Frente al Selene el horizonte ya no formaba un arco perfecto, ininterrumpido; una línea quebrada de montañas se alzaban sobre el borde de la Luna. A medida que el crucero corría velozmente hacia ellas, parecían ascender con lentitud en el cielo, como elevadas por un gigantesco montacargas.
—Son los montes Inaccesibles —anunció la señorita Wilkins—, así llamados porque están totalmente rodeados por este mar. Advertirán ustedes que son mucho más escarpados que la mayoría de las montañas lunares.
No insistió sobre este hecho, pues, por desgracia, casi todas las cumbres lunares constituyeron una gran decepción. Los inmensos cráteres lunares, de aspecto tan impresionante en las fotografías tomadas desde la Tierra, vistos de cerca se convirtieron en suaves y redondeadas colinas, cuyo relieve había sido terriblemente exagerado por las sombras que proyectaban al amanecer y al crepúsculo. No había un solo cráter lunar que tuviese las pendientes tan empinadas como las calles de San Francisco y muy pocas de ellas hubieran constituido un obstáculo grave para un ciclista resuelto. Pero nadie hubiera podido adivinarlo al hojear los folletos de propaganda de la Comisión de Turismo, que sólo reproducían los acantilados y las gargantas más espectaculares, fotografiados desde ángulos cuidadosamente escogidos.
—Ni siquiera hoy en día —prosiguió la señorita Wilkins— han sido completamente explorados. El año pasado condujimos a ellos un grupo de geólogos, para desembarcarlos en ese promontorio, pero sólo pudimos recorrer unos cuantos kilómetros hacia el interior. Esto quiere decir que puede haber cualquier cosa en estas montañas. La verdad es que no sabemos nada.
Escuchando a Susan, Pat pensó que la joven no tenía rival como guía. Sabía perfectamente lo que había que explicar con detalle y lo que había que dejar a la imaginación. Su tono natural y ameno era muy distinto de aquella pesada cantilena que suele ser el defecto o deformación profesional de tantas guías diplomadas. Además, dominaba completamente el tema y era muy rara la pregunta a la que no pudiera responder. Era realmente una muchacha admirable, y aunque con frecuencia aparecía en los ensueños amorosos de Pat, en el fondo le tenía cierto miedo.
Los pasajeros contemplaban fascinados las cumbres cada vez más próximas. En la Luna, aún misteriosa, constituían un misterio aún más profundo. Surgiendo como una isla en el centro de aquel mar extraño que los defendía, los montes Inaccesibles seguían desafiando a las próximas generaciones de exploradores. A pesar de su nombre, en realidad era fácil alcanzarlos, pero teniendo en cuenta que aún había millones de kilómetros cuadrados de terrenos menos abruptos y todavía vírgenes en la Luna, aquellos montes tendrían que esperar a que les llegase el turno.
El Selene penetró bruscamente en la zona de sombras proyectada por las montañas.
Antes que los turistas pudieran darse cuenta de lo que sucedía, la Tierra, que se cernía a baja altura sobre el horizonte, quedó eclipsada. Su brillante claridad seguía iluminando las cumbres a gran altura, pero las tinieblas reinaban al pie de los montes.
—Apagaré las luces de la cabina —dijo la azafata— para que ustedes puedan gozar mejor del espectáculo.
Cuando la tenue iluminación rojiza desapareció, cada pasajero tuvo la sensación de hallarse solo en la noche lunar. Incluso la luz terrestre, reflejada en las altas cumbres, iba desapareciendo mientras el barco se adentraba en las sombras. A los pocos minutos, sólo quedaban las estrellas…, fríos puntos de luz clavados en una oscuridad tan completa, que el espíritu se rebelaba ante ella.
Era difícil reconocer las constelaciones familiares entre aquella multitud de astros. La vista se perdía en combinaciones que nunca fueron vistas desde la Tierra y se confundía ante aquel rutilante laberinto de cúmulos estelares y nebulosas.
En aquel panorama resplandeciente, sólo había un punto de referencia inconfundible: el radiante faro de Venus, que con su brillo apagaba el de los demás cuerpos celestiales, anunciando la proximidad del alba.
