«Por hallarse en esta villa Diego Arnao, maestro de cantería, vecino de esta provincia, que es persona abonada en esta tierra y de mucha satisfacción por haber hecho otras muchas obras en esta villa como en otras partes, seguras y fuertes y de mucha monta, de manera que se tiene por muy cierto no poder venir otro maestro del que se pueda tener mayor seguridad. Siendo así que nuestra santa iglesia catedral necesita nueva planta y fachada, y, en lo restante, el claustro está muy viejo, bajo y estrecho por algunas partes, de suerte que por él no se pueden hacer las procesiones con autoridad, ni caben los pendones, ni las imágenes con sus andas, determinamos hacer una iglesia nueva con dos torres y fachada a lo romano, según traza presentada en pergamino por el dicho Diego Arnao, con un claustro cuyos ánditos deberán tener de trece pies y medio a catorce de hueco.»
«Ha de hacer en la puerta principal dos órdenes de columnas, unas sobre otras, como están en la traza y la primera orden ha de tener ocho columnas con capiteles, frisos y cornisa no más ancha de un papo de paloma. Y en la segunda orden ha de haber seis columnas, y en medio un espejo o rosetón que dé luz a la iglesia con los cuatro evangelistas en sus ángulos. Mas ha de hacer obra también en la pared de sobre la capilla que está junto a la del Santo Oficio, más cuatro gárgolas esmaltadas que salgan a la calle por donde han de expedir el agua.»
«La obra se hará quebrantando a su costa la piedra en los montes más vecinos, siendo a la de este Cabildo el carretarla.»
«Diego Arnao, por cuanto es esta obra de empeño y tiempo, ha de estar y residir en la dicha obra nueva, y trabajar en ella y dar orden y manera a todos los oficiales y no ha de salir della hasta verla acabada. Mientras ella durare, no podrá tomar otra alguna en la villa, ni fuera della, salvo en las obras de las dos fuentes que son: la de la plaza del Grano, para la que hará caños que traigan el agua del monte Regaverde y serán de roble bueno y torneado. Los asentará a su costa y por cada vara que de los dichos caños hiciere, se le han de dar cuatro reales y medio.»
«La segunda fuente la hará frente a la misma iglesia catedral a fin de que aumente y prospere la devoción a su patrona por las personas que concurren a sus novenas y a curarse del mal contagioso, del morbo gálico y otros achaques, tomando el agua para ésta segunda, de la peña que llaman de santa Margarita en cuyo manantial los enfermos se lavan y curan; y para que esté con más decencia y prevalezcan tantos milagros como continuamente se ven en ella.»
El deán ha alzado la cabeza y mira su reloj, un reloj panzudo de plata que late entre libros y legajos, vasos con lapiceros sin punta, gomas, fichas amarillentas y recortes de periódicos.
Lo acerca a la luz, sobre el gran escritorio de nogal que tiene la mayoría de sus cajones rotos o condenados y mira la hora a la luz de la verde tulipa. El reloj dice que la noche empieza.
El deán no tiene sueño, pero a su edad, cuando lleva un buen rato leyendo, las letras se le borran y la fatiga le sube desde el hormigueo de las piernas hasta esa punzada en la nuca que se hace más aguda a medida que las horas pasan. Se incorpora, se estira a conciencia y va y viene varias veces desde la mesa hasta la puerta de la gran sala, cuyas tablas del suelo crujen a su paso. El gran esqueleto del deán cruje también al sentarse de nuevo como si a sus huesos les costara acoplarse otra vez al sillón casi tan monumental como la mesa. El deán se sirve un largo té del termo que cada noche una de sus sobrinas le coloca al alcance de la mano, y vuelve a dedicarse a sus lecturas.
Cierta vez, años antes, intentó también escribir algo, algún estudio serio, un libro como esos que alabean los negros y combados estantes de su cuarto, pero se cansó pronto. ¿A quién podría importar tal cúmulo de datos? Aparte de que aquello le hubiera cansado aún más que leer y no estaba muy seguro de vivir aún el tiempo suficiente para concluirlo.
Lo único que llegó a hacer fueron unos cuantos artículos para revistas eclesiásticas, uno, sobre todo, sobre la catedral, que envió a Madrid y que le publicaron en un extraordinario dedicado a la provincia.
Su afición es leer, un vicio que no mengua a medida que estos años postreros le van comiendo las carnes y la vista. La hermana y las sobrinas se lo advierten, le riñen a menudo, pero, aparte de reconocer que de otro modo no sabría llenar su tiempo, es difícil discutir con un hombre cuyas horas apenas coinciden con las suyas, que_ las mantiene a todas desde la muerte del padre y que a su muerte va a dejarles lo mucho o poco que, el administrador respete, lo poco o mucho que reste de lo mucho que tuvo y que él apenas gasta, tema prohibido tratar, ni aun cuando el secretario del Ayuntamiento —tan tenaz— viene a cobrar con su lista en la mano.
Ahora la hermana y las dos sobrinas duermen en el piso de abajo de esta casa que le tocó en suerte en una de sus herencias imprevistas.
La luz verde de su pantalla debe ser una de las pocas que aún velan en la villa a esas horas, por encima de los tejados sobre los que la lluvia cae relampagueando, sin pausa, lavando el callejón que ciñe a la rechoncha catedral por su parte más irregular, por el lado de la sacristía que sobresale del cuerpo principal como una excrecencia nacida a la planta primitiva.
«Digo yo, Domingo Abelar, maestro cantero, vecino desta villa que me obligo a hacer esta nueva Sacristía de pedrería nueba cerrado todo el hueco a mi costa por diez ducados, dándome la pedrería; y labrar la cornisa necesaria para la dicha obra a razón de once reales y medio por vara, dándome asimismo la piedra tosca puesta a pié de obra, según la traza pintada en pergamino.»
«Asi mismo doyme fiador de mi compadre Pedro de Andrade, entallador, por la hechura de los cajones de dicha sacristía para poner los hábitos de los Señores prebendados desta santa Iglesia y tasados en esta manera: Por el cajón grande de diez y ocho navetas que han de estar a la entrada della 1500 reales; por todos los cajones que estarán en el paño de pared que cae hacia la plaza, 586 reales; no incluyendo en todo ello los herrajes. También deberá hacer un escritorio de nogal con sus entrepaños de madera del Brasil a manera de guarnición y con diez y seis cajones en el medio y dos con un cajón arriba de dicho escritorio, cerrado, de un palmo de alto.»
Voy a decirle: tío, esto no es así, esto no puede ser; tenemos que mudarnos. Si mi madre no se lo dice, no se atreve a decírselo, ni Ermelinda mucho menos, yo se lo digo: tío, esto, de usted depende únicamente, si nos quedamos o nos vamos de esta casa a otra mejor, donde haga menos frío. Lo primero es marcharse. Con las casas que tiene usted, algunas de tan buen ver, y todas que son suyas menos las que ese administrador de usted le va robando, tenemos que vivir en la peor de todas, y si no en la peor, que seguro que las tendrá más viejas y más frías, en una de las más antiguas, desde luego. No es justo que dos chicas en la flor de la edad vivamos aquí arriba donde nadie aparece, si no es algún turista allá por el verano, o los que vienen a misa o al rosario, o a los oficios, mujeres todas por si fuera poco.
Bien está tener que cuidarle a usted, que bien sabe que no nos pesa, que se está tan tranquilo con su misa y sus libros, y que usted quiera estar junto a su catedral por aquello de que le gusta y a lo mejor se cansaría más viviendo en otra parte, teniendo que subir aquí cada mañana. Pero Ermelinda y yo vivimos como viudas. Por los veranos, en la casa aquella, toda también de piedra, rodeada de viñas, con el pueblo lejos y ese valle cubierto de racimos que la primera vez que se le ve, sobre todo ya rondando octubre, en un día de sol, parece el cielo. Pero la casa no es casa, es casona tan vieja y vacía que parece que fuera a caerse, y no hay ni televisión y en el pueblo ni cine tan siquiera. Todo allí es coser y leer alguna que otra novela, y hablar con la guardesa o dar un paseo por el camino viejo muy cerca del río que reluce a esas horas, por donde van los camiones de la cooperativa o los turistas que se marchan a las playas que las hay bien cerca.
