LA RUINA ANTICIPADA

De modo que mi padre no lo sabía. La verdad es que para poco allí, aunque sea su obligación, aunque debería estar allí más tiempo, creo yo, sobre todo en invierno, que es cuando parece que toda aquella piedra se va a venir abajo. Pero madruga poco y, nada más levantarse, antes siquiera de tomarse el café, cruza la calle y se va a ese bar de enfrente, que no es un bar, que es ahora una taberna de postín donde tiene la tertulia, y allí se toma su primera copa, la de aguardiente, la de la mañana para entonar el estómago, como quien dice. Luego vuelve y se sienta, y si alguien pasa la puerta de la valla, porque no ve el letrero, le enseña dónde está el obispado, unas veces de mala gana y otras de buen café, según las copa1 que a esa hora tenga ya en el cuerpo. La verdad es que cruza la calle tantas veces, en busca de su vaso, que en una de ésas, un día le va a pasar un «Leyland» por encima o una moto, o un taxi de esos que se saltan el disco. Cada vez que desde casa se oye un frenazo de esos que se dejan media cubierta en el asfalto siempre se piensa la misma cosa: «Ya le trincaron». Máxime cuando desde esa misma calle, por encima de las casas que ya van tirando de puro viejas, se ve, al otro lado del río, las vallas desconchadas y esos cipreses tan tiesos de los cementerios viejos.

Pero todo eso se olvida a eso de las once, o mejor a eso de las doce, cuando todo está lleno, cuando no hay sitio en la barra del club, ni una mesa vacía, cuando en la pista no cabe un alma, y Ramón, el diskjockey mejor, el que lleva las mejores camisas, el que combina mejor las luces con los discos, se vuelve loco allá adentro, en su cabina de cristales, cuando da la luz que relentiza el movimiento y las parejas, de pronto, van despacio como en esas películas antiguas de cine mudo, del año nosecuantos. Entonces ni se habla, ni se dice palabra, todo te lo hace y te lo dice el cuerpo; con el cuerpo le dices a la chica que te gusta, que te vas con ella al flex, que si quiere ahora mismo o en cuanto que ella quiera. Entonces sientes la música aquí donde me toco, en la barriga, y sudas y confundes las caras que son rojas, azules, blancas, moradas, negras, con esas otras que se van encendiendo y apagando en todos los rincones.

Esas chicas que casi no se mueven, que parece que no se mueven y que lo dicen todo también sin mirarte siquiera; ésas que sudan pero no importa, que tienen que apoyarse en la pared para aguantar, para poder moverse; y también esos horteras calvos y sebosos que bailan underground como si fuera un twist. Y los catetos de última hora, de la hora de la salida de los cines que vienen sólo a mirar, y los negros siempre mirando desde los rincones, siempre dispuestos a partirse el alma con cualquiera por mujeres, por no sé qué que no les anda bien del todo en la cabeza.

Los baffles están metidos cualquiera sabe dónde, pero metidos de verdad aquí dentro; te suenan, te retumban, te atornilla el metal aquí dentro, mientras te echas atrás, te llevan y te traen. Y todo el mundo que medio ves te parece un amigo de siempre, parece como unido, como en esa canción que tiene un refrán que dice, ¿qué dice?, no sé qué de los jóvenes, que unirnos.

Por el día es distinto, ¿qué más da? Por el día, desde las ocho hasta las ocho, quitando esa hora para comer y dar cuatro patadas al balón en el solar de enfrente, la vida es trabajar y escuchar eso de «¿qué?, ¿esta noche, a gastarte las perras?». La misma historia, la misma canción de la envidia de los viejos. Claro, gastarlo. ¿Qué voy a hacer? ¿Meterlo en un banco? También mi padre tiene su sueldo y mi madre lo suyo, aunque protesta siempre porque dice que de mí no ve ni una perra. ¿Y qué? Somos tres gatos, no pagamos casa, ni luz; mi ropa me la pago yo y sus copas mi padre.

Esa camisa, esa cazadora, el cinturón aquel con su hebilla con un águila que tiene escrito no sé qué en inglés, esos zapatos con cadenas y todo lo demás que viene luego.

