El doctor Tom Lawson, en opinión del ingeniero jefe Lawrence, constituía una excepción al viejo proverbio según el cual «saberlo todo, es perdonarlo todo». Saber que el astrónomo había tenido una infancia desprovista de cariño, pasada en el seno de una institución pública y que había conseguido librarse del peso abrumador de su origen por medio de prodigios de inteligencia, pero a costa de otras cualidades humanas, permitía comprenderlo mejor…, pero no despertaba la simpatía ajena. Verdaderamente, era una mala suerte, pensaba Lawrence, que fuese el único hombre de ciencia, en un radio de trescientos mil kilómetros, que poseía un detector de rayos infrarrojos y supiese utilizarlo.
El astrónomo estaba sentado en aquellos momentos en el asiento de observación del esquí para el polvo número 2, efectuando los últimos ajustes al tosco pero eficaz dispositivo que había instalado. Un trípode de cámara fotográfica había sido montado sobre la capota del esquí y el detector se colocó a su vez sobre el trípode, de manera que pudiese girar en todas direcciones.
Parecía funcionar perfectamente, aunque era difícil asegurarlo en aquel pequeño hangar sometido a presión interior, en el que surgían por todos lados fuentes calóricas. La única prueba válida podía efectuarse en el mar de la Sed.
—Listo —dijo Lawson al ingeniero jefe—. Me gustaría hablar con el que lo hará funcionar.
Lawrence lo miró pensativo. Aún no estaba decidido del todo. Había argumentos muy sólidos a favor y en contra de lo que se proponía hacer, pero, de todos modos, no podía permitir que sus sentimientos personales influyesen en la decisión que iba a tomar. El problema era demasiado importante para ellos.
—Usted puede llevar un traje espacial, ¿no es así?
—Nunca me lo he puesto, porque en el satélite sólo es preciso para salir al exterior, y eso lo dejamos a los ingenieros.
—Pues ahora tendrá ocasión de aprender su empleo —repuso el ingeniero jefe, sin hacer caso de la indirecta. («Si es que era una indirecta», pensó, porque la grosería de Lawson se debía sin duda a la indiferencia que sentía por los convencionalismos, más que una declarada hostilidad hacia ellos)—. No es muy complicado viajar en un esquí.
Usted sólo tiene que permanecer tranquilo en el asiento del observador. El dispositivo automático regula el oxígeno, la temperatura y lo demás. Sólo hay un problema…
—¿Cuál es?
—¿Cómo anda usted en lo que se refiere a la claustrofobia?
Tom vaciló, pues no le agradaba confesar su debilidad. Había pasado normalmente las pruebas obligatorias, con la impresión —por otra parte exacta— de haber alcanzado apenas los puntos necesarios en algunos de los ensayos psicológicos. Cierto que no padecía de claustrofobia aguda, pues de lo contrario nunca habría podido subir a una astronave interplanetaria, pero ponerse un traje espacial era algo muy distinto.
—Puedo resistir —dijo por fin.
—Si no es así, no trate de engañarse a sí mismo —insistió Lawrence—. Me gustaría que viniese usted en el Especial dos e ir yo en el uno, pero no quiero empujarle a un heroísmo equivocado. Lo único que le pido es que se decida antes que salgamos del hangar. Cuando estemos veinte kilómetros más adentro, ya será un poco tarde para cambiar de parecer.
Tom miró el esquí y se mordió los labios. La idea de deslizarse a través de aquel infernal lago de polvo en tan frágil aparato parecía una locura y, sin embargo, esos hombres lo hacían a diario. Además, si pasaba algo con el detector, había, por lo menos, la probabilidad de que él pudiese repararlo.
—Aquí tiene un traje para su medida —le dijo Lawrence—. Pruébelo, y eso le ayudará a decidir lo que debe hacer.
Tom se metió con algún trabajo en la floja y crujiente envoltura, corrió el cierre de cremallera y allí se quedó, a la espera del casco, sintiéndose un poco ridículo. El botellón de oxígeno, prendido a su arnés, parecía absurdamente pequeño, y Lawrence, que advirtió su mirada de desconfianza, le dijo:
—No se preocupe. Es únicamente una reserva de emergencia para cuatro horas. La provisión de oxígeno está en el esquí. Ahora viene su casco; cuidado con la nariz.
