—Ésta es la situación, señoras y señores —concluyó el comodoro Hansteen—. No nos encontramos en peligro inmediato y estoy convencido que pronto nos localizarán. Entretanto, tratemos de tomarnos las cosas lo mejor posible.
Hizo una pausa, mientras escudriñaba los rostros ansiosos vueltos hacia él. Se fijó en los que podían acarrear complicaciones: aquel hombrecillo con un tic nervioso, aquella señora de rostro avinagrado color ciruela, que retorcía constantemente su pañuelo. Acaso se neutralizarían mutuamente, si podía sentarlos juntos…
—El capitán Harris y yo, él es quien manda a bordo y yo no soy más que su consejero, hemos preparado un plan de acción. Racionaremos los alimentos, que son muy sencillos pero adecuados y suficientes, teniendo en cuenta que ustedes no realizarán ejercicio físico. Agradeceríamos a algunas de las señoras que ayudaran a la señorita Wilkins.
Tendrá mucho trabajo suplementario y no le vendrá mal un poco de ayuda. Francamente, nuestro mayor problema consistirá en luchar contra el aburrimiento. A propósito, ¿han traído libros algunos de ustedes?
Muchos se pusieron a rebuscar en sacos de mano y cestos. La cosecha consistió en un surtido de guías lunares, seis de ellas repetidas; un best-seller muy en boga, La Naranja y la Manzana, cuyo extravagante tema eran las relaciones amorosas entre Nell Gwynn y Sir Isaac Newton; una edición de Shane, publicada por la Harvard Press con comentarios y notas de un profesor de inglés; una introducción al positivismo de Auguste Comte, y un número atrasado de una semana del New York Times, edición terrestre. Todo ello no formaba una gran biblioteca, pero racionando cuidadosamente las lecturas, ayudaría a matar el tiempo en las horas que se avecinaban.
—Creo que valdría la pena organizar una comisión de entretenimientos que decida el empleo que hay que dar a este material, aunque no sé qué vamos a hacer de Auguste Comte. Y ahora ya saben ustedes cuál es nuestra situación, ¿alguien desea hacer preguntas para que le aclaremos algún punto con más detalle, el capitán Harris o yo?
—Hay algo que me gustaría preguntarle, señor —dijo la misma voz británica que había felicitado a la azafata por el té—. ¿No hay ninguna posibilidad de poder ascender hacia la superficie? Quiero decir si, al ser parecida al agua la sustancia que nos rodea, ¿no subiremos tarde o temprano, flotando como un corcho?
Esta pregunta desconcertó al comodoro. Mirando a Pat, le dijo con una sonrisa:
—Ésta va para usted, señor Harris. ¿Qué dice usted a ello?
Pat movió negativamente la cabeza.
—Temo que esto no se produzca. Verdad es que el aire que contiene el casco debe proporcionarnos una gran flotabilidad, pero la resistencia que opone el polvo es enorme.
Es posible que terminemos por emerger…, dentro de algunos miles de años.
Esta respuesta no parecía restar ínfulas al inglés.
—He observado que hay un traje del espacio en la compuerta de entrada. ¿No podría ponérselo uno de nosotros para nadar hasta la superficie? Así los que nos buscan sabrían dónde estamos.
El capitán Harris se agitó con inquietud. Él era el único autorizado para ponerse aquella escafandra, que sólo podía utilizarse en caso de apuro.
—Estoy casi seguro que eso es imposible —repuso—. Dudo que nadie pudiera moverse venciendo la resistencia del polvo…, sin contar con que no se vería absolutamente nada. Sería imposible, además, saber dónde se encuentra la superficie.
¿Y cómo volveríamos a cerrar la puerta exterior? Cuando el polvo hubiese inundado la compuerta, no podríamos expulsarlo. No disponemos de bombas para arrojarlo al exterior.
Aún hubiera podido decir más, pero prefirió no insistir. Quizá tendrían que apelar a aquellos expedientes desesperados, si a fines de semana no había señales indicando que fuesen a socorrerlos. Pero debía arrinconar de momento aquella pesadilla en lo más hondo de su espíritu, pues si se ponía a pensar en aquella posibilidad, correría el riesgo de ver flaquear su ánimo.
