Capítulo 4

Cuando el Selene se inmovilizó, tanto los tripulantes como los pasajeros estaban demasiado atónitos para pronunciar una palabra y hacer el menor comentario. El capitán Harris fue el primero en reaccionar, quizá porque era el único que suponía lo que había sucedido.

Se trataba de un hundimiento del terreno, por supuesto. Estos fenómenos no eran raros, aunque aún no se había registrado ninguno en el mar de la Sed. En las entrañas de la Luna, algo había cedido; era posible que el peso infinitesimal del Selene hubiese bastado para provocar el hundimiento. Cuando Harris se levantó, con piernas temblorosas, se preguntó cómo se dirigiría a los pasajeros. No podía afirmar que aún dominaba la situación y que dentro de pocos minutos podrían continuar; por otra parte, podía producirse un pánico si revelaba la extrema gravedad de la situación en que se hallaban. Tarde o temprano tendría que hacerlo, pero hasta entonces era esencial mantener un semblante de confianza.

Su mirada se cruzó con la de la señorita Wilkins, de pie al fondo de la cabina, detrás de los pasajeros de expresión interrogadora. Estaba muy pálida, pero mantenía su aplomo; Pat comprendió que podía confiar en ella y le dirigió una sonrisa tranquilizadora.

Comenzó a hablar con tono tranquilo:

—Parece que aún estamos todos de una pieza. Hemos tenido un pequeño accidente, pero la cosa habría podido ser peor —y mientras lo decía se preguntaba: «¿Por qué peor?», para responderse: «Pues porque podría haberse roto el casco… ¿Así, quieres que se prolongue la agonía?» Apelando a toda su fuerza de voluntad, terminó aquel monólogo interior—. Nos ha sorprendido un corrimiento de tierras…, un temblor lunar, si ustedes lo prefieren, pero no hay que alarmarse. Aunque no podamos salir de aquí por nuestros propios medios, pronto nos enviarán ayuda desde Puerto Roris. Mientras llega esta ayuda, y puesto que la señorita Wilkins se disponía a servir un refresco, les aconsejo que permanezcan tranquilos mientras yo…, ¡ejem!…, hago lo necesario.

El discursito pareció producir un efecto beneficioso y Pat se volvió al cuadro de mandos, ahogando un suspiro de alivio. Cuando iba a sentarse, advirtió que uno de los pasajeros encendía un cigarrillo.

Era una reacción maquinal y que a él le hubiera gustado compartir. No dijo nada; una observación hubiera destruido el buen efecto causado por su pequeña arenga. Pero miró de hito en hito al pasajero hasta que éste le comprendió y apagó el cigarrillo antes que volviera a su asiento.

Mientras hacía funcionar la radio, Pat oyó murmullo de conversaciones a su espalda.

Cuando un grupo de personas se pone a hablar, es fácil adivinar cuál es su estado de espíritu, aunque no se entienda lo que dice. Pudo captar un tono de disgusto, excitación e incluso le pareció notar que a algunos la cosa les hacía gracia…, pero nadie parecía alarmado de veras. Era probable que los que hablaban no midiesen plenamente el peligro de la situación. Los que lo comprendían debían guardar silencio.

Como el éter, recorrió las bandas de ondas de un extremo al otro y sólo pudo captar una leve crepitación, procedente del polvo magnetizado que los envolvía por todas partes.

Verdad era que no esperaba otra cosa, pues aquel manto pesado y mortífero, de elevado contenido metálico, era un muro casi impenetrable que no dejaría pasar ni sonidos ni ondas radioeléctricas. Y cuando intentara transmitir, sería como un hombre que gritase desde el fondo de un pozo abarrotado de plumas.

Recurrió al transmisor especial de alta potencia, que emitía automáticamente una señal de auxilio en la frecuencia de «Mooncrash». Si había la menor posibilidad del hecho que una señal atravesara la barrera, ésta lo haría y era inútil tratar de comunicarse con Puerto Roris, sin contar con que sus infructuosos intentos acabarían por desmoralizar a los pasajeros. Dejó el aparato receptor funcionando en la longitud de onda asignada al Selene, por si había respuesta a su mensaje, aunque sabía que esto era inútil. Nadie podía oírlos y nadie podía hablarles. Por lo que a ellos concernía, era como si el resto de la humanidad hubiese cesado de existir.

No se entretuvo mucho a meditar sobre este inconveniente; ya lo esperaba y tenía muchas otras cosas que hacer. Revisó los instrumentos y medidores y comprobó que todo era perfectamente normal, con la única excepción que la temperatura se había elevado ligeramente. Esto también era de esperar, pues la capa de polvo los protegía del frío interplanetario.

