SUBIDA A LA TORRE

Así que aquel canónigo no quería creérselo. ¿Cómo lo iba a creer? No quiso hacerme caso cuando se fue a avisarle el guía, o mejor dicho, no fue a llamarle sino que él mismo se acercó al oírme, vino al oírme, cuando allá abajo andando por el claustro me oyó decir aquello de que yo había vivido allá arriba.

Y el mismo Antonio tampoco quería, que viniera, porque Antonio es muy corto, lo mismo que los niños. «Mujer —decía—, ¿cómo vamos a subir con los niños allí?» Y era verdad, porque son cuatrocientos veintitantos escalones y eso contando sólo hasta la casa, sin contar con los cincuenta y dos que aún faltan después para llegar debajo del mismo tejadillo.

Pero no era por eso, es que Antonio es así: corto, y con todo aquello lleno de turistas alrededor, se le hacía aún más cuesta arriba. Pero por fin ese canónigo que no es de aquí, que según él mismo dijo, estaba en un pueblo de Cuenca y, por un frío que le tomó un oído, le trajeron a esta diócesis, me oyó lo de que había vivido en la torre y vino a hablar conmigo aunque bien a las claras se veía lo poco que creía lo que yo le contaba.

Él está para poco ya. Dice que sólo para el coro y enseñar las cuatro reglas a los monaguillos para que por culpa de los oficios y las misas no pierdan los estudios y los padres les dejen venir. A los que asisten —nos decía a mí y a Antonio, mientras buscaba la llave de la sacristía—, les enseña a leer si no saben y hasta aritmética y geografía. Se ve que es buen hombre por lo que se quejaba de las goteras de los techos, diciendo que un buen día se venían abajo, que allá en el pueblo dónde él estaba antes, no había más que decir «hagan esto» para que fueran a hacerlo como un rayo, mientras que aquí pasan meses y meses, desde que se contrata en firme una chapuza, hasta el día en que aparecen los obreros.

«Y al final se acaba hartando uno, se acaba uno cansando, porque ve bien claro que lo único que importa es el dinero, que al ser cosa de poco, no quieren molestarse (se lo decía a Antonio que, como a todo el mundo, le llevaba la corriente), que para ganar de diez a veinte duros no se molestan en venir hasta aquí y mucho menos en subirse a las bóvedas. Y sin embargo (venga a buscar la llave que no aparece de lo poco que deben usarla desde entonces) ahora la quieren iluminar por fuera, por esto del turismo, cuando lo que yo digo: mejor sería gastar ese dinero en arreglarla por dentro.»

Pero bien se ve que este señor, este canónigo no la conoció antes; yo creo que exagera. La catedral está bien limpia y arreglada y dentro, al menos se ve, que no antes con aquellas bombillas de miseria. Bien se nota que está aquí desde poco, desde ayer mismo como quien dice. Ahora hay luz y se ve y no como cuando quedaba a oscuras, tan negra y vacía, llena de ruidos de dentro y de fuera; los de dentro casi siempre de madera y los de fuera de algún coche, de gritos, voces de los vecinos, de alguna otra campana más pequeña que la del padre, que la nuestra.

Y fue precisamente aquella vez que olvidaron cerrar la puerta de la escalera que sube al campanario. Agustinillo fue el primero en enterarse, Agustinillo al que luego, más tarde, siendo ya Agustín le mandaron al frente y le dieron el tiro. Agustinillo y yo bajamos los cuatrocientos veintitantos escalones a tientas y empujamos la puerta de la torre y vimos que como él decía, aquel día el sacristán se había olvidado de cerrarla. El padre andaba colocando tejas de esas que el aire arranca, mirando cómo iban las goteras, esas mismas de que el canónigo se queja y la madre entretenida con la cena. De modo que Agustinillo y yo, por eso de los niños, de hacer lo que no puedes, lo que no te dejan, salimos o mejor, entramos en la catedral.

A pesar de la costumbre, yo quería ya volver a los primeros pasos y a no ser por Agustinillo me hubiera vuelto a subir los escalones, pero él, que siempre estaba dispuesto a todo —por eso se fue al frente nada más empezar la guerra—. Agustinillo me cogió de la mano y entramos en la catedral sin saber para qué, ni a donde ir, como quien dice por la ocasión nada más, nada más que porque el portero o el sacristán dejaron aquel día la puerta abierta.

Y era como en la noche, cuando no hay luna, ni esas estrellas que parece que no alumbran, pero que hacen que las cosas, aunque malamente, se vean, era como en esos otros apagones, después cuando la guerra, cuando la aviación llegaba, cuando mirando abajo desde lo más alto de la torre, no se veía ni una sola luz, ni una casa, ni una ventana, ni los faros de los coches tapados con trapos negros.

Y no se estaba mal. Hacía menos frío que allá arriba, pero lo malo fue que nada más dejar de tocar la madera de la puerta, era como estar en el aire con los ojos cerrados, pegada a la mano de Agustín y sólo con el amparo de una lucecita que se encendía y apagaba a lo lejos. Porque la escalera bien que la conocíamos a tientas, de tantas veces de subirla y bajarla para andar a la escuela, a algún recado, a por alguna medicina para la madre, que siempre estuvo algo malilla. Pero abajo, la catedral, a oscuras, era como estar en un pozo sin luz y a no ser por Agustín yo no me hubiera despegado de la puerta. Pero el hermano se empeñó en seguir hasta la luz —«es la luz del Santísimo», decía—; «vamos a allí y volvemos, solamente hasta allí, ya verás». Y como no quedaba otro remedio, hasta ella nos fuimos. Y lo mismo que en la escalera según se subía, también allí, según pasaba el tiempo, según nos acercábamos, iba habiendo más luz en las ventanas, en las vidrieras blancas, sobre todo, aquéllas que pusieron nuevas y feas cuando las viejas y de colores se fueron rompiendo. Así llegamos hasta la capilla del condestable que allí estaba, como siempre, echado junto a su señora, como durmiendo, con el perro, tan pequeño, como de juguete a los pies. Apenas se veía más que la cara, ese perfil tan serio y tan tranquilo lo mismo que el de ella, de gente rica, bien comida de siempre, de señores. Se adivinaba, se sabía también de memoria lo demás: las figuras de piedra a los lados y esos ángeles que hay en las cuatro esquinas del sepulcro que según están puestos, con las manos tan tiesas, parece que estuvieran llorando, pero después, si te fijas en las caras, parece que se ríen.

Y aquella lucecita, la que Agustín decía que era el Santísimo, parecía estar siempre para apagarse, pero siempre resucitaba, aunque no por eso la veíamos más cerca. Camino de ella íbamos cuando se oyó un crujido, un rechinar de madera por la parte del coro, como si alguien pisara por allí. Nos quedamos bien callados los dos, con un miedo que yo no sentí nunca más, ni siquiera cuando aquel chico me dijo aquella vez a la salida de la escuela, que a todos los que teníamos que ver algo con la catedral, el mejor día nos cortaban la cabeza. Ni entonces me entró el temblor aquél, como allí, a medio camino entre la luz y la puerta. Cuando aquello del chico me puse a llorar pero ahora no podía y es lo primero que en mi vida me acuerdo, de aquel miedo allá abajo, y allá arriba en la torre, de aquel ruido del viento.