—Si no hay más preguntas por el momento —dijo Hansteen—, propongo que nos presentemos. Nos guste o no, tendremos que convivir y acostumbrarnos a nuestra mutua compañía. Lo mejor, entonces, será que sepamos quiénes somos. Iré preguntando por turno a todos ustedes y les ruego que tengan la bondad de darme su nombre, profesión y lugar de residencia. Empezaremos por usted, señor.
—Robert Bryan, ingeniero civil, jubilado…, vivo en Kingston, Jamaica.
—Irving Schuster, abogado de Chicago…, y mi esposa Myra.
—Nihal Jayawardene, profesor de Zoología en la Universidad de Ceilán. Vivo en Peradeniya.
Mientras el comodoro continuaba pasando lista, Pat Harris volvió a dar gracias al Cielo por la ayuda que la providencia le había aportado en tan desesperada situación. La experiencia, los conocimientos y el carácter del comodoro Hansteen hacían de él un jefe nato; ya empezaba a convertir a aquella heterogénea colección de individuos en un grupo coherente, a crear aquel indefinible espíritu de cuerpo que transforma a una muchedumbre en un equipo. La escuela en donde aprendió aquellas cosas se hallaba en su flotilla, la primera que se aventuró más allá de la órbita de Neptuno, casi a tres mil millones de kilómetros del Sol, para aventurarse semana tras semana en las inmensidades vacías que separaban a los planetas. Pat Harris, que tenía treinta años menos y no se había alejado nunca del sistema Tierra-Luna, no se sentía molesto por el hecho que el mando hubiese cambiado de manos por acuerdo tácito. El comodoro era muy amable al decir que él seguía mandando a bordo, pero la verdad era otra.
—Duncan McKenzie, físico del observatorio del monte Stromlo. Vivo en Canberra.
—Pierre Blanchar, contable. Vivo en Ciudad Clavius, en la Luna.
—Phyllis Morley, periodista, Londres.
—Karl Johanson, ingeniero nuclear, Base Tziolkovsky, cara oculta de la Luna.
Éstos eran los pasajeros del Selene: un grupo de personas competentes, aunque no fuera de lo normal, porque todos los que visitaban la Luna salían generalmente de lo corriente…, aunque sólo fuese desde el punto de vista económico. «Pero todo el talento y la experiencia encerrados entonces en el Selene de nada servirían, se dijo Harris, para sacarlos del atolladero en que estaban metidos».
Sin embargo, esto no era del todo verdad, como el comodoro Hansteen iba a demostrar muy pronto. Él sabía mejor que nadie que, tanto como el miedo, era el aburrimiento lo que tendría que combatir. No podían disponer más que de sus propios recursos; en la época de las comunicaciones y las diversiones universales, habían quedado aislados de pronto del resto de la especie humana. La radio, la televisión, las hojas de información por «telefax», el cine, el teléfono…, todas estas cosas quedaban tan remotas para ellos como lo fueron para el hombre de las cavernas. Eran como una antigua tribu reunida en torno a la fogata del campamento, en un país salvaje donde no vivían otros hombres. Incluso durante la expedición a Plutón, pensaba el comodoro Hansteen, ni él ni sus compañeros experimentaron una soledad como aquélla. Disponían de una buena biblioteca y toda clase de pasatiempos en conserva. Podían comunicarse en onda corta con los planetas interiores cada vez que lo deseaban, pero en el Selene no había ni siquiera una baraja…
¡Buena idea!
—Señorita Morley: en calidad de periodista, supongo que tendrá usted un cuaderno de notas.
—Pues…, sí, comodoro.
—¿Le quedarán aún cincuenta y dos hojas?
—Creo que sí.
—Entonces, tengo que pedirle que las sacrifique. Haga el favor de arrancarlas y dibujar en ellas todos los palos y figuras de la baraja. No hace falta que sean unos naipes muy artísticos, con tal que se entiendan y que las figuras no transparenten.
—¿Y cómo vamos a hacerlo —preguntó uno— para barajar cartas de papel?