Hicieron falta varios minutos para que los viajeros se percatasen del hecho que no todas las maravillas estaban en el cielo. Tras la popa del veloz crucero se extendía una larga estela fosforescente, que parecía trazada por un dedo mágico sobre la oscura y polvorienta superficie de la Luna. El Selene parecía adornado por una cola de cometa, como los buques que surcaban los mares tropicales de la Tierra.
Sin embargo, no había microorganismos que iluminasen aquel mar muerto con sus diminutas lámparas, sino innumerables granos de polvo, que producían chispas al chocar entre sí a medida que se neutralizaban recíprocamente las descargas estáticas provocadas por el rápido paso del Selene. Aun después de conocer la explicación, era hermoso volver la mirada en medio de la noche para contemplar aquella cinta luminosa y eléctrica, continuamente renovada, extinguiéndose incesantemente, como si la propia Vía Láctea se reflejara en la superficie lunar.
La estela luminosa se desvaneció cuando Pat dio los faros. Amenazadoramente próxima, una gran muralla de roca parecía deslizarse a su lado. En aquellos parajes, las montañas se alzaban casi verticalmente del mar de polvo, desapareciendo hacia lo alto, en dirección a alturas desconocidas, pues sólo parecían surgir a la existencia real al ser iluminadas de pronto por el veloz óvalo luminoso de los reflectores.
Había allí montañas junto a las cuales la cordillera del Himalaya, los Alpes y las Montañas Rocosas eran como niños recién nacidos. En la Tierra, las fuerzas de la erosión empezaban a desgastar todos los montes desde el momento en que se formaban, con el resultado que a los pocos millones de años quedaban reducidos a simples espectros de lo que fueron. Pero en la Luna no había viento ni lluvia, nada que corroyese las rocas, salvo la lentísima formación de polvo por la contracción de sus capas superficiales bajo los efectos del frío nocturno. Aquellas montañas eran tan antiguas como el mundo que les dio el ser.
Pat se sentía muy orgulloso del espectáculo que podía ofrecer a sus pasajeros y había preparado con el más escrupuloso cuidado la secuencia siguiente. Podía parecer peligrosa, pero en realidad no ofrecía riesgo alguno, pues el Selene había hecho aquella ruta centenares de veces y la memoria electrónica del sistema de pilotaje conocía el camino mucho mejor que cualquier piloto humano. De pronto, Pat apagó los faros…, y los pasajeros vieron que mientras el resplandor los deslumbraba por un lado, las montañas se fueron acercando furtivamente por el opuesto.
En una oscuridad casi total, el Selene se deslizaba por un estrecho desfiladero…, pero sin avanzar en línea recta, pues de vez en cuando zigzagueaba para evitar obstáculos invisibles. A decir vendad, algunos de ellos no sólo eran invisibles, sino inexistentes; Pat había estudiado aquel trayecto, a velocidad reducida y gozando de la seguridad proporcionada por la luz diurna, calculándolo para que produjese el efecto máximo sobre los nervios de los pasajeros. Las exclamaciones de pasmo y terror que se sucedían en la cabina oscurecida a sus espaldas, le demostraban que había acertado plenamente en sus suposiciones.
A gran altura sobre sus cabezas, una angosta cinta estrellada era todo cuanto podían ver del mundo exterior. La cinta de estrellas saltaba locamente de derecha a izquierda y de izquierda a derecha al compás de los bruscos cambios de rumbo del Selene. Aquella «Cabalgada Nocturna», como Pat la llamaba para sí mismo, duraba unos cinco minutos, pero parecía mucho más larga. Cuando encendió de nuevo los faros, haciendo que el crucero pareciera avanzar en el centro de un gran lago luminoso, se escucharon suspiros de alivio y decepción al propio tiempo. Todos sabían que tardarían en olvidar aquella emocionante experiencia. Al restablecerse la visión exterior, advirtieron que navegaban por un valle o garganta de abruptas paredes, que se iban separando por ambos lados. El desfiladero se había ensanchado, convirtiéndose en un anfiteatro ligeramente ovalado, de unos tres kilómetros de diámetro: el corazón de un volcán extinguido, en el que se abrió una brecha en tiempos inmemoriales, en los días en que incluso la Luna era joven.