Y más allá de la sacristía, pasamos junto a la capilla del Cristo que con la poca luz parecía menos triste y maltrecho. Y otra vez el ruido allá en el órgano y yo vuelta a temblar. Entonces Agustinillo me contó que eso era de la madera que crujía al pasar del calor del día, al fresco de la tarde y de la noche. Pero a mí, aquellos ruidos me arrancaban el corazón del pecho, lo mismo que un rumor que sentía llegar de lejos, como de suspiros y oraciones, desde allá, desde la capilla del Cristo. Era como el rumor de muchísimas plegarias de esos rezos que parece que nunca terminan de esas mujeres que pasan tanto tiempo de rodillas en el reclinatorio con las manos juntas y los ojos en el Cristo y se están como en casa horas y horas, allí en lo oscuro, con rosario o sin él, bisbeando hasta que llega otra. Entonces se marchan como si les molestara no estar a solas con el Cristo, igual que si tuvieran celos de las demás.

Era como el rumor de todas a la vez, pero Agustín no las oía. Es lo mismo; hubiera dicho que eran los pájaros, los cientos de ellos que viven y anidan en los techos, cornisas y tantas figuras como adornan las terrazas, o el viento que se las come poco a poco, o esas hormigas que hay, que están destrozando los retablos por dentro.

Y ya estábamos al lado del Santísimo, delante del altar mayor. Allí, para nosotros solos estaban —aunque con la lamparilla, apenas se veían—, el retablo mayor todo tan lleno de santos y pinturas y el altar con sus seis candelabros de plata, y el asiento todo tapizado en rojo, del señor obispo. Así lo debía tener él para sí solo, pero con luz, con todas las velas y todos los cirios encendidos como en los días de grandes ceremonias, como cuando en la guerra, subieron a la patrona en procesión hasta aquí, para ver de ganarla y que no nos cortaran a todos la cabeza.

Ahora, en vez de los suspiros y los rezos, yo oía a los canónigos cantando allá atrás, en el coro y también a esos niños que trajeron una vez de no sé qué colegio, y olía ese olor tan rico del incienso y sentía como la catedral entera se iba llenando de la música del órgano grande que tan pronto suena como voces llamando desde arriba, del cielo, como te hace temblar igual que si tocara desde las mismas puertas del infierno.

(La luz también temblaba, parecía que la lamparilla iba a apagarse, pero siempre es así, igual que esos enfermos que duran tantos años, parece que no le queda vida, pero aún es capaz de aguantar un día entero. Chupa todo el aceite hasta el fondo del vaso porque —decía la madre— aprendieron a hacerlo de las lechuzas. Así que nos fuimos volviendo haciendo marcha atrás, como Agustín diría, camino de la puerta. Y pasamos por la capilla de san Pedro, con el santo y sus llaves. ¡Ojalá encuentre este canónigo las suyas!, porque ya Antonio va perdiendo la paciencia y luego vendrán los gritos en casa) y pasamos delante de otro Cristo medio desnudo y metido en una urna, tan blanco que parecía flotar allí en lo oscuro y no como los obispos tan tiesos en sus nichos, con las manos bien juntas todos, y sus mitras y la cabeza hundida a medias en su almohadón de piedra que es tal como si fuera de verdad en los dobleces, en las jaretas y en las borlas.

Ese lado de la catedral, en el que está el púlpito que más se usa de los dos que tiene y al que se sube por una escalera de mármol que va dando vueltas alrededor de la columna igual que si se fuera camino de la Gloria, ese lado de la catedral es el que da a la plaza y hasta donde llegan más fuertes y más claros los ruidos de ella. Allí se estaba mejor, más tranquila, porque aunque la puerta grande esté cerrada, el oír sea tan solo siquiera a la gente a través de las gateras de las hojas parece que anima, y se piensa que podrían venir no sé cómo, en caso de apuro. Apuro ¿de qué?, pensaría Agustín mientras subíamos al púlpito tanteando los escalones que eran como una tentación de tan hermosos: subir poco a poco, como hacen los predicadores, hasta casi tocar el Espíritu Santo en ese techo redondo que ponen siempre para que se oiga la voz bien, desde todos los bancos y rincones cuando la catedral se llena hasta el patio de losas, en los días de fiesta.

Desde arriba, seguramente no se abarcaba una vista tan hermosa como desde nuestro ventanillo de la torre, el que tiene a media escalera. Desde ese ventanillo, en los días de fiesta podían verse todos los bancos que hay desde el coro a la capilla mayor, llenos a rebosar de mujeres, viejos y niños, cuando los hombres de edad militar, los mandaron al frente. Llegaban, una tras otra, las largas avemarías del rosario, casi pisándose unas a otras, formando todas juntas como un rumor continuo allá arriba en las bóvedas. Se veía también a los niños aburridos, sentados en los salientes de las columnas, en una de las cuales debe haber todavía un cuadrito con su marco dorado, rematado por una cruz como en los viacrucis pero sin imagen de Dios Nuestro Señor. Un cuadro muy pequeño que decía: PENA DE EXCOMUNIÓN A QUIEN EN ESTE SAGRADO RECINTO TUVIERE PENSAMIENTOS DESHONESTOS. Nada más verlo era como si se hiciese memoria de allá de los días de la escuela de todo aquello que contaban los chicos y también de otros días, allá por los pinares, que vinieron luego.

Es lo mismo que ahora. Sólo con recordarlo, vuelta otra vez, aunque ya, de casada, sea distinto como siempre dicen y es verdad. Pero antes no era así y a veces cuando no nos ponía deberes la maestra, ni había a donde ir, allí arriba encerrados desde las ocho de la tarde, la madre, por el frío, nos mandaba a la cama. Sólo había que pensar y pensar: a veces en cosas buenas u otras siempre vuelta a lo mismo, en lo que hablan los chicos o dicen o te enseñan. Y como el cartelillo dice, quizá yo misma me estaba excomulgando porque a fin de cuentas la torre también era la catedral. De modo que le pregunté a don Romualdo y él me preguntó qué pensamientos eran esos y aunque iban en contra del cartelillo me dio la absolución y dijo que por ellos el Papa no me iba a excomulgar —que era la muerte del alma y hasta a veces del cuerpo— y que cuando tuviera otros parecidos, volviera a confesarme y en paz, aunque lo mejor era que ocupara el tiempo en algo, en hacer labores o ayudar a mi madre, en vez de estar metida tan temprano en la cama.

Volvimos después de dar toda la vuelta, ya de noche, del todo ya apagadas las ventanas, incluso las de las vidrieras blancas, tan sosas que son las últimas donde da la luz y llegamos a tocar los clavos tan grandes y la hoja de roble de la puerta, esa puerta con su gran cerradura que es por detrás como un cofre de esos viejos que enseñan en el museo de la iglesia, donde antes se guardaban el dinero y las joyas, cuando las había, y que tienen la vuelta de la tapa toda llena de cerrojillos que se cruzan por todos lados y salen como dientes por los cuatro costados, al dar vuelta a la llave.

—Bueno, vamos a ver —ha dicho aquel canónigo, descolgando al fin dos llaves parecidas del armario—. Vamos a ver si con alguna de éstas acertamos.

—La verdad es —murmura Antonio—, que todo esto es una complicación para usted. Esta historia de la llave, digo.

—La complicación es aparte. Es ya curiosidad. Le diré en confianza que yo allá arriba no he subido desde que estoy aquí, y tampoco tengo mucho que hacer esta mañana.

—¡Con tanta gente por aquí a estas horas!

—Los turistas son asunto de los guías. En cambio lo de su señora me ha picado la curiosidad. Lo malo —hizo una pausa— son los niños.