Tío, ¿qué más le da? Andar un poco, a su edad, dicen que le conviene. Lo dice el médico, ese amigo suyo de usted que le aprecia tanto, que no va a decir una cosa por otra, porque, además, lo dijo sin nosotras preguntárselo. Lo dijo porque cada vez que vamos a verle, nunca se olvida de preguntarnos por usted: «¿Y tu tío? ¿Cómo le va? Tieso, derecho como un roble. Tenéis tío para muchos años. El Cabildo no tiene que preocuparse». Siempre lo dice mientras mira a Ermelinda, unas veces con esa linternita apuntando a la niña de sus ojos o mientras que consulta los análisis, o Ermelinda se quita la ropa para meterse detrás de la pantalla de los Rayos. Es igual que si, en vez de mirarla a ella, le estuviera examinando a usted, lo mismo que si el enfermo fuera usted, y puede que por eso sea por lo que con ella no acaba de acertar.
Primero dijo que la casona aquella de los veranos la iba bien, que iba bien la montaña, pero ahora dice que probemos el mar, que por qué no nos vamos este verano a una playa.
Andar un poco le sentaría bien a usted, siempre que sea despacio, en plan de paseo —dice—, sin subir escalones ni grandes cuestas; eso dice su amigo, y dijo también que la cuesta que hay desde el Cantón hasta la catedral no puede perjudicar a nadie, ni a usted mismo, que mucho más le perjudican a la vista las horas que se pasa leyendo de noche.
Usted tiene una casa en el Cantón. Usted no sabe lo que sería para nosotras vivir en uno de esos pisos. Estar, como quien dice, en el cogollo del paseo, salir, entrar, tener a mano todo, desde las dos o tres confiterías hasta la modista o la carne o la peluquería.
Pero allí usted no va. ¿Cómo iba a leer usted en un piso tan bajo, con el ruido de la televisión de los bares y con esas voces que suben hasta las tantas de la noche, desde la calle, y el ruido ese tan seco de las motos? Voy a decirle: tío, vámonos a una casa un poco más pequeña antes de que ese administrador suyo se las acabe de llevar todas, por aquello de que usted piensa vivir cien años y no hace testamento; una casa que se pueda calentar mejor, no con esos braseros, ni con esas estufas de butano que un día nos hacen saltar por los aires, como dicen los periódicos, un piso donde pueda arreglarse con comodidad su cuarto de trabajo, donde pueda leer cómodo usted con su termo y su té hasta esa hora que empieza a amanecer, que empiezan a distinguirse los robles y las hayas.
«Y digo yo Diego Arnao, vecino desta villa, maestro de obras, que por estar quebrado de las brillas y del brazo izquierdo no puedo trabajar más por mi oficio sino asistir entre día algunas horas, y esto con harto trabajo; y por causa de mi enfermedad, por no entender en ella, se pierde la dicha obra y piedra reunida; que restando por terminar dos púlpitos de piedra de grano: el uno de la parte del Evangelio y el otro a la frontera, con su escalera y barandilla; digo que no pudiéndolos rematar por mi mano, se me admitan por este cabildo dos nuevos aprendices: el uno Alfonso Macias, por dos años y medio, dándole un real por cada día que trabajase, para sustentación y la herramienta necesaria. El segundo: Toribio Madriñanes, natural de León, vivirá en esta villa trabajando en el oficio de pedrero, sirviéndome además en otras cosas que le mandare como criado, que yo le entregaré al principio doscientos reales para desempeñarse y para el viaje, y doce de señal al maragato que vendrá a portearle hasta aquí, y una vez cumplido dicho plazo, le he de entregar también un sayo y una capa de Londres y un jubón de fustán y unas calzas de cordellete y una carminola de grana, dos picos y una escoba y dos cinceles de oficio de pedrero, además de comer, beber y posada y vestido y calzado.»
Mucho debía valer el tal aprendiz para alabarle tanto, para comprometerse a tanto. Más suena a otro maestro que viniera a sacarle las castañas del fuego.
El deán frunce el ceño ante tantas promesas porque la historia, los papeles de la catedral están llenos de prisas, maestros en tránsito, obras sin terminar, requerimientos innumerables y hasta penas de prisión por no cumplir a tiempo los contratos. La culpa era quizá de los canteros, entalladores, pintores a la aguja, plateros sobre todo, e incluso de relojeros y broncistas que se avenían mal a quedarse en la villa, teniendo a pocas leguas de distancia otra mucho más importante, también con su catedral en obras, pero aquélla mucho más rica y grande. Así, apenas tomaban un trabajo en ésta, comenzaban los males, enfermedades y pretextos para buscarse un modo de escapar, de entrar a trabajar en la otra, en la importante, eso sí, sin renunciar por ello a la pequeña, en la que solían dejar al que más despuntaba de sus oficiales.
Había además ricas abadías, monasterios con más rentas, por sí solos, que todas las del concejo juntas, y por esta razón salió la catedral tan desmembrada y poco airosa, a juicio del deán, y por eso acabaron tan mal muchos de los que en ella trabajaron.
«Yo, Juan de Castro, canónigo fabriquero desta catedral, requiero una, dos y tres veces y las más que de derecho sean necesarias a Diego Arnao, maestro de obras, vecino desta villa, a cuyo cargo está la traza de los dos púlpitos para esta santa iglesia para que los acabe. Los quales púlpitos tiene comenzados quatro años ha poco más o menos, y con sus dilaciones, no los ha terminado y ha estado muchos meses disimulando con la dicha obra sin la querer fenescer a fin de interesar más diciendo que se ha ocupado tanto tiempo en ella para conseguir más salario. Siendo así que pudieron acabarse dichos púlpitos en ocho meses; habiéndose ya gastado en oficiales y materiales, más de tres mil ducados desta santa Iglesia, siendo obra que con la mitad, en mucho menos se pudiera haber hecho, de no se haber metido en obras que no eran desta villa, ni de su oficio.»
«Así, se le requiere para que los acabe y ponga en perfección y que hasta tanto, no salga desta ciudad en sus pies ni en agenos y cumpla la obligación que hizo ante Juan Bautista Remesal, escribano de número desta villa.»
La ira del deán, su ceño, debe ser casi como la del tal Juan Castro, aunque ha cerrado despacio la carpeta. Se ha servido otra taza de té y, para evitar el ardor de estómago, se levanta y mira un buen rato por la ventana. Ahora no llueve, pero el musgo, la uña de gato, los jaramagos y los líquenes brillan contra la luz, se recortan al resplandor de la cuádruple farola que corona, desde hace algunos años, la fuente frente a la catedral. Y el reloj de la catedral, ese reloj que se tardó casi un lustro en terminar, dice que aún faltan dos horas para que venga su sueño; ese reloj por el que un maestro latonero también tuvo que sufrir pena de prisión, según folio que yace en la carpeta del deán, grande y sobada, con un letrero recio y negro de su mismo puño y letra, que dice «Asuntos de prisiones» y que guarda en uno de los cajones que aún quedan sanos en su escritorio de madera de nogal.
Voy a decirle: tío, eso no es playa; eso es sólo una aldea, un mal pueblo tan miserable como el otro, con una pensión barata, con esa dueña que se mete en todo: en la ropa que llevas, si te bañas o no, con quién vas, con quién sales, dónde vas de paseo; todo, menos cambiar a su debido tiempo la ropa de la cama. Más le valía fijarse en el marido, que ni sale a la mar, ni trabaja en casa; todo el tiempo pendiente de heredar a la familia de su mujer y comprar otra motora para ganar aún más y trabajar menos todavía, si puede, que parece imposible.
Y luego hay esa tonta que dirige la academia de encaje y esa señora que baja a la playa con su porro y su sombrilla, y que sabe Dios cómo hizo su dinero, cuando el párroco de allí no quiso aceptarle dos candelabros de plata que ofreció por su santo a la patrona. Y el escribiente del ayuntamiento, con sus gafas negras y esa risita suya, y su novia en el pueblo de enfrente, al otro lado de la bahía, que él pasa cada día para verla, igual que si tuviera una cita con la reina. Y el otro, el estudiante, también con su perro a cuestas, que no le deja nunca si no es para repasar sus libros y apuntes o para hacer gimnasia, con frío o con sol, cabeza abajo o sacando pecho, luciendo bien las mollas, presumiendo delante de esa andaluza que no se habla con nadie, que vino de tan lejos.