Todo eso a cambio de lo otro: de ocho a ocho allí, todos los días, con más trabajo cada vez, sobre todo cuando llegan los rallys. Cuando llegan los rallys allí están los de siempre a que les quiten los bollos de los coches. Vuelven a los tres o cuatro días, miran al coche, le dan un pelo al gas y hasta luego, a destrozarlos otra vez. Otros, en cambio, llegan a prepararlos, a meterles más agua en la refrigeración, a acelerar la bomba, tonterías, nada, porque el agua se calienta lo mismo, más de prisa si quieres a cambiar el ventilador, a ponérselo más grande o más abajo, total para pisarle más, coger los ciento treinta a base de ir sacando el pie hasta el suelo y palmar contra un árbol o quedarse gagá como aquel otro chico que dio tres o cuatro vueltas de campana.

Todos vienen a gastarse una pasta: faros nuevos, frenos nuevos, de disco, faros largos, antiniebla, cuentarrevoluciones, termómetro del agua, manómetro de aceite y un buen tubo de escape que diga «Ahí voy, aquí estoy, abrid paso, chavalas».

Todos vienen casi siempre con algún amigo. Llegan juntos los dos, de veinte y pico años, y dicen la gracia esa de que cuando sale el coche de la planchadora y pagan sin mirar la factura siquiera o la ponen a la cuenta del padre.

El padre nunca viene al taller; ésos son de los otros, de los que sólo se asoman a la agencia, de los que se les ve al entrar a través del cristal, con el pelo ya medio cano y la cara tostada, con la camisa abierta y la barriga lisa dentro del pantalón con la raya tirada a tiralíneas.

El jefe lo dice: ya saben el modelo que quieren: el Maseratti, un Jaguar, el Lamborguini ese que acaba de salir que anda rondando el millón de pesetas. Bueno, ése no, ése no le tienen en la agencia todavía, pero los otros sí, y llega ese señor, entra, pregunta cuánto corre, lo abre, se sienta, dados vueltas al barrio y un par de acelerones, firma un cheque y dice: «Ya mandaré a mi chófer con una tarjeta».

Por la noche, cuando se vuelve a casa y se mete la llave y se empuja la puerta se ven esas columnas sin terminar, cortadas todas por igual, como las de las tartas de las bodas. También, si hay luna, se ve el techo caído a medias y los murciélagos que van y vienen persiguiéndose, buscando también ligar como cada bicho viviente. Se ven esas columnas si hay luna, como de día, y en invierno, al resplandor de los faroles que viene de la calle, el elevador parece un monstruo, aunque no es más que chatarra, aunque al peso, como hierro todavía podría sacársele un dinero.

Después del ruido, de sudar, de oír a ese negro de gafas negras, que también suda lo suyo cada noche en el show y se rompe la garganta con el cable del micro en la mano; después de las cuatro, gogos que se adelantan y agachan la cabeza y mueven la melena; ese pelo tan rubio que es el final del mundo, con sus piernas iguales que se abren, que se juntan, que son el fin del mundo también, que dicen aquí estoy, ven, te espero, que con dinero se lo dicen a tantos, a esos americanos, a los seis del conjunto; después de todo eso, cuando se llega delante de la puerta verde y se empuja, entran ganas de cerrar los ojos o marcharse, bajarse hasta el río, sobre todo en verano, y tumbarse en un banco a dejar que amanezca.

El suelo, entre las columnas está partido. No hay más que cardos, hierba mala y esas flores que salen en mayo de color azul como la escudería del Gordini.

El cuarto tiene una ventana tan llena de geranios que no se ve nada absolutamente fuera. No es que haya nada que ver, sólo que no se ve más que una hilera de columnas y al final la puerta grande de madera, cerrada, clavada desde antes casi de nacer yo, desde quién sabe cuándo.

De todos modos, la madre ha puesto tal cantidad de tiestos que cuando ya es de día la luz es tan verde como si hubiera unas persianas echadas. Además, ¿para qué quiero ver? Ver piedras y más piedras. Oír es distinto. A veces se oyen risas de chavalas que pasan. Eso sí que despierta; o el ruido de los turistas que van en grupos a herniarse por ahí, anda que te andarás, mirando bobadas, retratándolo todo hasta las piedras estas que se deben creer que son de los tiempos de Prim y resulta que mi padre trabajó en ellas. Se asoman, llaman, miran, sobre todo de noche, cuando hay esa luna tan grande y tan baja, donde están ahora los americanos y llegarán los rusos, y los chinos si les dejan. Se asoman por las rendijas de la puerta, llaman, dan el coñazo con las fotografías, pero mi padre no pasa por eso, no deja, aunque a veces le ofrecen hasta dinero, no mucho porque son roñosos casi siempre, pero yo lo cogía y a otra cosa.

