El ingeniero jefe pensó que el silencio del doctor Lawson ya había durado demasiado.
Era hora de reanudar la comunicación.
—¿Todo va bien, doctor? —le preguntó con su tono más amistoso.
Oyó una especie de gruñido breve y colérico, pero que no se dirigía a él, sino al universo en general.
—No hay nada a hacer —repuso Lawson con amargura—. La imagen térmica es demasiado confusa. Hay docenas de puntos de calor, pero nada que se parezca a lo que buscamos.
—Haga que detengan su esquí. Voy ahora mismo a ver qué pasa.
El segundo esquí se detuvo, mientras el primero se colocaba a su lado, hasta que ambos vehículos casi se tocaban. Con sorprendente agilidad, pese a su engorroso traje del espacio, Lawrence saltó del uno al otro y, sujetándose a los soportes del ligero techo, se instaló detrás del astrónomo. Por encima del hombro de éste, contempló la imagen de la pantalla.
—Comprendo lo que quiere decir; es un verdadero enredo. ¿Pero cómo se explica que fuese uniforme cuando tomó las fotografías desde el satélite?
—Debe ser un efecto causado por el Sol naciente. El mar se calienta y, por un motivo que ignoro, no lo hace de manera uniforme.
—Quizá podremos encontrar una explicación. Observo que hay algunas zonas bastante claras… Esto debe tener su motivo. Si conseguimos descubrirlo, habremos resuelto algo.
Tom Lawson se movió haciendo un gran esfuerzo. El frágil cascarón de la confianza en sí mismo había sido hecho trizas por aquel revés inesperado, y se sentía dominado por una intensa fatiga. Había dormido muy poco durante los dos últimos días. Lo llevaron apresuradamente del satélite a una astronave y, después, de ésta a la Luna y, por último, a aquel esquí para el polvo. Y, al final, resultaba que su ciencia de nada servía.
—Puede haber una docena de explicaciones —dijo con tono sombrío—. Este polvo parece uniforme, pero puede tener zonas de distinta conductividad. Y quizá es más profundo en unos sitios que en otros…, lo cual puede alterar la cantidad de irradiación térmica.
Lawrence continuaba con la vista fija en la pantalla, tratando de relacionar la imagen que veía en ella con la escena que los rodeaba.
—Un momento —dijo—. Me parece que acaba de decir algo muy interesante. —Llamó al piloto—. ¿Qué profundidad tiene la capa de polvo por aquí?
—Nadie lo sabe. No disponemos de cartas batimétricas completas del mar de la Sed.
Pero en estos parajes es poco profundo…, cerca de la orilla norte. A veces hemos perdido la pala de una turbina en un escollo invisible.
—¿Tan poco profundo? Pues ahí tiene usted la solución del enigma. Si existen rocas a unos centímetros de profundidad, la imagen térmica puede sufrir toda clase de alteraciones. Le apuesto doble contra sencillo a que la imagen será más nítida cuando nos alejemos de estas regiones poco profundas. No se trata más que de un efecto local, provocado por las irregularidades del fondo.
—Tal vez tenga usted razón —dijo Tom, algo más animado—. Si el Selene se ha hundido, esto tiene que haber sucedido en una zona donde la capa de polvo sea mucho más profunda. ¿Está usted seguro que aquí el fondo está tan próximo a nosotros?
—Vamos a comprobarlo. Tengo una sonda de veinte metros en mi esquí.
Una sola sección del tubo telescópico bastó para demostrar que la suposición del ingeniero era cierta. Cuando éste hundió la sonda en el polvo, chocó con el fondo a menos de dos metros.
—¿Cuántas palas de repuesto tenemos? —preguntó con aire pensativo.
—Cuatro —repuso el piloto—. Dos juegos completos. Pero al chocar con una roca, las chavetas ceden y las palas no suelen recibir daño alguno. Además, como son de caucho, suelen plegarse. El año pasado sólo perdí tres. El Selene tuvo que cambiar una hace pocos días, durante una excursión, y Pat Harris tuvo que salir del barco para reparar la avería, lo cual resultó bastante emocionante para los pasajeros.
—Muy bien…, en marcha otra vez. Dirijámonos al desfiladero; tengo la impresión que la falla continúa en el mar de la Sed y, por lo tanto, el polvo debe ser allí más profundo. Si es así, las imágenes de la pantalla se harán más uniformes casi en seguida.
Sin grandes esperanzas, Tom continuó observando el juego de luces y sombras en la pantalla. Las navecillas avanzaban con mucha lentitud, para darle tiempo de analizar lo que veía.
Aún no habían recorrido dos kilómetros, cuando el joven astrónomo comprendió que Lawrence estaba en lo cierto.
Las manchas de intensidad desigual empezaron a desaparecer. La mezcla confusa de indicaciones frías y calientes se iban uniformizando. Sobre la pantalla se iba extendiendo un color grisáceo y unido, a medida que las variaciones de la temperatura se atenuaban.
Ya no quedaba la menor duda: la profundidad de la capa de polvo que tenían debajo iba rápidamente en aumento.