Tío, eso no es playa y Ermelinda se nos puso peor, yo creo que del puro aburrimiento. Lo único que hubo, en todo el mes que estuvimos las dos fue lo de aquel pez tan grande, tan enorme que cogieron. Era a esa hora en que la nube de gasoil, apenas deja ver el puerto tan pequeño. La pensión da junto a la Lonja por la parte de detrás y a mí me despertaron los que, ya nada más cogerle, se lo andaban disputando. Y como yo tampoco podía dormir ya, me bajé hasta donde estaba aquel cuerpo tan grande, todo blanco, salvo en las heridas. El patrón —el jefe, el que mandaba a todos—, mandó que lo tumbaran en la arena y el cuerpo reluciente que estaba vivo aún, se movió todavía entre todas las algas y esa broza tan fea que arrastra la marea y que ni siquiera limpian en la playa.
Tío, ¡qué discusión! Cada vez se acercaba más gente para verle. Alguien dijo que sólo era un marrajo que no sé lo que es, pero que debe ser poca cosa o pesca mala, del modo que lo dijo aquel hombre. Y otro que no, y con las voces todos los que allí estábamos, acabamos de despertarnos. Y por fin, el patrón, de un tajo, como los carniceros en el mostrador, lo abrió del todo, de la cola a la cabeza y no sé qué buscaban allá adentro todos, que no hacían sino mirar y remirar igual que si esperaran encontrar un tesoro escondido. Los del puerto tocaban las escamas que parecían de plástico, tan finas y brillantes, y le hacían volver hacia arriba los ojos que eran rojos y mezquinos, y no se apartaban del animal hasta que le encontraron el corazón negro y oscuro, latiendo todavía. Por lo visto lo encontraron de noche, se les metió en las redes sin que nadie le buscara, quizás porque ya venía medio muerto, herido, porque le acertaran mar adentro, dejándole así al pobre, sin poder defenderse. Luego le remataron en la lancha, pero era un animal tan bravo que ni aún después de muerto se rendía. Calcule que entre los despojos, el corazón latía todavía y los niños —esos niños de allí que de nada se asustan— tampoco se atrevían a tocarlo cuando lo vieron allí tan rojo, palpitando en la arena.
A mediodía, cuando todas las lanchas están en alta mar, cuando ya el corazón estaba muerto, bajaron los que digo: el escribiente de las gafas negras, con el de la gimnasia y la tonta de los encajes, incluso la andaluza con su madre. Uno volvió a decir que era un marrajo y los demás preguntaban qué se iba a hacer con él, si tirarle a la mar otra vez o venderle, pero ¿a quién puede venderse un bicho así? Para hacer tapas, para escabeche —decía alguno—, para enlatarlo y mandarlo al extranjero. Los únicos que no opinaban eran los guardias, con sus capas verdes y sus carabinas amarillas, tan tiesos y tan serios.
Después, ya por la tarde, bajamos Ermelinda y yo hasta el malecón y allí estaba el patrón de la barca discutiendo con otro hombre, junto a una camioneta. Al final se dieron la mano y entre los dos cargaron el bicho en aquel camión tan viejo que olía a sal, a humedad, a mejillones, echándolo sobre un colchón de congrios y percebes.
Entonces se veía ya muy poco. Del mar, que ya apenas se alcanzaba a distinguir, venía el zumbido de siempre, ese rumor que se oye siempre de las motoras y ahora se confundía, a ratos, con el de la camionetilla que se iba alejando.
Estuvimos paseando por allí, oyendo cómo subía la marea; viendo a lo lejos, las luces de las boyas y las otras de los barcos importantes que van a América y allí mismo dan la vuelta en el cabo. Estuvimos hasta la hora de cenar y las olas fueron limpiando, poco a poco, la playa, subiendo cada vez más, achicándola, dejándola como un cristal, y al final se llevaron con ellas, quién sabe si para enterrarlo con las algas —cosa que a nadie se le ocurrió—, el corazón del muerto.
ASUNTOS DE PRISIONES
El primero que visitó la prisión —la Torre, como entonces la llamaban—, fue Lucas de Artemán, por no acabar a tiempo una capilla que «habría de llevar mucho cincel y arquitectura, friso y cornisa, arquitrabe e imaginería en el arco, que no la tiene acabada por causa de que en esta ciudad, ni en este reino, dice no encontrar oficiales que le puedan ayudar a la dicha obra, ni lo sepan tan perfectamente como ya la tiene trazada y empezada, como a Su Merced consta por vista de ojos, y para la aber de acabar, tiene embiada a la villa de Valladolid y a la Corte de su Majestad y a la ciudad de Salamanca, a buscar oficiales que no vienen».
Buena pieza este Artemán, flamenco; allí donde puso la mano aparecían como por ensalmo, los pleitos. Suena todo a mentira: el trabajo complicado y difícil, la búsqueda de aprendices y hasta eso mismo de que él y los tres oficiales tienen la mano puesta en la capilla. ¿Qué gente iba a encontrar en Salamanca, Valladolid o en la corte para vivir aquí, cuando ni él mismo era capaz de parar un mes seguido en ella? Un mes más tarde, dice el mismo Artemán que «se da toda la priesa posible y se acabará la capilla en todo el mes de Enero». Fueron testigos a su favor, tres oficiales suyos —buenos testigos, si trabajaban para él—, pero el plazo cumplió y el tal Artemán acabó con sus huesos en la Torre, siendo más tarde, condenado a destierro «por cuanto los Srs. Regente y Oydores deste reyno abían dado contra él sentencia en que le desterraron desta villa por tiempo de un año, la mitad preso y la otra mitad boluntario, y oy era el término a que él abía de ir a cumplir el dicho destierro doy fee de que el dicho Lucas de Artemán se salió desta villa por la puerta del Río, yendo a caballo, con sus botas e espuelas calcadas, y se fué y salió por el barrio de san Froylán, por el camino que lleva hasta Castilla. Fueron testigos Pedro Suárez, librero, Juan Acedo “el viejo”, platero, y Lorenzo de Castro, mercader».
¿Y aquel platero que le zurraba, que le alzaba la mano a su mujer para sacarle de la dote las fianzas de las obras? Menos mal que, en el fondo era buen cristiano y lo reconoció en el testamento: «ítem digo y declaro por la ora en que estoy que yo, estando casado con Sancha Domínguez, le hice vender muchos de sus vienes raíces e algunos dellos, en menos de lo que valían e para lo hacer, muchas veces le di golpes e palos e reñido con ella e faziéndole mal tratamiento para que las vendiese; dígolo e declárolo por la ora en que estoy para que ella siga su justicia que viere le cumple».
Si así fue, y debe ser verdad porque en esos momentos no se miente, no es de extrañar que un buen día los hermanos de la tal Sancha Domínguez entraran a buscarle a las mismas obras de la santa Iglesia Catedral y la emprendieran con él, hasta el punto de tener la víctima que querellarse «por bofetones, golpes, porradas, coces e otro mal tratamiento que me han hecho y palabras que me han dicho».
Tan buena pieza debía ser el marido de la tal Sancha Domínguez que sus compañeros de gremio no quisieron asistir a su entierro «ni con cera de la cofradía, ni llamar a cabildo como era costumbre, pero el Alcalde ordinario les mandó fuesen a enterrarlo, mas siendo esto contrario al parecer de la cofradía, los plateros se ausentaron de, la villa para no ir al entierro e así no los hallarían. Y así fué hecho».
Viéndola así, tan brillante, tan lúcidas sus torres en la noche tal como siempre debieron ser, salvando esas míseras acacias en sus tontos alcorques de ladrillo que tanto les afean, tanto casi como el roto cemento del suelo de la plaza, parece imposible que se llegara a terminar algún día, después de tantos pleitos y recursos. Mucha paciencia debieron tener, uno tras otro, los cabildos hasta verla tal como ahora está, aún chata y modesta, con tantas medianías como pusieron la mano en ella.