Pero el ruido que más se escucha, el ruido que hace asomarse no son esas risas, ni el largue de todas esas turistas bobas de los domingos por la mañana, el ruido que dice «ahí voy» es el de ese «Seiscientos» convertido en mil y pico que sube desde el río, sonando de verdad que con sólo oírle le ve uno adelantando, derrapando, colándose con cinco o seis caballos más metidos detrás a fuerza de saber, para pasar a los listos, a los que presumen de llevar un coche importante.

Y hay una negra que sale a veces en el show, que canta folk, pero que lo hace de una manera que sólo con verla aparecer te das cuenta que es ella. No tiene mucha voz, en eso es como todas, se traga el micro, pero luego abajo nunca dice que no baila contigo; aunque no está contigo, está mirando a un lado, por detrás, por encima de ti, y te mira de una manera que no pega con la forma de moverse allá arriba, que a lo mejor resulta que se droga. Además, ¿dónde ir con una chavala así? Sin cuatro ruedas donde meterla, ¿dónde vas con ésa ni ninguna? La moto ya no sirve, a no ser una moto en forma. Un coche se le pinta, se le arregla, se le pone un buen tubo de escape y, eso sí, a gastar gasolina en cantidad si es que es un coche viejo; si es que es nuevo, un poco menos. Alquilarlo es peor, te chupan las entrañas y además en domingo sólo quedan los grandes; de pequeños nada.

Y hay otra chica, ésa que dicen que se largó de casa dos veces ya y que al final la dejaron por imposible, pero que el mejor día viene la policía y se la lleva, y si a ti te pilla con ella no te van a dejar una vez hecho el viaje, y luego a ver quién explica eso al jefe, que siempre te anda preguntando que dónde vas, cuántas noches paras en casa, o que si todo el sueldo se te va en cubalibres.

¿Y en qué se va a ir? También mi padre se toma sus tintos. En su tiempo eran los tintos y ahora es el Dyk o el Chivas. ¿Que por qué me gasto el dinero en sacar el carnet de conducir? Porque estoy harto de ir por ahí sin él, que un día acabo como la chica esa de las drogas. Él se debe temer que haga como aquél del taller, que se largó una noche con un coche en reparación para darse una vuelta con una chavala. Se dio un hostión; la chica acabó en la Paz y él en la comisaría. Y luego, además, a la calle por imbécil, aunque el jefe mismo también de joven hizo lo suyo y dentro de lo suyo, viene a ser justo y nada vengativo.

El jefe, cuando joven dicen que si era chófer de una marquesa, uno de esos bollullos que sacan de las fincas, les ponen el volante en la mano y le dicen: «Tú a aprender.», por ahorrarse una pasta pagando a un buen chófer de verdad. Pero el jefe, aunque era de pueblo no era un bollullo de esos, y acabó acostándose con la dueña, y entre eso y que era fiel, y que ella quedó viuda o se largó el marido a Francia, o un lío parecido, se quedó como quien dice en la casa, y hasta los chicos —los hijos del marido, claro— le cogieron cariño y él los llevaba a París todos los años a correrse su juerga, y si tendrían confianza con él, que antes de despedirse en el hotel le daban a guardar el dinero para la vuelta.

Ése es mi jefe. Es ya mayor, pero se ve que todavía está dispuesto a dar guerra por lo mucho que pregunta, porque, ¿a quién no le gusta ser joven ahora que eres el amo con tu chavala, un Nardy, tu cubalibre o dos o cien, tu flex y dos verdes por lo menos? Antes, al cine, a la fila de los mancos, o a bailar a esos antros de charanga, y en tiempos de mi padre, ni eso, peor, con el chopo a cuestas, en la Universitaria, pegando tiros total porque ni los unos ni los otros se ponían de acuerdo.

