Capítulo 9

El capitán de la astronave mercante Auriga estaba furioso. Y su tripulación no lo estaba menos. Pero nada podían hacer para remediarlo. A diez horas de la Tierra y a cinco de la Luna, recibieron orden de desviarse para detenerse en Lagrange II, con todo el gasto de velocidad y combustible que esto significaba, sin contar con los cálculos suplementarios que habría que hacer. Y para empeorar aún más las cosas, les impedían rendir viaje en Ciudad Clavius para dirigirse a aquel mísero agujero de Puerto Roris, prácticamente al otro lado de la Luna. Por el éter cruzaron multitud de mensajes anulando cenas y compromisos en diversos puntos del hemisferio sur.

El disco de plata empañada que era la Luna, cerca del plenilunio, con sus cadenas de montañas orientales perfectamente visibles, formaba un deslumbrador telón de fondo a Lagrange II, mientras el Auriga se detenía a un centenar de kilómetros de la estación, en el lado de la misma que miraba hacia la Tierra. No le permitieron acercarse más. Las interferencias producidas por sus aparatos y sus gases de eyección ya habían afectado los sensibles instrumentos registradores del satélite. Solamente se podían aproximar a él los anticuados cohetes a propulsión química; los que se hallaban dotados con motores de plasma o nucleares, tenían rigurosamente prohibido el acceso.

Llevando tan sólo un maletín con un par de mudas y una gran caja que contenía su equipo científico, Tom Lawson penetró en la nave mercante veinte minutos después de haber salido de Lagrange. El piloto del cohete-taxi no quiso dar prisa, a pesar de la impaciencia que manifestaban los tripulantes del Auriga. El nuevo pasajero fue acogido con bastante frialdad a bordo. Lo hubieran recibido de un modo muy distinto si hubiesen sabido cuál era su misión. Sin embargo, el administrador en jefe decretó que se mantuviese en secreto por el momento; no quería suscitar falsas esperanzas entre los parientes de los pasajeros desaparecidos. El director del Comité de Turismo, en cambio, exigió que se diese inmediatamente la noticia, para demostrar que hacían todo lo posible por su parte. Pero Olsen declaró con firmeza:

—Espere a que haya resultados… Entonces podrá decir algo a sus amigos de las agencias de información.

Pero la orden llegó demasiado tarde. A bordo del Auriga se encontraba Maurice Spenser, jefe del Servicio de Información Interplanetaria, procedente de Pekín, donde había trabajado hasta entonces, y que iba a ocupar su nuevo destino en Ciudad Clavius.

No estaba bien seguro de si tenía que considerarlo como un ascenso o como un destierro, pero, de todos modos, sería un cambio de ambiente.

A diferencia de los demás pasajeros, aquel cambio de itinerario no le disgustaba en absoluto. Aquel retraso se cargaría a cuenta de la empresa y, como viejo periodista ávido de novedades, siempre acogía con agrado todo cuanto rompiese la monotonía de una tarea rutinaria. Desde luego, resultaba raro que una astronave que se dirigía a la Luna perdiese varias horas y consumiese una cantidad considerable de energía para detenerse en Lagrange, sólo para recoger a un joven de expresión amargada que sólo llevaba un maletín y una caja. ¿Y cuál era el motivo por el que el punto de destino se hubiese convertido de Clavius en Puerto Roris?

—Se trata de instrucciones dadas por una elevada autoridad de la Tierra —dijo el capitán, que parecía sincero al afirmar que no sabía nada más.

Aquello era un misterio, y elucidar los misterios formaba parte de la profesión de Spenser. Con su habitual clarividencia, adivinó, o estuvo a punto de adivinar, los motivos de la demora desde el primer momento.

Sin duda tenía que ver con la pérdida de aquella nave para el polvo que hacía tanto ruido en el momento en que él partió de la Tierra. Aquel científico de Lagrange II debía poseer algunos informes sobre la cuestión, o tal vez requerían su ayuda para que participase en la búsqueda. Pero ¿por qué todo aquel secreto? Quizás existiese un escándalo o un error que la Administración de la Luna se esforzaba por ocultar. En realidad, Spenser no adivinó el verdadero y auténtico motivo.

Evitó entablar conversación con Lawson durante el resto del breve viaje y le hizo gracia ver que los escasos pasajeros que intentaron hablar con el sabio sólo recibieron gruñidos y monosílabos por respuesta. Spenser esperaba que llegase el momento oportuno, y éste llegó treinta minutos antes del alunizaje.

