Y esta última catedral, tan nueva, tan moderna que aún no se terminó, es tan sólo una blanca fachada sin estilo, limpia, lisa, con enormes columnas y dos torres cuadradas, afiladas que miran por un lado al campo y por el otro a un horizonte de también afilados rascacielos. La catedral es sólo esa fachada y la cripta donde se dice misa y donde se hallan enterrados, todo a lo largo de los cimientos, en pequeños panteones, los últimos representantes de antiguos linajes, de ilustres apellidos. Cada pequeña capilla-panteón tiene en su fondo su escalera de caracol para bajar al pudridero y su verja con su placa dorada igual que la de las consultas de los médicos, donde pueden leerse los apellidos y títulos de sus propietarios. Todos los huecos se hallan ocupados y los que no lo están, tienen también su chapa como esperando a sus futuros inquilinos y actuales propietarios.
La cripta es el vacío laberinto que dejan los pilares enormes que nada sostienen, puesto que arriba, al nivel de la calle, las columnas que deberían sostener las bóvedas se detuvieron a media altura, al nivel de las vallas que rodean ahora la obra terminada.
Los pilares son muy gruesos y bajos, forman arcadas, pequeñas naves, haces cruciformes y pasadizos angostos. Es imposible abarcarla toda de un vistazo desde ningún ángulo y muy fácil perderse y dar vueltas en la oscuridad, al tenue resplandor de los escasos cirios que alumbran el altar mayor, sin encontrar la puerta de salida que el sacristán apenas acostumbra a señalar cuando se le pregunta.
El sacristán, sentado junto a una mujer de luto, charla en voz queda sin parar, y el rumor de su voz llena con su murmullo intermitente el interior oscuro donde no llega el rumor del tráfico de fuera.
Arriba, en cambio, el zumbar de ese tráfico, el sordo acelerar de los grandes autobuses, los silbidos del guardia que ordena el tráfico en la misma esquina, salta y cruza por encima de esa valla continua, maciza, sin un solo edificio, lo mismo que un fortín que defendiera a la catedral, con una sola puerta que abre camino a la casa del guarda y sobre cuya madera hay un letrero que dice: «Esto no es el obispado; el obispado está en el número 40.»
Una gran nave a medio techar, a medio derrumbarse también, hierbas malas, ortigas, espigas ralas, cardones y amapolas, muros sucios de piedra clara, más sucia aún, desteñida, manchada de excrementos de palomas. Ni siquiera son ruinas, ni siquiera llegó a ser nada: sólo paredes, columnas y un pedazo de bóveda. Todo lo que hubiera debido ser se halla por el suelo dividido en piezas tomo en esos juegos de arquitectura de los niños, como esperando una mano que los vaya colocando en su sitio, que los limpie, pula, pique y blanquee igualándolos con la fachada que la gente ve desde la calle, con sus blancas columnas y pulidas escaleras, donde a veces descansan viejos o niñeras.
Las ventanas tapiadas no dejan que se vea el interior, que es un campo sembrado de granito, caliza y vigas enormes enmohecidas por tantos años de estar a la intemperie, con su centro ocupado por una torre metálica, oxidada también, con su motor y cables inmóviles, que debió servir para subir los bloques de la bóveda, pero que, vista de pronto, parece el castillete del ascensor de una mina abandonada hace ya mucho tiempo.
El interior tiene un poco de cementerio, de cantera y, por culpa del castillete, de mina abandonada. La única vida allí es la casilla rodeada de geranios donde vive el guarda. La misión del guarda es espantar curiosos, avisar de los daños que la bóveda va sufriendo cada invierno, reparar lo que él pueda por su mano, es decir, algo de lo que la lluvia arrastra, un poco de lo que el viento se lleva.