Capítulo 8

A bordo del Selene, el desayuno fue sustancioso, pero más bien insípido. Hubo algunas quejas por parte de pasajeros que opinaban que galletas y carne comprimida, una cucharadita de miel y un vaso de agua tibia, apenas podían llamarse una comida.

Pero el comodoro se mostró inflexible:

—No sabemos cuánto tiempo durará esto —dijo—, y temo que no podremos tomar nada caliente en adelante. No disponemos de medios para preparar comidas y, además, ya hace demasiado calor en la cabina. Lo siento mucho, pero no podrán tomar más té ni café. Y, francamente, no nos hará ningún daño absorber algo menos de calorías durante unos días.

Pronunció estas palabras sin siquiera pensar en la obesa señora Schuster y esperó que no se las tomase a mal. La voluminosa dama, que se había quitado la faja cuando la noche anterior todo el mundo se desvistió para dormir, parecía entonces un lento hipopótamo, arrellanada sobre una butaca y media.

—En el exterior, el sol acaba de salir —prosiguió Hansteen—. Los que traten de encontrarnos deben estar en pleno trabajo y sólo es cuestión de tiempo que nos localicen.

Alguien ha propuesto que hagamos algunas apuestas sobre el tiempo que tardarán en descubrirnos. La señorita Morley, que lleva la contabilidad, anotará sus apuestas.

Se volvió después al profesor Jayawardene.

—Y ahora, profesor, ¿cómo tiene usted el programa del día? ¿No quiere hacernos saber lo que ha decidido la comisión de entretenimientos y festejos?

El profesor era un hombrecillo de aspecto de pájaro, cuyos amables ojos negros parecían demasiado grandes para él. Era evidente que se había tomado muy en serio la tarea de distraer a los pasajeros, pues en su mano delicada y morena sostenía un impresionante mazo de notas.

—Como ustedes saben —dijo—, mi especialidad es el teatro, pero no creo que esto nos sirva de gran cosa. Sería agradable que leyésemos una obra y había pensado en escribir algunas escenas. Por desgracia, andamos demasiado escasos de papel para que esto sea posible. Por lo tanto, tenemos que pensar en otros temas de distracción.

»No tenemos mucha lectura a bordo y en parte es demasiado especializada. Pero tenemos dos novelas: una edición universitaria de una novela del oeste que ya es clásica, Shane, y esta nueva novela histórica que se titula La Naranja y la Manzana. Propongo que formemos un grupo de lectores y demos a conocer estas obras a los pasajeros.

¿Alguien tiene una objeción que formular…, o una idea mejor que proponer?

—Podríamos jugar al póquer —dijo una voz firme desde el fondo de la cabina.

—¡Pero ustedes no pueden jugar al póquer constantemente! —protestó el profesor, demostrando así cierta ignorancia del mundo no académico.

El comodoro acudió en su ayuda.

—La lectura no impide necesariamente que se juegue al póquer —dijo—. Además, me permito indicar a los jugadores que se tomen un pequeño descanso. Si no lo hacen, esas cartas no les durarán mucho.

—Bien, ¿por qué libro vamos a empezar? ¿Ya hay algún voluntario para esta lectura?

Yo me encargaría de ella con mucho gusto, pero tiene que haber un poco de variedad.

—Permítame una objeción —dijo la señorita Morley—. Considero que será perder el tiempo leer La Naranja y la Manzana. Es una obra muy vulgar y, en su mayor parte, linda con la…, ejem…, con la pornografía.

—Y usted, ¿cómo lo sabe? —preguntó David Barrett, el inglés que había elogiado el té.

Por única respuesta obtuvo un desdeñoso bufido. El profesor Jayawardene parecía muy afligido. Pidió ayuda con la mirada al comodoro. Pero Hansteen no se dio cuenta, porque tenía la vista fija hacia otro lado, deliberadamente. Había que evitar a toda costa que los pasajeros acudiesen siempre a él para exponerle sus aflicciones; en lo posible, quería que se acostumbrasen a valerse por su cuenta.

—Muy bien —dijo el profesor—. Para evitar discusiones, empezaremos por Shane.

Se escucharon numerosas protestas:

—¡Queremos que lean La Naranja y la Manzana!

Pero el profesor demostró una sorprendente firmeza.

—Es una obra muy larga —dijo—, y no creo que tengamos tiempo de terminarla antes que vengan a rescatarnos.

Carraspeó, paseó su vista por la tarima para comprobar si habían otras objeciones y se puso a leer con voz extremadamente agradable, aunque con cierta cantilena:

—«Introducción: el papel de las novelas del oeste en la época espacial, por Karl Adams, profesor de Literatura Inglesa. De unas notas tomadas en el Seminario de Crítica de la Universidad de Chicago, según las lecciones dadas por Kinsley Amis en 2037».

Los jugadores de póquer parecían vacilar. Uno de ellos examinaba con nerviosismo los manoseados trozos de papel que hacían las veces de naipes.

Los demás pasajeros tomaron asiento, con diversas expresiones de fastidio o expectación. La señorita Wilkins volvió a la pequeña cocina para comprobar las existencias de víveres.

