Capítulo 11

Por fin apareció algo que rompió la lisa monotonía del mar de la Sed. Una chispa de luz diminuta pero muy brillante acababa de asomar por el horizonte, y a medida que los esquíes avanzaban, subía hacia las estrellas. Pronto se le unió otra y después una tercera.

Las cumbres de los montes Inaccesibles se alzaban sobre el borde de la Luna.

Como de costumbre, era imposible conjeturar a qué distancia se hallaban. Hubieran podido ser pequeñas rocas situadas a corta distancia…, o, al contrario, ni siquiera formar parte de la Luna, sino de un mundo gigante y erizado, situado a millones de kilómetros en el espacio. En realidad, las montañas estaban a cincuenta kilómetros de distancia y los esquíes llegarían a ellas al cabo de media hora.

Tom Lawson les dirigió una mirada de gratitud. Ya tenía algo en que ocupar la vista y la mente. Había llegado a creer que se volvería loco si seguía mirando mucho más tiempo aquella llanura, al parecer infinita. Se sentía disgustado consigo mismo por mostrarse tan falto de lógica. Sabía que el horizonte estaba en realidad muy próximo y que el mar de la Sed no era más que una pequeña parte de la superficie de la Luna, que tampoco era muy extensa. Sin embargo, mientras permanecía enfundado en su escafandra, dominado por la impresión de no ir a ninguna parte, recordaba aquellas horribles pesadillas en las cuales luchamos con todas nuestras fuerzas para huir de un peligro espantoso, sin poder movernos del mismo sitio. Tom solía tener esta clase de sueños y otros aún peores.

Pero entonces pudo ver que efectivamente avanzaban y que su larga sombra negra no estaba inmóvil en el suelo, como parecía en ocasiones. Apuntó el detector hacia las cumbres iluminadas y obtuvo una viva reacción. Como ya esperaba, las rocas iluminadas por el Sol mostraban una temperatura elevadísima; aunque el día lunar apenas había comenzado, las montañas ya mostraban una superficie ardiente. La temperatura era mucho más baja al nivel del «mar». La superficie de polvo no alcanzaría su máxima temperatura hasta mediodía, para el que aún faltaban siete días terrestres. Esto favorecía mucho la tarea que se disponía a iniciar; y aunque ya fuese de día, aún tenía algunas probabilidades de detectar una fuente de irradiación calórica, por débil que fuese, antes que los ardientes rayos solares la borrasen.

Veinte minutos después, las montañas cubrían la mitad del firmamento y los esquíes redujeron su velocidad a la mitad.

—Debemos procurar no dejar atrás su rastro —le explicó Lawrence—. Mire con atención al pie de esa cumbre doble de la derecha. ¿No ve usted una línea oscura vertical?

—Sí, la veo.

—Es el desfiladero que conduce al lago del Cráter. La mancha térmica que usted ha localizado se encuentra a tres kilómetros al oeste. No podemos aún verla, porque está al otro lado del horizonte. ¿Por qué lado quiere usted que nos aproximemos a ella?

Lawson reflexionó. Tendría que ser por el norte o por el sur. Si llegaban por el oeste, tendrían aquellas rocas ardientes en su campo de visión. Por el este aún era menos posible, pues tendrían el Sol naciente de cara.

—Demos la vuelta para abordar ese punto por el norte —dijo—. Y avíseme cuando estemos a menos de dos kilómetros del punto.

Los esquíes aceleraron y, aunque no hubiese ninguna posibilidad de detectar algo por el momento, Tom empezó a escrutar la superficie que se extendía ante ellos con su aparato. Deseaba comprobar una suposición que había hecho: si las capas superiores de polvo estaban a una temperatura uniforme, cualquier diferencia térmica sólo podía deberse a la intervención humana. Si se equivocaba en esta presunción…

Pues se equivocaba. Su hipótesis resultó completamente falsa. En la pantalla, el mar de polvo apareció como una confusa mezcla de manchas claras y oscuras…, más exactamente, de zonas de calor y frío. Las diferencias de temperatura sólo eran de una fracción de grado, pero la imagen apareció irremediablemente confusa. No habría ninguna posibilidad de localizar una fuente aislada de calor en aquel enredo térmico.

A Tom Lawson se le cayó el alma a los pies. Su mirada abandonó la pantalla para posarse con incredulidad en la superficie polvorienta. A simple vista, parecía absolutamente lisa y homogénea. Por doquiera se extendía aquella superficie grisácea.

Pero vista con los rayos infrarrojos, parecía el mar terrestre en un día nublado, cuando las luces y las sombras juegan en la superficie de las aguas.