Los dos: el canónigo y Antonio les han mirado un instante y los niños se sienten casi culpables. Antonio duda, mira de mal humor a su mujer, que ya fuera de la sacristía se entretiene mirando de cerca la escalera del púlpito y el canónigo añade:

—La mejor solución es —si a usted y a su señora le parece— que usted se quede con los niños. Su señora que tiene tanto interés, sube y queda tranquila y así, contentos todos. Porque para los niños, subir hasta allá arriba es un buen tute.

—Es que es un poco abusar de usted —protesta Antonio todavía, aunque ya va con los niños a explicarle a Inés el plan, junto al trascoro, que a la luz del día revela su madera torpemente disfrazada de mármol por quién sabe qué pintor chapucero.

—¿Qué? ¿Ya vamos?

—¡Ya lo creo que vamos! ¡A un manicomio todos, con estas cosas tuyas! Yo te espero con los niños ahí fuera en un bar. ¡Y a ver si te das prisa!

—¿En qué bar?

—Y yo ¿qué sé? En uno que esté fresco. Te sales y lo buscas.

El canónigo, al acercarse, ha cortado la riña a media voz, ante los niños, un poco atónitos, que ya siguen al padre fuera de la iglesia. Toda ella, su interior, es ahora un rumor de pasos y tacones, unos metálicos, afilados, puntiagudos, otros muchos como un suave deslizarse, como la voz pastosa, melosa y engolada de los guías. Toda la catedral es un rumor de voces a medio tono del ir y venir de la puerta principal con su chirrido intermitente amortiguado al final por el golpe apagado de sus bordes de cuero. Es el rumor del revuelo de las voces de un colegio de chicas que ríen —también a medio tono—, se persiguen, se pierden, llaman a las amigas rezagadas, se aburren o entretienen y disipan tras las dos profesoras que se esfuerzan en arrastrarlas tras ellas. Luego también, las idas y venidas por confusión de horario, las consultas y disputas sobre si el boleto de visita da derecho a visitarlo todo, o también por culpa de los guías que son pocos y cada cual con su espacio rigurosamente acotado: uno el coro y la capilla mayor, otro la sacristía y su museo, otro el claustro y alguna dependencia más, y todos y cada uno con sus llaves, encendiendo y apagando el cigarro cada vez que entran o salen del recinto.

Y al pasar ante la entrada del coro, cruzando ya el pasillo de dorada rejería, el canónigo ha llamado a Inés que ya va por delante y le ha preguntado, como quien comienza a examinar a un estudiante:

—Bueno, vamos a ver. Si ha vivido usted aquí tanto tiempo como dice, conocerá esto que le voy a enseñar.

Han entrado los dos en el coro que ya estaba a punto de cerrar el guía y la ha llevado hasta el centro que ocupa un enorme facistol de bronce con su gran pájaro inclinado sobre los grandes cantorales como si fuera a destrozarlos con su pico. Allí el canónigo ha mostrado a Inés una cuerda larguísima que cuelga desde la altura de la bóveda. Se diría que abajo, en el extremo inferior falta una lámpara por culpa de unas obras o que es para, en Semana Santa, colocar alguno de esos paños morados y enormes.

—Si ha vivido aquí tanto tiempo —insiste el canónigo— sabrá para qué es esto.

¿Cómo decirle? ¿Cómo explicarle todo en un momento, en unas cuantas palabras? ¿Cómo darle una idea de lo que aquella cuerda supuso, suponía en la vida de todos, allá arriba? Un par de tirones de esa cuerda, un par de toques allá arriba, suponía para el padre llamar a misa con las grandes, pesadas campanas de la torre que sólo para bajarlas a arreglar cierta vez tuvieron que venir, además del fundidor, diez obreros más y colocar ocho rampas, hasta sacarlas a la calle. Dos tirones seguidos y otro espaciado, tocar el padre a misa de difuntos, cinco, a misa mayor y muchos, sin parar volteando, arrebato, es decir algún desastre, inundación, incendio o calamidad; y cuando vino la guerra, bombardeo.

Esa cuerda delgada que baja desde el orificio de la bóveda y parece que no cae recta, sino curva, marcó las horas y el signo de la vida del padre, le dictaba sus órdenes precisas, desde casi el amanecer, hasta que a eso de las ocho, cerraba la catedral sus puertas.

Antes, el portero iba esparciendo su rastro sonoro por todo el interior, probando las cerraduras de todas las capillas igual que si encerraran tesoros inmensos. El eco opaco de sus pesadas llaves iba sonando al compás del suave deslizarse de sus zapatillas de paño —las mismas en invierno que en verano— recorriendo primero la nave derecha, dando vuelta después por la girola y volviendo luego por la nave izquierda para rematar su maniobra comprobando la puerta de la torre, antes de cerrar definitivamente la puerta principal, la que mira a la plaza.

Allá arriba quedaban, encerrados en su prisión de cuatro habitaciones, casi a ras de las nubes, de esas nubes tan bajas del invierno, el padre, la madre, Inés, Agustinillo, el cerdo y las gallinas. Las palomas —nunca supo por qué—, nunca pudo la madre criarlas, quizá porque no les gustaba aquella altura, sino sus palomares más bajos, desde donde, de cuando en cuando, volar y cebarse por huertas y sembrados. Las pocas que tuvieron o escaparon o murieron al pico de los cernícalos que en torno a los cuatro ventanales se mantenían inmóviles, como pintados en el aire, horas y horas acechando.

También los gavilanes hacían sus estragos, pero el escándalo mayor siempre era el de los grajos. Cada vez que una bandada se alejaba de la torre hacia la vega, era como si la torre misma fuera a estallar a fuerza de graznidos.

La vida del padre, así, dependía de esa cuerda. De haberla tenido atada al cuello, no hubiera sido tan esclavo de ella, aunque a veces delegaba en Agustinillo cuando tenía que bajar al palacio episcopal o a la feria a comprar el cerdo para octubre. Pero en domingos y en las fiestas del santo, sobre todo, no podía alejarse de la campanilla de órdenes, de aquélla que, movida desde el coro por la cuerda que sostiene el canónigo ahora, le dictaba lo que debían hacer las otras grandes y solemnes de arriba.

¿Cómo explicarle aquello del señor Sebastián, el carpintero, que desde el coro se cogía a esa misma cuerda y trepando, trepando, subía por ella, igual que los artistas de los circos hasta tocar con la mano la piedra, el agujero mismo de la bóveda? ¿Cómo contárselo? ¿Se lo creería o no? Y sin embargo, todos los que por entonces vivían en torno a la catedral se lo vieron hacer alguna vez. Era un hombre bajito y menudo y también de letras según decían algunos. Allá en su pueblo la gente desde pequeña sabía trepar arriba de los pinos, pero un pino es una cosa quieta y con ramas donde hacer pie, mientras que aquella cuerda iba y venía como un péndulo o giraba en caracol, a medida que el señor Sebastián trepaba por ella.

Y abajo, desde el coro, el deán mismo estuvo presenciando un día la proeza. Lo había dicho Agustín a la hora de comer: «Va a quedarse hoy el señor deán a ver cómo lo hace», y todos los de la torre bajaron para ver lucirse al señor Sebastián y para ver también al deán con su corte de canónigos.

Cuando el señor Sebastián tocó con la mano la bóveda y quedó con todo el cuerpo en el aire, el deán sonrió abajo y agitó muchas veces la cabeza como dándole orden de que bajara. Alguno de los canónigos se santiguó sobre la capa de armiño un poco repelada ya y hubo otro que ensayó un aplauso discreto.

Al bajar el señor Sebastián, el deán le dio unas palmaditas en la espalda y habló de que se parecía a un hombre que hubo en la antigüedad y que hacía otro tanto en la catedral de Florencia.