Y la chica ésa que anda medio huida, viviendo con otra amiga como todas, que algún día las trincan, no se la ocurre más que llamar a sus padres por teléfono para decir que estaba bien, porque se ve que en el fondo se acordaba de ellos. Total que la echaron el guante y se volvió a escapar porque eso fue la primera vez, cuando estuvo en la cárcel de Valencia. A ésa voy a llamarla un día a primeros de mes, cuando ande bien de pasta y me deje el «Seiscientos» mi amiguete, ése que me lo presta a veces, que me lo dejó cuando la otra, la del yo-yo, la que lo iba sacando por la ventanilla, arriba y abajo, y todo el mundo mirando. De modo que paré el coche y le dije: «Oye, mira, o él o yo o nos bajamos» y puso mala cara, pero luego se la quitó después, aunque, eso sí, al final, acabó pidiéndome dinero, que es lo que más molesta, no por la pasta, sino por la ilusión, porque eso es lo mismo que pagar. Pero se me puso a llorar —como todas también— y a decir que no tenía para cenar y en fin, que le di lo poco que quedaba.

Pero ligar, ligar, los del conjunto. No el negro, el morenito de Talavera, ése que se va con los otros de su panda que le esperan abajo en una de las mesas, el que más liga es el otro cantante del conjunto que alterna, que es feo como un rayo, pero que imita a no sé qué cantante extranjero y les mete el ritmo a los otros en el cuerpo. Paco, Antonio, Chico, Ramiro y Walker, que no sé por qué se llama así, ésos sí que viven a lo grande, a lo suyo con su equipo de baffles que parecen los Beatles. Cuando se está allá arriba en la tarima, sobre todo en esos clubs al aire libre, por la noche en esas galas que dan para provincias que es donde de verdad se gana, porque el dinero de los discos se queda siempre entre los representantes y las casas grabadoras; cuando se está allá arriba, subido en la tarima, con los baffles tan grandes como armarios detrás, levantándote en vilo, drogándote, en el cielo, en otro mundo, en el no va más, se domina, se maneja a los que están abajo. ¿Que quieres que vayan más de prisa? Ellos van más de prisa. ¿Más despacio? Pues tocas más despacio. Allí están ellos, abajo, obedeciendo siempre, pagando, aplaudiéndote a ti que eres el rey, que finges que te vas a morir allí agarrado al micro de tanto que te quejas.

Luego, cuando el casino o el club o lo que sea, cierra, siempre hay dos o tres chavalas quedonas, las más de las veces extranjeras aunque no siempre. Un par de cubaslibres, un rato de charla al fresco en esos bancos de los jardines vacíos y luego al flex si en el hotel te dejan, porque en provincias aunque ya empiezan a pasar por todo aún se fijan si llevas el pelo largo o no, o mismamente cómo llevas los pantalones.

Y ha venido hoy al taller un pájaro francés con un «Gordini» azul de serie pero arreglado para correr en pista, uno de ésos que empiezan a correr y se pasan la vida lampando, pero que es una vida que ya querría uno con los ojos cerrados. Éste además, para desengrasar tiene mujer y un chico que viven lampando como él, viviendo casi siempre a base de bocadillos por esos cafés de la Plaza Santa Ana, donde van los barbudos, los tíos de las guitarras que se sientan en los bancos a tocar el bongó ratos y ratos. Todos muy educados, porque se ve que si levantan la voz los largan de aquí, pero eso sí, con sus barbas y sus harapos y melenas que hay que echarle valor y los niños sobre todo que no sé yo a qué escuela irán y no comen más que fruta y café y los terrones que les echan los demás de las otras mesas.

Así que el pájaro del «Gordini» me invitó a una cerveza y yo a otra y a poco me convence. Estuvo allí hablándome de las primas que cobran los superclase, Jim Clark que ya murió o esos otros que palmaron también casi todos, que palman cada mes abrasados en las cunetas para que las marcas hagan su propaganda y la gente mientras tanto, se divierta. Fardan, corren, viven y palman sin enterarse, igual que los toreros pero en más cantidad, como ésos que se mueren en plena borrachera. Me dijo eso que ya sabía yo, que sabe todo el mundo, que un bólido de ésos no es más que un ataúd rodeado de gasolina por todas partes, esperando una chispa o un contacto que te deje como a san Lorenzo pero sin necesidad de irte dando vueltas en la parrilla.

