al reloj de pared.

—¡Maldita sea! —exclamó—. Los esquíes ya tenían que estar ahí desde hace mucho tiempo. ¿Cuándo se ha recibido su último mensaje?

—Hace veinticinco minutos —respondió el radiotelegrafista de la astronave—. No tardará en llegar el informe que envían cada media hora, tanto si han hallado algo como si no.

—¿Está usted seguro de no haber perdido su longitud de onda?

El radiotelegrafista le lanzó una mirada de indignación.

—Usted ocúpese de sus asuntos y deje que yo me ocupe de los míos.

—Discúlpeme —dijo Spenser, que desde hacía mucho tiempo había aprendido a disculparse con rapidez cuando era necesario—. Tengo los nervios de punta.

Se levantó de su asiento y empezó a pasear por la pequeña cámara de mando del Auriga. Después de darse un doloroso golpe contra un tablero de instrumentos, pues aún no estaba acostumbrado a la débil gravedad lunar y empezaba a preguntarse si se acostumbraría a ella alguna vez, consiguió ir recobrando poco a poco el dominio de sí mismo.

La espera constituía la parte más desagradable de su oficio; la espera hasta saber si conseguiría realizar un buen reportaje. Hasta aquel momento, ya había incurrido en gastos que representaban una pequeña fortuna. Y estos gastos no serían nada comparados con los que no tardarían en acumularse si daba al capitán Anson la orden de despegar. Pero, en tal caso, sus preocupaciones habrían terminado, porque tendría ya su reportaje.

—Se comunican —exclamó el radiotelegrafista—, dos minutos antes de lo previsto.

Algo debe de haber ocurrido.

—La sonda ha golpeado algo —anunció Lawrence con flema—, pero no sé qué es.

—¿A mucha profundidad? —preguntaron simultáneamente Lawson y los dos pilotos.

—A unos quince metros. Lléveme dos metros a la derecha para que vuelva a sondear.

Retiró la sonda y la hundió de nuevo cuando el pequeño vehículo estuvo en el lugar indicado.

—El objeto sigue ahí —comunicó— y a la misma profundidad. Lléveme dos metros más allí.

El obstáculo había desaparecido…, o era demasiado profundo para que lo alcanzase la sonda.

—Por aquí no hay nada. Lléveme en la dirección opuesta.

Sería una labor lenta y tediosa tratar de establecer la forma del objeto que allí estaba enterrado. Dos siglos antes, el hombre empezó a sondear los océanos de la tierra con métodos igualmente tediosos, bajando cables lastrados al fondo del mar e izándolos de nuevo. Lawrence pensaba que era una lástima no disponer de un sondeador de eco. De todos modos, dudaba que las ondas acústicas o de radio pudiesen penetrar a más de unos metros a través del polvo.

Pero, de pronto, se reprochó su estupidez. Debió habérsele ocurrido antes. Al propio tiempo, comprendió por qué el Selene no había podido lanzar una llamada de socorro por radio. El polvo que había engullido a la nave ahogaba y silenciaba todas las transmisiones. Pero a tan corta distancia y si de veras se encontraba sobre el crucero hundido…

Lawrence puso su receptor en la frecuencia «Mooncrash» e inmediatamente pudo oír la señal de alarma automática, con todo el poder de su voz de robot. La señal era potentísima, penetrante y muy clara; era extraño, pensó, que no la hubiesen captado en Lagrange ni en Puerto Roris. Pero entonces comprendió que su sonda metálica, en contacto con el casco sumergido, proporcionaba un buen conductor a las ondas radioeléctricas para que éstas llegasen a la superficie.

Durante quince segundos escuchó las pulsaciones de la señal automática, tratando de darse ánimos para pasar a la acción. En realidad, nunca creyó posible encontrar la nave e incluso entonces aún podía ser muy bien que todo su esfuerzo hubiese sido en vano. La señal automática de socorro podía continuar funcionando durante semanas, como una voz de ultratumba, mucho después que hubiesen perecido todos los ocupantes del Selene.

Entonces, con un ademán de brusca cólera que parecía desafiar al destino, Lawrence puso la longitud de onda de la nave…, y casi le ensordeció la voz de Pat Harris, que repetía:

—Llama el Selene. Llama el Selene. ¿Me oyen? Cambio.

—Aquí el esquí para el polvo número 1 —respondió Lawrence—. Habla el ingeniero jefe. Estoy a quince metros de ustedes. ¿Están todos bien? Cambio.

Pasó algún tiempo antes que pudiera entender la respuesta, tal era el vocerío que se oía por la radio. Aquello bastaba para darle a comprender que los pasajeros estaban vivos y en buenas condiciones. Al oír sus gritos de alegría, se hubiera dicho que estaban celebrando una fiesta y que todos habían bebido más de la cuenta. En su júbilo por haber sido encontrados y haber establecido contacto con sus semejantes, los pasajeros creían que todas las dificultades habían terminado.

—Esquí para polvo número 1 llama a Puerto Roris —dijo Lawrence, mientras esperaba a que se calmase el tumulto—. Hemos encontrado al Selene, estableciendo contacto por radio con él. A juzgar por los clamores de entusiasmo que vienen de la cabina, creo que todos están bien. Se encuentra a quince metros de profundidad, en el punto exacto indicado por el doctor Lawson. Volveré a llamar dentro de unos minutos. Fuera.

La noticia que llevaría alivio y regocijo a todos se esparciría con la velocidad de la luz por la Luna, la Tierra y los planetas cercanos. Los pasajeros de los autobuses y de las naves espaciales, hasta ese momento extraños entre sí, se volverían unos a otros para decirse:

—¿Ha oído usted? El Selene ha sido hallado.

En realidad, en todo el Sistema Solar sólo había un hombre que no podía compartir de todo corazón la alegría general. Sentado en su esquí, mientras oía los vítores allá abajo y contemplaba la masa de polvo en torno suyo, Lawrence se sentía más asustado e impotente que todos los encerrados en aquella trampa bajo sus pies. Sabía que le tocaba iniciar la batalla más ruda de su vida.