—Claro que lo que tú haces, es mucho más difícil porque esta bóveda es más alta y también por la edad. ¿Tú cuántos años tienes?

—Pues verá: los cincuenta no los cumplo Ni los sesenta tampoco.

—Pues que el Señor te conserve el alma tan sana como el cuerpo. Aunque no es de buen cristiano, arriesgar así la vida inútilmente.

Le regaló una medalla de plata con la santa patrona —la misma que subieron en procesión desde su ermita, en los primeros días de la guerra— y que el señor Sebastián ya nunca se quitó de la solapa del traje de los días de fiesta.

El señor Sebastián se murió de viejo, al cabo de los años, y también el deán y la mayor parte de los canónigos de entonces, que por cierto ya iban para viejos. La cuerda, en cambio, sigue allí la misma, tal cual. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Porque nadie se atrevió a quitarla? ¿Porque se olvidaron simplemente de ella? Allí está inmóvil a ratos, y a ratos mecida por las corrientes invisibles que las puertas de la catedral engendran. Allí está, quieta, tiesa y mecida a veces, invisible en su parte superior como si un faquir la mantuviera enhiesta ante un público que no la mira, que no la ve, que sólo escucha distraído a medias la melopea interminable de ese guía del coro. Ahí está. Sobrevivió a todos y sin embargo no sirve para nada porque ya no hay campanero arriba y porque las campanas se tañen desde abajo con un motor eléctrico que el cabildo compró cuando ya nadie quiso quedarse allí arriba, después de la guerra. Se baja una palanca, y el motor, allá arriba, toca a gloria, se toca otra palanca y aquel motor de arriba que ni come, ni bebe, ni tiene mujer, ni Inés, ni Agustinillo, toca a muerto. Al menos esas dos palancas, la de la vida y la de la muerte, deberían ser de color diferente, una blanca y negra la otra, pero son iguales, como todas; la de arrebato, la de difuntos, la de las misas y la que anuncia el rosario de la tarde. Sólo se diferencian en los rótulos sobados que se molestó en poner en letra perfecta y redondilla, un sacristán cuidadoso que por cierto, duró bien poco tiempo.

—Sí, sí, se ve que esto se lo conoce bien usted, pero tenga cuidado no vaya a tropezar en la escalera, porque ésa sí que en sus tiempos debía estar mejor. Un poco mejor sí estaba, aunque luz no tenía.

—Bueno, así son las cosas de esta vida. Entonces que se usaba, estaría como boca de lobo y ahora que no hay quien suba, instalaron estas cuantas bombillas.

—¿No sube nadie nunca?

—¿Y para qué van a subir?

—Pues no sé… Por la vista que se ve desde arriba.

—¡Si estuviera más baja! Son muchos metros lo que hay hasta la cima y eso es mucho pedirle a los turistas. Son… ¿Cuántos escalones?

—Cuatrocientos cuarenta y tantos.

—Claro que pensándolo bien, en Toledo no deben ser muchos menos y suben a la campana que tampoco es mal julepe. Claro que aquello lo tienen mejor organizado. Aquella sí que es catedral rica, ¿eh? Una buena catedral. ¿Tú has estado en Toledo?

—Sí, fuimos una vez. Nada más darnos el «Seiscientos».

—¿Y subisteis a la campana?

—Claro que sí, y le digo que no hay comparación. Allí desde la torre —y que me perdonen los de Toledo— no se ven más que escombros y tejados de un color bien feo por cierto, del color que tienen los ladrillos viejos, y luego el campo que es casi todo blanco y bien ralo también, como cal, menos la parte que le roza el río. Y eso sí: la campana bien grande, pero lo que es a vistas no cambio yo esta torre por aquélla. Y espere usted que con esto de las vistas se me fue el santo al cielo.

Inés se ha detenido y tras ella el canónigo que se ve que agradece la parada. Inés se ha ensimismado en cálculos interiores.

—Por aquí tiene que ser —murmura mientras mira a la luz de los ventanales, cercanos ya—, debía ser a los ciento cincuenta.

—A los ciento cincuenta, ¿qué?

—A los ciento cincuenta escalones. Aquí tiene que ser.

El canónigo, curioso, en tanto recupera el aliento, ha encendido su linterna y sin saber a dónde dirigir la luz, la lleva tan pronto a los ojos de Inés, como hacia los hundidos escalones.

—¿Pero qué es lo que busca? —pregunta al fin, iluminándola otra vez, cambiando a cada instante el tratamiento.

La muchacha desaparece de la mancha de luz y desde el espiral siguiente, donde ya comienza a estrecharse la escalera, llega su voz:

—Desde aquí mirábamos Agustinillo y yo, cuando las ceremonias. Aquí nos pasábamos tardes enteras mirando.

El canónigo ha pegado los ojos a esa rendija de luz que deja escapar el caracol de la escalera y comprueba que sí, que es tal como ella dice, que desde ese diminuto tragaluz perforado poco antes de que la torre rebase la nave principal se ve ésta aunque no toda, tal como debía contemplarla a sus pies el señor Sebastián y también esos albañiles que, por fin, algún día vendrán a sanar las brechas de la bóveda.

Y aunque el canónigo no la ve, no puede verla, está la catedral reluciente, toda encendida, apenas entrevisto el coro, ni la capilla mayor como flotando toda en el humo del incienso. Está toda encendida y el sacristán y algunos monaguillos, corren y cruzan y se dan recados, en tanto cuatro de ellos extienden la gran alfombra roja de las solemnidades, que va desde el altar a la puerta principal que se halla entreabierta sólo para que el público no llene la iglesia antes de que la Virgen llegue. Es el tiempo del miedo. Sube la Virgen bajo el dosel bamboleante, a hombros de soldados, rodeada de bayonetas, de cánticos, de luces y tambores, y el rumor de los tambores dice guerra y la voz de los que detrás van rezando, viene diciendo miedo y esperanza. Y al paso tranquilo de los soldados y las autoridades, de las apretadas hileras de feligreses, la procesión se demora, tarda casi una tarde entera en llegar hasta la catedral. No son como otras veces, rostros pacíficos, devotos, ajenos, abstraídos, piadosos; esta vez, cada cual va bajando muchas veces la mirada al suelo, en tanto que otros miran hacia el horizonte, de donde llegan espaciadas, pero recias, ráfagas de cañonazos.

De cuando en cuando, la procesión se detenía, los viejos y los niños se hincaban de rodillas y las mujeres entonaban sus largas interminables letanías. A cada cañonazo que llegaba de lejos, el coro subía el tono igual que si pidiera misericordia a Dios o a los cañones o tal vez como una protesta o un desafío colectivo. Tardó toda una tarde en subir desde el río hasta la ciudad, desde esa ermita hundida en la montaña, en el talud calizo que la sirve de techo y muros, con su puerta que mira al río, entre un bosque de apretados negrillos. De allí salió la imagen, de su encierro de plata, de su enorme relicario, para subir bordeando el río, cruzándolo después, cruzando también los barrios extramuros, más allá de la vieja Casa de la Moneda, de sus secos canales de piedra labrada y sus techos de pizarra, más allá de la gótica casa de la Inclusa, alevín de catedral, mohosa, desportillada, con los niños de pelo al cero y mandil de rayadillo mirando pasar atónitos tal acontecimiento.

Y el camino sigue y cruza la muralla y continúa subiendo y haciendo un alto a ratos, orando y salmodiando, hasta llegar a la altura de la casa de aquel pintor inglés, que en los primeros días, antes de que el rumor de los cañones llenara el horizonte, lió sus bártulos rápidamente, recogió sus maletas y se marchó a su tierra.