La mujer que es francesa como él, hablaba poco, pero también contaba los apuros en invierno cuando faltan corridas como a los toreros, cuando a veces tienen que dormir en el garaje y total para que luego la casa mande a otro a correr. Ella, al contrario, me desanimaba. Hablaba también de los pocos que llegan y de la perra vida hasta llegar a tomar la salida en «Fórmula 3» aun teniendo la suerte de ser soltero.

De modo que cuando llegué a casa, empujé la puerta y crucé el patio de losas y las columnas a medias, pensé que tampoco se está mal teniendo cama fija, unos cuantos amigos, tu cueva donde pasarlo bien, tu copa y esa chica que al final acabó metiéndome en un lío.

Porque una noche que volvíamos ya tarde, ya bien puestos en copas, se me ocurrió parar un momento, delante de la valla.

—¿Y ahí vives tú?

—Ahí mismo; al otro lado de la tapia.

—Pero eso no es una casa, es una iglesia —y le entró una risa que yo pensé que venía el sereno—. Tú me tomas el pelo, majo.

—Que no, mujer; que ahí dentro hay una casa. Y no levantes la voz que despiertas a los viejos.

Dormían los viejos y el de la taberna de postín y todo el mundo creo, hasta el tipo de la estatua de enfrente que fue un tío que se suicidó, que se dio un tiro por cosa de amoríos pero que aparte de eso debía tener su mérito. Sólo allá, donde da la vuelta el río, se veían luces y en la misma calle las de algún que otro taxi, con su pareja atrás haciendo ya la rosca, preparándose.

—Pero, ¿de veras que ahí dentro vives tú?

—Dale; pues claro; detrás de esa puerta verde. Y además no veo qué tiene de raro.

Y ella vuelta con que aquello no era una casa, que era una iglesia.

—A lo mejor eres hijo de cura.

Y vuelta a reírse como si fuera un chiste de partirse el pecho.

Total que cogí la llave y le hice entrar y al resplandor que venía de fuera, se quedó como quien ve algo fenomenal, maravilloso como dicen siempre en la tele cuando les preguntan. Lo que no le gustó nada fue la casa, aunque ella vive en una habitación de su pensión que cómo será de estrecha que la llaman el tranvía.

—¿Y ahí dentro están tus padres durmiendo?

—¿Y dónde van estar si mi padre es el guarda?

Y se empeñó en coger un esqueje de geranios porque dice que a su patrona le gustan mucho los de no sé qué color y que si se lo llevaba se lo iba a agradecer, la patrona que debe ser también buena pieza.

Después, con las copas que llevaba entre pecho y espalda, se metió por el camino de las zarzas, por ese sitio que no dejan pasar por si te cae una teja o una viga que es una muerte bien tonta.

Por allí andaba poniéndose perdida, hecha un cristo con las ortigas, gritando cada vez que se pinchaba, haciendo el memo y buscando no sé qué por el suelo.

—¿Pero qué andas buscando?

—El bolso que se me ha perdido.

—¿Pero traías bolso?

—Claro que lo traía.

Y de pronto se me puso a llorar. Me quedé allí parado sin saber qué hacer, como si allí entre aquellas zarzas hubiera aparecido el obispo en persona.

—¿Pero a santo de qué viene este número ahora?

Y ella no contestaba. Vuelta a llorar, sentada en uno de esos pedazos de columna que nunca llegaron a poner en su sitio.

Y empezó como todas: que llevaba metido en él, el dinero para pagar a la patrona y ahora ¿qué iba a hacer?, que si el mejor día se iba a suicidar, se tiraba desde la ventana o iba a tomarse un tubo entero de esas pastillas de dormir para acabar con la vida que llevaba. Lo de siempre: me sacó unas perras y como siempre allá en ese montón de arena que llevaron cuando el último empujón a las obras lo mismo que en el flex aunque un poco más frío.

