Capítulo 6

La noticia informando que las operaciones de búsqueda en el mar de la Sed se habían abandonado, llegó a Lagrange II en el momento en que Tom Lawson, con los ojos enrojecidos por falta de sueño, había terminado casi totalmente de introducir modificaciones en su telescopio de cien centímetros. Había efectuado una carrera contra reloj y ahora le parecía como si hubiese perdido lastimosamente el tiempo. El Selene no estaba en el mar de la Sed, sino en un lugar donde él jamás lo podría descubrir: oculto a su vista por los contrafuertes del lago del Cráter, por si aún no fuese bastante, sepultado bajo miles de toneladas de roca.

La primera reacción de Tom no fue de pena por las víctimas, sino de cólera por el tiempo y los esfuerzos que le habían hecho perder. Los grandes titulares «Joven astrónomo encuentra turistas perdidos» no aparecerían jamás en las pantallas donde se proyectaban los noticiarios en todos los mundos habitados del Universo. Ante el derrumbamiento de sus sueños de gloria, maldijo entre dientes durante medio minuto, con una volubilidad que hubiera dejado estupefactos a sus colegas. Después, aún furioso, empezó a desmontar el equipo que había pedido prestado, había mendigado o había «distraído» a otras secciones del satélite.

Estaba seguro que su plan habría dado resultado. Se basaba en una teoría completamente sólida y que además estaba confirmada por casi un siglo de práctica. Los exámenes por rayos infrarrojos se remontaban en efecto a la Segunda Guerra Mundial, durante la cual se utilizaron para localizar fábricas camufladas por medio de la radiación calórica que emitía.

Aunque el Selene no había dejado trazas visibles en la superficie del mar de polvo, con toda seguridad debió haber dejado indicios detectables para los rayos infrarrojos. Sus turbinas propulsoras habían revuelto el polvillo relativamente cálido hasta unos treinta centímetros de profundidad, esparciéndolo sobre las capas superficiales, mucho más frías. Un ojo capaz de ver la irradiación térmica hubiera podido seguir la estela del barco durante varias horas después de su paso. Tom calculaba que hubiera tenido tiempo suficiente para efectuar aquel reconocimiento antes que el sol se levantase para borrar todas las trazas de la leve estela calórica que aún subsistía en la fría noche lunar.

Pero, desde luego, ahora ya no valía la pena probarlo…

Era una suerte que a bordo del Selene nadie supiese que se habían abandonado las búsquedas en el mar de la Sed y que los esquíes para polvo concentraban sus esfuerzos en el interior del lago del Cráter. Y también era una suerte que ningún pasajero estuviese enterado de las deducciones hechas por el doctor McKenzie.

El físico trazó una gráfica probable de la elevación de la temperatura. Para ello utilizó una tira registradora improvisada, que él mismo se fabricó y en la que todas las horas anotaba la temperatura de la caída para señalarla en la curva. Tuvo la sombría satisfacción de comprobar que los hechos corroboraban su teoría; en veinte horas se alcanzarían y se rebasarían los 40° C. de temperatura y empezarían a producirse las primeras muertes por congestión. Mirara como lo mirase, apenas les quedaban más de veinticuatro horas de vida. En tales circunstancias, los intentos que hacía el comodoro Hansteen para mantener la moral casi resultaban risibles. Transcurridas veinticuatro horas, poco importaría ya que lo hubiese conseguido o no.

¿Pero era verdadera su presunción? Aunque no les restase más alternativa que morir como hombres o morir como animales, sin duda la primera era preferible. Aunque en realidad poco importaría, sobre todo si el Selene permanecía perdido hasta el fin de los tiempos, sin que nadie supiese jamás cómo transcurrían las últimas horas de sus ocupantes. Pero aquello iba más allá de la simple lógica o de la razón, mas por ello mismo era una de aquellas cosas que adquieren una importancia suprema para los hombres, cuando se trata de vivir o de morir.

El comodoro Hansteen se daba perfecta cuenta de ello mientras preparaba el programa para las escasas horas de vida que aún les restaban. Hay hombres que nacen para ser jefes, y él era uno de ellos. La sensación de vacío que le produjo su retiro desapareció de pronto; por vez primera desde que dejó el puente de mando de su nave almirante el Centaurus, volvió a sentirse él mismo.

Mientras su pequeña tripulación no permaneciese inactiva, no tenía que preocuparse por su moral. Poco importaba lo que hiciesen, con tal que lo hallaran interesante o distraído. Aquella partida de póquer, por ejemplo, absorbía por completo al contable de la NASA, al ingeniero civil retirado y a los dos hombres de negocios de Nueva York que se hallaban de vacaciones. Saltaba a la vista que eran unos fanáticos del póquer; el problema consistiría en hacer que dejasen de jugar y no dejarlos que continuasen.