Pero no había nubes, en la Luna, que proyectasen su sombra sobre aquel mar yermo.

Aquel aspecto abigarrado de la superficie debía tener otra causa. Fuera cual fuese, Tom se sentía demasiado abatido para buscar su explicación científica. Había efectuado aquel largo viaje hasta la Luna, había arriesgado su vida y su equilibrio mental en aquel temerario recorrido…, y todo para que al final sus esperanzas, basadas en un experimento cuidadosamente realizado, cayesen por los suelos a causa de una jugarreta que le gastaba la naturaleza. Era lo peor que le podía ocurrir y sentía compasión por sí mismo.

Tardó varios minutos en apenarse también por la suerte de las personas encerradas en el Selene.

—Así, entonces —dijo el capitán del Auriga, con una calma exagerada—, usted desea alunizar en los montes Inaccesibles. Me parece una idea muy interesante.

Spenser no dejó de ver que el capitán Anson no se lo tomaba en serio. Se imaginaba probablemente que su interlocutor era un periodista algo chiflado que no se daba cuenta cabal de las dificultades que ofrecía semejante empresa. Esto quizá hubiera sido cierto doce horas antes, cuando el plan de Spenser no pasaba de ser un vago proyecto en su espíritu. Mas en aquel instante poseía todos los datos requeridos y sabía exactamente lo que hacía.

—Capitán, le he oído afirmar que es usted capaz de posar su astronave a menos de un metro del punto requerido. ¿Es cierto?

—Verá…, con un poco de ayuda por parte de la calculadora…, en efecto.

—Magnífico. Ahora, mire esta fotografía, por favor.

—¿Qué es esto? ¿Glasgow en una noche de niebla?

—Oh, se trata de una ampliación bastante mala, pero, sin embargo, nos muestra todo cuanto deseamos saber. Representa la zona situada al pie de la cumbre occidental de estas montañas. Dentro de unas horas tendré una copia mucho mejor, y un mapa con indicaciones precisas, que ahora me está preparando el Servicio Selenográfico, gracias a las fotos de sus archivos. Yo sostengo que existe una amplia terraza en el flanco de esta montaña, lo bastante grande para que se posen en ella una docena de astronaves. Y me parece bastante llano, en particular aquí…, y aquí. Por lo tanto, un alunizaje en estos parajes no sería problema para usted.

—Desde el punto de vista técnico, quizá no. ¿Pero ya ha pensado usted en lo que costaría la operación?

—Esto es cuenta mía, capitán…, nosotros creemos que puede valer la pena si es cierto lo que conjeturo.

Spenser aún pudiera haber dicho más, pero es una mala táctica comercial demostrar demasiado interés por los artículos o servicios que otro puede ofrecernos. Aquello podía resultar el notición del siglo: El primer salvamento efectuado en el espacio bajo los mismos ojos de las cámaras de televisión. Como por desgracia todo el mundo sabía, habían ocurrido muchos siniestros y accidentes en el vacío interplanetario, pero siempre habían estado desprovistos de elementos dramáticos o de suspenso. En estos casos, las víctimas murieron instantáneamente o, cuando se supo el desastre, ya no había esperanzas de salvación. Semejantes tragedias saltaban bajo grandes titulares a las primeras planas de los periódicos, pero no proporcionaban relatos apasionantes de interés humano, como podía ocurrir con el caso del Selene. Al día siguiente, ya habían dejado de ser noticia.

—No se trata solamente de la cuestión económica —dijo el capitán, aunque su tono de voz parecía dar a entender que había pocas cosas tan importantes como aquélla—. Aunque la compañía propietaria de la astronave estuviese de acuerdo, usted necesitaría una autorización especial de la Dirección General del Espacio de esta cara de la Luna.

—Ya lo sé…, alguien se ocupa de ello en estos momentos. No se trata de dificultades insuperables.

—¿Y qué me dice usted de los Lloyd’s? Nuestra póliza de seguros no cubre pequeñas operaciones como ésa.

Spenser se inclinó sobre la mesa, dispuesto a lanzar su bomba.

—Capitán —articuló lentamente—. Las Informaciones Interplanetarias están dispuestas a depositar de antemano una fianza por el valor total de la astronave cubierto por la póliza que…, si mis informaciones son ciertas, asciende a la suma algo exagerada de 6.425.000 dólares esterlinos.

El capitán Anson parpadeó dos veces y su actitud cambió al instante. Con aire pensativo, se sirvió una copa y dijo:

—Nunca hubiera imaginado que a mi edad empezaría a hacer alpinismo. Pero si ustedes son lo bastante locos para arriesgar seis millones de dólares…; en tal caso, a las montañas se ha dicho.