Su mayor preocupación consistía en el espesor que podía tener aquella capa de polvo, y en la presión que ejercía sobre el vehículo. El casco del Selene había sido construido para resistir presiones internas, pero no del exterior, y debían haber varios miles de toneladas sobre el vehículo. Si se hundía a mayor profundidad, era posible que se quebrara como una cáscara de huevo.

No tenía la menor idea de la profundidad a que se encontraba el crucero. Cuando vio por última vez las estrellas, debía encontrarse a unos diez metros bajo el nivel de la superficie y podía haber sido arrastrado mucho más abajo por la succión del polvo. Sería prudente, aunque ello aumentase su consumo de oxígeno, elevar la presión interna para aliviar la que se ejercía sobre el casco.

Con el mayor cuidado, para que los pasajeros no se alarmasen al notar el aumento de presión en los oídos, elevó en un veinte por ciento la presión reinante en la cabina.

Cuando hubo terminado esta operación, se sintió un poco aliviado. No fue el único, porque al momento que la aguja del manómetro indicador de presión se estabilizó, oyó que alguien decía con voz tranquila a su espalda:

—Creo que ha sido muy buena idea.

Se volvió para ver quién era el inoportuno que se dedicaba a espiar sus acciones, pero no llegó a formular su incipiente protesta. Al primer golpe de vista, Harris no reconoció a ninguno de los pasajeros, pero entonces halló algo familiar en el hombre robusto y canoso que se acercó al puesto de pilotaje.

—No es mi deseo entrometerme, capitán…, usted es aquí quien manda. Pero he pensado que es preferible que me presente, por si puedo ser de alguna utilidad. Soy el comodoro Hansteen.

Harris miró boquiabierto al hombre que mandara la primera expedición a Plutón, el que probablemente había visitado más planetas y satélites vírgenes que ningún otro explorador de la historia. Lo único que atinó a decir en su estupefacción fue:

—¡Pero usted no figuraba en la lista de pasajeros!

El comodoro sonrió.

—Viajo bajo el seudónimo de Hanson. Desde que tomé el retiro, me ha gustado viajar pasando inadvertido. Y después de afeitarme la barba, nadie me reconoce.

—Me alegro muchísimo de tenerlo aquí —dijo Harris con toda sinceridad, pues ya se sentía desembarazado de buena parte del peso que lo abrumaba. El comodoro sería un sólido pilar en que apoyarse durante las horas (o días) difíciles que se avecinaban.

—Le agradecería que me diese su impresión aproximada de la situación —continuó Hansteen, midiendo sus palabras con la misma estudiada cortesía—. Hablando sin rodeos, ¿cuánto tiempo cree que podremos durar?

—Como usted sabe, dependemos del oxígeno, que es siempre el factor límite.

Tenemos suficiente para quince días, en el supuesto que no haya escapes. De momento, no parece haber ninguno.

—Bien, eso nos da tiempo para pensar. ¿Y en cuanto a los alimentos y el agua?

—Pasaremos un poco de hambre, pero nadie se morirá por ello. Tenemos una reserva de alimentos concentrados para casos de apuro y los purificadores de aire, naturalmente, producirán todo el agua que necesitemos. Esto no es problema.

—¿Y electricidad?

—Tendremos de sobra, ahora que no hacemos funcionar los motores.

—Veo que no ha intentado usted llamar a la base.

—Es inútil; el polvo forma una muralla impenetrable. He puesto la frecuencia de auxilio…, es nuestra única esperanza de hacerles llegar una señal, aunque es muy débil.

—Así, tendrán que imaginar algún otro modo de localizarnos. ¿Cuánto tiempo calcula usted que tardarán en encontrarnos?

—Es muy difícil decirlo. Comenzarán la búsqueda en cuanto dejen de recibir nuestra señal de las veinte horas y sabrán en qué zona aproximada estamos. Sin embargo, existe la posibilidad de habernos hundido sin dejar la menor…, usted ya sabe cómo este polvo lo borra todo. Y aunque nos encontraran, suponiendo que nos encuentren…

—¿Cómo nos sacarán de aquí?

—Eso mismo es lo que iba a decir.

El capitán del crucero para el polvo, de veinte plazas, y el comodoro del espacio se miraron en silencio, mientras ambos estudiaban el mismo problema. De pronto, por encima del apagado murmullo de las conversaciones, resonó una voz muy británica:

—Desde luego, señorita… Ésta es la primera taza de té que vale la pena beber desde que estoy en la Luna. Creía que aquí no sabían prepararlo; la felicito.

El comodoro no pudo contener una sonrisa.