Casi todos los restantes pasajeros formaban pequeños corros y charlaban con animación. La comisión de entretenimientos continuaba reunida; el profesor Jayawardene tomaba notas de vez en cuando, mientras la señora Schuster evocaba sus tiempos del «music-hall», pese a los intentos que hacía su marido para hacerla callar.

La única persona que parecía mantenerse ligeramente aparte era la señorita Morley. La joven escribía con lentitud y cuidado y en una letra diminuta, en lo que quedaba de su cuaderno de notas. Como buena periodista, debía escribir el diario de sus aventuras. El comodoro Hansteen se dijo que, por desgracia, sería más corto de lo que ella suponía y que ni siquiera terminaría de llenar las pocas páginas que le quedaban. Y aunque las llenara, dudaba que alguien pudiese leerlas.

Consultó su reloj y le sorprendió ver lo tarde que era. Debiera haberse encontrado ya al otro lado de la Luna, de regreso en Ciudad Clavius, donde había sido invitado a almorzar en el Lunar Hilton, para ir a dar después un paseo hasta… Pero de nada servía pensar en un futuro inexistente. El breve presente bastaba para mantenerlo totalmente ocupado.

Quizá sería conveniente dormir un poco antes que la temperatura se hiciese insoportable. El Selene no fue concebido para que sirviese de dormitorio —y tampoco de tumba—, pero en aquellos instantes tendría que serlo. Esto significaba que tendrían que hacerse algunas modificaciones, e incluso causar algunos daños a los bienes que eran propiedad de la Comisión de Turismo.

Reflexionó sobre el problema durante sus buenos veinte minutos y después, tras un rápido cambio de impresiones con el capitán Harris, se dirigió a los pasajeros:

—Señoras y señores —dijo—, hoy hemos tenido todos un día muy ocupado y lleno de emociones, y creo que a casi todos ustedes les gustaría descabezar una siesta. Esto presenta algunas dificultades, pero he realizado algunos experimentos y he descubierto que, forcejeando un poco, se pueden quitar los brazos centrales de las butacas. En realidad, estos brazos son fijos, pero no creo que la Comisión de Turismo nos demande por ello.

De esta manera, diez de nosotros podrán tenderse en los asientos; los demás tendrán que conformarse con el suelo.

»Otra cosa. Como todos ustedes habrán observado, la temperatura ha aumentado un poco y dentro de un rato aún hará más calor. Por consiguiente, les aconsejo que se quiten todas las prendas innecesarias; la comodidad es mucho más importante que el recato. (Y la supervivencia —añadió para su fuero interno— es más importante que la comodidad…, pero aún tenían que transcurrir largas horas para que se llegase a eso.) Y prosiguió:

—Apagaremos las luces de la cabina principal y, para no quedar en una oscuridad completa, dejaremos las luces de emergencia a baja corriente. Uno de nosotros permanecerá de guardia constantemente en el asiento del capitán. El señor Harris prepara ahora mismo una lista de los relevos que se harán por turnos de dos horas.

¿Alguien desea hacer alguna pregunta o comentario?

Nadie pronunció palabra y el comodoro dejó escapar un suspiro de alivio. Temía que alguien hubiese querido saber a qué se debía el ascenso de la temperatura y no sabía con certeza qué le habría contestado. Entre sus numerosas virtudes no figuraba el arte de mentir y deseaba que los pasajeros disfrutasen del sueño más tranquilo posible en aquellas circunstancias. Un sueño que, a menos que sucediese un milagro, sería el último…

La señorita Wilkins, que empezaba a perder un poco de su aspecto profesional, impecable y atildado, repartió bebidas entre los que se las pidieron. Casi todos los pasajeros ya habían empezado a despojarse de sus prendas exteriores; los más púdicos esperaron a que las luces principales se apagasen. En aquel tenue resplandor rojizo, el interior del Selene adquirió un aspecto fantástico…, un aspecto que hubiera sido inconcebible cuando la embarcación zarpó de Puerto Roris hacía algunas horas. Veintidós personas de ambos sexos, en su mayoría en ropa interior, permanecían tendidas en los asientos o en el suelo. Algunas, las más afortunadas, ya roncaban; pero a las restantes les costaba conciliar el sueño.

El capitán Harris se había instalado en el fondo de la nave. En realidad, no estaba en la cabina, sino en la pequeña cocina situada en la misma compuerta de entrada. Era un excelente punto de observación. Después de haber abierto la puerta corredera de comunicación, podía ver a todo lo largo de la cabina y vigilar a todos y cada uno de sus pasajeros.

Se hizo una almohada con el uniforme y se tendió en el duro suelo. Faltaban aún seis horas para su guardia y confiaba en poder dormir un poco hasta entonces.