Tom hubiera debido alegrarse al comprobar que su equipo demostraba de nuevo su eficacia. Pero sucedió exactamente lo contrario. No podía apartar de su pensamiento los abismos ocultos sobre los que flotaba, en un endeble armatoste que navegaba por un medio traicionero y hostil. Bajo sus pies quizás habían simas que se hundían hasta el oculto corazón de la Luna, que podía devorar en cualquier momento al débil esquí, lo mismo que parecía haber engullido al Selene.
Tenía la impresión de cruzar un abismo sobre la cuerda floja o de seguir un sendero estrecho entre arenas movedizas. Durante todo el día se había sentido inseguro; sólo conoció la seguridad y la confianza cuando podía demostrar sus conocimientos técnicos…, pero nunca en sus relaciones con sus semejantes. En aquel momento, los peligros que presentaba su situación actual estimulaban sus ocultos temores; sentía una desesperada necesidad de firmeza, de algo sólido en que apoyarse.
A lo lejos se alzaban las montañas…, que en realidad no estaban a más de tres kilómetros. Eran macizas, eternas, con sus raíces profundamente ancladas en la Luna.
Contempló con anhelo el soleado refugio que le ofrecían aquellas altas cumbres, como un hombre perdido en el Pacífico sobre una balsa hubiera podido contemplar una isla inalcanzable.
Sintió una ansia enorme a que Lawrence lo sacase cuanto antes de aquel océano de polvo, inestable y traicionero, para llevarlo a la tierra sólida y segura.
—¡Pronto, a las montañas! —susurró sin darse cuenta—. ¡A las montañas!
Nadie está a solas cuando viste un traje espacial con la radio conectada. A cincuenta metros de distancia, Lawrence oyó el susurro y comprendió claramente su significado.
El ingeniero jefe de la mitad de un mundo tiene que conocer a la perfección no sólo las máquinas, sino también los hombres. «He corrido un riesgo calculado —pensó Lawrence—, y tengo la impresión que el intento me ha salido mal. Pero no voy a ceder sin lucha. Quizás aún pueda quitar la espoleta de esta bomba psicológica antes que el mecanismo de relojería la haga estallar…»
Tom Lawson no advirtió la proximidad del segundo esquí, pues permanecía encerrado en su propia obsesión. Pero de pronto notó que lo sacudían con fuerza…, con tanta fuerza, que su frente chocó contra el borde inferior del casco. Las lágrimas de dolor lo cegaron por un momento; después sintió ira…, mezclada al propio tiempo con una inexplicable sensación de alivio, cuando se encontró frente a la enérgica mirada del ingeniero jefe Lawrence y escuchó su voz que surgía de los altavoces de su traje:
—Basta de tonterías —le dijo Lawrence—. Y no voy a permitir que se maree en una de nuestras escafandras. Cada vez que alguien vomita en su interior, nos cuesta quinientos dólares limpiarla…, y aun así, ya no queda como antes.
—No estoy mareado… —balbuceó Lawson—. Yo…
Comprendió entonces que decir la verdad aún sería peor y se sintió agradecido a Lawrence por el tacto que había demostrado. Pero antes que pudiera decir nada más, el otro continuó, hablando con voz firme pero más amable:
—Nadie nos oye, Tom. Estamos en un circuito sólo para nosotros dos. Así es que escúcheme, y sin enfadarse. Yo sé muchas cosas sobre usted. Sé que la vida ha sido terriblemente dura para usted…, durísima. Pero tiene un cerebro de primer orden, un cerebro buenísimo, así es que no lo eche a perder portándose como un chiquillo asustado. Todos pasamos miedo alguna vez, desde luego; todos nos asustamos como chicos, pero éste no es el momento de hacerlo. La vida de veintidós personas depende de usted. Antes de cinco minutos, sabremos a qué atenernos. No quite la vista de la pantalla de su detector y no piense en nada más. Yo le sacaré de aquí sano y salvo. No se preocupe por eso en lo más mínimo.
Dio un golpecito en el traje de Lawson, esta vez cariñosamente y sin apartarle la vista de encima. Con gran alivio, vio que se iba serenando poco a poco y que sus contraídas facciones se calmaban.
Por unos instantes, el astrónomo permaneció completamente inmóvil. Era evidente que había conseguido sobreponerse a su momentánea crisis, pero parecía escuchar una voz interior.
¿En qué estará pensando?, se preguntaba Lawrence. Quizás en que forma parte de la humanidad, a pesar que ésta lo hubiese condenado a pasar su infancia en aquel espantoso orfelinato. Tal vez se decía que en algún lugar del mundo quizá existiese una persona que pudiese cuidarlo y romper aquel caparazón de hielo que rodeaba su corazón…
Era una escena extraña en verdad la que se desarrollaba en aquella llanura lisa como un espejo entre los montes Inaccesibles del sol naciente. Como naves inmóviles sobre unas aguas muertas y estancadas, los dos esquíes para el polvo flotaban muy juntos. Sus pilotos no desempeñaron parte alguna en el choque de voluntades que acababa de tener lugar y que intuyeron vagamente. Si alguien los hubiese contemplado de lejos, no hubiera podido conjeturar lo que estaba en juego: las vidas y los destinos de algunos seres humanos. Además, los dos hombres no revelarían nunca lo sucedido.