Con gran alivio por parte de su marido, el interrogatorio de la señora Schuster se interrumpió para que todos pudiesen almorzar. Era una dama muy parlanchina y por lo visto aprovechaba con agrado la primera ocasión que se le presentaba en muchos años de hablar por los codos. Según podía colegirse de sus palabras, su carrera no era de las más notables cuando la suerte y la policía de Chicago pusieron punto final a su actuación artística. Pero tenía bastante mundo y trató a muchas de las grandes artistas de finales de siglo. Sus recuerdos evocaron los días lejanos de su juventud para varios de los pasajeros de más edad. En un momento dado, sin que el tribunal protestara, todo el auditorio la coreó cuando se puso a cantar aquel éxito perdurable, que nunca pasaba de moda: Spacesuit Blues. En su calidad de mantenedor de la moral del grupo, el comodoro pensó que la señora Schuster valía su peso en oro…, lo cual no era decir poco.

Después del almuerzo, que algunos pasajeros hicieron durar media hora, masticando cada bocado cincuenta veces, se continuó la sesión de lectura, y los que pedían con insistencia La Naranja y la Manzana se salieron finalmente con la suya. Como la acción de la novela transcurría en Inglaterra, se acordó por unanimidad que la leyese el señor Barrett, quien así tuvo que hacerlo, pese a sus vivas protestas.

—Muy bien —dijo a regañadientes—. Empecemos entonces. Capítulo primero. Drury Lane, 1665…

Desde luego, el autor no perdió el tiempo. Menos de tres páginas después del principio de la novela, sir Isaac Newton ya explicaba la ley de la gravedad a la señora Gwynn, quien ya había dado a entender que se lo pagaría de algún modo. La forma que asumiría esta remuneración, Pat Harris la adivinó fácilmente, pero era un esclavo del deber. Las distracciones eran para los pasajeros. Los tripulantes tenían otras cosas que hacer.

—Hay un cajón con víveres de socorro que aún no he abierto —le dijo la señorita Wilkins, cuando la puerta del compartimiento estanco se cerró suavemente tras ellos, ahogando las frases articuladas a la perfección por el señor Barrett—. Las galletas y la confitura escasean, pero la carne comprimida aún puede durar.

—Lo cual no me sorprende —repuso Pat—. Los pasajeros no demuestran mucha predilección por ella. Vamos a ver el inventario de alimentos.

La azafata le tendió las hojas mecanografiadas, ya muy marcadas con señales de lápiz.

—Empezaremos por esta caja. ¿Qué contiene?

—Jabón y servilletas de papel.

—Bien, esto no es comestible. ¿Y la siguiente?

—Caramelos. Los guardaba para celebrar nuestro salvamento…

—Me parece buena idea, pero esta noche podría repartir algunos. Uno para cada pasajero, con una copita de licor. ¿Y esto?

—Un cartón con mil cigarrillos.

—Trate que nadie los vea. Hubiera preferido que no me lo hubiese dicho.

Pat dirigió una pálida sonrisa a Sue y pasó a la caja siguiente. Era indudable que los alimentos no iban a representar el problema principal, pero tenían que comprobar cuidadosamente sus existencias. Harris sabía que cuando fueran rescatados, tarde o temprano algún escribiente humano o electrónico insistiría para que se hiciese un inventario detallado de todas las provisiones consumidas. Conocía muy bien a la Administración Lunar.

Cuando fueran rescatados. ¿Creía sinceramente que sucedería tal cosa? Llevaban ya más de dos días perdidos y no había el menor indicio de alguien que los estuviera buscando. No sabía cómo este indicio podía manifestarse…, pero esperaba algo.

Permaneció silencioso y pensativo hasta que Sue le preguntó ansiosa:

—¿Qué sucede, Pat? ¿Algo anda mal?

—¡Nada de eso! —repuso él con amarga ironía—. Dentro de cinco minutos estaremos entrando en la Base. Ha sido un viaje muy agradable, ¿no le parece?

La joven lo miró con incredulidad, enrojeció y las lágrimas asomaron a sus ojos.

—Perdóneme —dijo Pat, inmediatamente arrepentido—. No quería decir eso… Ha sido una prueba muy dura para ambos y usted la ha resistido de una manera admirable. No sé qué hubiéramos hecho sin usted, Sue.

Ella se llevó un pañuelo a los ojos, sonrió fugazmente y repuso:

—Está bien, ya comprendo. —Ambos guardaron silencio por un momento—. Dígame, Pat…, ¿cree usted de verdad que saldremos de ésta?