Y al final, la cola de la procesión era, como siempre, una apretada maraña de chicos y muchachas, empujándose, tocándose, rezagados, aún en la alameda, frente a la ermita de la imagen cuando la imagen misma iba ya a la altura de la Inclusa. En ese apéndice, en esa cola que recoge a los niños mezclados, a todos los que en la procesión se van rezagando, va Inés con una de las pocas amigas que la quedan del tiempo de la escuela. Ya ha visto tantas procesiones que, aunque ésta es en cierto modo extraordinaria, se sabe de memoria lo que va a suceder: la llegada del señor obispo de pontifical, la voz que desde el púlpito dama, el retumbar del órgano y las preces que le siguen, retumbando también, mucho tiempo después, que pueden oírse aun cuando ya está la catedral vacía. Todo lo sabe y no es difícil dejarse convencer por la amiga. Todo es cuestión de, al llegar a la bifurcación del puente, en vez de seguir el rumbo del cortejo, continuar por el camino que lleva a los pinares, por la senda que corre paralela al otro río, donde en tiempos antiguos estuvo el cementerio de los judíos.

Desde el cerrillo cubierto de pinos, donde las dos amigas se han sentado, se ve la catedral totalmente despejada, con su torre más alta que nunca.

—¿Y tú dices que a ti te gusta vivir ahí?

—¡Mujer, tanto como gustarme…! Yo sólo digo que los hay peores. Además ¡qué remedio!

—¿Peores? Lo que yo digo es que mientras vivas ahí —la amiga señala a la mole dorada con ademán amenazador—, no te casas.

—¡Ni que viviera en el cementerio! Eso es exagerar.

—Peor que eso.

—¿Peor? No veo por qué.

—No seas simple, mujer. ¿Cómo vas a tener novio, si en verano y en invierno tienes que estar a las ocho en casa? Ni ahora, siquiera que hay tantos hombres con esto de la guerra, enganchas uno tú. ¿Qué novio aguanta eso de que le planten a las ocho?

—En cuanto que a ti te echan la llave ahí enfrente, él se te va al baile y ¡listo!, a arrimarse con otra.

De pronto, la torre, la catedral entera es como una cárcel mayor, enorme y dorada, rodeada de pináculos, ceñida por el rumor de los tambores. De repente es tan cárcel como esa de la calle mayor, casi maciza, con su puerta claveteada, enorme y sus rejas enormes también que parecen, más que guardar a los de dentro, amenazar a los que pasan por fuera. Y sin embargo allá, detrás de aquellos rasgados ventanales de la torre, debajo de la media naranja que la corona, está la madre echando de comer al cerdo su bazofia o el grano a las gallinas, al cerdo, sobre todo que gruñe y bulle y no para, y el mejor día rompe las tablas de la cochiquera y se cae al claustro desde arriba. Está el padre tañendo la campana solemne de las grandes ocasiones, ésa que oyen ahora y estaría también Agustinillo de no marcharse voluntario en los primeros días de la guerra por aquello de que la guerra misma le gustaba o por ver mundo o quizá por marcharse de allí, como la amiga dice, ya que en los últimos tiempos, era difícil hacerle vivir arriba y siempre andaba buscando pretextos para quedarse a dormir fuera. Ahora está en esa línea de montes que se distingue tan bien mirando al Sur desde lo alto de la torre, esa línea que se enciende y repiquetea por la noche, hacia donde la madre mira tan a menudo y se santigua. Unas veces son disparos sueltos, sobre todo de noche, y otras, ráfagas que se mantienen prolongadas. Unas veces los disparos vienen de la montaña, de esa negra cordillera que parece encenderse como las tracas de las fiestas y otras del lado opuesto, del cementerio, donde dicen que fusilan a los presos.

¿Será verdad lo que la amiga dice? Debe serlo. Es verdad. No es una niña ya y otras mucho mayores ya salen con soldados que pululan por todas partes, y sobre todo por ese paseo grande que llaman El Salón. ¿Qué tiempo? ¿Qué porvenir le espera allí, encerrada a partir de las ocho? La amiga tiene razón. Es preciso callarse con los chicos, negarse siempre a dejarse acompañar, inventar cien pretextos: el hermano, la distancia, el padre, porque todavía recuerda la cara de extrañeza de aquel chico que cierta vez se empeñó en ir con ella, en acompañarla hasta la puerta.

—Pero bueno. Tú ¿dónde vives? A ver cuéntame, de veras.

—En la Plaza Mayor.

—¿En qué número?

—En una casa que no tiene número.

—Vaya misterio… Que no te lo sabrás…

—Que no, de veras que no tiene.

—Vamos a ver. ¿Para qué lado cae? ¿A la izquierda o a la derecha del Ayuntamiento?

—A la izquierda.

—¿Según se mira o según se sale?

—Según se mira.

—Entonces, a la altura del bar Universal.

—No; más a la izquierda.

—En la casa donde empiezan las canonjías. ¡No me irás a decir —rompió a reír—, que eres hija de canónigo!

—Allí no. Más a la izquierda todavía.

—No puede ser. Más a la izquierda está ya la catedral.

—Pues allí mismo vivo.

—¡Pero si allí no hay casas! Allí no vive nadie.

—En la catedral —insistía Inés.

—No me cuentes chistes.

—¡Que no es chiste, es verdad! Ahí vivo yo —ha vuelto a insistir como quien confiesa un delito.

—Ya, ya —comenta el otro—, y tu tío es el abad. —Y marchaba a su lado un poco ofendido y al mismo tiempo resignado, dispuesto a que se burlara de él, a que le hiciera subir para nada, la empinada cuesta hasta la plaza. No hacía más que mirar a las demás muchachas, a las otras parejas que bajaban a los bailes de junto la estación donde nunca faltaban verbenas. Y cuando al fin llegaron ante la puerta principal, la que da a la plaza y ella le dio la mano, él seguía sin entender.

—Y ahora ¿qué? A ver dónde está la broma. —No es broma, es que yo me quedo aquí. Entonces la miró más ofendido aún.

—Pero di, de verdad. ¿Qué vas a hacer ahí dentro? ¿Es que vas a la novena?

—No hay novenas ahora.

—Siempre hay alguna. O el rosario o ¡qué sé yo! A ver, explícate de una vez.

Y entró tras de ella. Seguramente esperaba alguna treta, que volviera a salir por alguna de las puertas laterales, que se sentara allí en los bancos hasta hacerle aburrir o quisiera cansarle por algún otro medio. Pero era un chico muy tozudo y siguió tras ella, aunque ella, de cuando en cuando, se detenía en alguna de las capillas, como aquella otra vez en las tinieblas rezando un padrenuestro para que se cansara por fin y se marchara. Pero él aparte de la curiosidad tampoco debía tener muchos sitios donde ir, ni quizás dinero para el baile, sino tan sólo deseos de llevarla hasta el pinar aquel de enfrente o aquellos bancos de piedra del Salón, tan fríos en invierno y, a partir de mayo, tan frescos y tan buenos.

Era preciso prolongar el tiempo hasta las ocho. A esa hora ya estaría a la puerta de la torre el portero, porque sino aquel chico era capaz de subir hasta el campanario tras ella.

Y así, una vuelta completa por el interior, deteniéndose, mirando a atrás, preguntando la hora y rezando padrenuestros hasta oír el tintineo de las llaves del portero, sintiendo un gran alivio, a pesar del mal rato que vendría luego.

