En Ciudad Clavius el administrador jefe Olsen y el director de la Comisión de Turismo Davis acababan de conferenciar con la Sección Jurídica. La reunión no tuvo nada de alegre y pasaron gran parte del tiempo hablando sobre los documentos firmados por los turistas antes de embarcar en el Selene, y en el que éstos eximían a la compañía de toda responsabilidad. Davis se había opuesto vivamente a este método cuando se organizaron las primeras excursiones, afirmando que esto asustaría a los clientes, pero los consejeros jurídicos insistieron en que se adoptase y ahora él estaba muy contento del hecho que por último se hubiese impuesto aquel parecer.
Se alegraba igualmente porque las autoridades de Puerto Roris hubiesen realizado su tarea a la perfección, pues las cuestiones de este género solían considerarse a veces como secundarias y se descuidaba del cumplimiento de las formalidades necesarias. Pero la lista de firmas de los pasajeros del Selene era completa…, con una posible excepción, sobre la cual los abogados continuaban discutiendo.
El comodoro, que viajaba de incógnito, figuraba en la lista bajo el nombre de R. S.
Hanson, y parecía como si hubiese firmado con este nombre. La firma, sin embargo, era tan ilegible que lo mismo hubiera podido ser Hansteen. Hasta que les enviasen un facsímil por radio desde la Tierra, nada podía decidirse sobre el particular. Probablemente, la cosa no tenía importancia; como el viaje del comodoro era hasta cierto punto de carácter oficial, la Administración estaba dispuesta a asumir cierta responsabilidad en lo concerniente a él. En cuanto a los restantes pasajeros, su responsabilidad sólo era moral, ya que jurídicamente quedaba a salvo.
Mas ante todo, se imponía un esfuerzo para hallar a los desaparecidos y darles una sepultura digna. Este pequeño problema es el que tenía que resolver el ingeniero jefe Lawrence, que aún estaba en Puerto Roris.
Pocas veces se había encargado Lawrence de algo con menos entusiasmo. Mientras hubo una posibilidad de hallar con vida a los pasajeros del Selene, él hubiera movido cielo y Tierra —sin olvidar la Luna— para salvarlos. Pero teniendo en cuenta que ya debían haber muerto, no comprendía la necesidad de arriesgar otras vidas para localizarlos y desenterrarlos. Por su parte, no hubiera sabido hallar una tumba más apropiada que entre aquellas montañas eternas.
Que los pasajeros estuviesen muertos, era algo que estaba fuera de toda duda para el ingeniero en jefe Robert Lawrence: todos los hechos concordaban demasiado bien para demostrarlo. El sismo tuvo lugar en el mismo instante en que el Selene debió abandonar el lago del Cráter y el desfiladero de acceso había quedado casi obstruido por los desprendimientos. Hubiera bastado el menor de ellos para aplastarlos como un juguete de cartón y los que se encontraban a bordo debieron perecer casi inmediatamente, cuando el aire de la cabina escapó al exterior. Si gracias a una probabilidad entre un millón, el barco no hubiese resultado aplastado, su radio hubiera continuado funcionando y sus señales de socorro hubieran sido captadas. El pequeño y sólido aparato automático que emitía sobre la banda de «Mooncrash» había sido construido para soportar choques violentísimos. Para que no funcionase, tenía que haber sido triturado.
El primer problema consistía en localizar el lugar de la catástrofe. Esto podía resultar bastante fácil, aunque la embarcación estuviese sepultada bajo un millón de toneladas de roca. Existían instrumentos de prospección y toda una gama de detectores de metales que podrían realizar aquella misión. Además, cuando el casco resultó aplastado, el aire interior debió escaparse al exterior, al vacío lunar, casi absoluto; incluso entonces, después de varias horas del siniestro, podrían señalarse trazas de oxígeno y de anhídrido carbónico por uno de los detectores de gases utilizados para localizar fugas en las astronaves.
Tan pronto como los esquíes para el polvo regresasen a la Base para repostar y recargar las baterías, haría que los proveyesen de detectores de fugas y los enviaría a «husmear» en torno a los corrimientos de rocas.
No, descubrir el lugar del siniestro sería bastante sencillo; lo que quizá sería imposible sería extraer el barco. No se atrevería a asegurar que pudiese hacerse aquel trabajo por menos de cien millones de dólares. (Y ya se imaginaba la cara que pondría Davis si mencionaba tan fabulosa suma.) En primer lugar, estaba la imposibilidad material de transportar equipo pesado al lugar de la catástrofe…, el equipo necesario para desplazar miles de toneladas de rocas. Los ligeros esquíes para el polvo de nada servirían para aquel trabajo de Hércules. Habría que traer bulldozers especiales, en almadías, por el mar de la Sed, e importar enormes cargas de gelignita para abrirse paso por las montañas a fuerza de explosiones. Todo ello le parecía absurdo. Comprendía muy bien el punto de vista de la Administración, pero antes preferiría vender su alma al diablo que permitir que el personal a sus órdenes, abrumado de trabajo, emprendiese aquella tarea de Sísifo.