Y otro fino que pasó por la Torre también fue un tal Simón Ruiz, preso por deudas. Menos mal que le salieron fiadores; y otro Francisco Campos por lo mismo; los unos por querer abarcar demasiado, otros por no llegar y alguno que otro, también por llevarse lo que no era suyo, sino puesto para su trabajo por el cabildo: plata, sobre todo.
Tan sólo uno salió de la Torre con más honra de la que entró en ella al ofrecerse a ir de soldado a Portugal «para ir en la compañía del capitán Baltasar Suarez do Campo, a la presente ocasión y rebeldía de Portugal, obligándose a servir en dicha compañía, en la parte donde se le ordenare, por tiempo de dos meses, como los demás soldados, para lo cual y su sustento, al dicho Sebastián Vázquez le han de dar once ducados y medio, un arcabuz con sus frascos y una espada».
La Torre, la prisión donde todos éstos estuvieron, apenas se distingue ahora. De día se ven bien sus almenas desde la ventana y su fábrica casi entera que es en su total «cien varas de un palmo de grueso y tres para la Torre y la casa; ciento cincuenta varas de entablamento de un palmo de grueso para los corredores, sesenta de dovela de tres palmos de grueso y dos de alto para los arcos; treinta varas de antepecho, sesenta de entablamento para los poyos de un furco de grueso; doce piedras para basas y capiteles, de dos palmos en cuadro, seis columnas de doce palmos de alto y medio de grueso; otras doce piedras para basas y capiteles de palmo y medio en cuadrado y cien esquinas de dos palmos de alto para puertas y ventanas».
Y también salió bien parada, después de sufrir las injusticias de rigor, aquella Francisca Viñas que después de asistir al marido, enfermo de la peste cuando trabajaba en uno de los conventos de las afueras de la villa, no quisieron dejarla entrar otra vez en ésta, quién sabe si de veras por miedo al contagio «por quitar daños e inconvenientes que de su estada junto al apestado pudieran suceder e por así convenir a la república e sanidad desta ciudad. Así, ordenamos se salga la Francisca Viñas desta ciudad y se vaya a otra parte y lo cumpla so pena de veinte ducados para las obras públicas desta ciudad o pena de prisión si no lo hiciere».
Pero la tal Francisca no debía ser mujer fácil de amedrentar ni de poco tino tampoco, por aquello que contestó de que «ella venía de tierra sana e había más de tres meses que estaba fuera desta ciudad e que no tenía donde se ir a morar; que quería estar en su casa de la que le habían hurtado muchos bienes e que hablando con el debido acatamiento, sintiéndose agraviada de lo suyo, apelaba ante quien con derecho debía».
De modo que fue sacada de la cárcel y llegó a casarse otra vez según protocolo que se conserva en el archivo de la catedral.
Pero más que los protocolos, inventarios y testamentos, más que los libros de los consistorios o de fábrica, o los de Cabildos o de Claustros, más jugosos que los tomos de libranzas son esas grandes carpetas de cintas rojas en tiempos y que ahora son marrones, ésas que llevan una etiqueta orlada, donde una mano fina ha escrito en letra grande y redondilla: VARIA.
A ellos fueron a parar los restos de los archivos después que los franceses, tras arrancar la reja principal para hacer herraduras a sus caballos y llevarse la plata de cálices y cruces, entraron buscando un oro que no había. Rompieron mesas y armarios, y lo que no quemaron antes de marcharse quedó tan maltrecho y perdido por los suelos que sólo un canónigo con fuerzas y ánimo suficientes, fue capaz de reunirlos y guardarlos sin distinguir temas ni asuntos, en esas enormes carpetas. En ellas están las cartas por las que otro deán amante de los juegos y no de las lecturas, encargó a uno de los entalladores de la catedral, una mesa de trucos —es decir, de billar— que sería de castaño y roble, con dos bolas de marfil y dos tacos de boj, fresno o naranjo, mesa que anduvo mucho tiempo, aún después de rota, por los desvanes de las Casas Consistoriales hasta que se la llevó un chamarilero, con un lote de trastos. Allí está lo que costaron las dos torres de las campanas: «dos mil seiscientos reales que importaron mil ciento cincuenta y seis carros de piedra de grano arrancada y partida, a razón de dos reales y quartillo el carro»; y también lo que a un pintor portugués, lenguajero de la catedral —es decir perito en autenticidad, nombre y procedencia de reliquias— le pagó cierta cofradía de mareantes que deseaba renovar sus arcos y máscaras de Cristo y sus apóstoles para las danzas del Corpus: «dos millares de sardina fresca al pie del barco, para la primera sazón que venga deste año».
Voy a decirle: Tío, deje usted sus libros sólo por un momento, sólo por una vez y escuche; sólo por una noche. Se lo voy a decir cualquier día cuando suba a llevarle la comida; no, la cena mejor, cuando viene más descansado, cuando ya no tiene oficios ni otra cosa que le distraiga o le preocupe salvo sus carpetas y sus libros que bien puede dejar por una noche.
Tío —voy a decirle—, usted tiene una casa que no sé si sabe que la tiene, en las afueras pero cerca todavía del cantón. Está no muy lejos de la catedral, por ese camino por donde el pueblo no prospera, en ese camino que lleva hasta la ermita de la virgen de los ojos grandes donde ahora hacen chalets y subastan parcelas. Aunque fuera esa casa, ¡qué bien que nos vendría! Es un sitio bueno, seco y caliente y casi igual de tranquilo que esta plaza. Es una casa antigua, pero vieja y todo, al lado de ésta resulta casi nueva. Tiene dos pisos de ladrillo rojo, brillante, pulido, y encima una azotea con jarrones blancos un poco rotos que maldito lo que importa, de escayola. Tiene tres escalones en la puerta principal con barandillas que llegan hasta el jardín, un jardín que cuidado, sería una hermosura. Las tales escaleras son en forma de abanico y tiene también un estanque de azulejos que con agua quedaría muy bien y con plantas alrededor como tienen los de las otras casas que le digo.
Tío; podría quedar mejor que los mismos chalets que están haciendo al lado, más sano para Ermelinda y para usted que, en vez de leer toda la santa noche podría pasear leyendo como Dios manda: quiero decir a la luz del día, unas veces camino de la ermita y otras por ese bosquecillo de eucaliptos que tan buena sombra hace o bajando hasta el cantón a tomarse un café como hacen tantos otros canónigos.
Tío; escúcheme: esa señora ya no va a venir nunca. Es una de las historias que se inventa ese administrador de usted. Recuerde que primero dijeron que iba a ser por el verano y después que en otoño. «Están de veraneo», decía siempre esa criada vieja que tenían dentro, cuidando un poco de todo, limpiando un poco el polvo. Pero yo creo que la tal vieja maldito lo que sabía y aunque según dice el administrador, ellos —los padres, los suegros, de los novios que sean— siguen pagando, no van a venir nunca y el administrador lo sabe y por eso no quiere que entremos ahí nosotras porque sabe también que a un inquilino se le puede echar siempre que a la casa vaya a vivir el propio dueño.
Siempre que hacía falta alguna medicina, cada vez que a Ermelinda le dan los mareos, si no estaban las gotas en casa siempre bajaba yo, aunque tardara más, aunque me remordía la conciencia, a esa farmacia que cae frente a la casa —que ya digo que ninguna de las dos pilla tan lejos—, sólo por enterarme, por saber si de una vez o no van a dejarla libre. Y viéndola tan sola y muerta la casa, al final de la calle que acaba donde empiezan las viñas, la gente de la que va a la farmacia como yo, pregunta muchas veces si se alquila al fin o la tiran para hacer parcelas del jardín o si, por el contrario la venden tal como está para vivir en ella.
Acuérdese usted, tío. Es una casa con verja alrededor toda pintada de pintura verde que luego, con el tiempo se ha ido volviendo negra. Es un chalet antiguo que encima de la puerta tiene un letrero con un nombre de mujer que mandaron poner los que nunca vinieron.