Y en los ojos del chico, por encima de los hombros del guarda igual que en las palabras de la amiga, sí que veía con nitidez que aquella dorada torre era su cárcel. Ni el padre, ni la madre, ni Agustinillo, ni el mísero ganado se hallaban tan presos como ella. Lo veía en los ojos del chico, en su asombro viendo cerrar la puerta, antes de oír girar la llave, en su manera de preguntar atónito «Pero ¿por qué?»

Y el porqué ella misma, tampoco lo sabía. Fue el portero quien contestó por ella:

—Hay que cerrar, por todo lo que queda aquí dentro, chaval. ¿Tú sabes lo que vale lo que queda aquí dentro? —Y lanzaba en torno una mirada de sultán de las mil y una noches.

Luego hizo girar la llave ante los ojos aún asombrados del muchacho, esos ojos divertidos también que ahora la humillan, en tanto los recuerda con la amiga, en tanto los tambores suenan y la campana que voltea el padre la llama desde la torre, a pesar de que hoy, gracias a la procesión, la catedral se cierra mucho más tarde.

—¡Chica, menuda lata, vivir así toda la vida! Yo no sé a qué esperas tú.

—Yo, esperar, lo que mi padre diga. ¿Qué voy a esperar yo?

—¿Y tu padre?

—A encontrar otra cosa mejor.

—¡Pues si no la encuentra ahora, con esto de la guerra! Yo hombre me largaba al frente. Así, como suena.

—Es lo que hizo Agustín.

—Pues márchate tú, chica.

—No sé de qué —se reía triste.

—Pues vete tú a saber. De cantinera —se reía la amiga también, nerviosa de pensar tan sólo en la aventura—. A coser, de enfermera, aunque sea de madrina. Yo me iba aunque fuera a fregar hospitales, antes que estarme ahí.

Acusaba la amiga con su gesto al gran dedo cuadrado, amarillo que dominaba con su macilenta silueta todo el talud, el río, la montaña, el perfil entero de la ciudad.

—¡Mírala —la maldecía la otra— si viniera un avión y la tirara!

Luego calló, quizá pensando en los que allí vivían, pero su odio continuaba aún en su silencio, en su mirada fija en ella, y la torre adivinándolo le devolvía su malquerer en un toque sonoro, lúgubre, pesado que quizás era la voz del padre llamando a Inés o la misma voz de Inés protestando de su encierro o la voz de la madre llamando a Agustinillo, allá lejos, perdido en el monte, en el encrespado laberinto de jara, maleza y balas, quizás herido ya, bajado al hospital a duras penas desde aquella solitaria posición en la cima de un monte que por hallarse tan alto y tan solo, le llaman La Atalaya.

Y así, según vamos subiendo, según al sacerdote se le va acabando el resuello, el caracol se estrecha cada vez más y es allí donde está el nido de estorninos. El cura puso otra vez cara rara viéndome apuntar a la siguiente vuelta tan segura, al decir: «Es ahí, ya verá, levántela esa piedra». No había más que moverla un poco y ¡qué cara de asombro!, de sorpresa al ver allí los dos huevos tan pequeños y tan blancos junto a ese ventanillo que es como una bocina, más delgado por dentro que por fuera.

—No es que no lo creyera, no; lo que me asombra es la memoria. Claro que tantos años viviendo aquí… —Pues ya lo ve ahí están…

Y él los coge, los tienta, los palpa como para saber si son de verdad, igual que si no estuviera convencido del todo.

—Pero éstos no son de tórtola, las tórtolas no vienen a poner sus huevos aquí, sino en los árboles, en un pino, por ejemplo, en un haya, pero no en los campanarios y menos tan arriba como éste. Éstos son de paloma torcaz —los mira otra vez, jugando con ellos como si fueran canicas, los pesa tan contento como Agustinillo en sus tiempos y dice que cuántas palomas no habrá cazado él allá en Cuenca a la caída de la tarde, cuando bajan a beber a los manantiales.

Pero Agustín decía que aquel nido era de estorninos. El cura, este canónigo, sabrá, pero seguro que no tanto como él que no hacía otra cosa sobre todo en verano, a partir de las ocho. Él vivía por encima de la iglesia, por todas sus cornisas y tejados, por esos caminos de zinc que son los canalones, que van a dar cada cual a su figura de demonio con la bocaza abierta y los cuernos de punta. Cada pincho de piedra, cada esquina tiene su santo amarillo de musgo y que se ve de espaldas. Uno es un canónigo con su sotana y teja y sus cordones, otro un señor obispo con su tiara y su báculo y otros ángeles o vírgenes o santos, todos dando las espaldas a la torre y a la calle la cara, todos bien grandes así de cerca, aunque desde la plaza parecen figurillas. Por todos esos canales de latón que son como caminos grises que dividieran la catedral por arriba, que llevan el agua en el invierno y por donde la nieve se funde y baja en primavera, andaba Agustinillo, casi siempre en busca de nidos. Por allí corría; a veces se subía a las espaldas de los santos de piedra, a ver a la gente pasear en la plaza. Agustinillo corría por allí como los otros chicos por los jardines de abajo, se montaba a lomos de los bichos de piedra y emprendía viajes fantásticos, se columpiaba en esas barandillas de puro encaje y si el deán le hubiera dejado, se hubiera subido por la cuerda del coro como el señor Sebastián.

En tanto que fue chico, lo pasó bien en la torre y era capaz de subir dos y tres veces en el día si la madre le mandaba a un encargo, o pasarse una semana entera por aquellos caminitos de latón hasta que la madre le llamaba desde el ventanal de la campana grande, lo mismo que a otros chicos les llaman desde la puerta de la calle.

Y una tarde, ya casi con la noche encima, mientras buscaba por las cornisas el nido que nunca encontró de don Simón, fue cuando sucedió aquello de que tanto se habló por entonces, cuando el cielo se puso rojo hacia la parte de la sierra y la gente se echó a la calle asustada como si el mundo fuera a acabarse, como si aquel resplandor encarnado fuera por culpa nuestra.

La madre sólo hacía que santiguarse y decir que aquello era por lo mucho que ofendíamos a Dios, y el padre se enfadaba con ella llamándola agorera, que qué culpa teníamos nosotros de lo que estaba pasando y que bastante desgracia era tener al único hijo en el frente.

Y decía Agustín —lo contaba poco antes de morir en ese hospital de aquí que yo no quiero ver, antes que lo enterraran en ese cementerio delante del que no quiero ni pasar siquiera— que fue esa noche cuando vio a san Cristóbal, al san Cristóbal grande que está pintado abajo, en la catedral, en el lado de la epístola, junto a esa puerta que siempre está cerrada.

San Cristóbal venía allá por los llanos que se veían desde casa mirando no hacia los pinos, ni hacia la plaza, sino hacia donde marcha el río o más allá todavía, donde están esos pueblos que se sabe que están, nada más que por sus campanarios. Estaba el cielo rojo, de ese color tan raro que asustaba a la gente que miraba y rezaba y comentaba en la calle sin ver a san Cristóbal que venía, tan grande como la catedral, tan enorme que los pies se le hundían en la tierra y la cabeza en las nubes más altas que la torre. Debía traer buen trecho andado, porque abajo, en la vega se paró a descansar. Y al ver el alcázar —ese alcázar que se levanta ahora donde antes estuvo la primera catedral— se acercó hasta la puerta de servicio.

—¿Qué quieres? —le preguntaron asustados los guardianes.

Y él les dijo que servir a su amo que por lo alto del castillo, debía ser el señor más poderoso de la tierra, porque aun siendo él tan grande, el castillo lo era más y con ese cielo tan rojo de aquel día, debía parecer más imponente aún.

