Capítulo 1

Pat Harris se sentía muy orgulloso por el privilegio que representaba ser el capitán de la única nave que navegaba por la Luna. A medida que los pasajeros subían a bordo del Selene, empujándose para conseguir las plazas situadas junto a las ventanas, se preguntaba cómo sería el viaje esta vez. Por el retrovisor veía a la señorita Wilkins, muy elegante con su uniforme azul de la Comisión de Turismo Lunar, dando la bienvenida a los pasajeros que iban embarcando. Cuando estaba de servicio con ella, Harris siempre se esforzaba por no ver en la joven más que a «la señorita Wilkins», la azafata, y no «Susan». Pero lo que ella pensaba de él era una incógnita.

Entre los que se instalaban a bordo no vio caras familiares. La mayoría eran «nuevas», ansiosas por realizar su primera travesía. Casi todos eran turistas típicos: personas de edad madura, que se proponían visitar un mundo que en su juventud era el símbolo mismo de lo inaccesible. Entre ellos tan sólo había tres o cuatro que no alcanzaban los treinta años; probablemente eran personal técnico de vacaciones, perteneciente a alguna de las bases lunares. Pat había comprobado que, de manera general, las personas maduras procedían de la Tierra, mientras que los jóvenes residían en la Luna.

Sin embargo, el mar de la Sed era una novedad para todos ellos. Al otro lado de las ventanillas de observación del Selene se extendía su lisa y polvorienta superficie gris, que parecía alcanzar las estrellas. En lo alto se cernía la Tierra en cuarto menguante, clavada para siempre en un punto del cielo del que no se había movido en mil millones de años.

La brillante luz verdeazulada del planeta madre iluminaba aquel mundo extraño con un helado resplandor…, y en verdad podía llamarse helado un mundo donde reinaba una temperatura de 185 grados bajo cero en la superficie expuesta al Sol.

Nadie habría pensado, al mirar aquella llanura lisa y uniforme, que aquél era un mar de polvo y no de agua, completamente plano y sin fisuras, falto de los millares de grietas y hendiduras que recubrían el resto de aquel mundo yermo, no mostraba ni una sola loma, roca o guijarro que rompiese su monótona uniformidad. Ningún mar de la Tierra ni ningún estanque era tan tranquilo como el mar selenita. Al ser un mar de polvo y no de agua, era algo completamente extraño a la experiencia humana y, por la misma razón, ejercía una fascinación y un atractivo extraordinarios. Aquel polvo, más fino que el talco y más seco en el vacío lunar que las arrasadas arenas del Sahara, fluía tan fácilmente como un líquido. Si a él se arrojaba un objeto pesado, desaparecía sin dejar trazas. Nada podía moverse sobre su traicionera superficie, salvo los pequeños esquíes construidos especialmente para llevar dos hombres, y desde luego el Selene, curiosa combinación de autocar y trineo que recordaba los vehículos que exploraron la Antártica hacía varias generaciones.

La designación oficial del Selene era «Crucero para el Polvo Mark I», aunque, que Pat supiese, el «Mark II» no existía ni siquiera como proyecto. Lo llamaban indistintamente «nave», «barco» o «autobús lunar», según el gusto de cada cual. Pat prefería «barco», porque esto evitaba las confusiones. Al emplear esta denominación, nadie podría confundirlo con el capitán de una astronave…, los cuales, por supuesto, eran legión.

—Bienvenidos a bordo del Selene —dijo la señorita Wilkins cuando estuvieron todos sentados—. El capitán Harris y yo estamos muy contentos de tenerlos con nosotros. El viaje durará cuatro horas y nuestra primera escala será el lago del Cráter, situado a un centenar de kilómetros al este, en los montes Inaccesibles…

Pat apenas prestaba oído a las palabras familiares de su azafata. Estaba muy atareado efectuando las comprobaciones de rigor. El Selene era en la práctica una astronave destinada a viajar por la superficie del satélite, y tenía que ser así, ya que viajaba en el vacío y debía proteger su frágil carga contra la hostilidad del mundo exterior. Aunque no abandonaba nunca la superficie de la Luna y su propulsión se efectuaba por medio de motores eléctricos en vez de cohetes, poseía el mismo equipo fundamental de las verdaderas astronaves interplanetarias. Y había que comprobarlo todo cuidadosamente antes de la partida.