El profesor continuó con voz melodiosa:

—«Uno de los fenómenos literarios más inesperados de nuestra época ha consistido en la resurrección, después de medio siglo de olvido, del género de novelas conocidas bajo el nombre de “westerns” o novelas del oeste. Esta clase de relatos, cuya acción transcurría en un escenario extremadamente limitado, tanto en el tiempo como en el espacio (los Estados Unidos de Norteamérica, en el planeta Tierra, entre 1865 y 1900), fueron durante un período de tiempo considerable una de las formas de ficción más populares que el mundo ha conocido. Estas obras se escribieron a millones, para ser publicadas casi todas por entregas o en ediciones de quiosco, pero entre ellas han sobrevivido unas cuantas, tanto por su valor literario como por ser testimonios de una época…, aunque no debemos olvidar que sus autores describían unos tiempos que ya habían pasado mucho antes que ellos nacieran.

»Cuando en la década iniciada en 1970 empezó la exploración del Sistema Solar, el escenario donde transcurrían las novelas del oeste pareció de una pequeñez tan ridícula, que la gran masa de lectores perdió todo interés por ellas. Esto, desde luego, resultaba tan falto de lógica como desdeñar a Hamlet so pretexto que su trama, que transcurre en un pequeño y sombrío castillo danés, no podía por este hecho poseer un significado universal.

»Durante los últimos años, sin embargo, se ha iniciado una reacción. Según mis informes fidedignos, las novelas del oeste figuran de nuevo como las obras más solicitadas en las bibliotecas de las grandes astronaves de transporte que circulan entre los planetas. Intentemos averiguar las causas de esta aparente paradoja y los vínculos que pueden existir entre el antiguo oeste y el nuevo espacio interplanetario.

»Quizá lo comprenderemos mejor haciendo abstracción de todas nuestras conquistas científicas modernas e imaginando que nos hallamos de nuevo en el mundo increíblemente primitivo de 1870. Imaginémonos una extensa llanura abierta, que se extiende a lo lejos hasta confundirse en lontananza con una línea de montañas brumosas.

A través de esta llanura, con penosa lentitud, avanza una hilera de toscas carretas. A su alrededor cabalgan jinetes armados de pistolas y fusiles…, pues nos hallamos en territorio indio.

»Estas carretas tardarán más tiempo en alcanzar las montañas citadas que el que necesita una astronave para realizar el viaje de la Tierra a la Luna. El espacio de las grandes praderas parecía tan inmenso, entonces, a los hombres que lo afrontaban, como hoy nos lo parece el espacio del Sistema Solar. Éste es uno de los puntos comunes que tenemos con el mundo de las novelas del oeste. Hay otros aún más fundamentales. Para comprenderlos, debemos considerar antes el papel que ha desempeñado la epopeya en la literatura universal…

Al comodoro le pareció que las cosas tomaban un sesgo satisfactorio. Dentro de una hora el profesor Jayawardene habría terminado de leer la introducción y habría entrado de lleno en el relato. Entonces llegaría el momento de pasar a otra cosa…, dejando a los auditores enganchados en un punto interesante de la narración, a fin que tuviesen deseos de continuarla un poco más tarde.

A fin de cuentas, el segundo día bajo el polvo no había empezado mal del todo. Los pasajeros, sin excepción, parecían hallarse de excelente humor. ¿Pero cuántos días tendrían que pasar aún?

La respuesta a esta pregunta dependía de dos hombres, que experimentaron una instantánea simpatía mutua a pesar de hallarse separados por cincuenta mil kilómetros.

Mientras escuchaba el relato de su descubrimiento que le hacía el doctor Lawson, el ingeniero jefe se sentía presa de sentimientos contradictorios. El astrónomo había adoptado un tono muy insolente para dirigirse a él, y en especial teniendo en cuenta que era un joven y hablaba con el alto funcionario que duplicaba su edad.

«Me habla —pensaba Lawrence, primero más divertido que colérico— como si yo fuese un niño retrasado al que hay que explicarle las cosas en palabras sencillas y vulgares».

Cuando Lawson hubo terminado, el ingeniero jefe guardó silencio durante unos minutos, mientras examinaba las fotografías que le habían llegado por el «telefax». La primera, tomada antes de la salida del sol, era bastante interesante, pero no constituía una prueba definitiva, en su opinión, y la tomada después del amanecer no mostraba nada en la copia recibida. Era posible que hubiese algo en el negativo, pero Lawrence no se hallaba dispuesto a aceptar sin cuestionarse todo lo que afirmase aquel joven tan antipático.

—Esto es muy interesante, doctor Lawson —dijo al fin—. Sin embargo, es una lástima que usted no haya continuado sus observaciones después de tomar las primeras fotografías. Así hubiéramos podido tener algo más concluyente.

Tom reaccionó al instante a esta crítica, a pesar que era muy fundada o precisamente a causa de ello.

—Si lo que quiere usted decir es que otro hubiera podido hacerlo mejor… —barbotó.

