Entre las hileras de aparatos de comunicación instalados en la Dirección de Tráfico, sector norte, correspondiente a la cara que miraba a la Tierra, un cerebro electrónico se agitó excitado. Había transcurrido un segundo desde que se registraron las dos mil horas meridiano terrestre de Greenwich, y la señal que debía recibirse automáticamente a cada hora no había aparecido en la pantalla.
Con una rapidez que ultrapasaba todas las posibilidades del pensamiento humano, el puñado de células y de microscópicos conmutadores solicitaron instrucciones. «Esperen cinco segundos —decían las órdenes cifradas—. Si nada ocurre, cierren el circuito 10 01 10 01».
La diminuta porción de la calculadora del tráfico afectada por este problema esperó pacientemente que transcurriera este enorme período de tiempo…, lo bastante prolongado para hacer cien millones de sumas de veinte cifras o para imprimir casi todas las obras de la Biblioteca del Congreso. Después cerró el circuito 10 01 10 01.
A gran altura sobre la superficie de la Luna, desde una antena que, por curioso que pudiera parecer, estaba vuelta directamente hacia la faz de la Tierra, un impulso de radio fue lanzado al espacio. En menos de una décima de segundo recorrió los cincuenta mil kilómetros que separaban la estación del satélite de enlace conocido por el nombre de Lagrange II y que se hallaba directamente sobre una línea recta imaginaria que iba de la Luna a la Tierra. Después de otro sexto de segundo el impulso regresó, muy amplificado y cubriendo el sector norte de la Luna, en la cara de ésta que miraba a la Tierra, desde el polo al ecuador.
Traducido al lenguaje humano, el mensaje que transportaba era muy sencillo: «Atención, Selene. No he recibido su señal. Ruego conteste inmediatamente».
La calculadora esperó otros cinco segundos. Luego lanzó de nuevo la misma pulsación, y luego una tercera vez. En el mundo de la cibernética había transcurrido el equivalente de períodos geológicos, pero la máquina estaba dotada de una paciencia infinita.
Consultó de nuevo sus instrucciones. Esta vez decían: «Cierren el circuito 10 10 10 10». El aparato electrónico obedeció. En la sala de la Dirección de Tráfico, una lucecilla verde se transformó súbitamente en roja y resonó un zumbido de alarma. Por vez primera después de las máquinas, los hombres advirtieron que algo anormal sucedía en algún punto de la Luna.
La noticia se difundió al principio con lentitud, pues el administrador en jefe no era partidario de suscitar un pánico inútil. El director de la Comisión de Turismo abundaba en este parecer; no había nada peor para los negocios que las alertas y avisos de alarma…, incluso cuando, como sucedía en nueve de cada diez casos, todo se debía a un fusible fundido, un cortocircuito o unos aparatos de alarma demasiado sensibles. Pero en un mundo como en el de la Luna, había que estar siempre sobre aviso. Más valía asustarse por una crisis imaginaria que no adoptar las medidas pertinentes ante una verdad.
Tuvieron que transcurrir varios minutos para que Davis admitiera a regañadientes que esta vez la cosa iba en serio. En otra ocasión el Selene ya dejó de enviar su señal automática, pero Pat Harris respondió inmediatamente, de modo que lo llamaron por la longitud de onda asignada al crucero. Esta vez reinaba un silencio sepulcral. El Selene ni siquiera contestó a la señal emitida por la longitud de onda llamada «Mooncrash», por la que estaba prohibido comunicarse salvo en caso de siniestro. Fue esta noticia lo que obligó a Davis a abandonar la Torre del Turismo para dirigirse con rapidez a Ciudad Clavius por la acera rodante subterránea.
A la entrada del edificio ocupado por la Dirección de Tráfico encontró al ingeniero jefe de la Cara Visible. Esto era mala señal; significaba que se consideraba necesario iniciar una operación de salvamento. Los dos hombres se miraron con gravedad, obsesionados ambos por la misma idea.
—Espero que no me necesitarán —dijo el ingeniero jefe Lawrence—. ¿Qué es lo que ocurre? Lo único que sé es que se ha lanzado una señal «Mooncrash». ¿De qué astronave se trata?
—No se trata de una astronave, sino del Selene. Está en el mar de la Sed y no contesta.
—¡Dios mío! Si algo le ha ocurrido allí, sólo podremos llegar hasta él con los esquíes para el polvo. Siempre he dicho que deberíamos haber tenido dos barcos en funcionamiento, antes de empezar a aceptar turistas.
—Yo también dije lo mismo…, pero el departamento de finanzas se opuso a la idea.
Esos señores dijeron que no podríamos construir otro Selene hasta que el primero demostrase que era rentable.
—Ojalá no demuestre, en lugar de eso, que puede proporcionar titulares sensacionales a los periódicos… —dijo Lawrence, ceñudo—. Sabe usted muy bien lo que pienso del turismo en la Luna.
El director de la Comisión lo sabía perfectamente; a decir verdad, aquello era desde hacía mucho tiempo una manzana de la discordia lanzada entre los dos hombres. Por vez primera, se preguntó si el ingeniero en jefe no tuviese acaso razón.
