El ingeniero jefe Lawrence permanecía con la vista fija en el débil resplandor de la pantalla, esforzándose por interpretar su significado. Como todos los sabios e ingenieros, había pasado buena parte de su vida contemplando las imágenes dibujadas por electrones en movimiento para registrar hechos demasiado grandes o demasiado pequeños, demasiado luminosos o demasiado oscuros para que el ojo humano los captara. Hacía más de cien años que el tubo de rayos catódicos había puesto el mundo invisible al alcance del hombre. Mas éste ya había olvidado que en otras épocas estuvo fuera de su alcance…
Doscientos metros más allá, según el detector, había en medio del desierto de polvo una zona circular donde la temperatura era algo más elevada. Era una zona casi perfectamente circular y muy aislada. No había otras fuentes calóricas en todo el campo visual. Aunque era mucho más pequeña que la mancha fotografiada por Lawson desde Lagrange, se encontraba en el mismo lugar. Apenas podía dudarse del hecho que ambas eran lo mismo.
Sin embargo, nada demostraba que fuese lo que andaban buscando. La mancha luminosa podía tener varias explicaciones. Tal vez señalaba el emplazamiento de un picacho aislado, cuya cumbre se alzaba desde las profundidades hasta cerca de la superficie del mar de polvo. Sólo había un medio de averiguarlo.
—Usted quédese aquí —ordenó Lawrence—. Yo seguiré adelante en el número uno y usted me avisará cuando llegue al centro exacto de la mancha.
—¿Cree usted que hay peligro?
—No es probable. Pero no hay necesidad que ambos corramos ese riesgo.
El esquí número 1 se deslizó con el mayor cuidado en dirección a la enigmática mancha, tan manifiesta en la pantalla infrarroja y, no obstante, completamente invisible para el ojo humano.
—Un poco más a la izquierda —ordenó Tom—. Unos metros más…, está a punto de llegar a ella… ¡Eso, allí es!
A primera vista, el polvo grisáceo presentaba un aspecto tan liso y uniforme como en cualquier otra parte del mar de la Sed; pero al mirar Lawrence con más atención, vio algo que le puso la carne de gallina.
Al examinarlo con cuidado, como hacía él entonces, el polvo se mostraba como una finísima granulación. Pues bien: aquella granulación se movía de manera alucinante, como si la agitara un viento invisible, con el resultado que la superficie del mar de polvo se deslizaba lentísimamente hacia él.
Aquello no le gustó en absoluto a Lawrence. En la Luna, uno aprende a desconfiar de todo lo que es anormal e inexplicable, pues suele indicar la presencia de algo siniestro.
Aquel polvo que se movía lentamente era extraño e inquietante a la vez. Si una embarcación de gran tamaño ya había zozobrado en aquel paraje, un barquichuelo de pequeñas dimensiones, como un esquí, podía hallarse en un peligro aún mayor.
—Es preferible que se mantenga a distancia —advirtió al piloto del segundo esquí—. Aquí pasa algo raro…, algo que no entiendo.
Luego describió con el mayor detalle el fenómeno a Lawson. Éste reflexionó y no tardó en contestar:
—¿Dice usted que parece como un manantial de polvo? Pues eso exactamente es lo que es. Ya sabemos que existe una fuente de calor en ese punto…, y debe ser suficiente para provocar una corriente de convección.
—¿Y cuál puede ser la causa de esto? No creo que sea el Selene.
Se sintió dominado por la decepción. Desde el principio había temido que aquello se pareciese a una cacería de patos silvestres. Una bolsa de radiactividad o de gases calientes puestos en libertad por el temblor habían engañado a sus instrumentos, atrayéndolos a aquel lugar desolado. Cuanto antes se fuesen de allí, mejor…, el sitio aún podía ser peligroso.
—Un momento —dijo Lawson—. Un vehículo con sus máquinas y veintidós pasajeros a bordo…, debe producir una buena cantidad de calor. Tres o cuatro kilovatios al menos. Si este polvo está en equilibrio, puede ser bastante para provocar una corriente de partículas.