—He aquí un buen problema para nuestra comisión de entretenimientos. ¿Hay alguien que se crea capacitado para resolverlo? ¿Más ideas?
—Yo he actuado ya en la escena —dijo Myra Schuster, con cierta vacilación.
Su marido no pareció nada satisfecho por esta confidencia, pero la revelación encantó al comodoro.
—¡Magnífico! —dijo—. Aunque aquí más bien nos falta espacio, yo tenía intención de organizar una representación teatral.
La señora Schuster mostró entonces un semblante tan afligido como el de su marido.
—Oh, hace mucho tiempo de eso… —dijo—, y en mis papeles no solía hablar mucho.
Se oyeron algunas risitas e incluso al comodoro le costó guardar la compostura. La señora Schuster había rebasado la cincuentena y también los cien kilos y resultaba un poco difícil imaginársela como una corista…, que sin duda era lo que fue en otro tiempo.
—No importa; lo que cuenta es el espíritu. ¿Quién desea colaborar con la señora Schuster?
—Yo he hecho un poco de teatro de aficionado —declaró el profesor Jayawardene—. Casi todo obras de Brecht e Ibsen, sin embargo.
Aquel «sin embargo» final indicaba que el profesor reconocía que, en las actuales circunstancias, hubiera sido preferible algo más ligero…, por ejemplo, una de aquellas comedias decadentes pero divertidas que estaban de moda hacia 1980 y que invadieron las ondas en cantidades ingentes cuando se levantó la censura sobre la televisión.
No hubo otros voluntarios y entonces el comodoro hizo sentar juntos, en asientos contiguos, a la señora Schuster y el profesor Jayawardene y les encargó que confeccionasen un programa. Parecía altamente improbable que de aquella pareja tan dispar surgiese nada que valiese la pena, pero eso nunca se sabía. Lo principal era mantener a todos los pasajeros ocupados…, haciendo tareas determinadas o cooperando con los demás.
—Dejémoslo así, de momento —concluyó Hansteen—. Ruego a aquellos de ustedes que tengan alguna idea de interés, que la comuniquen a la Comisión. Entretanto, les propongo que estiren las piernas y traben más amplio conocimiento. Todos ustedes han declarado su profesión y lugar de residencia; sin duda muchos deben tener aficiones o amigos comunes. Esto les dará tema más que sobrado de conversación.
Y añadió para sí mismo: «Y también nos dará más tiempo».
Pocos instantes después, cuando hablaba con Pat en la pequeña cabina de pilotaje, se reunió con ellos el doctor McKenzie, el físico australiano. Parecía muy preocupado…, mucho más de lo que requería la situación.
—Deseo decirle algo, comodoro —manifestó con tono apremiante—. Si no me equivoco, ese oxígeno de reserva para siete días no significa absolutamente nada, pues hay un peligro mucho más grave.
—¿Cuál?
—El calor. —El australiano indicó el mundo interior con un ademán—. Estamos envueltos por esa materia, que constituye el mejor de los aislantes. En la superficie, el calor generado por las máquinas y nuestros cuerpos podía evaporarse, pero aquí permanece encerrado. Esto quiere decir que la atmósfera irá recalentándose hasta que acabaremos por morir asados.
—¡Dios mío! No había pensado en eso —repuso el comodoro—. ¿Cuánto tiempo cree usted que aguantaremos?
—Concédame usted media hora, para que pueda hacer un cálculo aproximado. A primera vista yo diría que no podemos aguantar más que un día…
El comodoro se sintió sumergido bajo una oleada de desvalimiento e impotencia.
Experimentó unas horribles náuseas en la boca del estómago, como la segunda vez en que se encontró en caída libre. (No la primera, pues en aquella ocasión ya estaba preparado. Pero durante su segundo viaje, se mostró confiado en exceso.) Si el cálculo era correcto, todas sus esperanzas serían destruidas. En realidad, ya eran bastante endebles, pero si hubiesen podido disponer de una semana, había ciertas probabilidades de poder hacer algo. Pero disponiendo sólo de un día, su suerte estaba echada. Aunque los descubriesen en aquel breve plazo, no tendrían tiempo de salvarlos.
—Compruebe usted la temperatura de la cabina —prosiguió McKenzie—. Esto nos proporcionará una indicación.