—Oh, yo no digo nada de eso —repuso Lawrence, deseoso de no envenenar la discusión—. ¿Pero qué conclusión podemos sacar de ello? La posición del punto que usted indica puede ser muy exacta, pero puede variar también hasta en medio kilómetro.

Puede ser que no haya nada visible en la superficie. ¿No habrá medio de determinar el lugar con más precisión?

—Hay una forma de hacerlo, desde luego. Podríamos emplear el mismo método a ras del suelo, es decir, recorrer esa zona con mi detector de rayos infrarrojos. De este modo se podría descubrir cualquier punto de calor que hubiera, aunque sólo fuese una fracción de grado más caliente que el área circundante.

—Es una buena idea. Veré qué puede hacerse, y le llamaré si necesito más datos. Le estoy muy agradecido…, doctor.

Se apresuró a colgar y se secó la frente. Acto seguido llamó de nuevo al satélite.

—¿Lagrange II? Habla el ingeniero jefe de la cara visible. Póngame con el director.

Gracias.

—¿El profesor Kotelnikov? Habla usted con Lawrence. Estoy bien, gracias, ¿y usted?

Acabo de hablar con uno de sus colaboradores…, el doctor Lawson. No, no ha hecho nada, como no sea sacarme de mis casillas o poco menos. Ha estado buscando nuestro barco perdido en el mar de la Sed y cree que lo ha encontrado. Lo que deseo saber es si…, si podemos fiarnos de su competencia.

Durante los cinco minutos que siguieron, el ingeniero jefe se enteró de muchas cosas sobre el joven doctor Lawson; en realidad, más de las que hubiera debido saber, incluso en plan confidencial.

Cuando el profesor Kotelnikov hizo una pausa para tomar aliento, Lawrence observó con tono compasivo:

—Ahora comprendo por qué lo soporta usted… ¡Pobre muchacho! Yo creía que los huérfanos de folletín se acabaron con Dickens y el siglo XX. Fue una suerte que ese orfelinato se incendiase. ¿Y supone usted que él le prendió fuego? No, no me responda, si no quiere…, me basta con saber que era un observador de primera clase. Mil gracias…, y espero que baje por aquí un día de éstos.

Durante la media hora siguiente, Lawrence hizo una docena de llamadas telefónicas a diversos puntos de la Luna, consiguiendo recoger un gran número de datos. Ahora tenía que pasar a la acción, aprovechando todas aquellas informaciones.

En el observatorio astronómico de Platón, el padre Ferraro pensaba que la hipótesis de Lawson era muy factible. A decir verdad, ya había sospechado que el epicentro del sismo estaba a cierta profundidad bajo el mar de la Sed y no en los montes Inaccesibles, pero no podía demostrarlo, porque aquel mar de polvo atenuaba todas las vibraciones.

Lawrence también supo que no se había efectuado un sondeo completo del mar de la Sed. Hubiera sido una operación muy tediosa y que hubiera requerido mucho tiempo. El padre Ferraro efectuó algunos sondeos en diversos lugares con tubos telescópicos, y siempre había alcanzado el fondo a menos de cuarenta metros. Suponía que la profundidad media era inferior a diez metros y que debía ser mucho menor cerca de las orillas. No poseía detector infrarrojo, pero los astrónomos de la cara oculta de la Luna quizá podrían prestarle uno.

El observatorio de Dostoievski respondió a Lawrence:

—Lo sentimos mucho, pero no tenemos detector de rayos infrarrojos. Trabajamos únicamente con el ultravioleta. Llame usted a Verne.

La respuesta del observatorio Verne tampoco fue muy alentadora:

—Sí, hace dos años hicimos algunos trabajos con rayos infrarrojos…, tomamos espectrogramas de las estrellas gigantes rojas. Pero resulta que, aunque son muy escasas, las trazas de atmósfera lunar que aún subsisten alteraban los datos obtenidos y entonces decidimos trasladar todo este programa al espacio. ¿Por qué no prueba usted con Lagrange?

Después de reunir todos estos datos, Lawrence decidió llamar a la Dirección de Tráfico para pedir los horarios de las astronaves de la Tierra y comprobó que la suerte le favorecía. Pero la gestión siguiente iba a resultar carísima y sólo el administrador en jefe podía autorizar aquel dispendio.

Lo bueno que tenía Olsen era que no discutía jamás con los técnicos acerca de las cuestiones que eran de la incumbencia de éstos. Escuchó atentamente lo que le dijo Lawrence y después se fue derecho al grano:

—Si la teoría que usted me expone es cierta —dijo—, aún es posible que puedan vivir.

—Más que una posibilidad —dijo Lawrence—. A mi entender, yo diría que es muy probable. Sabemos que el mar de la Sed es poco profundo, así es que no pueden haber zozobrado muy hondo. La presión que soporta el casco debe ser bastante baja; es posible que la nave aún esté intacta.

—De modo que, ¿desearía usted que ese Lawson le ayudase en la búsqueda?

Lawrence hizo un gesto de resignación.

—Es la última persona con quien desearía colaborar. Pero mucho me temo que no podamos prescindir de él.