De modo que quedó en la casa, en el castillo, para hacer los trabajos más pesados. Si había que levantar un puente, después de una riada o apuntalar un muro o enderezar la flecha de una torre, allí estaba Cristóbal que le sobraba fuerza para todo y no como el señor Sebastián —decía Agustinillo—, sólo para subir hasta la bóveda del coro.

Pero un día oyó a alguien jurar y viendo que los demás se santiguaban, preguntó quién era ese Demonio a quien mentaban. Entonces le respondieron que Satanás, ése que se veía —que se ve aún— allá en una de las puertas de la catedral, metiendo en sus calderas a los malos cristianos.

—Pues si tanto miedo le tenéis, es que es más poderoso que vuestro amo. De modo que es a ése a quien yo quiero servir. Y estuvo muchas noches buscándole, por la vega, por la orilla del río donde dicen que cabalgaba a veces con su cortejo de ánimas. Lo buscó por las casas de los pobres, fuera de las murallas y arriba, en la ciudad, por las casas mejores de los ricos. Hasta que cierta noche, cuando estaba sentado junto a una de las puertas de la muralla le vio venir con su cortejo silencioso delante de todos en su caballo negro.

—¿Qué haces tú ahí? —le preguntó el Demonio.

—Esperando a Satanás para servirle.

Y Satanás se lo llevó consigo en su caballo, pero según subían camino de la plaza, se encontraron a la vuelta de un recodo con esa cruz que hay arriba en la muralla, frente por frente a la antigua Casa de la Moneda. El diablo puso gesto de rabia y mandó dar vuelta a atrás y cuando Cristóbal le preguntó por qué, contestó:

—Porque temo la imagen de Cristo.

Y Cristóbal entonces, siempre con la misma idea metida en la cabeza, le contestó que entonces Cristo era más poderoso, bajó del caballo, pasó más allá de la cruz y siguió hasta esos barrancos donde está ahora la ermita de la Patrona. Entonces sólo había cuevas allí, y en una de ellas encontró a un ermitaño.

—¿En dónde puedo encontrar a Cristo? —preguntó.

—Por todas partes —contestó aquel viejo con su piel y sus barbazas como todos los santos.

—¿Y cómo se le sirve?

—Se le sirve rezando y ayunando.

Pero Cristóbal no quería comer mal y el ermitaño le mandó entonces quedarse allí, a la orilla del río, para pasar a los pobres que venían de los pueblos y no tenían dinero para pagar al barquero. San Cristóbal se hizo una cabaña para estar más a mano en las riadas y una noche, mientras dormía, le despertaron unos golpes muy fuertes que daban a la puerta. Y oyó que le llamaban por su nombre, pero no era la voz de los arrieros, ni la de los huertanos pobres que subían los martes al mercado, sino la voz de un niño que estaba allí afuera entre los abedules, en la penumbra cercana al río, pidiéndole que le pasara a la otra orilla. Parecía mentira que una mano tan pequeña fuera capaz de golpes tan fuertes, pero cuando se echó al niño sobre los hombros y se metió en el vado, le pareció que la corriente aumentaba y hasta el frío arrecía. Las fuerzas de Cristóbal menguaban cada vez más, así que preguntó al niño:

—¿Cómo pesas tú tanto? Parece que llevara encima el mundo.

Entonces el cielo se puso blanco y ya se hizo de día, en tanto que el niño contestaba:

—No sólo llevas al mundo encima de ti, sino a aquél que hizo el mundo.

Y en recompensa, le bautizó con el nombre de Cristóbal —que antes no se llamaba así— y san Cristóbal recorrió desde entonces muchos países sirviendo por fin al amo que él quería.

Todo esto lo contaba Agustinillo, cuando ya casi apenas conocía, en una de esas tardes tan largas del hospital, de ese hospital que está allá, en las afueras, en esa explanada, cerca ya de la plaza de toros, en aquella sala donde ya sólo entrar daba miedo de ver aquellas caras, de ese olor del alcohol o, ¡qué sé yo!, junto a esa otra donde llevan a los que ya no tienen remedio.

Allí estuvimos, haciéndole compañía muchas tardes la madre y yo. El padre quedaba arriba esclavo de las campanas y el ganado, de esa campana grande, sobre todo, negra, verde y brillante como el ala tan oscura de los grajos, de esos grajos de buche redondo y grande de preñadas, que pasan solitarios a media altura de la torre, dejando tras de sí su voz, como un ronquido, como la voz de un tonto que repitiera siempre la misma letanía.

El pie, los cimientos de la torre, el claustro solitario en invierno, que es el claustro trasplantado de la catedral primera, es el reino de los pájaros menores, del verderón que salta con su susurro intermitente desde las avenidas que dibujan y dividen los setos de boj, hasta el musgo de las arcadas, arrancando ese musgo, robando la crin de los sillones en los desvanes vecinos para hacer sus nidos entre las zarzas de la vega. Es el reino de los gorriones, un poco más arriba, al amparo de las primeras tejas, en la profundidad angosta de las antiguas grietas de los muros. Salen de su escondite, persiguen a los mosquitos que zumban en torno al pozo y en cuanto atrapan uno, vuelven raudos a su escondite. El pozo es de agua fina, de agua de nieve, licuada poco a poco, no de agua turbia de lluvia que arrastra la arenisca de los tejados. Quizá por ello, los pardillos bajan desde los cables de la luz, desprendidos a medias todo a lo largo del claustro, a rebañar las gotas que quedan en el fondo del cubo. Pero éstos no vienen solos, llegan en bandadas desde sus nidos de los prados, alborotando lo mismo que los grajos. Se abrevan y se van, persiguiéndose unos a otros, pasando inverosímilmente, igual que en un ejercicio de acrobacia, por los vanos que el claustro tiene al aire.

Y allá por mayo, en ese mismo piso, aparecen las golondrinas, siempre en el mismo alero, siempre en su misma grieta, igual que las cigüeñas, aunque éstas prefieren las iglesias solitarias en el medio del campo.

Al jardín, que con su pozo en el centro y su maleza y sus muros que son como un compendio de distintos estilos, de distintas formas de sepulcros diferentes y todos vacíos, llega también, de cuando en cuando —sobre todo en las tardes de calor—, algún tordo perdido con su cantar incierto que dura más que el eco de la campana cuando baja como un cañonazo desde arriba. Viene también la mancha multicolor de algún pinzón que entona su melodía como un grito o la alondra o la oropéndola o algún abejaruco.

A media torre es donde ensayan su aparatoso vuelo las palomas. Vienen desde sus nidos de la vega en busca de gusanos, de babosas que se deslizan por el muro norte, por donde las filtraciones van arruinando los cimientos del claustro y también, como todos los demás, a caza de libélulas.

No se detienen mucho porque un poco más arriba acechan los cernícalos y a la primera alarma vuelven hacia su vega, más allá de las presas y canales, inútiles ya, de la vieja Casa de la Moneda, a rastrear las eras y atracarse de grano.

A esa altura, hacia la mitad más o menos de la torre, se ve muy raramente, blanca y negra, saltando y volando en poco trecho a la urraca en busca de los huevos de los otros pájaros, del estornino por ejemplo; se ven chovas solemnes y los grajos. Pasan los grajos padres solemnes, solitarios, con su grito profundo y gutural como el claxon de un viejo automóvil, en tanto los hábiles cernícalos se mantienen, como grandes expertos, aprovechando las corrientes calientes de aire que engendra en verano la llanura, las térmicas, como dirían los técnicos que, años más tarde, subieron a instalarse allá arriba, en la torre.