A decir verdad, algo distinto ocupaba ya su atención. Ambos advirtieron simultáneamente cuán irónica resultaba su situación.
Durante el tiempo que duró la breve escena se olvidaron de mirar a la pantalla del detector, absortos en sus propios problemas. Pero ésta les esperaba pacientemente, mostrando lo que tanto anhelaban encontrar.
Cuando Pat y Sue terminaron el inventario y salieron de la cámara neumática de entrada, los pasajeros se encontraban aún en imaginación en la Inglaterra de Carlos II.
Como ya era de esperar, la breve lección de física ofrecida por Newton a Nell Gwynn fue seguida por una lección mucho más larga de anatomía que ésta ofreció a Sir Isaac. El auditorio estaba encantado, y sobre todo teniendo en cuenta que el acento inglés purísimo de Barrett cada vez era más irreprochable.
Precisamente estaba leyendo lo que sigue:
«—En verdad le digo, Sir Isaac, que es un hombre de mucha sabiduría. Sin embargo, me atrevo a pensar que hay muchas cosas que una mujer podría enseñarle.
»—¿Qué cosas, mi linda doncella?
»Nell se ruborizó, vergonzosa.
»—Sir Isaac, temo que hayas consagrado vuestra vida tan sólo a las cosas del espíritu.
Pareces haber olvidado que el cuerpo también posee una gran ciencia.
»—Puedes llamarme Ike —dijo el sabio con voz ronca, mientras con sus dedos torpes trataba de deshacer los lazos de su blusa.
»—¡No aquí…, en palacio! —protestó Nell, sin hacer ningún esfuerzo por contener sus avances—. ¡El rey no tardará en regresar!
»—No se alarme, linda niña. Carlos está echando baladronadas con ese emborronador de cuartillas llamado Pepys. Esta noche no le veremos…»
«Si alguna vez salimos de aquí —pensó Pat—, tendremos que enviar una carta de agradecimiento a ese estudiante de diecisiete años que vive en Marte y que ha escrito esta sarta de disparates. Ha conseguido que los pasajeros se diviertan y esto es todo lo que importa de momento».
Con todo, había en la cabina alguien que no se divertía en absoluto. Pat no tardó en darse cuenta con inquietud del hecho que la señorita Morley le miraba con insistencia desde que había vuelto junto a los pasajeros. Recordando sus deberes como capitán, se volvió hacia ella para dirigirle una sonrisa tranquilizadora, aunque algo forzada.
Ella no se la devolvió. Su gesto aún se hizo más adusto y hostil. Después, lenta y deliberadamente, miró a Susan Wilkins, antes de mirarlo de nuevo a él.
No eran necesarias palabras para comprender lo que quería decir con tanta claridad como si lo hubiese gritado a voz en cuello: «Ya sé lo que estuvieron haciendo allá dentro, en la compuerta de entrada».
Harris sintió que se le encendía el rostro con la indignación del que se ve acusado injustamente. Por un momento permaneció sentado en la butaca, mientras la sangre latía en sus sienes. Después murmuró entre dientes: «¡Ya le enseñaré yo a esa mal pensada!»
Se puso en pie y, dirigiendo a la señorita Morley una mirada de venenosa dulzura, dijo de modo que ella lo oyese:
—¡Señorita Wilkins! Creo que hemos olvidado algo. ¿Quiere volver a la compuerta de entrada?
Al cerrarse nuevamente la puerta a sus espaldas, interrumpiendo la narración de un incidente que arrojaba las dudas más graves sobre la ascendencia del duque de Saint Albans, Sue Wilkins lo miró desconcertada.
—¿Vio usted, eso? —preguntó él, todavía ardiendo en ira:
—¿A qué se refiere?
—A la señorita Morley…
—¡Bah! —le interrumpió Susan—. No se preocupe por esa infeliz. La pobre no le quita ojo de encima desde que salimos de la Base. Ya sabe de qué sufre, ¿no?
—¿De qué? —preguntó Pat, desazonado y casi seguro de cuál sería la respuesta.
—Creo que podríamos llamarlo soltería progresiva. Es una enfermedad muy común y los síntomas son siempre los mismos. Sólo existe un remedio para ella.
Los caminos del amor son extraños y tortuosos. Apenas diez minutos antes, Pat y Sue habían salido juntos de la cámara de entrada convencidos del hecho que sólo había entre ellos una pura amistad y decididos a continuar así. Pero, entonces, la extraña combinación de la señorita Morley con Nell Gwynn y la creencia que de todos modos los condenarían, ya fuesen inocentes o culpables, mezclado con la instintiva certidumbre biológica del hecho que el amor es lo único que puede oponerse a la muerte, acabó por dominarlos. Por un instante permanecieron inmóviles en el pequeño y angosto recinto y un instante después, sin que supieran quién había hecho el primer movimiento, se encontraron uno en brazos del otro.
Sue sólo tuvo tiempo de susurrar una frase antes que Pat le sellase los labios con un beso:
—Aquí no…, no hay palacio…