Allá arriba, la luna, esa luna de verano tan grande como un globo, tan amarilla al principio, se metía y salía entre las nubes. Se sentía la humedad del río y empezamos a tiritar cuando acabó la cosa. Entonces empezó también con aquello de que qué sería de ella, que yo era un hombre y tenía una casa y ella quién sabe cómo acabaría.

¿Qué le vamos a hacer? Como mi padre dice: «Haber nacido obispo.» Los hay que tienen suerte desde chavales y los hay que no, que se ve que nacieron sin remedio, aparte de que a ésta, aparte de moverse allá arriba con las otras, esto del flex la gusta también aquí mismo en la arena, que cerrando los ojos es como estar en Benidorm, estar así con alguien que la ponga en condiciones aunque luego te salga con la historia esa del bolso y el suicidio.

Y ya dentro de un rato amanecía. Ya se ponían blancas las grietas de las tejas y se alcanzaban a ver los balcones de las casas de enfrente. Pasaban los primeros autobuses retumbando y alguna que otra banda de palomas, y no sé qué campana repicaba a lo lejos.

De modo que le dije: «Anda, maja, vámonos que esto pasó a la historia, se acabó. Anda, te busco un taxi y te vas a dormir y en la cama se te pasa la llantina». También le dije aquello de «Mañana nos vemos» cuando se empeñó en darme el beso de despedida igual que en las películas.

Y a la semana, otra vez en el club, como yo ya me sabía, ni caso, ni conocerme, venga a mirar al negro. Luego me la encontré bailando con un chino o un japonés o uno de estos del Vietnam que dan tanta guerra, pero que desde ya, le llegaba al ombligo. Hizo como si no me viera y a mí eso igual porque yo, para dos o tres días y con ella, estaba fuera de órbita, trabajando de día con el jefe, y de noche con mi copa, escuchando tranquilo.

Lo malo fue al volver a casa, no esa noche, otra noche, unos cuantos días después. ¿Quién sería? ¿Quién alzaría la voz? ¿Quién se iría al obispado con el cuento? A lo mejor uno de ésos que en verano no duermen o que madrugan, o un listo de esos que se pasan la noche estudiando o puede que hasta el mismo sereno.

La cosa empezó en el comedor con preguntas, y yo negando, y en un momento mi padre me tiró a la cabeza un cuchillo de la mesa, no sé si a dar o no, pero que me pasó rozando. Y todo por la rabia, aparte de las copas que ya llevaba encima, por el perjuicio grande que aquello les traía.

Así fue que tuvo que cesar. Por una cosa tonta, por culpa de la chica que fue la que empezó la cosa, aunque ya nos debían de estar preparando la papeleta, aunque sólo fuera por las copas de mi padre. Total que nos largaron; con muy buenas palabras, eso sí, pero el que vino con la carta, con la notificación o cómo se llame, nos la entregó y se fue, y la carta era una buena puerta: una orden de largarse.

¿Que cómo es este barrio en que ahora vivimos? Pues territorio apache como aquél que dice. Hay un club que es un chiste de club, dos o tres bares de mala muerte y para de contar. Tienes que levantarte como dos horas antes para que el jefe no te largue la bronca de costumbre, ésa de «si te acostaras a tu hora…» y para ir a un lugar decente a bailar o tomarte una copa, machacar treinta duros en un taxi, porque aquí la ginebra debe de ser de aquélla que fabricaban en Galicia, que vino en los periódicos, que se hizo por allí un barrido general dejando medio ciegos o medio tontos a unos cuantos. El club de aquí tiene seis discos de la época del tango y otros dos de los Beatles de cuando no se habían dejado la melena, de cuando los romanos. Te sirven tinto y la pared está llena de cuernos y cencerros y cosas así, y unas banquetas que al cuarto de hora de estar allí, te sales disparado a sentarte en el campo. Porque las casas acaban casi donde la nuestra; luego viene el desierto de Sáhara y más lejos, que apenas se ve bien, está el cementerio con una tapia un poco mejor que las otras, las que tienen los del río, y una iglesia con tejado rojo, en punta, y con los mismos cipreses de mal agüero. Parece como si nos persiguieran como mi padre dice cuando el vino le da gracioso: «De cementerio en cementerio y tiro porque me toca». Lo dice y se queda tan ancho y se vuelve al bar, a la partida de dominó que ya tiene organizada, con mesa nueva, con bar nuevo y socios nuevos. Para él como dice el refrán de esa canción: «la vida sigue igual», él fue el primero, después del berrinche, en seguir funcionando como si tal cosa, sobre todo en cuanto supo que la paga, el retiro, se lo respetaban, y es que los cubalibres no, pero el vino debe saber igual en todas partes.