¡Dormir! Sabía que transcurrían las últimas horas de su vida y, sin embargo, no tenía otra cosa mejor que hacer. Se preguntó si los condenados a muerte podían dormir durante la noche que precedía a su ejecución.

Se sentía tan terriblemente fatigado, que ni siquiera esta idea le produjo la menor emoción. Lo último que observó antes de sumirse en la inconsciencia, fue al doctor McKenzie consultando el termómetro y anotando después cuidadosamente la temperatura en su gráfica, como un astrólogo que hiciese su horóscopo.

A quince metros sobre sus cabezas —una distancia que podía recorrerse de un salto bajo la débil gravedad lunar— acababa de nacer el día. En la Luna no existe crepúsculo; pero desde hacía varias horas el cielo contenía la promesa del alba. Mucho antes que apareciese el sol se alzó en el firmamento la brillante pirámide de la luz zodiacal, que en la Tierra se observa tan raramente. Con infinita lentitud se abrió camino por encima del horizonte, haciéndose cada vez más radiante a medida que se aproximaba el nacimiento del astro rey. Después se confundió con la gloria opalescente de la corona solar y, por último, con un brillo un millón de veces superior al de ambas, un hilillo de fuego empezó a extenderse a lo largo del horizonte, cuando el Sol hizo su reaparición después de quince días de tinieblas. Necesitaría más de una hora para alzarse todo entero sobre el horizonte, tan lentamente giraba la Luna sobre su eje. Pero la noche ya había terminado.

Una marea de tinta se retiraba con celeridad del mar de la Sed, a medida que la ardiente luz del alba barría las tinieblas. La tétrica extensión del mar de polvo parecía rastrillada por rayos casi horizontales; el menor objeto que se hubiese alzado sobre su superficie hubiera proyectado una sombra de centenares de metros, revelando al instante su presencia a quien escudriñase su superficie.

Pero nadie efectuaba búsquedas por aquella zona. Los dos esquíes para el polvo efectuaban entonces su inútil búsqueda a quince kilómetros de allí, en el lago del Cráter.

Aún estaban sumidos en la oscuridad; faltaban dos días para que el sol se alzase sobre las cumbres vecinas, aunque sus pináculos ya estaban bañados por el resplandor del alba. A medida que pasaban las horas, el nítido borde de la luz descendería por los flancos de las montañas, sin ir a mayor velocidad, a veces, que un hombre al paso, hasta que el Sol ascendiese lo bastante en el cielo para que sus rayos iluminasen el fondo del cráter.

Pero una luz de origen humano ya brillaba en el lago. Los destellos del flash iluminaban súbitamente las rocas, mientras los tripulantes de los esquíes fotografiaban los derrumbamientos que se habían deslizado en silencio por las laderas rocosas, cuando la Luna tembló durante su sueño. Antes de una hora, aquellas fotografías habrían llegado a la Tierra; dos horas más tarde, todos los mundos habitados las verían.

Sería un rudo golpe para la industria turística.

Cuando el capitán Harris despertó, la temperatura había aumentado notablemente.

Pero no fue el calor sofocante lo que interrumpió su sueño, una hora antes de lo previsto para iniciar su guardia.

Aunque nunca había pasado una noche a bordo del Selene, Pat conocía todos los ruidos que en él se producían. Cuando los motores no funcionaban, reinaba un silencio casi total; había que tender el oído para captar el susurro de las bombas de aire y la sorda pulsación del sistema de refrigeración. Aquellos ruidos continuaban siendo perceptibles, como antes de quedarse dormido. No habían cambiado, pero a ellos se unió otro.

Era un murmullo apenas perceptible…, tan débil, que por un instante se preguntó si no lo había soñado. Que aquel ruidillo hubiese alcanzado su subconsciente a través de las barreras del sueño, le parecía algo increíble. Incluso entonces, ya despierto, no podía identificarlo ni saber de dónde provenía.

De pronto supo por qué le había despertado. En un segundo, los últimos restos de modorra se disiparon. Se puso rápidamente en pie y pegó el oído a la compuerta de entrada. El ruido misterioso procedía del exterior del casco.

Ya podía oírlo mejor, débil pero claro, e hizo que se le pusiese la piel de gallina. La duda no era posible: el ruido era producido por miríadas de granos de polvo que corrían junto a las paredes del Selene como una espectral tempestad de arena.