No fue una casualidad lo que le llevó a sentarse al lado de Lawson cuando sonó la orden de abrocharse los cinturones, pues la desaceleración era inminente. Con los otros quince pasajeros, se hallaban sentados en la pequeña cabina oscurecida, contemplando la Luna, que se aproximaba rápidamente. Proyectada sobre una pantalla por un objetivo situado fuera del casco, la imagen parecía más intensa y brillante que al natural. Era como si se encontrase en el interior de una antigua cámara oscura; pero este sistema era mucho más seguro que la visión directa a través de una portilla. Los constructores de astronaves habían luchado siempre con uñas y dientes contra semejantes dispositivos, que representaban puntos débiles para la nave.

El paisaje lunar, que aumentaba de tamaño con espectacularidad, era un espectáculo impresionante e inolvidable, pero Spenser sólo lo miraba a medias, dedicado a la tarea de observar al hombre sentado junto a él, cuya nariz aquilina y facciones acusadas apenas se veían bajo la luz reflejada por la pantalla.

—¿No es por esa región que ahora vemos —observó con el tono más indiferente que pudo fingir— donde se ha perdido un autocar con turistas?

—Sí —respondió Tom, tras una considerable demora.

—Yo no sé nada sobre la Luna. ¿Tiene usted idea de dónde pueden estar?

Incluso el hombre más huraño, según sabía Spenser desde hacía mucho tiempo, era incapaz de resistir al deseo de facilitar informaciones si, al hacerle la pregunta, parecía como si se le pidiese un favor, dándole ocasión para exhibir unos conocimientos superiores a los de la persona que lo interrogaba. Este método daba resultado nueve veces entre diez; entonces también lo dio con Lawson.

—Están allá —dijo, señalando el centro de la pantalla—. Esas montañas son los montes Inaccesibles…, rodeadas por el mar de la Sed.

Spenser contempló, con un espanto que no era totalmente simulado, las manchas blancas y negras de las montañas, violentamente contrastadas, hacia las que caían.

Esperaba que el piloto, ya fuese humano o electrónico, conociese bien su oficio, pues la nave parecía caer a una velocidad tremenda. Pero no tardó en comprender que derivaban hacia una región más llana, a la izquierda de la pantalla. Las montañas y la curiosa zona grisácea que las rodeaba se deslizaban hacia un lado, abandonando el centro de la pantalla.

—Puerto Roris —exclamó Tom del modo más inesperado, indicando una manchita sombría apenas visible en el extremo izquierdo—. Ahí vamos a alunizar.

—Desde luego, no me hubiera hecho pizca de gracia posarme sobre estas montañas —dijo Spenser, decidido a que la conversación no languideciese—. No encontrarán jamás a esos desgraciados, si se han perdido en esas soledades tan accidentadas. ¿Pero no han dicho que están sepultados bajo un alud de roca?

Tom rio con tono de superioridad.

—Eso es lo que decían.

—Pero ¿es que no es verdad?

Un poco tarde, Tom se acordó de las órdenes que tenía.

—No puedo decirle nada —replicó con su voz un poco chillona y desabrida.

Spenser no insistió; ya sabía lo bastante para estar seguro de una cosa.

Ciudad Clavius podía esperar; era preferible quedarse en Puerto Roris el tiempo que fuese necesario.

Su convicción se afirmó cuando vio con envidia que las acostumbradas formalidades sanitarias, aduaneras y policíacas duraban menos de tres minutos para el doctor Tom Lawson.

Si alguien hubiera podido escuchar los ruidos procedentes del interior del Selene, hubiera quedado estupefacto al oír un coro muy desafinado formado por veintiuna voces de todas las tonalidades, que cantaban la célebre canción: «Happy Birthay to You», o sea «Feliz Cumpleaños».

Cuando el estrépito hubo cesado, el comodoro Hansteen preguntó:

—¿Hay alguno entre ustedes, además de la señora Williams, que hoy celebre su cumpleaños? Ya sé, desde luego, que a muchas señoras les gusta guardar silencio sobre la cuestión cuando llegan a cierta edad.

Nadie respondió a la invitación, pero la voz de David McKenzie, el físico, dominó las carcajadas generales.