Con el mayor tacto posible, pues el administrador jefe no era de los que se conformaban con una simple negativa, se puso a preparar su informe. Y el informe, en resumen, decía lo siguiente:
1.º La empresa es casi imposible.
2.º Suponiendo que se pudiese realizar, costaría millones y pondría en peligro otras vidas humanas.
3.º Por lo tanto, es preferible no realizarla.
Presentado con tal brusquedad, el informe no hubiera tenido una buena acogida.
Entonces Lawrence diluyó estas ideas fundamentales en más de tres mil palabras.
Cuando terminó de dictar, hizo una pausa para ordenar sus ideas y después, no viendo de momento nada más que añadir, dijo:
—Copias al administrador en jefe de la Luna; al ingeniero jefe de la cara opuesta; al supervisor de la Dirección de Tráfico, al director de la Comisión de Turismo y otra copia para el Archivo Central. Clasifíquelo bajo la mención «confidencial».
Pulsó el botón del transcriptor. Antes de veinte segundos, su informe de doce páginas, impecablemente mecanografiado y puntuado, con varios errores gramaticales de poca monta corregidos, salió del «telefax» de su oficina. Lo releyó con rapidez, por si la secretaria electrónica hubiese cometido algún error. A veces los cometía, especialmente durante las horas de mucho trabajo, cuando «ella» (todas las secretarias electrónicas pertenecían al género femenino), tomaban al dictado textos simultáneos procedentes de una docena de fuentes distintas. De todos modos ninguna máquina «en sus cabales» podía hacer frente a todas las extravagancias de un idioma como el inglés y a causa de ello los usuarios prudentes releían la copia final antes de enviarla. Muchos de ellos que omitían tomar esta precaución, eran víctimas a veces de errores verdaderamente cómicos.
Lawrence estaba a la mitad de esta tarea de revisión cuando sonó el timbre del teléfono.
—Lagrange II al aparato, señor —dijo la telefonista…, esta vez humana—. Es el doctor Lawson.
¿Lawson? ¿Quién demonios será Lawson? Esto es lo que se preguntó el ingeniero jefe. Después lo recordó; era el astrónomo que examinaba el mar de la Sed a través del telescopio. Seguramente le debían haber dicho que estaba perdiendo el tiempo…
El ingeniero jefe nunca tuvo el dudoso privilegio de conocer personalmente al doctor Lawson. No sabía que el astrónomo era un hombre inteligentísimo, pero también extremadamente neurótico y, lo que entonces tenía mayor importancia, más terco que una mula.
Lawson, como ya sabemos, había empezado a desmontar el aparato de rayos infrarrojos adaptado a su telescopio cuando de pronto se detuvo para pensar en lo que hacía. Puesto que casi había terminado de montar del todo el condenado artefacto, podía comprobar su funcionamiento, por pura curiosidad científica. Tom Lawson se enorgullecía con justicia de ser ante todo un experimentador, algo bastante insólito en una época en que la mayoría de los que se llamaban astrónomos eran en realidad matemáticos que jamás habían puesto los pies en un observatorio.
Se encontraba entonces tan fatigado, que únicamente continuaba su trabajo por puro espíritu de contradicción. Si el aparato no hubiese funcionado la primera vez, hubiera renunciado a seguirlo probando hasta después de tomarse un poco de descanso. Pero, por la buena suerte que a veces recompensa la destreza, el detector funcionó y sólo hicieron falta unos pequeños ajustes para que la imagen del mar de la Sed empezase a precisarse sobre la pantalla de proyección.
Apareció línea por línea, como en los anticuados aparatos de televisión, mientras el detector infrarrojo barría la cara de la Luna. Las manchas claras indicaban las zonas relativamente cálidas y las oscuras, las regiones frías. Casi todo el mar de la Sed aparecía oscuro, con excepción de una banda brillante, que aparecía por el lado donde los rayos del Sol naciente ya lo habían besado con sus labios de fuego. Pero Tom, escrutando atentamente las tinieblas, distinguió en ellas unas levísimas trazas, que brillaban tan débilmente como los rastros dejados por los caracoles en un jardín de la Tierra bañado por la claridad lunar.
Sin duda alguna, era la estela calórica del Selene. Mucho más débiles, se distinguían también las líneas en zigzag dejadas por los esquíes para el polvo que habían partido en su busca. Todas aquellas pistas convergían hacia los montes Inaccesibles, donde desaparecían más allá de su campo visual.
El joven astrónomo estaba demasiado cansado para examinarlo con atención y además tampoco importaban ya, pues se limitaban a confirmar lo que se sabía. Su única satisfacción, importante para él, procedía del hecho que otro aparato concebido por él obedeciese a su voluntad. A fin de obtener un documento para su archivo, fotografió la imagen de la pantalla y después, tambaleándose, se dirigió a su litera, para recuperar el sueño atrasado.