Oxígeno, bien. Energía, bien. Radio, bien. («Oiga, Base Arco Iris, aquí el Selene comprobando. ¿Recibe mi señal?»). Aparato de navegación por inercia, en cero. Válvula de seguridad de la compuerta neumática, puesta. Detector de fugas, bien. Luces interiores, bien. Pasarela…, desconectada. Y así sucesivamente para más de cincuenta aparatos, que en caso de avería advertirían automáticamente al piloto. Pero Pat Harris, como todos los hombres del espacio que conservaban la nostalgia de los viejos tiempos, no se fiaba de los aparatos de alarma automáticos y prefería efectuar las comprobaciones personalmente.

Por último, todo estuvo dispuesto. Los motores, casi silenciosos, empezaron a ronronear, pero las palas aún giraban lentamente, y el Selene sólo se estremeció con suavidad cuando sus amarras se tensaron. Luego aumentó las revoluciones de la turbina de babor y la nave viró suavemente hacia la banda contraria. Cuando se apartó del embarcadero, Harris enderezó su rumbo y aumentó las revoluciones del motor.

La embarcación se portaba muy bien, teniendo en cuenta el carácter nuevo y revolucionario de su construcción. No contaba con el precedente de miles de años de pruebas y fracasos, que se remontasen hasta el primer hombre neolítico que lanzó un tronco a la corriente de un arroyo. El Selene era el primero de su especie; era fruto de las reflexiones de algunos ingenieros que se sentaron ante una mesa para preguntarse:

«¿Cómo construiremos un vehículo capaz de navegar sobre un mar de polvo?».

Algunos de ellos, inspirados por los antiguos métodos de locomoción por el viejo Mississippi, propusieron instalar ruedas en la popa, pero se impuso el sistema de propulsores de abanico sumergible. El surco que éstos producían parecía el que un topo dejaba a su paso, pero un topo que avanzara a gran velocidad. El surco desaparecía en pocos segundos, no dejando en el mar selenita la menor traza del paso del barco.

Las achatadas cúpulas estancas de Puerto Roris desaparecieron de la vista con rapidez tras el horizonte y en menos de diez minutos ya no se veían. El Selene estaba completamente solo, en el centro de algo que el lenguaje humano no podía definir.

Pat paró los motores y el barco se inmovilizó. Esperó que se hiciese el silencio a su alrededor. Siempre era lo mismo; se requería cierto tiempo para que los pasajeros se acostumbrasen a la presencia del extraño mundo exterior. Todos ellos habían cruzado el espacio y contemplado las estrellas cara a cara. Habían podido ver —levantando o bajando la cabeza— el rostro cegador de la Tierra, pero éste era distinto. No era tierra ni mar, ni aire ni espacio, sino un poco de todo ello.

Antes que el silencio se hiciese opresivo —y si lo dejaba durar demasiado, alguien terminaría por asustarse—, Pat se puso en pie y se volvió hacia sus pasajeros.

—Buenas noches, señoras y señores —les dijo—. Espero que la señorita Wilkins les habrá instalado a todos con comodidad. Nos hemos parado aquí porque es un buen lugar para presentarles nuestro mar…, para que empiecen a familiarizarse con él, por así decir.

Señaló, a través de las ventanas, la grisácea y fantasmal inmensidad.

—¿A qué distancia —preguntó con voz tranquila— imaginan ustedes que se encuentra el horizonte? O, para decirlo de otro modo, ¿cuál sería la talla aparente de un hombre que estuviese de pie en el punto donde las estrellas parecen tocar el suelo?

Era una pregunta que nadie podía responder fiándose únicamente de los sentidos. La lógica decía: «La Luna es un mundo muy pequeño y, por lo tanto, el horizonte debe estar muy próximo». Pero los sentidos producían una impresión totalmente opuesta, afirmando que el mar de polvo era completamente plano y se extendía al infinito, dividiendo al universo en dos, mientras su lisa superficie se desarrollaba indefinidamente bajo las estrellas…

La ilusión subsistía incluso cuando se conocía la causa. La vista humana no disponía de ningún medio para juzgar las distancias, a falta de puntos de referencia. La mirada se deslizaba, impotente, sobre aquel monótono océano de polvo. Ni siquiera existía, como en la Tierra, la bruma atmosférica, que suavizaba los contornos y proporcionaba ciertas indicaciones sobre la proximidad o el alejamiento de los objetos. Las estrellas, que no parpadeaban, eran simples puntos de luz que descendían sin cambio en su claridad hasta el borde mismo de aquel horizonte indeterminado.

—Aunque después de creerlo —prosiguió Pat—, sólo hay tres kilómetros hasta el horizonte…, o dos millas, para aquéllos de ustedes que todavía no hayan adoptado el sistema métrico decimal. Da la impresión que está a un par de años-luz, pero les aseguro que podrían cubrir ese trayecto a pie en menos de media hora, si fuese posible caminar sobre esa sustancia.