Hansteen se acercó al cuadro de instrumentos y consultó unas esferas e indicadores.
—Tiene usted razón. Ya ha subido un grado.
—Medio grado por hora. Más o menos, lo que yo me figuraba, El comodoro se volvió hacia Harris, que escuchaba esta conversación con creciente alarma.
—¿No podemos hacer nada para refrigerar la cabina? ¿Qué reservas de energía tienen sus aparatos de aire acondicionado?
El físico terció, sin dar tiempo de responder a Harris:
—Eso de nada serviría —dijo con tono de ligera impaciencia—. Lo único que hacen los aparatos de refrigeración consiste en expulsar el calor de la cabina para que se disipe en el exterior por radiación. Pero es exactamente lo que ahora no pueden hacer, a causa del polvo en que estamos sumergidos. Si intentásemos acelerar los aparatos de refrigeración sólo conseguiríamos empeorar las cosas.
Reinó un fúnebre silencio que el comodoro rompió al decir:
—Le ruego que compruebe cuidadosamente esos cálculos y me dé el resultado cuando esté calculado. Pero, por el amor de Dios, que esto no salga de nosotros tres.
De pronto se sintió muy viejo. Al principio, casi le hizo gracia aquel mando inesperado, el último de su vida, que le llovía del cielo. Pero a la sazón empezaba a creer que sólo iba a durarle un día…
En aquel preciso instante, y sin que ninguno lo sospechara, pasaba por encima de ellos uno de los hombres enviados en su busca con los esquíes especiales. Construidos éstos en función de la velocidad, la eficiencia y la economía, y no para comodidad de los turistas, eran en realidad trineos abiertos, provistos de un asiento para el conductor y otro para un pasajero —vestidos ambos con los trajes espaciales— y de una capota para dar sombra. Todo su equipo consistía en un sencillo panel de instrumentos, el motor, una doble hélice atrás y unos estantes con herramientas y piezas de recambio. Si estaban dedicados a trabajos normales, llevaban a remolque uno o más trineos de carga; pero éste, que había registrado en todas direcciones varios centenares de hectáreas sin encontrar nada, iba solo.
Por el interfono del traje, el piloto comunicó con su compañero:
—¿Qué crees puede haberles pasado, George? No creo que estén por aquí.
—¿Y dónde más pueden estar? No los habrán raptado unos seres venidos de las estrellas.
—Casi estoy dispuesto a creerlo —respondió el piloto, medio en serio.
Todos los astronautas creían que la especie humana encontraría tarde o temprano a seres inteligentes en el Universo. Aquel encuentro quizá sólo se produciría en un remoto futuro, pero, entretanto, aquellos seres hipotéticos formaban parte de la mitología del espacio y cargaban con la culpa de todo cuanto no hallaba una explicación racional.
Era fácil creer en ellos cuando uno se encontraba con un puñado de compañeros en un mundo extraño y hostil donde incluso las rocas y el aire (si había aire) adquirían apariencias fantásticas. Nada podía tenerse por seguro y la experiencia de mil generaciones humanas ligadas a la Tierra de nada valía. Del mismo modo como el hombre primitivo pobló de dioses y espíritus las regiones desconocidas que lo rodeaban, así el Homo astronauticus miraba por encima del hombro cuando se posaba en un mundo nuevo, preguntándose quién o qué encontraría allí. Durante algunos siglos, el hombre se creyó señor del universo y enterró en su subconsciente aquellos temores y esperanzas primitivos. Pero entonces resurgían más fuertes que nunca y no sin motivo, pues cuanto más contemplaba el rostro resplandeciente de los cielos, más se preguntaba qué poder y qué ciencia desconocidos podían ocultarse allí.
—Más valdrá que nos comuniquemos con la Base —dijo George—. Hemos cubierto la zona que nos ha sido asignada, y de nada serviría recomenzar. En todo caso, no antes que salga el sol, pues entonces tendremos muchas más posibilidades de ver algo. Esta condenada luz de la Tierra me produce escalofríos.
Puso la radio y lanzó la señal de llamada del esquí.