Un día, yendo yo de paseo con mamá, un domingo, camino de la ermita, mamá me lo contó, me dijo que era nuestra, bueno suya porque usted no ha hecho testamento todavía. Por entonces vivían en ella unos viejos, una señora muy elegante, con lentes y un perrito que andaba siempre escarbando por el jardín que entonces sí que daba gusto verle de cuidado que estaba. Y ya nada más saber que la casa era como nuestra, empecé a desear que los viejos se fueran, de cualquier forma, incluso llegué a desear que se murieran. Y aunque dice don Dionisio que un deseo no tiene que ver con lo que luego pasa, aunque, eso sí pecado es desear la muerte a otra persona, y ese pecado él, por mi arrepentimiento me lo absolvía, el caso es que la señora se murió y a mí me quedó dentro aquello de que yo era la culpable de su muerte, y me la imaginaba saliendo, a través del jardín, con el viejo detrás compungido y llorando —el marido digo yo— y el perrito detrás, ladrando a los caballos.
Si usted, tío, me hubiera escuchado entonces nos hubiéramos ido a vivir allí, a pesar de mis remordimientos, de haber matado con el pensamiento sólo, a aquella buena señora con la que nunca hablé, a la que sólo de vista conocía. Pero entonces vino el administrador con la carta aquella del alquiler que le ofrecían y usted, que siempre le dice a todo que sí, le dejó marchar sin mirar siquiera ese papel y él se fue, ¡ya lo creo!, bien satisfecho.
De modo que así estamos, aquí estamos todavía. Una vez, ya cansada de esperar, aprovechando la salida de misa, mientras de lejos nos saludaba, me le fui derecha a preguntarle al administrador si venían o no, los nuevos inquilinos.
—¿No lo sabe? —me dijo como si fuera cosa de otro mundo—. Vienen esta misma semana.
—¿Vienen? ¿Qué son? ¿Una familia?
—Una familia es, pero pequeña todavía. Unos recién casados.
Y lo dijo con esa sonrisa tan babosa que pone a veces cuando quiere hacerse el fino.
Pero aquella familia no vino. Mandaron por delante los pintores que estuvieron trabajando unos pocos días y a esa vieja a limpiar los suelos y quitar el polvo a los muebles —decía ella—; no sé qué polvo, porque los muebles no llegaron. Y la criada, sin más explicación se fue un día también y quedó la casa sola, aunque eso sí el administrador nos dice que recibe cada mes el giro.
Tío, yo no sé cuánto tiempo ha pasado desde aquello, desde el día en que tenían que venir. Lo que sé es que la casa sigue tan sola, con la pintura ya echada a perder porque hay un cristal roto y entra el aire y la lluvia, y el jardín abandonado es una pena con el pulgón comiendo los rosales.
Aquello está vacío y lo que lo hace más vacío aún es ver que lo pintaron una vez, que lo empapelaron y arreglaron los zócalos y colocaron nuevos los ladrillos saltados.
Un día —hace ya poco— estaba yo comprando las gotas de Ermelinda y estábamos solos el mancebo y yo de la farmacia esperando a que escampara por esa tontería de no llevar paraguas cuando amenaza lluvia. Llovía, eso sí como siempre, como si allí se acabara el mundo y a eso de las siete, que es cuando en el otoño empieza a anochecer, por el lado de la calzada que da a la carretera, vino un coche y se paró a la puerta de la casa. Salió el chófer que no llevaba uniforme como el del señor obispo sino gabardina corriente y boina, y fue a abrir la puerta de detrás. Y bajó una señora, una mujer que, a pesar de la lluvia que caía, se veía que era mujer, a pesar del paraguas y esas botas tan altas que se llevan ahora.
Miró la reja, la cadena que cierra los barrotes y el letrero en lo alto con el nombre que debe ser el suyo. Después abrió el candado con una llave que sacó del bolso, apartó la cadena y se metió en la casa.
Aunque no hay luz, tuvo que ver las paredes desconchadas y ese suelo cubierto de cristales y esas manchas tan grandes de humedad que crecen cada invierno. Y yo, mientras tanto, aprovechando que llovía menos y ella estaba dentro, fui a preguntarle al chófer:
—¿Qué? ¿Van a venir ya?
Pero el chófer no me contestaba; ni me oía creo. Allí seguía sentado, como adormilado, con la boina sobre los ojos, escuchando la radio.
—¿Van a venir a la casa, por fin? ¿O es que piensan dejarla?
Pero la música seguía igual, ni más alta, ni más baja, tan igual como la lluvia que caía. Así que me cansé y ya iba a entrar a hablar con la señora cuando vi que venía de vuelta por el camino del jardín, comido por las hierbas ahora. Venía con su bonito paraguas y casi cuando fue a levantarlo para entrar en el coche, estábamos cerca los dos, cara a cara, como quien dice.
Y su cara era, ¿cómo diría, tío? Ni joven, ni muy vieja; eso sí desencajada como de frío y de tristeza. Y sus ojos del color de la lluvia, del color de ese agua de la tarde, del color de esos días que se te meten en el alma y que luego, a la noche, dan ganas de llorar, de morir, de acabar con todo. Allí, debajo de aquel paraguas donde la lluvia sonaba como en un tambor parecía a punto de llorar al principio y luego, al verme, al notar que yo iba a preguntarle, parecían entonces como ofendidos, como si una chispa se encendiera allá adentro. De modo que me quedé allí parada, sin atreverme a decir palabra antes de que entrara otra vez en el coche sin esperar a que el chófer le fuera a abrir la puerta.
El coche se alejó y yo quedé allí, sola, mojándome, aguantando la lluvia. Y yo pensaba: ¿Qué es esa casa? ¿Quién la vendrá a vivir? ¿Cuándo? ¿Por qué tengo yo que esperar a que se vayan si mi tío es el dueño, por culpa de un dichoso administrador que le come las rentas?
Y también me gustaría saber por qué yo quiero irme a vivir en ella, si allí murió por mi culpa como quien dice, la señora de los lentes y el perrito y si la otra señora más joven me miró con aquel odio y si tendríamos que arreglarla tanto: limpiarla, fregarla, pintarla, poner baldosas nuevas y cristales, meter la tijera en el jardín, olvidarse de todos los que vivieron antes en ella, y —lo que es más difícil todavía—: Convencerle a usted, tío.
La catedral quedó lista en 1753. Una vez las bóvedas cubiertas y terminado el rosetón de la fachada y cerradas las capillas, fueron llegando los sepulcros de nobles campesinos y eclesiásticos, algunos de otras iglesias, aunque los más fueron traídos allí por vez primera. (Dos bultos de mármol, uno de un hombre armado con espada ceñida, puesto de rodillas, e delante del, una almohada del mismo mármol y debaxo las rodillas otra almohada, con una celada en la mano izquierda y a la mano derecha dos manoplas; y el otro bulto ha de ser de sacerdote, también puesto de rodillas sobre otra almohada de lo mismo e delante un atril con un libro abierto del mismo mármol.)
Y al tiempo que los sepulcros, se fue acabando el coro, con sillería alta y baja (en que habrá de haber treinta sillas labradas con su guardapolvo y espaldar a lo romano e con sus pilaritos delante de las sillas e con sus bancos delante de los púlpitos e con treinta y seis historias para la sillería baja, conforme al modelo que se diere).
Aún los golpes de los entalladores asolaban aquellas bóvedas tan bajas y el camino compacto del serrín amasado con el barro de fuera, amasado por tantos pies, alcanzaba casi la puerta principal, aún sin sus dos grandes hojas de roble, cuando ya ante esa portada llegaba el primer pintor, Juan Lombarte, a fin de decorar (las doce figuras e imágenes que allí están puestas, dorarlas de oro fino, los rostros encarnados, y pies y manos, y doradas las orillas y ropas y barbas y cabellos, coronas y diademas).
Con el de la portada llegaron otros pintores con sus aprendices, a colocar sus cuadros, a darles un último retoque y rematar los fondos de las capillas, allí donde fuese necesario. Gabriel de Tolosa, por ejemplo, pintó en la mayor (unos montes y lexos con sus judíos y ciudades, y en la pared frontera, al óleo, cuatro historias de las once mil vírgenes, más un retrato del obispo para la sacristía, donde ha de copiar el rostro y pintarlo de cuerpo entero, sentado en una silla, con dosel y bufete, con alfombra y almohada a los pies de color carmesí).