—A propósito de cumpleaños, ocurre algo muy curioso. Es algo que me ha permitido ganar algunas apuestas en las reuniones de sociedad. Sabiendo que el año tiene trescientos sesenta y cinco días, ¿cuántas personas creen ustedes que son necesarias para que exista el cincuenta por ciento de probabilidades para que dos de ellas celebren el cumpleaños en la misma fecha?

Tras una breve pausa, mientras los pasajeros reflexionaban acerca de la pregunta, uno de ellos respondió:

—Yo creo que habría que tomar la mitad de trescientos sesenta y cinco. Digamos ciento ochenta.

—Eso es lo que todo el mundo responde…, pero es completamente falso. A partir de un grupo formado por veinticuatro personas ya existen muchas probabilidades para que dos de ellas hayan nacido el mismo día del mismo mes.

—¡Esto es absurdo! No puede existir tal probabilidad para veinticuatro días entre trescientos sesenta y cinco.

—Lo siento, pero es así. Y si el número de personas excede al de cuarenta de nueve veces entre diez, dos de ellas habrán nacido en la misma fecha del año. Estoy casi convencido que esto es cierto en nuestro pequeño grupo de veintidós personas, incluso.

¿Le parece bien que lo comprobemos, comodoro?

—Muy bien… Yo recorreré la cabina para pedir a cada uno de ustedes su fecha de nacimiento.

—No, nada de eso —protestó McKenzie—. De esa manera, no. Alguien podría hacer trampas. Hay que escribir las fechas, para mantener en secreto los cumpleaños de todos nosotros.

Se sacrificó para este fin una página casi en blanco de una de las guías turísticas, cortada en veintidós pedacitos.

Cuando se leyeron los resultados, se pudo constatar, ante el asombro general y la satisfacción de McKenzie, que Pat Harris y Robert Bryan habían nacido el 23 de mayo.

—Pura casualidad —comentó un escéptico, iniciando así una viva controversia matemática entre media docena de pasajeros pertenecientes al sexo masculino. Las señoras sentían muy poco interés por la cuestión, ya fuese porque el cálculo de probabilidades les tenía sin cuidado o porque prefiriesen no pensar en su fecha de nacimiento.

Cuando el comodoro estimó que esto ya había durado demasiado, dio unos golpes para llamar la atención.

—¡Señoras y señores! —dijo—. Vamos a proseguir nuestro programa. Tengo la satisfacción de anunciarles que nuestro comité de pasatiempos, compuesto por la señora Schuster y el profesor Jaya…, ejem…, Jayawardene, ha tenido una idea que puede resultar muy divertida. Proponen que formemos un tribunal para interrogar por turno a todos los presentes. El objeto del tribunal consiste en hallar la respuesta a esta pregunta:

¿Qué motivo les ha traído a la Luna? Desde luego, es posible que algunos de ustedes no deseen ser interrogados…, pues presumo que por lo menos la mitad de ustedes huyen de la policía o de sus esposas. Por lo tanto, se hallan en libertad de negarse a declarar, pero no nos censuren si sacamos las peores conclusiones de esta negativa. Bien, ¿qué les parece la idea?

Fue acogida con bastante entusiasmo por unos y con irónicos gruñidos de desaprobación por otros, pero, como no había decidida oposición a ella, el comodoro decidió ponerla en práctica. Por aclamación, fue elegido presidente del tribunal y el nombramiento de Irving Schuster como abogado general se hizo también de modo automático.

Las dos primeras butacas se volvieron de cara al público; harían las veces de estrado en el que se sentarían los miembros del tribunal. Cuando todos se hubieron acomodado en sus puestos y el escribano (léase Pat Harris) impuso el orden en la sala, el presidente pronunció una breve alocución:

—Todavía no hemos iniciado un juicio por lo criminal —dijo, manteniendo su seriedad a duras penas—. No se trata más que de una encuesta preliminar. Si un testigo se siente intimidado por mi eminente colega, puede apelar al tribunal. Escribano, haga el favor de llamar al primer testigo.

—¿Me permite…, Usía, que le pregunte quién es el primer testigo? —preguntó el escribano no sin razón.

Hicieron falta diez minutos de discusión entre el presidente del tribunal, el eminente jurisconsulto y algunos miembros del público duchos en sutilezas jurídicas para dejar zanjado aquel importante extremo. Por último se decidió echarlo a suertes y el primer nombre designado fue el de David Barrett.

Con una ligera sonrisa, el testigo se adelantó para situarse en el reducido espacio que quedaba frente al tribunal.