Regresó a su asiento y puso nuevamente los motores en marcha.

—No hay mucho que ver durante los próximos sesenta kilómetros —dijo, volviéndose a medias—. Por lo tanto, aumentaremos la velocidad.

El Selene empezó a devorar kilómetros. Por vez primera, los pasajeros tuvieron una auténtica sensación de velocidad. La estela dejada por el barco se hizo más larga y agitada, mientras las turbinas helicoidales mordían furiosamente el polvo, levantándolo por ambos lados de la nave en grandes surtidores fantasmales, a manera de dos enormes alas emplumadas. Visto desde lejos, el Selene hubiera parecido una máquina quitanieves abriéndose paso a través de un paisaje invernal, bañado por la fría claridad lunar. Pero aquellas parábolas grises que caían lentamente no eran de nieve y el astro que las iluminaba era el planeta Tierra.

Los pasajeros, arrellanados en sus butacas, gozaban con aquel paseo suave y casi silencioso. Todos ellos habían recorrido el trayecto de la Tierra a la Luna a una velocidad cientos de veces superior, pero en el espacio no se tenía conciencia clara de la velocidad y aquel raudo deslizamiento sobre el océano de polvo era mucho más emocionante.

Cuando Harris hizo dar una vuelta completa al Selene, cerrando casi un círculo, la nave pareció que quisiera recoger las nubes de polvo que sus hélices habían arrojado al cielo.

Parecía casi increíble que aquel polvillo impalpable se alzase y cayese en curvas tan perfectas, sin encontrar la menor resistencia atmosférica. En la Tierra, aquel polvo hubiera flotado durante horas en el aire, quizá durante días. El barco no tardó en enderezar de nuevo el rumbo, y como ya no había nada que mirar, salvo la desierta llanura de polvo, los pasajeros empezaron a leer los folletos que les habían facilitado. Cada uno de ellos recibió una carpeta con fotografías, mapas y diplomas-regalo, los cuales certificaban que don o doña X… habían navegado por los mares de la Luna a bordo de la nave-crucero Selene. Leyendo los textos documentales, se informaron del hecho que la mayor parte de la Luna estaba recubierta de una fina capa de polvo, por lo general de unos milímetros de espesor. Este polvo provenía en parte de meteoritos, caídos sobre la faz indefensa de la Luna durante cinco mil millones de años. Pero también había fragmentos de las rocas lunares, desmenuzadas al expandirse y contraerse bajo los violentos contrastes de temperatura diurna y nocturna. Fuera cual fuese su origen, esa materia estaba tan finamente dividida que manaba y se escurría como un líquido, incluso bajo los efectos de la débil gravedad lunar.

En el transcurso de las edades, aquel polvillo descendió de las montañas hacia los terrenos bajos, para formar allí lagos y lagunas. Los primeros exploradores llegados al satélite ya esperaban encontrar algo semejante, pero el mar de la Sed resultó una sorpresa, pues nadie había previsto la existencia de una cuenca de polvo de más de cien kilómetros de diámetro.

En realidad, comparado con los «mares» lunares, aquél era muy pequeño; a decir verdad, los astrónomos se negaron a aceptar aquella denominación, pues sostenían que no era más que una pequeña parte del Sinus Roris…, la Bahía del Rocío. «¿Cómo es posible —argüían— que la simple parte de una bahía pudiera ser un mar entero?». Pero el nombre, inventado por un periodista de la Comisión de Turismo Lunar, subsistió pese a las objeciones. En el fondo no era más inadecuado que los nombres de otros pretendidos mares: El mar de las Nubes, el mar de la Lluvia, el mar de la Serenidad. Sin hablar del mar del Néctar…

Los folletos contenían también datos destinados a tranquilizar a los viajeros y demostrarles que la Comisión había pensado en todo. «Se han tomado —decían— todas las precauciones necesarias para lograr una completa seguridad. El Selene lleva reservas de oxígeno para más de una semana y trae todo su equipo por duplicado. Un transmisor automático de radio señala la situación de la nave a intervalos regulares y, en el caso extraordinariamente improbable de un corte total de energía, un esquí especialmente equipado para la marcha sobre el polvo saldría de Puerto Roris para hacer regresar inmediatamente a los pasajeros. Sobre todo, no tenían que preocuparse por el posible mal tiempo. Por propenso al mareo que se fuese, era imposible marearse en la Luna. No había jamás tempestades en el mar de la Sed; en él siempre reinaba calma chicha».