Lawrence pensó que aquello era muy poco probable; pero estaba dispuesto a asirse a un clavo ardiendo. Tomó la delgada sonda metálica y la hundió verticalmente en el polvo.
Si al principio penetró sin resistencia, a medida que el tubo telescópico se fue alargando tropezó con una dificultad creciente para hacerlo descender. Cuando los veinte metros que medía la sonda estuvieron completamente extendidos, tuvo que apelar a todas sus fuerzas para empujarla hacia abajo.
La pieza final desapareció en el polvo sin que chocase con nada…, pero él no confiaba conseguirlo al primer intento. Había que efectuar la tarea con método, trazando algún plan para continuar la búsqueda. Después de recorrer en zigzag la zona durante varios minutos, había trazado sobre ella una serie de líneas paralelas, distanciadas cinco metros entre sí. A la manera de un antiguo agricultor que plantase patatas, empezó a seguir la primera de aquellas líneas, hundiendo regularmente la sonda en el polvo. Era una tarea ardua y lenta, pues parecía un ciego que anduviese a tientas en la oscuridad con un bastón delgado y flexible. Si lo que buscaba se hallaba fuera del alcance de su varilla, tendría que pensar en algún otro método; pero ya se ocuparía de aquel problema cuando llegase el momento.
Llevaba diez minutos entregado a esta tarea y empezó a confiarse demasiado. Tenía que servirse de ambas manos para manejar la sonda, en especial cuando ésta se hallaba profundamente hundida. Estaba empujándola con toda su fuerza, asomado sobre el borde del esquí, cuando resbaló y cayó de cabeza en el polvo.
Pat advirtió inmediatamente, al salir del compartimiento estanco, el cambio que se había producido en la cabina. La lectura de La Naranja y la Manzana había concluido poco antes y se estaba desarrollando una acalorada discusión que cesó repentinamente, con un silencio embarazoso, cuando él penetró en la cabina. Varios pasajeros lo miraban con el rabillo del ojo y otros hacían como si no lo viesen.
Miró en torno suyo y preguntó:
—¿Qué hay, comodoro? ¿Pasa algo?
—Tienen la creencia que no hacemos todo lo que podríamos para salir. Les he explicado que no nos queda otra alternativa sino la de esperar hasta que alguien nos encuentre; pero hay quienes no están conformes.
Tarde o temprano, aquello tenía que suceder, pensó Pat. Al pasar el tiempo sin que hubiese el menor indicio de alguien que vendría a socorrerles, los nervios empezarían a fallar y esto los mantendría en constante estado de irritación. Los pasajeros empezarían a pedir que se hiciese algo, fuese lo que fuese… Era contrario a la naturaleza humana adoptar una actitud pasiva, sin hacer nada al afrontar la muerte.
—Hemos examinado este problema no sé cuantas veces —repuso Pat Harris con voz cansada—. Estamos bajo una capa de polvo que, por lo menos, tiene diez metros de espesor, y si abriésemos la escotilla, sería imposible ascender a la superficie a través de ese polvo densísimo.
—¿Está usted seguro de eso? —preguntó uno.
—Completamente seguro —respondió Pat—. ¿Ha intentado usted alguna vez nadar por la arena? No iría muy lejos.
—¿Y si intentáramos poner los motores en marcha?
—Dudo que pudieran hacer avanzar la nave ni un centímetro. Y aunque lo hicieran, la propulsión se ejercería hacia delante…, no hacia la superficie.
—Podríamos agruparnos todos en la popa, para levantar la proa del vehículo con nuestro peso.
—Lo que más me preocupa —continuó Pat— es la presión que soporta el casco.
Suponga usted que pusiésemos los motores en marcha. Sería como golpear la cabeza en un muro. Es imposible saber los daños que podría sufrir la nave.
—Pero existe una probabilidad para que esto diese buen resultado. ¿Cree que no vale la pena probarlo?
Pat miró al comodoro, algo disgustado porque éste no hubiese salido en su ayuda.
Hansteen le devolvió la mirada, como para decirle: «Hasta ahora, yo me he ocupado de todo esto… Ahora le toca a usted». No estaba mal…, especialmente después de lo que Susan le había dicho. Ya era hora que anduviese por su cuenta o, al menos, demostrase que podía hacerlo.