¿Qué significaba aquel fenómeno? ¿Y si el mar se hubiese puesto de nuevo en movimiento? ¿Arrastraría consigo al Selene, si así fuese? Pero en la nave no se observaba ninguna vibración, ningún indicio de movimiento. Era sólo el mundo exterior, que parecía desfilar junto a sus paredes…

Con el mayor tiento, teniendo cuidado de no despertar a sus compañeros dormidos, Pat salió de puntillas a la oscurecida cabina. El doctor McKenzie estaba de guardia; el científico estaba acurrucado en el asiento del piloto, mirando al exterior por las ventanillas cegadas. Se volvió en redondo cuando Pat se aproximó, para susurrarle:

—¿Sucede algo en la popa?

—No lo sé…, venga a verlo.

Cuando ambos se hallaron en la cocina, pegaron el oído a la puerta de entrada y escucharon durante un buen rato la misteriosa crepitación. Luego McKenzie dijo:

—No hay duda, es el polvo que se mueve…, pero no comprendo por qué. Otro problema para resolver…

—¿Otro?

—Sí. No comprendo qué pasa con la temperatura. Continúa subiendo, pero no tan de prisa como yo calculaba.

El físico parecía verdaderamente disgustado porque sus cálculos hubiesen fallado, mas para Pat, aquello fue la primera buena noticia desde que el Selene zozobró.

—No se lo tome usted tan a pecho, hombre; todos nos equivocamos. Y si este error nos proporciona unos cuantos días más de vida, no seré yo quien se queje.

—Pero era imposible equivocarse…, se trata de un cálculo elemental. Sabiendo las calorías que desprenden veintidós personas, resulta fácil deducir el aumento térmico.

—Pero durmiendo producen menos calorías. Tal vez sea ésa la explicación.

—Vamos, hombre, ¿cómo puede usted pensar que se me haya pasado por alto algo tan evidente? —repuso el obstinado sabio—. Contribuye algo, pero no es suficiente. Tiene que haber otra razón que explique este hecho insólito.

—Contentémonos con constatarlo y alegrarnos —dijo Pat—. Y ahora, ¿qué piensa usted de este ruido?

Demostrando que lo hacía a regañadientes, McKenzie se concentró en el nuevo problema.

—El polvo se mueve, pero nosotros no. Por lo tanto, debe ser un fenómeno local. En realidad, yo diría que sólo se produce en el fondo de la cabina. Me pregunto qué puede significar. —Indicó con un ademán el mamparo que estaba detrás de ella—. ¿Qué hay al otro lado?

—Los motores, la reserva de oxígeno, los aparatos de refrigeración…

—¡Los aparatos de refrigeración! ¡Naturalmente! Recuerdo haberme fijado en ellos cuando subí a bordo. Y las aletas del radiador están ahí detrás, ¿no es verdad?

—Exactamente.

—Ahora ya sé lo que ha sucedido. Las aletas se han calentado tanto, que el polvo se ha puesto a circular, como lo habría hecho cualquier otro líquido recalentado. Hay una corriente de polvo ahí fuera que se lleva nuestro excedente calórico. Con un poco de suerte, la temperatura se estabilizará ahora. No estaremos muy cómodos, pero podremos sobrevivir.

En la tenue luz rojiza, los dos hombres se miraron. Una nueva esperanza nacía en ellos. Pat dijo lentamente:

—Estoy seguro que ésta es la explicación. Quizá nuestra suerte empieza a cambiar.

Consultó su reloj y efectuó un rápido cálculo mental.

—El Sol debe estarse levantando ahora sobre el mar de la Sed. La Base debe haber enviado los esquíes para el polvo en nuestra busca y conocen aproximadamente nuestra posición. Apuesto diez contra uno a que dentro de pocas horas nos habrán encontrado.

—¿Debemos advertir al comodoro?

—No, dejémoslo dormir. Ha tenido un día más fatigoso que nosotros. La noticia puede esperar hasta que despierte.

Cuando McKenzie se marchó, Pat trató de reanudar su sueño interrumpido. Pero no pudo; permanecía tendido, con los ojos muy abiertos a la débil claridad rojiza, pensando en aquella extraña jugada del destino. El polvo que los había engullido y después amenazó con hacerlos morir abrasados, venía ahora en su ayuda con aquella corriente de convección que evacuaba su exceso de calorías hacia la superficie. ¿Pero continuaría funcionando la corriente cuando el Sol llenase el mar de la Sed con sus ardientes rayos?

Lo ignoraba.

Detrás de la pared, el polvo continuaba susurrando y él recordó de pronto un antiguo reloj de arena que le enseñaron cuando era niño. Al darle la vuelta, la arena se escurría por un estrecho paso, de la cámara superior a la inferior, y su nivel creciente señalaba así el paso de los minutos y las horas.

Antes que los relojes fuesen inventados, miles de hombres midieron el tiempo así, por la caída de los granos de arena, pero nadie había contado hasta entonces el tiempo que le quedaba de vida mediante una fuente de polvo.