—Esquí para polvo número 2 llama a Dirección de Tráfico. Cambio.
—Aquí Dirección de Tráfico de Puerto Roris. ¿Han encontrado algo?
—Ni rastro. ¿Hay alguna novedad por ahí?
—No creemos que el siniestro se haya producido en alta mar. El ingeniero jefe quiere hablar con usted.
—Muy bien, póngame con él.
—Oiga, esquí para polvo número 2. Le habla Lawrence. El observatorio de Platón acaba de señalar un sismo cerca de los montes Inaccesibles. Tuvo lugar a las 19.35, o sea poco más o menos cuando el Selene debía encontrarse en el lago del Cráter. El observatorio nos indica que puede haber sido sepultado por un alud en algún punto de la zona. Por lo tanto, diríjanse hacia esas montañas y traten de localizar corrimientos de tierras o desprendimientos de rocas.
—¿Es posible que se produzcan nuevas sacudidas? —preguntó el piloto del esquí con cierta ansiedad en la voz.
—Según el observatorio, el peligro es mínimo. Dicen que transcurrirán miles de años antes que esto vuelva a ocurrir, pues ahora la presión causante del sismo ha cesado.
—Ojalá no se equivoque. Les llamaré cuando llegue al lado del cráter, dentro de unos veinte minutos, más o menos.
Pero transcurrieron sólo quince minutos antes que el piloto del esquí para el polvo disipase las últimas esperanzas de los ansiosos oyentes.
—Habla esquí para polvo número 2. Me temo que sus suposiciones eran fundadas.
Aún no hemos llegado al lago del Cráter…, seguimos la garganta que conduce a él. Pero el observatorio tiene razón; se han producido varios corrimientos que obstaculizan nuestra marcha. El que ahora mismo estoy viendo debe estar formado por diez mil toneladas de rocas. Si el Selene ha sido sepultado por él, jamás lo encontraremos. Ni siquiera valdría la pena intentarlo.
Reinó un silencio tan prolongado en Dirección de Tráfico, que el piloto repitió la llamada:
—Oiga, Base… ¿Me oyen?
—Sí, le oigo —contestó el ingeniero jefe con voz cansada—. Vean si pueden hallar alguna señal de ellos; le envío ahora mismo el esquí para polvo número 1 para que les ayude. ¿Está usted seguro respecto a que no hay ninguna posibilidad de desenterrarlos?
—Sería un trabajo que requeriría semanas, aun en el caso que consiguiéramos localizarlo. He visto un corrimiento de tierras y rocas que cubre una zona aproximada de trescientos metros. Si intentáramos excavar, probablemente provocaríamos nuevos corrimientos.
—Tengan ustedes mucho cuidado. Comuniquen cada quince minutos, aunque no encuentren nada.
Lawrence dejó el micrófono. Se sentía agotado, física y mentalmente. No podía hacer nada más…, ni él, ni nadie, sospechaba. Tratando de poner en orden sus pensamientos, se dirigió a la ventana de observación que miraba al sur y contempló la Tierra en cuarto menguante.
Costaba creer que el planeta permaneciese fijo eternamente en aquel punto del cielo austral…, que jamás, pese a hallarse suspendido tan cerca del horizonte, no se alzaría ni descendería en un millón de años. Por más que uno viviese en aquel lugar, se rebelaba a aceptar aquel hecho, que contradecía las costumbres y conocimientos atávicos de la humanidad.
Al otro lado de aquel abismo, ya tan pequeño para una generación que no conoció la época en que era infranqueable, pronto se extenderían el dolor y la pena en oleadas.
Millares de personas verían sus vidas afectadas, directa o indirectamente, porque la Luna se agitó ligeramente en su sueño.
Sumido en sus pensamientos, Lawrence tardó algún tiempo en darse cuenta que el oficial encargado de las comunicaciones se esforzaba por llamar su atención.
—Discúlpeme, señor… No ha llamado usted al esquí para polvo número 1. ¿Quiere que lo haga?
—¿Cómo?… Oh, sí…, llámelo. Dígale que se reúna con el número 2 en el lago del Cráter. Dígale también que hemos renunciado a proseguir las búsquedas en el mar de la Sed…