—Debiera darle las gracias a usted, no a la azafata —dijo, señalando el barómetro indicador de presión.

Pat sonrió tristemente. Era cierto; después de elevar la presión de la cabina, el agua debía hervir casi a la temperatura normal, la que alcanzaba el nivel del mar en la Tierra.

Esto permitiría, al menos, que tomasen algunas bebidas calientes y no el líquido insípido y tibio de costumbre. Pero no dejaba de parecerle una manera más bien extravagante de preparar el té, más bien parecida al famoso método chino consistente en pegar fuego a la casa para asar un cerdo.

—Nuestro principal problema —dijo el comodoro, sin que Pat se molestase en lo más mínimo porque emplease el plural— consiste en mantener la moral de esta gente. Por lo tanto, pienso que vale la pena que usted haga una pequeña charla sobre los métodos de búsqueda que se utilizarán para encontrarlos. Pero trate de no mostrarse excesivamente optimista, sin dar la impresión que pronto vendrá alguien para llamar a nuestra puerta dentro de media hora. Esto podría complicar las cosas si…, bien, si tuviésemos que esperar algunos días.

—Oh, no necesito mucho tiempo para describir cómo funcionan las operaciones de salvamento —dijo Pat—. A decir verdad, no se había planeado para afrontar situaciones como ésta. Cuando una astronave efectúa un alunizaje forzoso, puede localizarse fácilmente desde uno de los dos satélites… Lagrange II para el lado que mira a la Tierra, o Lagrange I para la otra cara. Pero dudo que en el caso actual puedan ayudarnos. Como ya le he dicho, lo más probable es que nos hayamos hundido sin dejar trazas.

—Me cuesta creerlo. En la Tierra, cuando un barco naufraga, siempre deja algunas trazas: burbujas, manchas de aceite, restos flotantes…

—Aquí es distinto. Y no creo que exista ningún medio de enviar algo a la superficie que…, por otra parte, no sabemos a qué distancia se encuentra.

—Así, entonces, no nos toca otro remedio que sentarnos y esperar.

—Sí —asintió Pat. Y dirigiendo una mirada al indicador de oxígeno, añadió—: Y de algo podemos estar seguros: que sólo podremos resistir durante una semana.

A cincuenta mil kilómetros sobre la superficie lunar Tom Lawson dejó sobre la mesa la última de las fotografías que tomara. Eran de excelente calidad, pues el intensificador electrónico de imágenes, millones de veces más sensible que el ojo humano, había localizado hasta uno de los pequeños esquíes especiales para andar sobre el polvo.

Había inspeccionado cada milímetro cuadrado de las positivas con una lente de aumento.

A pesar de ello, no había logrado descubrir rastro alguno del Selene: el mar de la Sed presentaba una superficie tan rasa y pareja como antes de la llegada del hombre. Y seguiría igual, probablemente, miles de años después que el hombre hubiese pasado.

A Tom le dolía declararse vencido, incluso en cuestiones mucho menos importantes que aquélla, pues creía que no había problema insoluble si se abordaba de la manera debida y con el instrumental apropiado. Aquello era un desafío a su inventiva científica; el hecho que se hallasen en juego varias vidas humanas no tenía importancia en aquellos momentos. Al doctor Lawson le importaban tres pepinos los seres humanos, pero sentía un respeto por el Universo rayano en veneración. Y aquello se planteaba como una lucha entre él y el Universo.

Examinó la situación con mente fría y científica. ¿Cómo hubiera abordado el problema el gran Sherlock Holmes? (Era algo muy característico de Tom que uno de los pocos hombres que admiraba de verdad no hubiese existido jamás.) Eliminó la zona situada en el mar libre, lo cual sólo dejaba una posibilidad: el Selene debió sufrir un accidente cuando navegaba junto a la costa o cerca de las montañas, probablemente en la región designada por el nombre de —examinó el mapa— el lago del Cráter. Esto era muy posible; un accidente era mucho más probable allí que en la lisa superficie del mar de la Sed, libre de obstáculos.

Consultó de nuevo la fotografía, concentrando esta vez su atención en las montañas.

Inmediatamente tropezó con una nueva dificultad. Había docenas de cumbres aisladas y peñascos a la orilla del mar, cada uno de los cuales podía ser el barco perdido. Y lo que aún era peor, había zonas que no podía examinar en absoluto por hallarse ocultas tras las propias montañas. Desde su ventajoso observatorio, el mar de la Sed le aparecía casi en la extremidad de la curvatura lunar y lo veía en perspectiva. El lago del Cráter, por ejemplo, era completamente invisible para él, hundido entre sus paredes rocosas. Aquella zona sólo podía ser explorada por los esquíes para polvo, al nivel de la superficie; a pesar de hallarse en el trono propio de un dios, Tom Lawson nada podía hacer.