Tres horas después despertó de su inquieta modorra. Pese a haber pasado una hora más en la cama, aún se sentía cansado. Algo le preocupaba y no le dejaba dormir. Del mismo modo como el débil susurro del polvo en movimiento inquietó a Pat Harris en el Selene hundido, así también, a cincuenta mil kilómetros de distancia, Tom Lawson fue arrancado de su sueño por algo que no le pareció normal. El cerebro tiene muchos perros guardianes y, aunque a veces ladran sin necesidad, el hombre prudente nunca deja de averiguar la causa de su alarma.
Con los ojos aún llenos de sueño, Tom Lawson salió de la pequeña celda atestada que era su camarote particular a bordo del Lagrange, asió la correa móvil más próxima y se dejó arrastrar por los corredores desprovistos de gravedad, hasta su observatorio. Cambió un sombrío buenos días (aunque, según las reglas arbitrarias que regían en el satélite artificial, entonces anochecía) con aquellos de sus colegas que no lo vieron a tiempo de hacerse los desentendidos. Luego, satisfecho de encontrarse solo, se instaló entre los instrumentos, que eran las únicas cosas que amaba en el mundo.
Sacó la fotografía de la cámara donde había estado toda la noche y la escudriñó atentamente por vez primera. Sólo entonces vio una breve línea que partía de los montes Inaccesibles e iba a terminar a poca distancia, en el mar de la Sed.
Debió haberlo advertido la noche anterior, mientras miraba la pantalla, pero le pasó por alto. Aquello era una falta muy grave, casi imperdonable en un hombre de ciencia, y Tom Lawson se enfureció consigo mismo por haber dejado que sus ideas preconcebidas influyeran sobre sus facultades de observación.
¿Cómo había que interpretar aquella línea? Volvió a examinar más detenidamente la zona con una lente de aumento. La huella concluía en una mancha muy pequeña y confusa, que calculó tendría unos doscientos metros de diámetro. Era curioso, como si el Selene hubiese surgido de las montañas y luego hubiera despegado igual que una aeronave espacial.
La primera teoría que le vino a la mente fue la de que el Selene había estallado en pedazos y que esa mancha de calor era consecuencia de la explosión. Sin embargo, en tal caso debían advertirse bastantes indicios de sus restos, ya que la mayoría de ellos eran lo bastante livianos como para flotar en el espacio, y entonces los conductores de los esquíes no habrían podido dejar de divisarlos.
Debía haber otra explicación, pero parecía absurda. En efecto, resultaba casi imposible imaginar que una cosa de tan gran tamaño como el Selene pudiese hundirse en el mar de la Sed sin dejar ningún vestigio, sólo porque había habido un sismo en las proximidades.
Evidentemente, no podía llamar a la Luna, basándose en una sola fotografía, para decir:
«Buscan ustedes en un lugar equivocado». Aunque pretendía demostrar que la opinión ajena le tenía sin cuidado, en realidad tenía mucho miedo de hacer el ridículo. Antes de emitir una hipótesis tan fantástica, tenía que reunir más pruebas.
Mirando nuevamente por el telescopio, el mar de la Sed se le apareció entonces como un resplandor liso y siempre igual de luz solar. La observación visual confirmó a Tom que apenas sobresalían de la polvorienta superficie varios puntos de pocos centímetros de altura. El detector de rayos infrarrojos no le sirvió de mucho, pues las huellas cálidas habían desaparecido del todo, borradas horas antes por el Sol.
Tom ajustó el aparato para darle el máximo de sensibilidad y examinó la zona en que el rastro terminaba tan bruscamente. Quizá aún hubiese algún débil indicio, algo que aún pudiese detectar…, algún residuo de calor que hubiese persistido lo bastante para señalar su presencia, incluso bajo el ardor de la mañana lunar. Pues el Sol aún estaba bajo y sus rayos todavía no habían alcanzado el tremendo poder que tendrían al mediodía, cuando estuviesen casi verticales.
¿Sería imaginación tan sólo? Había dado el máximo de intensidad del aparato, hasta hacerle alcanzar el límite mismo de la inestabilidad. De vez en cuando, al extremo de su poder detector, le parecía distinguir un apagado resplandor calórico, en el punto exacto donde el rastro de la noche anterior terminaba.
Le irritó no poder llegar a conclusión alguna, por carecer de un dato concreto; y, no obstante, tal vez fuera una clave para descubrir dónde estaba la nave perdida. De mala gana, pensó que podía convertirse en el hazmerreír de todos los investigadores científicos dispersos por el Sistema Solar, o verse acusado de buscar tan sólo fama personal.
Pero no podía continuar en aquella situación; tenía que decidirse. Tras muchas vacilaciones, sabiendo que daba un paso que ya no tendría remedio, tomó el teléfono del observatorio.
—Habla Lawson. Comuníqueme con la Central lunar. Es urgente.