El cráter era pequeñísimo, según el patrón lunar, pero era único en su género. El polvo omnipresente lo había inundado, ascendiendo por las paredes del cráter en el curso de las edades, permitiendo así a los turistas de la Tierra navegar sentados en mullidos butacones por lo que antaño fue una enorme caldera en la que borboteaba el fuego del infierno. Aquel fuego se extinguió mucho antes que surgiera la aurora de la vida en la Tierra y no volvería a encenderse jamás. Pero había otras fuerzas aún con vida, que sólo aguardaban el momento propicio de estallar.
Cuando el Selene inició un lento circuito alrededor de las abruptas paredes del anfiteatro, muchos de los presentes recordaron un crucero similar, por un lago de montaña en su distante mundo natal. Había allí la misma calma abrigada, el mismo silencio, la misma sensación de profundidades ignotas bajo la quilla del barco. La Tierra poseía numerosos lagos formados en antiguos cráteres, pero en la Luna sólo había uno…, pese a tener muchos más circos y cráteres.
Mientras los reflectores iluminaban las altivas paredes, Pat, sin prisa, hizo dar dos vueltas completas al vehículo en torno al lago de polvo. Aquél era el mejor momento para verlo. Durante el día, cuando el sol lo bañaba todo con su radiación luminosa, aquel lugar perdía gran parte de su hechizo. Pero en aquel instante pertenecía al reino de lo fantástico, como si hubiese surgido del cerebro obsesionado de Edgar Allan Poe. De vez en cuando parecían verse extrañas formas moviéndose en el límite extremo de la visión, más allá de la zona iluminada. Todo era pura imaginación, desde luego; nada se movía en aquel paisaje, a no ser las sombras originadas por el Sol y la Tierra. No podía haber fantasmas en un mundo que jamás había conocido la vida.
Había llegado el momento de regresar, de recorrer en sentido contrario el desfiladero, para volver al mar libre. Pat dirigió la proa roma del Selene hacia la angosta garganta y las altas paredes los tragaron de nuevo. En el viaje de regreso, el piloto dejó las luces encendidas para que los viajeros pudieran ver por dónde pasaban. Además, la sorpresa originada por la «Cabalgada Nocturna» no hubiera sido tan viva por segunda vez.
Mucho más allá, fuera del alcance de los reflectores, un suave resplandor comenzaba a extenderse por rocas y hendiduras. Aun entonces, cuando se encontraba en su cuarto menguante, la Tierra tenía más luminosidad que una docena de plenilunios, y cuando ellos surgieron de la sombra de las montañas, volvió a mostrarse como la señora del firmamento. ¡Cuán extraño resultaba que los campos, los bosques y los lagos familiares de la Tierra brillasen con aquel fulgor celestial cuando se les contemplaba desde el espacio! Tal vez aquélla fuese una lección para el hombre: que nadie puede apreciar el mundo en que vive, hasta que lo ve desde las profundidades cósmicas…
En la Tierra debían haber innumerables ojos vueltos hacia la Luna creciente…, muchos más que antes, pues ahora la pálida Selene significaba algo mucho más entrañable para la humanidad. Era posible, aunque no muy probable, que incluso algunas de aquellas miradas observasen entonces, por medio de potentes telescopios, la diminuta chispa producida por los faros del Selene mientras se deslizaba por la noche lunar. Pero cuando aquella débil lucecilla vacilase y se extinguiese, ello nada significaría para los observadores…
Durante un millón de años la burbuja fue creciendo, como un gigantesco absceso incrustado bajo las raíces de las montañas. Mientras en la Tierra se desarrollaba toda la historia de la humanidad, los gases nacidos en el interior de la Luna, aún no muerto del todo, buscaron los puntos débiles, se acumularon en cavidades situadas a centenares de metros bajo la superficie lunar. En la Tierra vecina, los períodos glaciales se sucedían, mientras que en la Luna las cavernas interiores crecían, se juntaban y más tarde se confundían. Por último el absceso estaba a punto de reventar.
El capitán Harris dejó el rumbo al piloto automático y se puso a conversar con los pasajeros de primera fila. De pronto, un primer temblor sacudió la nave. Durante una fracción de segundo, pensó que quizás la pala de una hélice propulsora hubiese chocado con algún obstáculo hundido. Un instante después, el suelo se abrió bajo la nave.