Todo estaba muy tranquilo, como de costumbre, en la Dirección de Tráfico. En las grandes cartas murales, las luces verdes y ambarinas parpadeaban constantemente. Sus mensajes rutinarios resultaban muy poco importantes ante el clamor de aquella única lucecita roja que no parpadeaba. Ante los tableros de mando y cuadros de distribución de aire, energía y radiación, los técnicos de servicio, semejantes a ángeles de la guardia, velaban por la seguridad de la cuarta parte de aquel mundo.
—Sin novedad —declaró el oficial encargado del tráfico de tierra—. Seguimos completamente a oscuras. Lo único que sabemos es que están en alguna parte del mar de la Sed.
Trazó un círculo sobre un mapa a gran escala.
—A menos que hayan derivado de una manera fantástica, deben estar poco más o menos en esta zona. Cuando se ha efectuado la comprobación de las 19 horas, estaban a menos de un kilómetro del punto previsto. A las 20 horas ha dejado de recibirse su señal, lo cual quiere decir que, sea lo que fuere lo que les ha sucedido, tiene que haber ocurrido durante estos sesenta minutos.
—¿Cuál es la velocidad horaria del Selene? —preguntó uno de los presentes.
—Puede alcanzar ciento veinte kilómetros —contestó el director de la Comisión—. Pero normalmente navega a una velocidad muy inferior. No hay prisa cuando se va de paseo.
Consultó el mapa, como si quisiera arrancarle informaciones gracias a la intensidad de su mirada.
—Si aún están en alta mar, no tardaremos en encontrarlo. ¿Han enviado los esquíes para polvo?
—No, señor; estaba aguardando la autorización.
Davis miró al ingeniero jefe, que era el funcionario superior en la Cara Visible de la Luna, con excepción del propio administrador en jefe Olsen. Lawrence asintió con lentitud.
—Hágalos salir —repuso—. Pero no espere averiguarlo todo al instante. Será necesario explorar varios miles de kilómetros cuadrados. Y esto requiere tiempo, especialmente de noche. Diga a los pilotos que exploren la ruta que hubiera debido seguir el barco, después de comunicar su última posición. Un esquí por cada lado, para que puedan cubrir una faja lo más ancha posible.
Después de dar esta orden, Davis preguntó con tono contrito:
—¿Qué cree usted que puede haberle sucedido?
—Una de varias cosas, no muchas. El accidente debe haberse producido de manera repentina, pues de lo contrario nos hubieran enviado un mensaje. Lo más probable es que haya sido una explosión.
El director palideció. Siempre existía la posibilidad de un sabotaje y era imposible precaverse contra ella. A causa de su propio carácter vulnerable, los vehículos del espacio, como antes los aviones, ejercían un atractivo irresistible sobre ciertos tipos de criminales. Davis pensaba en la nave de transporte Argo, que cubría el trayecto Tierra-Venus y que fue destruida con doscientas personas entre hombres, mujeres y niños a bordo, porque un loco quería vengarse de un pasajero a quien apenas conocía.
—Puede haber sido también una colisión —prosiguió el ingeniero jefe—. El barco puede haber tropezado con un obstáculo.
—Harris es un piloto muy prudente. Ha hecho este viaje docenas de veces.
—Todo el mundo puede cometer un error. Es fácil juzgar mal las distancias cuando se navega bajo el claro de Tierra.
Pero el director Davis apenas le escuchaba. Pensaba en todas las medidas que tendría que adoptar, en caso que hubiese sucedido lo peor. Más valdría poner inmediatamente manos a la obra, pidiendo al servicio jurídico que empezase las formalidades de rigor para indemnizar a los familiares de las víctimas. Si aquéllos presentaban reclamaciones a la Comisión de Turismo por valor de varios millones de dólares, toda su campaña de publicidad para el próximo año se iría al infierno…, aunque la Comisión ganara el pleito.
El oficial encargado del tráfico de tierra carraspeó nerviosamente.
—Si me permite una sugerencia —dijo al ingeniero jefe—, podríamos llamar a Lagrange, donde quizá los astrónomos logren ver algo.
—¿De noche? —preguntó Davis con escepticismo—. ¿Y desde cincuenta mil kilómetros?
—Oh, si tienen aún encendidos los reflectores, será fácil ver algo. Vale la pena probarlo.
—Excelente idea —contestó Lawrence—. Hágalo ahora mismo.
Debiera habérsele ocurrido a él y se preguntó si no habría pasado por alto otras posibilidades. No era la primera vez que se veía obligado a exprimirse el cerebro para hacer frente a aquel mundo extraño y maravilloso, de belleza tan arrebatadora en sus momentos de hechizo, tan temible en los momentos de peligro. Nunca sería completamente domeñado, como lo fuera la Tierra, y acaso fuese preferible así. Pues lo que atraía a los turistas y a los exploradores, a través de los abismos del espacio, era el espejuelo de las tierras vírgenes y la leve pero omnipotente sensación del peligro. Él hubiera preferido prescindir de los turistas…, pero contribuían a asegurarle el sueldo que cobraba.