—El peligro es demasiado grande —dijo lisa y llanamente—. Aquí estamos perfectamente seguros durante cuatro días por lo menos. Y mucho antes que expire ese plazo, ya nos habrán encontrado. ¿Por qué arriesgarlo todo, entonces, en un intento que sólo tiene a su favor una probabilidad entre un millón? Si fuese nuestro último recurso, yo diría que sí…, pero, por el momento, no.
Paseó su mirada por la cabina como para desafiar a quien no estuviera de acuerdo con él. Entonces su mirada se cruzó con la de la señorita Morley y no hizo nada para evitarla.
Sin embargo, fue con más sorpresa que disgusto que oyó decir a la periodista:
—Quizás el capitán no tenga mucha prisa en salir… He notado que últimamente se le ha visto muy poco…, tan poco como a la señorita Wilkins.
«¡Maldita marimacho de cara avinagrada! —pensó Pat—. Y todo esto porque ningún hombre en sus cabales…»
—Calma, Harris —dijo el comodoro muy a tiempo—. Déjelo para mí.
Era la primera vez que Hansteen imponía su autoridad. Hasta entonces había obrado con guante blanco o se había apartado discretamente a un lado para dejar que actuase Pat. Pero entonces oyeron todos la auténtica voz de un hombre acostumbrado a mandar, que resonó como un toque de clarín en un campo de batalla. No era un astronauta retirado quien hablaba, sino un comodoro del espacio en activo.
—Señorita Morley —dijo—, su observación es innecesaria e impertinente. Sólo puede excusarla el hecho que todos estamos sometidos a una considerable tensión nerviosa.
Creo que debería usted pedir excusas al capitán.
—Lo que he dicho es cierto —repuso ella con terquedad—. Que lo niegue, si no.
El comodoro Hansteen no había perdido los estribos durante treinta años de servicio y no tenía intención de perderlos entonces. Pero sabía en qué momentos había que fingir cólera y, en aquel caso, poco faltaba para que la sintiese de verdad. No sólo estaba furioso con la señorita Morley, sino que estaba disgustado con Pat, pues creía que éste los había abandonado un poco. Naturalmente, las acusaciones de la señorita Morley podían ser infundadas por completo; pero la verdad era que Pat y Sue habían pasado un tiempo excesivo entregados a una tarea muy sencilla. Había ocasiones en que aparentar inocencia era casi tan importante como la propia inocencia. Recordó un viejo proverbio chino: «No te detengas para atar las cintas de tus zapatos en el campo de melones de tu vecino».
—Me importan un bledo —dijo con voz de trueno— las relaciones que puedan existir entre la señorita Wilkins y el capitán. Eso es cuenta suya y, mientras desempeñen su misión correctamente, nosotros no tenemos ningún derecho a inmiscuirnos en su vida privada. ¿Acaso insinúa usted que el capitán Harris no desempeña bien su cometido?
—Yo…, yo no quiero decir eso.
—Entonces, le ruego que no diga nada. Ya tenemos bastantes problemas en nuestras manos actualmente para que tengamos que buscarnos otros.
Los demás pasajeros permanecieron sentados, escuchando la discusión con esa mezcla de embarazo y placer que experimentan casi todas las personas cuando asisten a una pelea en la que no les va ni les viene. Aunque, en realidad, la cuestión concernía a todos los reunidos a bordo del Selene, pues era el primer ataque dirigido contra la autoridad, la primera señal mostrando que la disciplina se resquebrajaba. Hasta entonces el grupo había estado unido en un tono armonioso, pero en aquel instante una voz se alzaba contra los ancianos de la tribu.
Era posible que la señorita Morley no fuese más que una solterona neurasténica, pero era también una mujer terca y resuelta. El comodoro vio, con comprensible preocupación, que se disponía a replicarle.
Pero nadie supo jamás qué iba a decir, porque en aquel momento la señora Schuster lanzó un alarido que estaba perfectamente de acuerdo con sus proporciones.