Por la expresión de quienes le rodeaban, Tom comprendió que ése era el momento en que podían distinguirse a los hombres de los muchachos. Hasta el instante de ajustarse el casco, uno formaba todavía parte de la especie humana, pero después estaba solo, en un pequeñísimo mundo mecánico propio. Podía haber otros hombres a pocos centímetros de distancia, pero se les veía a través de un espeso caparazón de plástico, y para hablarles era preciso hacerlo por radio. Alguien había escrito que era terriblemente solitario morir dentro de un traje espacial, y, en aquel momento, Tom pensó que eso debía ser cierto.
En los diminutos altavoces puestos a ambos lados del casco repercutió de pronto la voz del ingeniero jefe:
—El único instrumento al que tendrá usted que atender es el «intercom», a su derecha, normalmente conectado con su piloto todo el tiempo que permanezcan en el esquí, de modo que podrán hablarse cuanto quieran. Pero tan pronto como desconecte, deberá valerse de la radio, como ahora que me escucha. Oprima el botón de «Transmisión» para responder.
—¿Para qué sirve ese botón rojo? —preguntó Tom, después de obedecer a Lawrence—. ¿Es para dar una señal de alarma?
—Confío en que no lo necesitará. En caso de peligro, lanza una señal especial que funciona ininterrumpidamente hasta que alguien va en su socorro. Pero no toque ninguno de los aparatos de la escafandra sin que nosotros se lo indiquemos…, en especial ése.
—No tocaré nada —prometió Tom—. Estoy listo. Vayámonos.
Marchó con paso torpe hasta el esquí número 2, pues no estaba acostumbrado a la escafandra ni a la gravedad lunar, y ocupó el asiento del observador. Una especie de cordón umbilical, insertado junto a su cadera derecha, estaba acoplado con el depósito de oxígeno, el sistema de comunicación y el de electricidad. El vehículo podía mantenerlo vivo, aunque bastante incómodo, durante tres o cuatro días seguidos.
El pequeño hangar apenas podía contener a los dos esquíes juntos y las bombas sólo necesitaron unos minutos para extraer el aire del pequeño cobertizo. Al sentir que el traje se endurecía, Tom experimentó un asomo de pánico; nadie podía dejar de ponerse en tensión cuando se encontraba en el vacío por primera vez en su vida.
Las puertas estancas giraron y se abrieron. Tom sintió el tironcito final, como de unos dedos fantasmales, al salir el último resto de aire, que se dispersó en el vacío. Alzando los ojos, vio extenderse hasta el horizonte, llano, desierto y grisáceo, el mar de la Sed.
Por un momento le pareció imposible que lo que veía a su alrededor, sólo a unos metros, fuese real y correspondiese a las imágenes que había estudiado desde el lejano espacio. ¿Quién debía estar mirando entonces por el telescopio de cien centímetros?
¿Uno de sus colegas estaría observando en aquellos momentos la Luna, desde su ventajosa atalaya? Pero lo que veía no era una imagen proyectada sobre una pantalla por los electrones en movimiento, sino la propia realidad, aquella sustancia extraña y amorfa que había engullido a veintidós seres humanos sin dejar rastro. Y él, Tom Lawson, se disponía a aventurarse en aquel frágil esquí sobre aquel mismo mar de la Sed…
No pudo seguir cavilando. El esquí vibró bajo él cuando comenzaron a girar los propulsores y, siguiendo de cerca al primero, patinó lentamente por la desnuda superficie de la Luna.
Los largos rayos del Sol naciente los bañaron en su luz cuando salieron de la sombra que proyectaban las construcciones. Incluso con la protección de los filtros automáticos, era peligroso mirar directamente la boca de aquel horno, blanco azulado, que surgía por el cielo oriental. ¿El cielo oriental? No, se corrigió Tom. No estaba en la Tierra, sino en la Luna, donde el Sol sale por el oeste. De modo que, se dijo, nos dirigimos al nordeste, hacia el Sinus Roris, siguiendo el mismo trayecto del Selene…, la misma ruta que éste siguió antes de desaparecer.
Cuando las bajas cúpulas del puerto fueron disminuyendo de tamaño en el horizonte, el joven astrónomo experimentó algo de la euforia y la excitación que producen todas las formas de la velocidad. Pero la sensación sólo duró algunos minutos, hasta que todos los puntos de referencia desaparecieron y tuvo la ilusión de hallarse inmóvil en el centro de una llanura infinita. Pese al movimiento incesante de los propulsores en abanico y la caída lenta y silenciosa de las parábolas de polvo que dejaban atrás, tenía la sensación que no se movían, a pesar que Tom sabía muy bien que iban a una velocidad que les permitiría atravesar el mar de la Sed en un par de horas. Sin embargo, tuvo que combatir el temor de hallarse perdido a muchos años de luz de cualquier posibilidad de socorro. Fue entonces cuando empezó, un poco tarde, a experimentar, incluso a pesar suyo, cierto respeto por los hombres con quienes colaboraba.