Irving Schuster, quien tenía la impresión de no ofrecer un aspecto muy majestuoso en chaleco y calzoncillos, y que en efecto no lo ofrecía, carraspeó para darse aires importantes.

—¿Se llama usted David Barrett?

—Sí, señor.

—¿Profesión?

—Ingeniero agrónomo, pero no ejerzo.

—Señor Barrett…, ¿quiere usted decir al tribunal los motivos que le han inducido a visitar la Luna?

—Sentía curiosidad de verla y además disponía del tiempo y dinero necesarios.

Irving Schuster miró oblicuamente a Barrett a través de los gruesos vidrios de sus gafas. Había observado desde hacía mucho tiempo que esto tenía la virtud de intimidar a los testigos. Utilizar gafas era casi una excentricidad en aquella época, pero médicos y abogados —en particular los más viejos— continuaban mostrándose partidarios de su empleo, de manera que las gafas terminaron por simbolizar el birrete y la protección médica.

—De modo que sentía usted curiosidad por visitarla —repitió Schuster—. Esto no es explicación suficiente. ¿Qué motivaba su curiosidad?

—Temo que su pregunta sea un poco vaga y, por lo tanto, no puedo responderla. ¿Por qué se hacen determinadas cosas?

El comodoro Hansteen se arrellanó satisfecho en su butaca. Esto era precisamente lo que él deseaba…, que los pasajeros discutiesen y hablasen libremente de algo de interés común para todos, pero que no suscitase pasiones ni controversias. Y si éstas surgiesen, él impondría el orden en la sala.

—Reconozco —prosiguió el letrado— que mi pregunta hubiera podido hacerse de un modo más preciso. Trataré de formularla de otro modo.

Meditó por un instante, mientras hojeaba sus notas. Éstas consistían en páginas arrancadas a una guía y al margen de las cuales había garrapateado algunas preguntas que pensaba hacer, pero en realidad sólo servían para producir efecto, y también para darle mayor aplomo. Nunca le había gustado ocupar su puesto en el tribunal sin tener algunos papeles en la mano; en algunos momentos, unos cuantos segundos de consulta imaginaria eran de un valor inapreciable.

—¿Sería más exacto afirmar que vino usted atraído por las bellezas naturales de la Luna?

—Sí, esto forma parte de los motivos que me han traído aquí. Había leído, naturalmente, la literatura turística y he visto algunas películas. Esto hizo que me preguntase si la realidad correspondería a lo que había visto y leído.

—¿Y corresponde?

—Yo diría —respondió el testigo secamente— que ha sobrepasado mucho todo cuanto imaginaba.

Resonaron carcajadas en la sala. El comodoro Hansteen golpeó fuertemente el respaldo de su asiento.

—¡Orden! —gritó—. Si no hay silencio, ordenaré desalojar la sala.

Estas palabras, como él ya había previsto, suscitaron carcajadas aún más estentóreas, que dejó que se calmasen espontáneamente. Cuando las risas hubieron cesado, Schuster continuó el interrogatorio, en el mismo tono con que hubiera preguntado al testigo:

«¿Dónde estaba usted la noche de autos?»

—Todo esto es muy interesante, señor Barrett. De modo que usted ha efectuado este dispendioso viaje únicamente para contemplar los panoramas lunares. Dígame… ¿Ha visitado usted el Gran Cañón del Colorado?

—No, ¿y usted?

—¡Señoría! —gimió Schuster—. El testigo pretende burlarse del tribunal.

Hansteen miró con severidad al señor Barrett, quien permaneció imperturbable.

—No es usted quien realiza el interrogatorio, señor Barrett. Limítese a responder a las preguntas que le hacen.

—Ruego a Usía que me disculpe —replicó el testigo.

—Ejem… ¿Tienen que llamarme «Usía»? —preguntó Hansteen con incertidumbre, volviéndose a Schuster—. Pensaba que me tenían que llamar «Señoría».

El letrado reflexionó solemnemente durante unos momentos.

—Yo me permito indicar, Señoría, que cada testigo le dé el título que se acostumbre a emplear en su país de origen. Mientras muestre la debida deferencia hacia el tribunal, esto me parece suficiente.

—Muy bien…, continuemos la vista.

Schuster se volvió de nuevo hacia el testigo.