Estas últimas y consoladoras palabras fueron escritas con la mayor buena fe. ¿Quién hubiera podido imaginar jamás que pronto iban a resultar inexactas? Mientras el Selene se deslizaba silenciosamente bajo la luz de la Tierra, la Luna trabajaba en sus profundidades. Tenía mucho que hacer, después de su largo sueño secular. Habían pasado más cosas en la Luna durante los últimos cincuenta años que en los cinco mil millones que los precedieron. Y no tardarían en suceder muchas más cosas.

En la primera ciudad que el hombre construyó fuera de su planeta natal, el administrador en jefe Olsen paseaba por el parque. Se sentía muy orgulloso del parque, que también era el orgullo de los veinticinco mil habitantes de Puerto Clavius. Era pequeño, naturalmente…, aunque no tan pequeño como había insinuado aquel malévolo comentarista de la televisión, que lo comparó con «una vitrina que sufría delirios de grandeza». De todos modos, en ningún parque, jardín ni lugar de la Tierra se podían admirar girasoles de diez metros de altura.

En lo alto, sobre las cabezas de los paseantes vagaban finos cirros deshilachados…, o así lo parecía. Se trataba de imágenes, por supuesto, proyectadas al interior de la cúpula, pero la ilusión era tan perfecta que a veces despertaba la melancolía del administrador en jefe. Pero no tardaba en dominar su añoranza, al recordar que su hogar estaba allí.

Sin embargo, en el fondo de su corazón sabía que esto no era verdad. Para sus hijos lo sería, pero no para él. Él había nacido en la ciudad terrestre de Estocolmo; sus hijos vieron la luz en Puerto Clavius. Eran ciudadanos de la Luna; él aún estaba unido a la Tierra por lazos que podrían debilitarse con los años, pero que jamás se romperían.

A menos de un kilómetro de distancia, al otro lado de la cúpula principal, el director de la Comisión de Turismo Lunar inspeccionaba el último balance, sin poder ocultar su satisfacción. Las mejoras introducidas en la última temporada se mantenían. No quiere decir esto que hubiese «temporadas» en la Luna, en el sentido de las estaciones terrestres, pero la afluencia de turistas era mayor cuando era invierno en el hemisferio norte de la Tierra.

¿Cómo podría incrementar esta afluencia? Éste era el problema eterno. Los turistas deseaban variedad y era imposible ofrecerles perpetuamente las mismas cosas. La novedad de los paisajes lunares, la reducida gravedad, la contemplación de la Tierra, los misterios de la cara oculta, los cielos espectaculares, los poblados de colonos (en los que los turistas no eran siempre bien recibidos)…, una vez que se había terminado la lista, ¿qué más podía ofrecer la Luna? ¡Qué lástima que no existiesen auténticos selenitas, de extrañas costumbres, físico extravagante y dispuestos a dejarse fotografiar por los turistas! Por desgracia, las formas biológicas mayores descubiertas en la Luna sólo se podían ver al microscopio…, y descendían de cepas traídas al suelo lunar en el Lunik II, sólo una década antes que el hombre posara su planta en el satélite natural de la Tierra.

Davis, director de la Comisión Turística, pasaba revista mentalmente al contenido del último correo llegado por «telefax», preguntándose si habría algo que pudiera serle útil.

Estaba, naturalmente, la acostumbrada petición de una compañía de TV de la que jamás habían oído hablar y que deseaba hacer otro documental sobre la Luna…, a condición que ellos le pagaran todos los gastos. Respondería negativamente a tal petición, pues si aceptase todos aquellos amables ofrecimientos, pronto se quedaría sin dinero.

Había además una extensa carta de su colega de la Comisión de Turismo «La Gran Nueva Orleáns S. A»., que le proponía un intercambio de personal. Le costaba ver cómo esto podría ser de utilidad para la Luna o para la Nueva Orleáns, pero no le costaría ni un céntimo y podría dar algunos buenos resultados. Y por último había algo que parecía más interesante: una carta del campeón australiano de esquí acuático, preguntando si alguien había intentado esquiar en el mar de la Sed.

Desde luego, la idea era buena; le sorprendía que a nadie se le hubiese ocurrido hasta entonces. Aunque quizá ya hubo alguien que lo intentó, a remolque del Selene o de uno de los pequeños esquíes biplazas. Desde luego, valía la pena probarlo. Davis siempre estaba ojo avizor, para descubrir nuevas formas de diversión para la Luna, y el mar de la Sed era la niña de sus ojos.

Una niña que, dentro de pocas horas, iba a convertirse en una pesadilla.