Aquel sitio le pareció propicio para empezar a comprobar su equipo. Activó el detector y lo hizo girar en todas direcciones, sobre la extensión desierta que acababan de cruzar.
Con una tranquila satisfacción, observó los dos rastros de luz cegadora que ambos esquíes dejaban sobre la oscura superficie del mar de polvo. Aquella prueba, desde luego, la hubiera podido hacer un niño. El fantasma térmico del Selene, que sin duda ya estaría casi borrado, sería un millón de veces más difícil de detectar bajo el calor creciente del alba. Pero el resultado era alentador; si no se hubiese producido, hubiera sido inútil proseguir la búsqueda.
—¿Cómo funciona? —preguntó el ingeniero jefe, que debía estar observándolo desde el otro esquí.
—Tengo la impresión —repuso Tom con prudencia— que funciona normalmente.
Apuntó entonces el detector hacia la Tierra en cuarto menguante. Era un objetivo un poco más difícil, pero no imposible de detectar, pues no hacía falta mucha sensibilidad para captar el suave calor que irradiaba el planeta materno en la fría noche del espacio.
El resultado no se hizo esperar… La Tierra, sometida al examen por infrarrojos, daba una imagen extraña y de momento desconcertante. Ya no era un creciente nítido y geométricamente perfecto, sino que parecía una seta recortada con el tallo tendido sobre el ecuador.
Tom sólo necesitó unos segundos para interpretar la imagen. Ambos polos habían desaparecido, lo cual era comprensible, pues eran demasiado fríos para que fuesen captados con tan baja sensibilidad. Pero ¿a qué se debía aquella protuberancia en la parte no iluminada del planeta? Comprendió entonces que veía el cálido resplandor causado por los océanos tropicales, que irradiaban durante la noche el calor acumulado durante el día. Gracias a los rayos infrarrojos, la noche ecuatorial era más brillante que el día polar.
Aquello le recordó un hecho que ningún hombre de ciencia debía echar jamás en olvido, a saber: que los sentidos humanos sólo perciben una imagen parcial y deformada del universo. Tom Lawson nunca había oído hablar del grandioso mito platónico de los prisioneros encadenados en una cueva, en cuyas paredes se proyectaban las sombras del mundo exterior, mientras ellos trataban de deducir la realidad externa gracias a ellas.
Pero aquella demostración hubiera interesado a Platón, el cual se hubiera preguntado: De las dos imágenes de la Tierra, ¿cuál era real: la que la mostraba como una perfecta media luna, visible al ojo, o la que tenía el aspecto de una seta desgarrada, que brillaba más allá del rojo del espectro? ¿Y si ni una ni otra fuesen las verdaderas imágenes del mundo?…
El despacho era pequeño, incluso para Puerto Roris, que no era más que una estación de empalme entre la cara de la Luna vuelta hacia la Tierra y la cara opuesta, y un punto de partida para los turistas que visitaban el mar de la Sed. Aunque, por algún tiempo, era probable que a nadie se le ocurriese ir a visitarlo…
El puerto gozó de una efímera celebridad tres años antes, como base utilizada por uno de los pocos criminales de la Luna que tuvieron éxito en sus acciones delictivas, un sujeto llamado Jerry Budker, que había amasado una pequeña fortuna vendiendo reliquias falsas del Lunik II. El personaje, evidentemente, no resultaba tan interesante como Robin de los Bosques o Billy el Muchacho, pero la Luna no podía ofrecer nada mejor.
Maurice Spenser más bien se alegraba del hecho que Puerto Roris fuese una población tan tranquila, de una sola cúpula, aunque sospechaba que la tranquilidad no duraría mucho tiempo, en especial cuando sus colegas de Ciudad Clavius supiesen que un jefe del servicio de Informaciones Interplanetarias permanecía allí sin motivo aparente, sin que pareciese tener prisa en dirigirse al sur, en dirección a la populosa capital de la Luna (Ciudad Clavius contaba en aquel momento con 52.647 habitantes).
En cuanto a sus superiores de la Tierra, a quienes envió un cablegrama de redacción ambigua, se fiarían de su buen juicio y, sin duda, supondrían en qué se estaba ocupando.