—Me gustaría saber, señor Barrett, por qué sintió usted el deseo de visitar la Luna, cuando existen en la Tierra tantas cosas interesantes que usted aún no conoce. ¿Puede usted ofrecernos una razón suficientemente válida que explique esta conducta tan falta de lógica?

Era una buena pregunta, propia para interesar a todo el mundo, y Barrett hizo un sincero esfuerzo por contestarla.

—He viajado bastante por la Tierra —dijo con lentitud con su inglés preciso y meticuloso…, algo casi tan anacrónico como las gafas de Schuster—. He residido en el Hotel Everest, he visto los dos polos e incluso me he sumergido en la fosa de Calypso.

Esto quiere decir que conozco un poco a nuestro planeta, el cual, hasta cierto punto, ha perdido la facultad de sorprenderme. La Luna, en cambio, era un mundo completamente nuevo para mí…, todo un mundo situado a menos de veinticuatro horas de viaje del nuestro. La verdad, no pude resistir el atractivo de la novedad.

Hansteen sólo escuchaba a medias aquel lento y detallado análisis. Se dedicaba a observar discretamente al auditorio mientras Barrett hablaba. Había conseguido formarse ya una imagen muy exacta de los tripulantes y pasajeros del Selene y distinguía ya entre aquéllos en quienes podría confiar para el caso que las cosas tomasen mal cariz, y los que sólo podrían traerle preocupaciones.

El hombre clave, por supuesto, era el capitán Harris. El comodoro conocía muy bien a aquel tipo humano. Lo había encontrado con frecuencia en el espacio…, y aún con más frecuencia en los centros de instrucción para los futuros astronautas. Cada vez que había tenido que hablar ante futuros pilotos del espacio, siempre había visto en primera fila a una colección de Pat Harris perfectamente rasurados e inmaculadamente vestidos.

Pat era un joven competente pero sin grandes ambiciones, aficionado a la mecánica y que había tenido la suerte de encontrar un empleo que cuadraba a las mil maravillas con sus aficiones y que sólo le exigía una cierta atención en mostrarse cortés con los pasajeros. Hansteen estaba seguro que las jóvenes atractivas que él había acompañado a visitar la Luna, no tenían ningún motivo de queja a este respecto. Era sin duda fiel cumplidor de su deber, meticuloso y prosaico, que llegada la ocasión, sabría morir discretamente, sin hacer aspavientos. Ésta era una virtud que no poseían otros hombres mucho más capacitados y era de las que más falta harían a bordo del crucero, si aún continuaban encerrados en él dentro de cinco días.

La señorita Wilkins, la azafata, tenía casi tanta importancia a sus ojos como el capitán.

Desde luego, no correspondía a la imagen estereotipada de las azafatas del espacio: todo encanto vaporoso y sonrisa inalterable. Hansteen había llegado a la conclusión que se trataba de una joven de carácter que además poseía una notable cultura…, aunque, justo era reconocerlo, otras azafatas que había conocido poseían las mismas cualidades.

En el fondo estaba satisfecho de la tripulación.

Pero ¿y los pasajeros? Éstos se hallaban muy por encima del promedio, desde luego.

De lo contrario, ya no se encontrarían en la Luna. A bordo del Selene había una impresionante reserva de cerebros y talentos, mas por desgracia, por una ironía del destino, ninguno de aquellos talentos tenía la menor utilidad en la situación en que se hallaban. Lo que entonces más se necesitaba era carácter, fortaleza anímica o, para decirlo en una palabra, valor.

Muy pocos hombres, en aquella época, habían tenido que apelar a sus reservas de valor físico. Desde su nacimiento hasta la muerte, jamás se veían en la necesidad de afrontar situaciones peligrosas. Los hombres y mujeres encerrados en la cabina del Selene no tenían la menor preparación para hacer frente a lo que les esperaba, y Hansteen no podía mantenerlos ocupados indefinidamente con juegos y pasatiempos.

Calculó que antes de doce horas empezarían a producirse los primeros desfallecimientos. Para entonces ya sería evidente para todos que los equipos de socorro que los buscaban los dejaban con obstáculos imprevisibles y que si, a pesar de todo, conseguían descubrir el paradero de la nave, ya sería quizá demasiado tarde.

El comodoro Hansteen paseó su mirada rápidamente por la cabina. A excepción de su breve vestimenta y aspecto algo descuidado, aquellas veintiuna personas aún eran miembros de la sociedad dotados de razón y que conservaban todavía la sangre fría.

¿Quién sería el primero en fallar?