En la misma sacristía, se habilitó para caja de caudales una de las habitaciones. Llegaron los vidrieros para hacer en la capilla mayor ocho ventanas con sus claraboyas de vidrio blanco, el más claro y limpio que se pudiera encontrar, con cenefa y follaje romana y en medio la cruz de Jerusalén con un festón romano también, de muy buenos colores.
De las forjas de Éibar vino el órgano desmontado, al paso lento de bueyes y carretas. El mismo Gabriel de Tolosa que tenía tiempo y arte para todo, doró, pintó, estofó sus nueve cajas, yendo los antepechos jaspeados al óleo. Vinieron las cornucopias con sus ángeles, los clavos de bronce de igual peso y hechura para las puertas exteriores, más cuatro mascarones con sus aldabas, más los bancos de respaldar, más el pendón de damasco carmesí y morado con sus cenefas y figuras y cordones y borlas para el ornato y servicio de las cofradías, más también dos braseros que llevaron cuatrocientas onzas de plata, incluyendo en ellas, once escasas de uno que tenía el cabildo de la catedral, ya viejo.
Lo último y más complicado fue el reloj, ese reloj que ahora da cuatro espaciados golpes, precisos y sin brillo, como cansado de sonar ya tan inútilmente durante tanto tiempo, de hacer inútilmente sonora tantas veces la posición de sus dos grandes manos (la una con dieciséis rayos y uno culebrinado que señala las horas y la otra que dice al Norte, con los triunfos de la Santa Patrona. Con sus siete ruedas: la de las horas, la que llaman de santa Catalina, la de macear, la del encuentro, la de las horas, la maestra y la de mano). Esa campana que a pesar de su tono pálido y fallido aún tiene fuerzas para llenar el estrecho recinto de la plaza, y medir los insomnios del Deán.
Aquella noche, el deán, como siempre, cerró con cuidado sus carpetas, esputó en la escupidera a sus pies y enderezó con cuidado su gran osamenta, como temiendo hacerla saltar en pedazos. Quedó un instante absorto, como intentando poner en orden toda aquella montaña de datos que ahora se acumulaban en su cabeza, se acercó a la ventana y mirando los tejados de la catedral, apagó la luz para gozar a sus anchas de aquella plaza que amaba tanto, del relámpago prolongado de la lluvia sobre los tubos de neón y su rumor tan suave. Ya en las colinas fronteras al mar, el alba recortaba nubes oscuras, estrechas y afiladas, pero aún debía faltar casi una hora para empezar a clarear. Se alejó de la ventana y a oscuras, cuidando de no hacer lamentarse demasiado a las viejas maderas del suelo, ni tropezar con los muebles para no despertar abajo a la hermana y las sobrinas, se dirigió, encendiendo y apagando luces hacia su alcoba, por aquel laberinto de escaleras, vanos y pasillos que formaban el piso más alto de la casa. Se sentó en la cama, fue desnudándose despacio y, tras ponerse aquel gastado pijama que tanto tiempo le llevaba a la sobrina zurcir, rezó una breve oración, se santiguó y se deslizó con trabajo, entre las sábanas.
Al día siguiente, cuando despertó, había perdido totalmente la memoria.
Allá, en la pequeña capital, también llueve. Por ello anochece temprano también, y el médico tiene encendida la luz de su despacho. Tiene en sus manos la tarjeta enviada por el otro médico, el amigo del deán, que lee con dificultad a pesar de sus lentes bifocales. Cuando concluye las diminutas y tumbadas líneas, mira a la hermana y a la sobrina, vuelve a echar un vistazo a los últimos renglones, da vuelta a la tarjeta y cuando se convence de que no hay nada más escrito en ella, la deposita sobre la mesa como si la desahuciara, mirando, por un instante al infinito, igual que si escuchara el agua que repiquetea allá por los patios interiores.
—Bien…, por lo que usted me cuenta —se dirige a la hermana del deán— y por lo que aquí nos dice nuestro común amigo, esto no parece de fácil arreglo. No me refiero a la enfermedad en sí, sino al problema de su hermano de usted, a su forma de ser, a su carácter… Él no piensa venir por aquí, según me dice.
—No quiere ver a nadie y menos a los médicos.
—¿Ni siquiera a su amigo?
—Él ya fue por allí y no consiguió nada.
—Pero al menos, hablaría con él.
—Sí que hablaron, pero no de su enfermedad. De otras cosas.
—Porque siendo de otra manera, yo no tendría inconveniente —vuelve a tomar en sus manos la tarjeta— en llegarme hasta allí, en ir a verle a su casa con algún pretexto, en algún rato libre, a condición claro está, de que fuera a recibirme.
—Eso yo no puedo asegurárselo.
—Vamos a ver.
Ha tomado una gran ficha de cartulina, toda ella cuadriculada en distintos apartados, que va rellenando mecánicamente, a medida que la hermana responde a sus preguntas. Finalmente se ha detenido. Ahora deben venir las importantes, porque ha hecho una pausa pensativo, recostándose en el sillón, cambiando sus gafas por otras cuyos cristales son como gajos de naranja.
—¿Ha habido algún otro caso en la familia?
—¿Casos de qué?
—Quiero decir, enfermedades parecidas.
—No… Bueno, una de mis hijas, no ésta, la mayor padece un poco de los nervios.
—¿Quién la ve? ¿La ha visto algún especialista?
—Este señor —la hermana le señala la tarjeta.
—¿La amnesia es total?
—¿Cómo dice?
—Si no recuerda nada, en absoluto, o sólo en parte, en sus reuniones del cabildo, en sus trabajos…
—No, nada, no señor. Calcule cómo será que el cabildo le ha llevado lo necesario a casa.
—Lo necesario, ¿para qué?
—Para que diga misa en casa, en su casa, en la nuestra. Si no le es imposible del todo.
—Muy bien. Y antes de todo esto. ¿No le notaron nada?
—Notarle, no señor. Todo fue en una noche. Él nunca hablaba mucho, de todas formas. Él decía su misa por la mañana, luego más tarde, bajaba a los oficios y de noche, eso sí: sus libros hasta las tantas de la madrugada. Yo creo que fue de eso, eso dicen mis hijas también, porque nunca en mi vida vi un hombre con tal pasión por la lectura.
La hija no habla. Sólo recuerda los silencios del tío allá arriba en su cuarto, su prohibición de limpiar nada sino lo indispensable o aún eso sin moverle uno solo de los papeles, cuadernos o carpetas; sus paseos a media noche, el verde resplandor de la lámpara de su ventana encendida, contra los muros de la sacristía, su tos, sus esputos prolongados, su eterna lejanía.
Tío; si usted quisiera, hace ya mucho tiempo que no estábamos aquí. Ya nos habíamos ido, si no a la casa que digo a alguna otra un poco más habitable, más llevadera. ¿Qué es el dinero? ¿Para qué sirve? ¿Cómo quiere arrastrarlo a la otra vida? Ni eso siquiera porque yo estoy segura que ni piensa en él. No hagas mal que es pecado mortal, no hagas bien que es pecado también. No hacer ni mal ni bien, ni testamento siquiera, a su edad es tan malo como hacerlo a propósito aunque no sea así y esto de la memoria es un castigo y un castigo para nosotras porque, ¿cómo se acuerda ahora de lo poco o lo mucho que tiene? Ahora ¿qué? Antes, al menos, salía por las mañanas, se le veía alguna vez por la calle, decía su misa, se entretenía en el cabildo. Ahora ¿qué?, quieto, sentado lo mismo que una momia, mirando esas estatuas y esas piedras, igual que antes los libros, sentado lo mismo que una momia, mirando por encima del tejado de la catedral esos remates con sus caras y adornos que debería ya saberse de memoria.
—¿Ha habido algún caso en la familia?
—Sí; sí, señor. Hubo la abuela que prendió la casa, aunque mi madre no lo dice por vergüenza, ni yo lo digo por no avergonzarla más, allá en el pueblo de donde viene la familia. A la abuela le gustaba, igual que al, hijo, andar por la casa de noche y una vez la encontraron en el cuarto de amasar lavando el trigo, y otra vez, diciendo misa en la tenada. Y era, en sus buenos tiempos, alta y flaca lo mismo que el tío, y debía tener carácter parecido porque hay un retrato viejo de ellos en la casa y los dos se parecen, y mi tío lo tiene en su despacho y fuera de los libros, es lo único del cuarto que yo creo que mira.