Pero tarde o temprano, la competencia también lo olfatearía…, aunque para entonces ya confiaba en llevarles una buena delantera.
Su interlocutor era el capitán del Auriga, que aún seguía de pésimo humor. Acababa de pasar una hora inútil y complicada al teléfono, intentando arreglar con los agentes de su empresa en Clavius el trasbordo del cargamento. McIver, McDonald, Macarthy y McCulloch (sociedad de responsabilidad limitada), parecían pensar que el hecho que el Auriga hubiese tocado en Puerto Roris era culpa suya. Por último colgó el aparato después de decirles que se entendiesen con las oficinas centrales. Como en Edimburgo era entonces el domingo por la mañana, el asunto sufriría cierta demora.
El capitán Anson depuso un poco su enojo después de beberse el segundo whisky. Un hombre capaz de encontrar una botella de «Teacher» en Puerto Roris no era un cualquiera, y preguntó a Spenser cómo había podido procurársela.
—La Prensa todo lo puede —respondió el periodista, riendo—. Nosotros nunca revelamos nuestras fuentes de información; si lo hiciésemos, perderíamos el empleo al poco tiempo.
Abrió su cartera de mano y sacó un mazo de mapas y fotografías.
—Aún me resultó más difícil obtener todo esto en tan poco tiempo —dijo—, pero estaría muy agradecido, capitán, si que no mencionase a nadie lo que voy a decirle. Es algo muy confidencial, al menos por el momento.
—Descuide. Se trata del Selene, supongo, ¿no es eso?
—De modo que lo ha adivinado, ¿eh? Acierta usted…, quizá no saquemos nada en claro, pero deseo estar preparado.
Puso una de las fotografías sobre la mesa. Era una vista del mar de la Sed, que formaba parte de una serie editada por los Servicios Selenográficos. Aquellas fotografías fueron tomadas desde satélites de reconocimiento, que orbitaban a baja altitud. Aunque la fotografía fue tomada por la tarde lunar y las sombras apuntaban en dirección opuesta, la imagen era casi idéntica a la que Spenser vio sobre la pantalla poco antes del alunizaje.
La había estudiado tan minuciosamente que ya se la sabía de memoria.
—Éstos son los montes Inaccesibles —dijo— que se alzan abruptamente a orillas del mar. Tienen una altitud próxima a los dos mil metros. Este óvalo oscuro es el lago del Cráter…
—¿Dónde se perdió el Selene?
—Donde puede haberse perdido; hay ciertas dudas al respecto. Ese joven tan simpático que hemos recogido en Lagrange tiene pruebas asegurando que la nave se fue a pique en el mar de la Sed…, poco más o menos en este sitio. En tal caso, la gente que se halla a bordo puede aún estar viva. Y si lo están, capitán, se organizará una operación de salvamento monstruo sólo a un centenar de kilómetros de aquí. Puerto Roris se convertirá en el centro neurálgico de todo el Sistema Solar.
—¡Bah! Eso es cuenta suya, pero no mía. ¿Qué tengo yo que ver con todo esto?
Spenser puso de nuevo el dedo sobre el mapa.
—Tiene usted que ver, y mucho. ¿Ve usted este punto? Deseo ir aquí. Y para ello quiero fletar su nave. Tiene usted que desembarcarme, con una cámara y doscientos kilos de equipo de televisión…, en la ladera occidental de los montes Inaccesibles…
—No tengo más preguntas que hacer, Señoría —declaró el abogado Schuster, sentándose de pronto.
—Muy bien —replicó el comodoro Hansteen—. Ruego al testigo que no abandone la sala.
Entre la hilaridad general, David Barrett volvió a su butaca. Había actuado a la perfección. Aunque casi todas sus respuestas fueron graves y meditadas, estuvieron iluminadas por rasgos de humor y supo mantener al auditorio en un constante interés. Si los demás testigos se mostraban igualmente ingeniosos, el problema de la distracción estaba resuelto, hasta el momento en que dejara de plantearse. Si todos tenían que evocar los recuerdos de toda su vida, aún habría alguien hablando cuando el último chorro de oxígeno se escapase de los depósitos vacíos, Hansteen consultó su reloj. Aún tenía que pasar una hora antes que llegase el momento de ingerir su frugal colación. Podían continuar leyendo Shane o iniciar la lectura, pese a las objeciones de la señorita Morley, de aquella absurda novela histórica. Pero era una lástima interrumpir el juicio entonces, cuando todos parecían seguirlo con tanto interés.