Ésta se hundió con la lentitud con que todo sucede en la Luna. Delante del Selene, en un vasto círculo de varias hectáreas, la lisa planicie se frunció, para formar una especie de ombligo. El mar pareció cobrar vida, agitado por las fuerzas que acababan de arrancarlo de su sueño milenario. El centro de la perturbación se fue hundiendo y ésta adquirió forma de embudo, como si en el polvo se formase un gigantesco remolino.
Entretanto, el claro de Tierra iluminaba implacablemente todas las etapas de esta transformación dantesca, hasta que el cráter fue tan profundo que su pared opuesta quedó sumida totalmente en las sombras. Se diría que el Selene se deslizaba vertiginosamente hacia un semicírculo de absolutas tinieblas…, un arco de círculo tras el cual había la nada.
En realidad, la situación era desesperada. Cuando Pat se abalanzó hacia los mandos, el enorme vehículo ya se deslizaba con celeridad por aquella pendiente increíble. Caía de cabeza hacia las profundidades, arrastrado por su propio impulso y la aceleración que le imprimía el torrente de polvo. El piloto no podía hacer otra cosa que tratar de mantener la nave en equilibrio, con la esperanza que su propia velocidad le permitiese alcanzar el otro borde del embudo antes que éste se cerrase sobre ellos.
Pat no tuvo tiempo de darse cuenta de si los pasajeros chillaban o gritaban. Sólo veía aquel descenso vertiginoso y terrible, y sólo se daba cuenta de sus propios esfuerzos para evitar que el vehículo volcase. Sin embargo, mientras luchaba con los mandos de la nave, aumentando la fuerza ora de un motor ora del otro, para mantener siempre un rumbo recto, un extraño e insidioso recuerdo le obsesionaba. No sabía cuándo ni dónde, él ya había visto algo parecido…
Aquello era ridículo, por supuesto, pero el recuerdo no quería abandonarlo. Sólo cuando llegó al fondo del embudo y vio deslizarse la interminable masa de polvo que caía desde el borde del cráter, ceñido de estrellas, el velo del tiempo se alzó por unos instantes.
Fue cuando era niño. Jugaba en la cálida arena de un verano olvidado. Encontró un pequeño hoyo, perfectamente liso y simétrico, en el fondo del cual algo estaba agazapado: un ser hundido por completo en la arena, salvo sus mandíbulas, que parecían esperar a su presa. El niño observó, curioso, pero dándose cuenta ya que se encontraba ante el escenario donde iba a desarrollarse un drama microscópico. Vio entonces una hormiga, preocupada únicamente en realizar su tarea, hasta que cayó por el borde del cráter y descendió rodando por la pendiente.
Hubiera podido huir con facilidad…, pero cuando el primer grano de arena alcanzó el fondo del pozo, el ogro vigilante salió de su guarida. Con sus patas delanteras, lanzó una granizada de arena contra el insecto, que se debatía, hasta que el alud le obligó a soltarse y a caer en las fauces abiertas que esperaban en el fondo del embudo.
Del mismo modo como entonces caía el Selene… No fue una gigantesca hormiga-león quien excavó aquel hoyo en la superficie de la Luna, pero Pat se sentía tan desvalido como el pobre insecto que observó hacía tantos años. Como él, luchaba por alcanzar el borde del cráter y con él la salvación, mientras las paredes movedizas se deslizaban bajo él, arrojándolo al fondo, donde la muerte estaba agazapada. Para la hormiga, la muerte fue rápida. Para él y sus compañeros, la agonía sería prolongada.
Los motores se esforzaban penosamente y la nave avanzaba un poco, pero no lo suficiente. El polvo que los arrastraba aumentaba su velocidad y, lo que era peor, subía por ambos lados de la nave. Después de alcanzar el borde inferior de las ventanillas, empezó a tapar los vidrios y por último los cubrió del todo. Harris paró los motores para evitar que se hiciesen trizas y en aquel instante la incontenible marea borró el último atisbo de la Tierra en cuarto menguante. Entre la oscuridad y el silencio más profundo, se hundían hacia el interior de la Luna.