Lo malo es para mí que después de las nueve, cuando se echa el cierre en el taller, me baja la moral pensando si volver a casa o no, porque aparte del gasto, a la noche no encuentras un taxista que te quiera llevar, todos con el hijo o algún amiguete al lado por si les das un golpe y te largas con los millones de la caja.

Te viene la idea de cambiar de taller o largarte de casa de una vez como hacen todos esos que salen luego en los periódicos, o con Paco, Antonio, Chico, Ramiro y el otro, de lo que sea, de lo que quieran ellos que ellos sí que viven como Dios y al fin y al cabo para eso son amiguetes y sólo uno, Chico, sabe leer música y lo que es de electricidad, de eso ninguno, y eso es bien importante para que suene un grupo. Yo en cambio, eso me lo sé de memoria y eso se paga, vale, porque en una sola gira tienes que hacer más instalaciones que en dos años en el taller. Acabaría con eso de «trae una llave del doce; pero ya; ¿qué haces? A ver si te cortas esos pelos, vete a comprar dos pilotos de atrás, pero en media hora quiero verte aquí, no te duermas, písame un poco el embrague, suelta, acelera, un poco más, mira a ver, baja al foso a quitar el tornillo del cárter. ¿Qué? ¿Te molesta mancharte las manos? Pues lávame esa bomba, con gasolina, bien, que eso te las suaviza».

Todo eso se acabaría de una vez y este olor a grasa y aceite que notan de lejos las chavalas, que es como el color de esos negros que no hay modo de quitarse de encima. Todo eso y el frío en invierno con la puerta de par en par y el calor en verano, que parece que arde el techo de uralita.

Así que un día me cansé de esperar el autobús que te lleva hasta el barrio y me largué a ver los amiguetes. Y ya cuando al entrar, me conoció el portero, aquello era otra cosa, ya sólo ese tufillo que viene desde dentro era otra cosa también y el longplay que acababa en ese instante. Ese vistazo por encima de las mesas hasta que uno se acostumbra a la oscuridad, antes de bajar los escalones hasta el piso de abajo, despacio igual que hacen los monstruos esos que están en las listas de los veinte principales y llegan allí con su ligue atornillado, sólo a echar un vistazo, sin sentarse siquiera.

Y según la ginebra me iba entrando, me iba entrando la música también. Te llenaba, se metía hasta los huesos, ya eras tú, ya estabas en medio de la pista meneándote.

Los de siempre, los mismos negros, chinos, americanos, tíos con barba, rubias de las que ni te miran y enanas de esas que menean el pelo como un látigo.

Al fin fueron saliendo los del conjunto. Allí estaban Paco, Antonio y Ramiro, pero faltaban Chico y Walter. «¿Qué pasa?», les grité. «¿Dónde están? ¿Quiénes son esos otros?» Y lo decía por otros dos, el uno batería y el otro guitarra, con unas gafas negras que parecía el guerrero del antifaz. «¿Qué pasa?», les grité, y me dijeron: «Luego», y ya empezaron a tocar y salieron también las cuatro gogo girls, también distintas por lo menos todas menos una que no es la de la noche aquella, la que yo conocía.

Y la historia es la de siempre. Mucho hablar de que somos compañeros, de que somos hermanos, pero eso en las canciones, en cuanto que se cobra un par de meses seguidos, en cuanto hay una pasta a repartir, se acabaron las amistades, los compañeros y los amigos: todo eso está bien para decirlo allí arriba, en el micro o en un single, pero a la hora de la verdad es lo de siempre, es distinto.

El caso es que Chico y Walter ya no están —¡lástima de amiguetes!— y Paco y Ramiro sólo duran lo que el verano. Uno se va a la mili y otro se casa y acaba delineante que ahora me entero de que estaba estudiando.

Y la chica se ha muerto.