Encogiéndose de hombros con ademán de impotencia, Pat repuso:

—¿Quién sabe? Por lo menos, tenemos que mostrarnos confiados ante los pasajeros.

Y también podemos tener la seguridad del hecho que toda la Luna nos busca. Me resisto a creer que esto aún dure mucho tiempo.

—Pero aunque nos encuentren… ¿Cómo llegarán a nosotros?

La mirada de Pat se volvió hacia la puerta exterior, que sólo estaba a unos centímetros.

Hubiera podido tocarla sin moverse de donde estaba…, incluso hubiera podido abrirla después de inmovilizar el cierre de seguridad, pues se abría hacia dentro. Al lado opuesto de aquella fina plancha metálica había quién sabe cuántas toneladas de polvo que irrumpirían como agua en una nave que se hundiese, si encontrasen el menor resquicio para infiltrarse. ¿A qué distancia de ellos se encontraba la superficie? Éste era un problema que le había preocupado desde que se hundieron, pero era imposible averiguarlo.

Y tampoco podía responder a la pregunta que le había hecho Sue. Era difícil imaginar lo que pasaría cuando los localizasen. Lo más probable era que se iniciasen inmediatamente las operaciones de salvamento. Sin duda sus hermanos terrestres no les dejarían morir cuando descubriesen que estaban vivos…

Con todo, esto significaba prestar oídos a un optimismo irrazonable, no a la fría lógica.

Antes que ellos, centenares de seres humanos habían quedado encerrados en vehículos del espacio, como ellos estaban encerrados entonces, y todos los recursos de naciones ricas y poderosas no bastaron para salvarlos. Pensó también en los mineros atrapados en las galerías a causa de un derrumbamiento, a los tripulantes de submarinos hundidos y, sobre todo, en los astronautas cuya nave había sido lanzada fuera de su órbita, más allá de toda posibilidad de ser alcanzados, y que muchas veces podían comunicarse libremente con amigos y parientes hasta que llegaba el momento de su fin. Un caso parecido ocurrió dos años atrás con el Casiopea, cuando se le agarrotó el motor principal y su misma fuerza propulsora sirvió para lanzarlo fuera del Sistema Solar. En aquellos instantes debía estar navegando por el espacio en dirección a la estrella Canopus, en una de las órbitas mejor calculadas de las que recorrían los vehículos espaciales. Los astrónomos podrían determinar con toda exactitud su situación durante millones de años.

¡Buen consuelo para los tripulantes, encerrados en una tumba más duradera que la que tuvo Faraón alguno!

Pat alejó de su mente aquella estéril divagación. Su estrella aún no había declinado, y pensar en que todo terminaría en desastre, equivaldría a atraerlo.

Así es que entonces propuso:

—Démonos prisa por concluir este inventario. Tengo interés en saber qué va a pasar entre Nell Gwynn y el pícaro sir Isaac.

Por lo menos, aquél era un pensamiento mucho más grato, especialmente encontrándose cerca de una chica tan atractiva y desvestida como Susan. Pat pensó que, en situaciones como aquélla, las mujeres gozaban de una gran ventaja sobre los hombres. Susan conservaba su elegancia, a pesar de haberse quitado casi todo el uniforme para resistir el calor tropical que allí reinaba; en cambio, él, como todos los hombres que iban en el Selene, se sentía molesto y desaseado con su áspera barba de tres días. Y lo peor era que no podía hacer nada para remediarlo.

Su áspera barba no pareció molestar a Susan, sin embargo, cuando él, abandonando el fingido trabajo del inventario, se acercó tanto a ella que le rozó la mejilla con su pinchante barba. Verdad es que ella tampoco demostró ningún entusiasmo. Se limitó a permanecer quieta frente a los cajones medio vacíos, como si ya hubiese esperado aquello y no la sorprendiese en absoluto. Pat, desconcertado por aquella reacción, no tardó en apartarse.

—Perdón —dijo—. Supongo que usted pensará que soy un tenorio sin escrúpulos que trata de aprovecharse de la situación.

—Nada de eso —repuso Sue, lanzando una fatigada risa—. Por el contrario, me alegra saber que aún produzco efecto. A ninguna chica le molesta que un hombre la corteje. Lo molesto es cuando pretenden propasarse con una.

—De modo que, ¿no quiere que siga?

—No estamos enamorados, Pat, y eso tiene importancia para mí, incluso ahora.

—¿Y seguiría teniendo importancia si supiese que jamás saldremos de aquí?