Pensó que lo mejor era llamar a la Luna, cara visible, para transmitir su informe provisional.

—Habla Lawson, de Lagrange II —dijo, cuando Comunicaciones lo puso en contacto—. He escrutado el mar de la Sed y no hay absolutamente nada en toda su superficie. La nave debió haber encallado cerca de la orilla.

—Muchas gracias —respondió una voz entristecida—. ¿Está usted seguro de ello?

—Absolutamente. Puedo ver los esquíes para polvo que ustedes han enviado, a pesar que su tamaño es una cuarta parte del que tiene el Selene.

—¿Y no ha visto nada en las costas del mar?

—Hay demasiados peñascos y escollos que impiden la localización. Veo cincuenta, quizá cien objetos de tamaño parecido. En cuanto salga el sol podré examinarlos con más detalle. No olviden que allá bajo ahora es de noche.

—Le agradecemos su ayuda; háganos saber si descubre algo más.

Entretanto, en Ciudad Clavius, el director de la Comisión de Turismo escuchaba con resignación el informe de Lawson. Era inútil seguir esperando; los parientes debían ser advertidos. No hubiera sido prudente ni posible seguir manteniendo por más tiempo el secreto.

Se volvió al oficial de la Dirección de Tráfico para preguntarle:

—¿Aún no tiene usted la lista de los pasajeros?

—Acaba de llegar por el «telefax» de Puerto Roris. Aquí la tiene.

Al tenderle la fina hoja, preguntó con curiosidad:

—¿Iba algún personaje importante a bordo?

Todos los turistas son importantes —repuso fríamente el director, sin levantar la mirada.

Pero al instante siguiente exclamó:

—¡Oh, Dios mío!

—¿Qué pasa?

—¡El comodoro Hansteen está a bordo!

—¿Cómo? No sabía que estuviese en la Luna.

—Hemos guardado el secreto. Nos pareció interesante tenerlo en nuestro consejo de administración, ahora que está retirado. Antes de decidirse, quiso salir a echar un vistazo, de incógnito.

Se produjo un silencio tenso mientras los dos hombres meditaban sobre la ironía de la situación: uno de los mayores héroes del espacio, perdido como un turista ordinario en un estúpido accidente ocurrido en aquel arrabal de la Tierra que era la Luna…

—Qué mala suerte ha tenido el pobre comodoro —dijo por fin el oficial del tráfico—. En cambio, los pasajeros han tenido suerte que esté con ellos…, si aún están todos vivos.

—Sí, necesitarán mucha suerte, ahora que el observatorio de Lagrange II se ha declarado impotente —observó el director.

Davis tenía razón acerca de lo primero, pero se equivocaba en lo segundo, porque el doctor Tom Lawson aún guardaba algunos triunfos en la bocamanga.

Como también los guardaba el padre Vincenzo Ferraro, S. J., sabio de una especie muy distinta. Era una verdadera lástima que él y Tom Lawson nunca se hubiesen encontrado, pues ello hubiera producido unos fuegos artificiales muy interesantes. El padre Ferrare creía en Dios y en el hombre. El doctor Lawson no creía en nada.

El sabio sacerdote inició su carrera científica como geofísico y luego, cambiando de mundo, se convirtió en selenofísico…, aunque sólo utilizaba la palabreja en sus momentos de pedantería. No existía nadie que poseyese más conocimientos sobre el interior de la Luna. El sacerdote disponía de una batería de instrumentos repartidos estratégicamente por toda la superficie de la Luna.

Aquellos instrumentos acababan de proporcionarle preciosas indicaciones. A las diecinueve horas treinta y cinco minutos y cuarenta y siete segundos, hora media de Greenwich, se había registrado un importante sismo en la región del golfo del Arco Iris.

Esto era bastante sorprendente, porque aquella zona era de las más estables y se consideraba de las más tranquilas en la apacible Luna. El padre Ferraro puso en marcha sus calculadoras para determinar el epicentro del sismo. Y también les proporcionó instrucciones para que registrasen otras indicaciones anómalas de los instrumentos. Dejó sus aparatos entregados a esta tarea para ir a almorzar y fue entonces cuando uno de sus colegas le comunicó la extraña desaparición del Selene.

Ninguna calculadora electrónica puede rivalizar con el cerebro humano para establecer relación entre hechos aparentemente dispares. El padre Ferrare apenas acababa de llevarse a la boca la primera cucharada de sopa, cuando llegó a una conclusión totalmente lógica, pero que, de ser cierta, podía ser de consecuencias desastrosas y aciagas.