—Y ustedes, ¿no ven posibilidades de internarlo por algún tiempo?
—No; no por Dios —la hermana se estremece sólo ante la idea.
—No digo para siempre, entiéndame. Lo necesario para ponerle bien. Le aseguro que sería la mejor manera de curarle.
—Ni para siempre ni para un día siquiera. Ya su amigo que le visita de vez en cuando, le habló de algo de eso, creo.
—Y él, ¿qué le contestó?
—Como si no le oyera.
—Pero hay residencias para eclesiásticos donde estaría bien. Aquí mismo en la ciudad. Sería como tomarse unas buenas vacaciones. No se trata de internarlo como si realmente estuviera enfermo. Sería un error planteárselo así.
Decirle como a un viejo, como a un niño: «le vamos a llevar a un sitio más tranquilo. Allí estará usted con otros viejos, con otros niños; allí va a ponerse bien, volverá la memoria y podrá dedicarse otra vez a sus libros». ¿Quién se lo dice? ¿Quién le mira a la cara mientras tanto, a esos ojos que ahora son un cristal sucio, borroso, igual que si allí dentro lloviera, siempre, siempre? ¿Qué ve el tío? ¿Ve a la abuela, a su madre, de rodillas, ante la artesa de lavar, con las manos juntas, en alto, celebrando su misa? ¿Ve siquiera las caras de los demás en el Capítulo, esas cabezas que se balancean a veces, al compás de los rezos?
A veces la razón, la memoria vuela tras de un nombre que está allí al alcance de la mano, como una mosca silenciosa que no zumba pero que da vueltas y más vueltas en torno a la cabeza, que huye cuando está a punto de atraparla, que se escurre como las truchas que de pequeño pescaba a mano en el agua tan fría del río. Las capillas, dovelas, pináculos, machones, retablos, lámparas, sepulcros y fachadas, el reloj de las horas opacas, el coro con sus historias sacras en la parte inferior y las burlas ocultas de sus misericordias, se han alejado, están mucho más lejos que antes, sin fechas, borrados la mayoría de sus datos, fechas y nombres de los que allí trabajaron, vueltos a su lugar, en libros y carpetas.
Ahora la noche es más larga porque se acuesta pronto, apenas el reloj da las doce y luego de mucho pasear, de mirar mucho, de meditar si la vida vale la pena vivirla en tales circunstancias.
¿Quién va a curarle? ¿El amigo? ¿Un médico cualquiera que sabe de su caso menos que él mismo? ¿Un médico que dice siempre menos de lo que piensa, por no decirle que a su edad, ya la cosa tiene mal remedio? A medida que los días pasan, a medida que sus nuevos días se van encarrilando, celebrando la misa allí, en su mismo cuarto de los libros, su interés por todo lo demás, por lo que le rodea, incluso por esa catedral que tantas horas consumió de sus noches, se va apagando paulatinamente.
—Si consiguiéramos interesarle por algo, ya teníamos medio camino ganado.
—Antes leía —ya le dije—, pero ahora ni ese entretenimiento tiene; ahora no puede.
—O que escribiera algo.
—Ya quiso cuando estaba sano. Un día dijo allá en el cabildo que iba a hacerlo, pero nada más empezarlo se cansó. Decía que ya estaba viejo para eso. Por lo menos eso contaba su amigo. Pero ahora es como si no quisiera ni enterarse de lo que pasa por el mundo ni, si me apura, asomarse a la ventana. Con quien más habla es con el sacristán que viene a ayudarle cada mañana y nunca mucho: preguntar qué tal día hace, a qué día estamos. Es igual que tener un muerto en casa, pero que llama, que pide alguna cosa de vez en cuando.
Tío, voy a decirle, cuando salga ese médico amigo que viene a matar la tarde con él a charlar para curarlo. Tío, para esto no hace falta memoria. Yo puedo recordárselo una, dos, tres veces, al detalle si es necesario. Fue una vez de esas que vamos allí a la capital para ver a su amigo, ése que está ahora con usted, o mejor dicho, a que él vea a Ermelinda, a su sobrina. Al salir a la calle donde hacen el paseo allí porque su amigo no es como nosotros sino que vive en lo mejor, en el centro como quien dice, en una casa con fachada que es toda de vidrieras, allí estaba Joaquín, un chico de aquí, pero que estudia allí, un chico que como todos los de por aquí estudia medicina, pero que está a punto de terminar porque él no se mete en eso de las huelgas. Él termina este año y ya trabaja a ratos en el Hospital, o sea que va en serio y vamos a casarnos, caiga quien caiga y aunque mi madre no quiera. A ella le gustaría verme aquí cuidándoles a usted, a ella y a mi hermana, aunque ella no lo dice, pero Joaquín sí lo dice y también que ya llevo bastante tiempo de enfermera. Tío, usted es justo y para ser justo no hace falta memoria, ni para darse cuenta de que si Joaquín se cansa —que todos se cansan alguna vez— se me va el último tren, se me pasa el arroz como dice la guardesa de la casa donde pasamos los veranos.
El otro día subió como siempre, como cada trimestre el administrador y no hubo forma ni modo de saber si el giro llega o no. No es el dinero por las tierras que tiene usted al otro lado de la vía, ni el de las huertas de junto al antiguo hospital, ni el de las casas viejas de la canonjía. Los que viven en ellas viven aquí y pagan en la mano, el giro que le digo es ése de la casa que me gusta, donde yo debería vivir si usted es justo —que lo es—, aunque sólo sea por las muchas comidas que le subí a su cuarto, por las sábanas que le lavé, por las veces que le cosí y recosí el pijama, la sotana y el colchón, por todas esas cosas y por otras que no digo.
Cuando Joaquín termine la carrera, podríamos casarnos, irnos allí a vivir y yo vendría por aquí de cuando en cuando. Tío, no hace falta memoria para eso, para dar el consentimiento, para dejarnos ir a los dos en paz a vivir como Dios manda, en ella.
Y cierto día iban los médicos, el amigo del deán y el otro, por el Cantón de la pequeña capital, camino del antiguo hospital donde el segundo tenía todas las mañanas, consulta gratuita.
—El tratamiento de hormonas suele fallar generalmente —iba diciendo el más alto, el de la capital—. Yo no lo uso jamás. Ni eso ni drogas para dormir. No importa que no duerman.
—Pero seguramente le acabará por afectar a los nervios.
—No lo crea. Al final puede más el sueño. Acaban por dormirse y si tiene la suerte de no tener su trabajo a horas fijas recuperan de día lo que perdieron por la noche. En cambio, si usted les hace tomar algún hipnótico, sucede que al día siguiente se hallan más deprimidos aún. Mire usted: el insomnio se cura a base de hablar con el enfermo, de dejarle a él hablar, que le cuente, como aquel que dice, sus penas. ¿No ha oído usted hablar últimamente de esos teléfonos a los que puede usted llamar si se encuentra solo o deprimido por la noche?
—Pues no, la verdad.
—En los Estados Unidos es corriente. Oyen lo que usted dice, pero sin darle ningún consejo. Lo único que hacen es escucharle, porque ya sólo contar la enfermedad a otro, supone para el enfermo una descarga que disminuye su miedo.
—¿Miedo? ¿A qué?
—Miedo a todo: a volverse loco, por ejemplo, a no tener sueño nunca más, el miedo a tener miedo. Lo más importante en general y en este caso en particular, es, sobre todo, tener entretenido al enfermo.
—Sí; eso ya se lo dije a la hermana, pero resulta prácticamente imposible; es poco menos que imposible conseguir que haga algo fuera de decir su misa, comer, beber y sentarse a ver llover, porque yo creo que ni mira la gente que pasa.
—¿Toda la tarde así?
—Así hasta la noche. Ahora se niega a bajar a capítulo como antes, porque apenas se acuerda de nada y prefiere no molestar a los demás. También supongo yo que por orgullo.