Me quedé frito, alelado, la verdad. Muerta ¿de qué? Muerta, no; que una noche, así de pronto se tomó ese tubo de pastillas con el que siempre andaba amenazando. Se suicidó; se la encontró la patrona con el tubo en la mesilla y el vaso de agua roto en el suelo y la carta y todo eso, y desnuda en la cama, tapada nada más que con la colcha encima.

Y unos dicen, como siempre que alguien se muere así, que se pasó en las ganas de dormir, pero Ramiro cuenta —no a la policía, claro— que tomaba los polvos esos que la dejaban como tonta todo el día y que también fumaba de lo otro. Y lo raro no es eso, lo raro es que ella lo decía siempre: «Si no llego a estrella me suicido». Pero yo y todos pensábamos que estaba un poco sonada como todas las de esa panda, como todas las gogos y que los que se pasan amenazando con eso media vida, llegan a viejos.

Tenía un cuerpo que no estaba tan mal, tenía unos ojos de día apagados y de noche encendidos. Lo poco que hacía lo hacía bien, incluso allá en la arena, la noche aquella, al pie de las columnas.

Ahora estará más lejos, detrás de aquellas tapias que se ven desde casa ahora, alrededor de esa iglesia de marcianos con su techo en punta, rojo, apuntando al cielo. Dicen que sus padres vinieron a la autopsia y prefirieron enterrarla aquí, por tapar en el pueblo la cosa o por no organizar ese viaje con el ataúd y pagarlo también y porque al fin y al cabo ¡qué más dará la tierra que le echan a uno encima! De modo que está detrás de aquellas tapias, más allá del desierto de Sáhara, al otro lado de esos cipreses con los que hace chistes mi padre.

Aquella noche no me esperé al show; no por nada, cualquiera sabe por qué, vete a saber. Pagué mi cubalibre y me marché. Me dolía un poco la cabeza, me sabían a mal las chavalas aquellas de las mesas y hasta la gente a la salida de los cines; total que acabé dándome una vuelta por allá, por junto a casa, dando vuelta a la valla de la catedral. Allí estaban las columnas como siempre, con sus hierbas y murciélagos y la arena con la hierba crecida también y nuestra casa sin geranios ya, cerrada, sin nadie dentro, o por lo menos eso parecía, mirando por las rendijas de la puerta. Las casas de la calle siguen las mismas y la taberna de mi padre y el señor ese que nos denunció seguirá lo mismo en su piso, tomando el fresco, medio dormido, mirando lo que pasa abajo.

Y más allá, estarán los cipreses y el río que no se ve pero que en verano se agradece si no huele, y la estación donde salen los trenes para Francia, para el mundo, ¡qué sé yo!, para todos esos sitios donde se llega a algo en poco tiempo o donde se intenta por lo menos.

El que sigue como siempre pero más gordo es el sereno, casado, tan tranquilo —ese sí que no tiene problemas—, no hay más que verle, feo y cebón con la gorra y el chuzo colgado de la muñeca con esa correa más sobada todavía que el mandil que lleva.

—¿Qué haces tú por aquí?

—Nada; pasaba y me paré a echar un vistazo.

—¿Recordando los buenos tiempos?

—¿Y a ti que te importa, tonto, feo, cebón, con ese cinturón, ese cincho, que a lo mejor hasta tú fuiste el que nos denunciaste? ¿Tú que entiendes? ¿Qué sabes? Déjame en paz, olvídame, vete a cobrar esa limosna que te dan en los pisos o el de la taberna con los recibos que te hicieron en la imprenta del obispo.

He vuelto a casa en uno de esos taxis que se arriesgan a venir por la noche. Ha puesto mala cara porque va solo. Podría darle un golpe y largarme. ¿Para qué? Podría dar la vuelta y no aparecer más por casa. Podría ir a buscar a Paco y Ramiro. Podría acercarme a ver al secretario del obispo y pedirle perdón. ¡Yo qué sé! Podría hacer como la chica esa. ¿Y para qué, también? ¿Para darle el disgusto a mi madre?

Ya estamos cerca de casa; ya el taxista respira. Mañana será otro día; bueno otro día igual. Ya me lo pensaré. Cualquiera sabe lo que puede pasar. Igual hay una guerra. Igual me voy. A lo mejor me caso. Todo puede pasar. ¿Quién sabe?