Ella arrugó la frente, pensativa.

—No estoy muy segura…, pero usted mismo ha dicho que hay que suponer que nos encontrarán. Si no pensáramos eso, entonces, tanto importaría una cosa como otra.

—Lo siento —dijo Pat—. Yo no la deseo bajo estas condiciones. La quiero demasiado para eso.

—Me alegro de saberlo; usted sabe que siempre me ha gustado trabajar con usted…, hubiera podido pedir el traslado para otros muchos destinos.

—Fue una lástima que no lo hiciera —comentó Pat.

Su breve vaharada de deseo, provocada por la soledad, la proximidad de la joven, su escasa vestimenta y su tensión emocional, ya se había disipado.

—Ya vuelve usted a ser pesimista —dijo Sue—. Éste es su principal defecto. Permite que las circunstancias lo dominen, y se deja abatir por ellas. No hace ningún esfuerzo por sobreponerse…, se deja intimidar por cualquiera.

Pat la miró, más sorprendido que disgustado.

—Nunca hubiera supuesto —dijo— que se dedicase a psicoanalizarme.

—Y no lo he hecho. Pero cuando se tiene interés por alguien y se trabaja con él, es inevitable llegar a conocerle bastante bien.

—Ya no estoy de acuerdo con su afirmación respecto a que me dejo intimidar fácilmente.

—¿Ah, no? ¿Quiere decirme quién manda en el Selene, ahora?

—Si se refiere al comodoro, es diferente. Está mil veces más capacitado que yo para asumir el mando en estos momentos. Y lo ha hecho con una corrección absoluta…, no ha dejado de pedirme permiso ni un solo instante.

—Ahora ya no se molesta en hacerlo. De todos modos, no es ésa la cuestión. ¿No le alegra pensar que él ha asumido esa responsabilidad?

Pat reflexionó un instante. Después miró a Sue con respeto, a pesar que no quería demostrarlo.

—Quizá tenga usted razón. Nunca he sentido deseos de imponerme o de imponer mi autoridad…, si es que la tengo. Creo que esto se debe al hecho que soy conductor de una especie de autobús lunar y no capitán de una astronave. Ahora ya es un poco tarde para cambiar este estado de cosas.

—Aún no ha cumplido treinta años.

—Gracias por su amabilidad, pero tengo treinta y dos. En mi familia conservamos un aire juvenil hasta edad muy avanzada. Entonces suele ser lo único que nos queda.

—¿Treinta y dos años…, y aún no tiene novia?

«¡Ah! —pensó Pat Harris—; hay varias cosas que le conciernen que ella no sabe. ¿Pero de qué serviría hablarle de Clarisa y su pequeño apartamento de Ciudad Copérnico, que entonces le parecía algo tan lejano? ¿Y debía estar muy afligida Clarisa, en aquellos momentos? ¿Quién debía afanarse por consolarla? Quizá Sue tuviese razón, bien mirado. No he tenido relaciones con una chica desde que conocí a Yvonne, hace cinco años. No, siete años…»

—Sí, creo que es mejor ser dos en la vida —dijo—. Cualquier día de éstos empezaré a pensar en casarme.

—Quizás aún diga lo mismo cuando tenga cuarenta años… Hay tantos hombres del espacio que se comportan así… Cuando se retiran, aún no se han decidido…, entonces ya es demasiado tarde. Mire al comodoro, por ejemplo.

—¿Qué enfado ha tomado con el comodoro? Es un tema que ya empieza a cansarme.

—Se ha pasado toda la vida en el espacio. No tiene familia ni hijos. La Tierra no significa gran cosa para él, supongo, pues ha vivido en ella muy poco. Debió haberse sentido completamente perdido cuando lo han jubilado. Este accidente ha sido un verdadero don del cielo para él…, ahora vuelve a sentirse otra vez él mismo.

—Me alegro por él…, lo merece. Me daría por satisfecho con llegar a su edad habiendo hecho sólo una décima parte de lo que él ha realizado… Aunque no tengo demasiada confianza en alcanzar su edad, teniendo en cuenta nuestra situación actual.

Pat vio que Susan todavía tenía en la mano las hojas del inventario; se había olvidado por completo de ellas. Le recordaron que sus recursos alimenticios iban en disminución y las contempló con desagrado.

—Bueno, volvamos a la tarea —dijo—. Tenemos que pensar en los pasajeros.

—Si nos quedamos un rato más aquí —observó Sue—, serán los pasajeros quienes empiecen a pensar en nosotros. No podía suponer cuán cerca estaba de la verdad.