En la Luna, cuando un hombre cae, por lo general tiene tiempo de actuar para hacer algo, pues sus músculos y nervios están hechos para funcionar en un mundo donde la gravedad es seis veces mayor. Sin embargo, cuando el ingeniero jefe Lawrence cayó del esquí, la distancia era tan corta que no tuvo tiempo de reaccionar, chocando casi inmediatamente con el polvo y desapareciendo en las tinieblas.
No veía absolutamente nada, con excepción de la débil luminiscencia procedente de los pequeños aparatos del interior de su escafandra. Con grandes precauciones, empezó a tantear a su alrededor, en la sustancia semifluida y que oponía una suave resistencia en cuyo seno flotaba, tratando de encontrar algún asidero sólido. Pero no encontró nada; ni siquiera sabía dónde estaba arriba y dónde estaba abajo.
Le invadió una desesperación que le impedía pensar y que despojó a su cuerpo de toda su fuerza. El corazón le latía tumultuosamente, signo anunciador del pánico inminente y del desorden mental. Ya había visto a hombres transformados en bestias aullantes y se daba cuenta que no tardaría en ser uno de ellos.
Antes que su razón se extinguiese del todo, recordó que sólo hacía unos minutos había salvado a Lawson del mismo hundimiento moral; pero entonces no estaba en situación de apreciar aquella ironía del destino. Debía concentrar sus últimos restos de fuerza de voluntad en un intento para adquirir de nuevo el dominio de sí mismo y reprimir aquellas palpitaciones desordenadas que parecían a punto de hacerle estallar el pecho.
Y en aquel preciso instante, en el interior de su casco resonó, fuerte y claro, un sonido tan extraordinariamente inesperado, que las oleadas de pánico que asaltaban la isla de su alma desaparecieron. Era la risa de Tom Lawson.
Pero la risa fue breve y a ella siguió una disculpa.
—Perdóneme, señor Lawrence…, no he podido evitarlo. Hace usted tanta gracia ahí, pataleando sobre la superficie…
El ingeniero jefe tensó el cuerpo dentro de la escafandra. El miedo lo abandonó instantáneamente, siendo reemplazado por la ira. Estaba furioso con Lawson…, pero mucho más consigo mismo.
Naturalmente, no estuvo en peligro ni un solo momento. En su escafandra hinchada, era como una pelota flotando en el agua. No podía hundirse de ningún modo. Sabiendo ya lo que había pasado, no necesitaba ayuda de nadie para salir de allí. Movió deliberadamente las piernas, se sirvió de los brazos como de unos remos y pivotó sobre su centro de gravedad… La visión volvió a él cuando el polvo se deslizó de su casco. Se había hundido diez centímetros, a lo sumo, y la pequeña embarcación siempre había estado a su alcance. Era en verdad sorprendente que no hubiera podido tocarla ni asirse a ella mientras tanteaba en las tinieblas, agitando brazos y piernas como un pulpo sacado a la playa.
Apelando a toda su dignidad, se izó a bordo. No se arriesgó a hablar inmediatamente, pues aún estaba sin aliento a consecuencia de aquellos esfuerzos innecesarios y temía que su voz traicionase el pánico reciente que había pasado. Y además, aún estaba encolerizado; no hubiera hecho el ridículo de aquel modo en los días en que trabajaba constantemente en la superficie de la Luna. Aquello quería decir que ya no estaba en forma. La última vez que se puso un traje del espacio, fue con ocasión de la revisión anual, y ni siquiera había salido al vacío exterior.
De nuevo en el esquí, su mezcla de cólera y espanto se fue disipando mientras continuaba sus sondeos. Aquellos sentimientos fueron sustituidos por un estado de espíritu reflexivo, al comprender hasta qué punto, le gustara o no, los acontecimientos y sucesos de la última media hora le habían unido a Lawson. Verdad era que el astrónomo había soltado la carcajada al verlo pataleando en el polvo…, pero el espectáculo debió ser irresistiblemente cómico. Pero Lawson había pedido que le disculpase aquella explosión de hilaridad. Poco tiempo antes, tanto la risa como las excusas hubieran sido algo completamente inimaginable.
Entonces Lawrence se olvidó de todo, porque la sonda acababa de tropezar con un obstáculo, a quince metros de profundidad.