Aunque en aquel momento quizá más valdría que empezase a hacer las maletas. Toda aquella crisis podía disiparse en un instante, y el Selene reaparecer sin darse cuenta siquiera del pánico que había originado. Pero Lawrence no creía que esto ocurriese y su temor se transformaba en certidumbre a medida que pasaban los minutos. Esperaría una hora más y después tomaría el cohete suborbital que hacía el trayecto de ida y vuelta Ciudad Clavius-Puerto Roris, y acto seguido afrontaría el reino del alevoso enemigo que allí le aguardaba: el mar de la Sed.
Cuando la señal roja de «Prioridad» llegó a Lagrange, Thomas Lawson, doctor en Ciencias, estaba profundamente dormido y le molestó que lo despertasen, pues aunque sólo necesitaba dos horas de sueño cada veinticuatro horas en una atmósfera carente por completo de gravedad, le pareció un poco injusto que le privasen de ellas. Pero pronto comprendió el sentido del mensaje y se despabiló por completo. ¡Por último parecía que podría hacer algo útil desde allá arriba!
Tom Lawson se hallaba descontento de su destino; hubiera deseado dedicarse a la investigación científica y la atmósfera que reinaba a bordo de Lagrange II lo distraía en exceso de sus estudios. La estación Lagrange II era como una doncella astronáutica para todo, que flotaba a mitad del trayecto entre la Tierra y la Luna, como una especie de equilibrista cósmico que podía sostenerse sobre la cuerda floja gracias a una de las oscuras consecuencias de la ley de la gravitación universal. Las astronaves que pasaban en ambas direcciones tomaban sus marcaciones en la estación, utilizándola como centro de comunicaciones para lanzar sus mensajes…, aunque no era verdad el rumor asegurando que paraban en ella para recoger el correo. Lagrange era también la estación de enlace para casi todo el tráfico radioeléctrico con la Luna, pues bajo ella se extendía la cara del satélite que miraba a la Tierra.
El telescopio de cien centímetros del que disponía había sido construido para poder observar objetos situados a miles de millones de kilómetros de la Luna, pero a pesar de ello se adaptaba admirablemente a aquel trabajo. Desde tan cerca, incluso con pequeños aumentos la visión que se gozaba de la Luna era soberbia. Tom tenía la impresión de hallarse suspendido en el espacio exactamente encima del Mare Imbrium…, el mar de las Lluvias. Veía las aserradas crestas de los Apeninos que brillaban bajo la luz de la mañana. Aunque sólo poseía unos conocimientos de tipo muy general de selenografía, podía reconocer al primer golpe de vista los grandes circos de Arquímedes y Platón, Aristilo y Eudoxio, la oscura cicatriz del valle Alpino y la pirámide solitaria de Pico, que proyectaba su larga sombra a través de la llanura.
Pero la parte iluminada por el Sol no le interesaba; lo que buscaba se encontraba en la parte oscura, donde el astro del día todavía no se había alzado. En cierto modo, esto podría facilitar su tarea. Una lámpara de señales…, incluso una simple lámpara de mano, serían perfectamente visibles en la oscuridad. Comprobó las coordinadas del mapa y pulsó los botones de mando. Las montañas iluminadas salieron de su campo de visión y sólo quedó una extensión oscura…, aquella noche lunar acababa de tragarse a más de veinte seres humanos.
Al principio nada pudo ver…, ninguna señal luminosa que lanzase llamadas hacia las estrellas. Después, a medida que sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad, comprobó que la región que observaba no estaba completamente sumida en la sombra.
Relucía con una fantasmal fosforescencia producida por el claro de Tierra. Cuanto más miraba, más detalles aparecían a su vista.
Distinguió las montañas que se alzaban al este del golfo del Arco Iris y que pronto estarían bañadas por las primeras luces del alba. Y allí…, Dios…, ¿qué era aquella estrella que brillaba en las tinieblas? Su momentánea esperanza no tardó en disiparse. No eran más que las luces de Puerto Roris, donde otros hombres debían esperar con ansiedad los resultados de su reconocimiento.
Unos cuantos minutos bastaron para convencerle del hecho que la investigación visual era inútil. No había ninguna posibilidad de ver algo no mayor que un autocar en aquella extensión bañada por débil luminosidad. De día hubiera sido diferente; podría haber divisado en seguida al Selene por la larga sombra que proyectaba sobre la planicie, pero el ojo humano no tenía poder suficiente para hacer esa misma búsqueda a la luz de la Tierra en menguante, desde una altitud de cincuenta mil kilómetros.
Esto no preocupaba al doctor Lawson, sin embargo. No había esperado ver nada, en aquel primer examen visual. Ya hacía siglo y medio que los astrónomos no tenían que depender de su propia vista para observar el espacio, y se valían de instrumentos mucho más sensibles: todo un arsenal de amplificadores luminosos y detectores de radiaciones.
Tom Lawson estaba seguro que alguno de ellos podría descubrir al Selene.
No habría estado tan seguro de haber sabido que el vehículo ya no se encontraba sobre la superficie de la Luna.