—Una verdadera pena, porque el trabajo sería para él, en las condiciones que está, la mejor terapéutica. Mucho trabajo, comida racional y buenos paseos; mucho tomar el aire que allí por donde él vive no ha de ser gran problema. También leer un poco, aunque con esto de la memoria le debe ser ingrato, quiero decir molesto. ¿Qué edad dice que tiene?
—Ya va por los setenta.
—Yo creí que tendría más años.
—Tiene los míos. Lo recuerdo porque fuimos compañeros en los primeros años de instituto. Puede que alguno más pero no muchos.
—Bien, el asunto es que usted no le pierda de vista, no le deje de la mano.
—Es difícil. Él desconfía siempre. Se le nota. De todos modos como ya le digo, seguimos siendo buenos amigos y nada tiene de particular que siga yendo de vez en cuando por su casa. Ya hace tiempo, antes de sucederle esto solía lamentarse de su vida, pero ¿quién está satisfecho de sí mismo? ¿Quién no ha aspirado alguna vez a más?
—¿Y por qué no estaba satisfecho? ¿No era ya deán?
—¡Cualquiera sabe! Él tenía sus caprichos. Un día me confesó que estaba a punto de empezar un libro.
—¡Pero eso —sonríe el de la pequeña capital— no es un problema grave, como para enfermar!
—No lo digo por eso; lo digo como ejemplo, porque tiene su cuarto repleto de papeles, de carpetas, aunque el libro aquel ni lo empezó siquiera.
—Ahora sería una buena ocasión, si mejorara un poco.
—Mucho tendría que cambiar. También recuerdo ahora, haciendo memoria, que en otra ocasión me dijo que el día en que muriese le gustaría ser enterrado en la misma catedral.
—Eso quiere decir que es orgulloso.
—No; no lo crea. Yo no sé si eso es hoy jurídicamente posible, pero ya ve qué ideas le rondaban ya entonces la cabeza.
Han llegado ante la gran escalinata del Hospital, que es un gran edificio de piedra totalmente amarilla de liquen. Arriba, el cielo se cubre o abre en sucesión constante de rachas grises dejando tras de sí fugaces goterones que tan pronto tiñen al Hospital de amarillo rabioso, como lo dejan color tabaco, del color del invierno.
El médico más alto, tras despedirse del colega con cierta ceremonia, sube despacio, casi solemne, la gran escalinata, en tanto que el amigo del deán, mira al cielo y abriendo su paraguas, se pierde calle abajo, volviéndolo a cerrar al llegar a la altura de los primeros soportales.
Y nunca más dejó de llover hasta que llegó para el Deán la hora de su muerte, ni volvió él a salir de su cuarto, para cruzar la plaza, camino del Capítulo. Sus horas fueron siempre parte de otra parte, de algo que era capaz de dividirse indefinidamente, igual que sus paseos por el cuarto, o sus horas frente a la ventana. Frente a él, la catedral también devolvía intermitente, la voz grave, afilada de la lluvia, cantada en sus remates por el viento que la salvaba así de su habitual monotonía. Y si el viento era viento de mar, soñaba el deán aventuras marítimas como la de aquel maestro vidriero que trabajó en la catedral y a quien el Cabildo adjudicaba cada año la renta de las ballenas del puerto cercano, propiedad del señor Arzobispo. Veía llegar los barcos metiéndose al amparo de la barra, tal como los había visto en las revistas ilustradas de pequeño, con el bicho enorme detrás que el maestro vidriero tasaba de un vistazo igual que si se tratara de algún encargo de los otros, de cubrir las ventanas de alguna capilla.
Tales eran los sueños del deán si el viento era de mar, porque si el viento era de tierra adentro, de Castilla, de más allá de donde las viñas comenzaban era viento de insomnio, venía azotando las oscuras crestas del cementerio viejo y eran sueños de muerte los que al deán mantenían en vela, meditando durante toda la noche.
«Y pido que me entierren en la santa Iglesia Catedral, o si no fuera posible, en algún rincón del claustro, sin inscripción ni nombre, ni leyenda alguna, y a no ser posible esto tampoco en la Quintana de Palacios, cementerio de esta villa.
»Que con mi cuerpo lleven de ofrenda un pan y otra de vino y otra de pescado o carne, según fuese el día.
»Itero mando que en la iglesia de santa María la chica, donde yacen sepultados mis padres, me digan por el día de santa María de marzo y de agosto de cada año, dos misas rezadas, con las rentas que para ellas queda señalada.»
Y en tanto que dictaba todas aquellas cláusulas, se veía a sí mismo saliendo del portal de su casa, justo bajo el balcón principal en donde las tres mujeres lloraban bajo los paraguas. Allá iba él, camino de su nicho en el muro, casi tan grande como el oscuro encierro de su alcoba, y en esta su nueva cama, en esta su nueva sepultura, el agua seguía cayendo, filtrándose en la piedra, inundando el techo como en la piedra de por vida. Venían nubes negras, planas, inmensas o lloviznas frías que mojaban su cuerpo, que parecían traspasarle, ir pegándole a la piedra de grano fino, caliza, blanda, quebrada en los montes vecinos tal como se exigía en las condiciones de los contratos. Y el cuerpo se iba haciendo piedra también, cada vez que en los montes vecinos se desataban esos vientos no húmedos, sino helados y remotos que parecían volver mármol a la humilde piedra caliza, que hacían el deán hermano de aquel otro caballero con su celada y su puñal y su rica almohada de festón debajo de las rodillas. Iba el uno haciéndose hermano del otro, iban quedándole al deán también inmóviles los pies y vacía la cabeza, por donde la vida, el poco calor que aún le restaba, huía. Y cuando aquella lluvia, aquel viento tan malo subió de los tobillos, hasta más arriba de los flacos muslos y sus caderas doloridas, cuando por aquel pecho tan desmedrado le llegó al corazón, el Deán dejó de soñar más; aquel día estaba muerto.
Por el extremo de esta estrecha avenida recién urbanizada, de chalets baratos, por la tarde donde acaba la villa, donde hace tiempo había una farmacia, se vienen acercando, como quien da un paseo, dos mujeres que se detienen ante la verja de la casa. Ya no son jóvenes, ya van para maduras y la más alta parece más seca, más nerviosa y delgada.
La casa desentona —se quejan los vecinos—, con su verja despintada y rota en algunas partes y ese jardín hirsuto que no hace bien, que las más de las veces sirve de vertedero común de la colonia y que esparce sus malos olores por sobre los pequeños chalets que le rodean.
Las mujeres se han detenido ante la verja. La miran, miran también la cadena que cierra el paso y el letrero en lo alto que dice: «Villa Celita». La más baja, la de rostro brillante y melancólico, la del cuerpo que aún mantiene sus formas aunque se viste mal o por mejor decirlo, no se viste, ha mirado las casas enredador, la mezquina avenida donde los niños juegan al amparo de raquíticas acacias y sus ojos que son dos rasgos negros y hundidos, se cierran por un instante.
—La verdad —murmura la otra— es que no sé qué sacas con venir hasta aquí. ¡Vaya gusto! ¡Menudas ganas! La verdad, te aseguro que no le veo ningún encanto a todo esto y menos con estos chaletitos que están ahora haciendo.
La otra calla y mira. Al otro lado, la arena del sendero sigue igual en el jardín y la desportillada marquesina de cristales destinada en su día a defender de la lluvia el portal continúa destrozada. El interior apenas debe existir ya, porque se ve el tejado roto y caídos los canalones, que hace sonar el aire golpeándolos contra los muros. Cada cuarto debe ser un montículo blanquecino, un montón de maderas, papeles y escayola, de cristales, cascotes y trozos de pintura creados para sí mismos, para la soledad, para la nada.
La mujer mira el diminuto parque una vez más y luego vuelve la espalda a su vacío tesoro. En la calle, con la hermana, duda. Mira el cielo, tan bajo como siempre, las nubes que vienen de la costa sembrando lluvia y, como haciendo un acto de voluntad, va alejándose, tal como vino, del brazo de la otra. Las dos se pierden donde la villa empieza, donde acaban las viñas y comienzan las huertas, las calles empedradas desde siempre, donde se alcanzan a ver ya esas puntas de piedra, hermanas también, esas dos torres, chatas, sólidas y gemelas.