—Si todos ustedes están de acuerdo —dijo el comodoro—, podríamos llamar a otro testigo.
—Yo estoy completamente de acuerdo —se apresuró a contestar Barrett, que ya se consideraba a salvo de un nuevo interrogatorio. Incluso los jugadores de póquer mostraron deseos de continuar y entonces el escribano sacó otro nombre de la cafetera que sirvió para mezclar los trocitos de papel.
Contempló con tal expresión de sorpresa el nombre que había sacado, que Hansteen le preguntó:
—¿Qué pasa? ¿Ha sacado usted su propio nombre?
—Pues…, no —repuso el escribano, dirigiendo una sonrisa maliciosa al jurisconsulto. Después carraspeó y dijo—: Es el nombre de la señora Myra Schuster.
—¡Protesto, Señoría! —dijo la señora Schuster, alzándose lentamente.
Su aspecto era formidable aunque hubiese perdido un par de kilos desde que partieron de Puerto Roris.
Señalando con el dedo a su marido, que parecía muy embarazado y trataba de ocultarse detrás de sus notas, dijo:
—¿Creen ustedes que es justo que sea precisamente él quien me haga preguntas?
—Estoy dispuesto a retirarme —dijo Irving Schuster, sin dar tiempo a que el presidente del tribunal dijese: «Se acepta la protesta».
—Me encargaré yo de interrogar a la testigo —dijo el comodoro, con una expresión que más bien demostraba lo contrario—. A menos que alguno de ustedes se sienta dispuesto a hacerlo, por hallarse más capacitado…
Reinó un breve silencio y después, con gran sorpresa y alivio por parte de Hansteen, uno de los jugadores de póquer se levantó.
—Aunque no soy abogado, Señoría, tengo cierta experiencia jurídica. Estoy dispuesto a ayudarle.
—Muy bien, señor Harding. Puede comenzar cuando guste.
Harding sustituyó a Schuster frente al improvisado tribunal y contempló al atento auditorio. Era un hombre bien parecido, de expresión enérgica, cuyo aspecto no era muy propio de la profesión que había dicho tener: director de Banco. Por un momento, Hansteen llegó a preguntarse si les había dicho la verdad.
—¿Se llama usted Myra Schuster?
—Sí.
—¿Y qué hace usted, señora Schuster, en la Luna?
La obesa dama sonrió.
—Esto es fácil de responder. Me dijeron que aquí sólo pesaría veinte kilos…, y por eso vine.
—¿Pero por qué desea usted pesar sólo veinte kilos?
Ella miró a Harding como si éste hubiese dicho una estupidez.
—Sepa usted que yo he sido bailarina…
Su voz tomó de pronto un tono soñador y su vista se perdió en el vacío. Después añadió:
—Dejé el baile, desde luego, al casarme con Irving.
—¿Por qué dice usted «desde luego», señora Schuster?
La testigo miró a su esposo, quien se agitó inquieto. Se hubiera dicho que se disponía a presentar una objeción, pero pareció cambiar de idea y nada dijo.
—Oh, él decía que no era una profesión decente. Y creo que tenía razón…, al menos por lo que respecta en la clase de danza que yo practicaba.
Esto fue demasiado para el señor Schuster. Se puso en pie de un salto, haciendo caso omiso del tribunal, y gritó:
—¡Vamos, Myra! No hay necesidad de…
—¡Pero déjalo, Irv! —repuso ella, volviendo sin darse cuenta a emplear la anticuada jerga de su juventud, que por un momento evocó la atmósfera de los años noventa—. ¿Qué importancia tiene esto ahora? Dejemos de hacer comedia y seamos nosotros mismos. No me importa que se sepa que yo bailaba en el Asteroide Azul y que tú me sacaste de allí un día en que la policía hacía una redada en el local.
Irving volvió a sentarse, farfullando palabras incoherentes mientras la sala sufría un exceso de hilaridad que el presidente del tribunal no hizo nada por acallar. Esta especie de distensiones era precisamente lo que más deseaba Hansteen; cuando la gente reía, no podía tener miedo.
Pero el señor Harding, cuyas preguntas casuales pero maliciosas habían provocado todo aquel jolgorio, continuaba intrigándole. Para no ser un abogado, según aseguraba, lo hacía muy bien. Sería curioso ver cómo se portaría en el banco de los testigos…, cuando Schuster fuese quien llevase el interrogatorio.