Aquéllos —los del Servicio Forestal—, se entretenían observando en su trabajo cotidiano, no solamente los bosques a su alrededor, sino también la cabeza afilada de los halcones, el color de sus alas tirando a gris, aunque nunca les vieron tirarse a plomo —como habían oído contar— sobre alguna de sus presas.

Es lo que más le hubiera gustado ver a aquel guarda cuyo único trabajo era mirar el horizonte y llamar por el telefonillo instalado junto a él, si veía alguna columna de humo en los montes de pinos. También se colocaron por entonces, aparatos para medir la velocidad del viento, la humedad del aire y el agua que caía cuando llovía. Pero la principal misión del guarda en su turno de cuatro o cinco horas, recostado en su silla, con los negros prismáticos a mano, era barrer con ellos las laderas cubiertas de pinos; pinos viejos del lado de la sierra resinera, con su tiesto de barro recogiendo la sangre cristalina de su herida; pinos jóvenes sin resina ni olor todavía, recién nacidos de la repoblación forestal, aun sin medrar, apretados, como presos, en los cotos.

El guarda espiaba a los pájaros, miraba a los lejanos aviones, espiaba el paseo de las muchachas en la Plaza Mayor, la subida por la cuesta de la muralla de las viejas que llamaba la campana y también de cuando en cuando —ajustando las lentes casi a infinito—, lanzaba una mirada a esos montes cubiertos de encinas con su palacio cuadrado en el centro, donde en tiempos venían los reyes a cazar según unos y según otros, en pos de sus amigas.

Ese parque donde los ciervos vienen casi a comer a la mano, que mira a la llanura roja por la que andaba san Cristóbal y por la que hoy pasan rebaños fantasmas de gamos buscando sus pesebres de cemento o el agua templada de los abrevaderos.

También miraba, más cerca, más metido en la sierra, ese otro palacio mucho mayor y complicado, rodeado de fuentes y jardines, de juegos de agua, laberintos de boj, porcelanas y tapices.

Mas todo aquello, como en la vida real, lo veía el guarda muy lejano. No se hallaba tan cerca como el milano o las palomas casi al alcance de los dedos a través del cristal milimetrado. Aquéllos —los palacios—, estaban allá, lejanos, cobijados en su sierra el uno, y el otro plantado en la llanura, entre los árboles por una mano rica y caprichosa.

El guarda se aburría, miraba muchas veces su reloj esperando el relevo. Ya la guerra había concluido tiempo atrás y la ciudad volvió a ser lo de siempre: una ciudad tranquila, es decir, en invierno medio muerta en la plaza de arriba, aunque viva abajo donde estaban ahora las casas de comidas y las paradas de autobuses que descargan su tropa de tratantes en los días de feria.

Además, el relevo llegaba a veces no muy puntual, encima con aquello de «¿qué?, ¿te diviertes?», y en tanto dejaba junto al telefonillo la botella de tinto le despedía también con otra pregunta: «Y ahora, de juerga, ¿eh?». El guarda se metía en el túnel vertical de caracol, maldiciendo si el otro había venido tarde y más conforme si había llegado a su hora.

Y un día, una mañana, rayando al mediodía, a la hora en que el motor que no tiene mujer, ni Inés, ni Agustinillo, da doce campanadas demasiado solemnes teniendo en cuenta que ya nadie se preocupa de ellas, el cielo, allá por las aldeas que se esfuerzan por asomar su campanario, se puso gris primero, para cerrarse poco a poco, dejando sólo grandes manchas de luz que barrían la llanura. Después se oyó un grave retumbar por encima de las nubes que se hicieron más oscuras aún, en tanto se extinguía, el revoloteo inquieto de los tordos. Los grajos enmudecieron también, y abajo, a ras de tierra, se fue extendiendo un olor como a almizcle.

Fue una luz blanca, tan viva, que sólo se acercó a distinguir el cerco de los ventanales. Luego un retumbar igual que si la torre entera se estuviera derrumbando. Y decía el guarda que verdaderamente la torre se tambaleó, sobre todo después del chasquido del segundo relámpago. «Era igual que si me fuera a quedar allí, pegado al telefonillo, igual que cuando se ponen las manos en la placa de la lumbre.» Y otro crujido más, lo mismo que un gran árbol que se estuviera desgajando y después ese esperar al trueno que esta vez estalló dentro mismo de la cabeza.

El guarda huyó a trompicones, bajando a tientas por el estrecho caracol de la escalera, cayó en algún recodo y sólo se detuvo a media altura, hasta donde llegaba, ya amortiguado, el chasquido de los relámpagos y el sordo redoblar de sus hermanos. Después, cuando el tronar cesó y vino una tregua, como un descanso, el rumor de la lluvia animó al guarda a volver a su puesto, más por curiosidad que por deber con la ordenanza que reza estar allí cuatro horas seguidas, en cualquier contingencia.

El teléfono estaba achicharrado —su cable humeaba aún— y también el anemómetro aparecía retorcido y negro. Olía a mal carbón quemado como en las antiguas estaciones, y el guarda viendo aquello, oyendo aquel tronar que ya se encaminaba hacia la sierra de los pinos pensó en cambiar de oficio si se empeñaban en volverle a colocar allá arriba, en aquel campanario.

—Pero no fue preciso —concluye el canónigo sudando la escalera—, porque los técnicos, a la vista del desastre, de cómo habían quedado los aparatos tan costosos, decidieron que aquél era un lugar peligroso en extremo. De modo que los desmontaron todos y se los fueron llevando sin llamar la atención, igual que los trajeron. La torre volvió a quedar vacía, tan sola como la catedral en invierno, como el claustro o la cripta donde debieron reposar guerreros victoriosos, santos insignes o personajes importantes, pero que está toda vacía, poblada —eso sí— de ratas y pilares enormes que sostienen las columnas que se ven arriba y que gracias a ellos son tan altas que la iglesia puede verse desde casi cien kilómetros, por el lado que pilla la llanura.

Así desde donde Agustín está, se ve muy bien la torre, se ve precisamente la parte superior donde vive aún Inés con el padre y la madre.

—Ya veis —dice a menudo a sus compañeros—. ¡Yo que me vine al frente para ver mundo, para irme bien lejos!

—Yo también me creía que esto sería cosa que coser y cantar; llegar hasta Madrid y volver para casa —replica el compañero.

—Bueno, no hay que quejarse tanto —añade otro—, peores que nosotros los hay.

—¿Dónde?

—En el hospital de abajo. ¡Había que ver a los que trajeron el otro día!

—De todas las maneras; con todo y con eso que tú dices, esto es como si no te hubieras movido de casa. Desde mi pueblo a aquí, tirando en línea recta, yo creo que no tardo ni seis horas.

—Pues lo que es yo —concluye Agustín—, igual que si estuviera en casa. Si lo mismo que se ve la torre, se oyera la campana, os podía decir lo que estaban haciendo ahora mi padre o mi hermana.

El extremo más alto de la torre, las dos ventanas y la media naranja que remata el pináculo de piedra asoman sobre la llanura sobre la carretera que Agustín y sus cuatro compañeros defienden o que al menos deben defender de cualquier contingencia. La carretera se hace recta camino de la ciudad, apenas sale de entre los pinos. Durante el día —ahora que ya pasaron unos meses desde el comienzo de la guerra— apenas pasa algún coche veloz, alguna moto rumorosa, camino del cuartel general, en busca de algún parte o con él ya de vuelta. Arriba, en la posición, en la cima de la loma puntiaguda que por hallarse tan despejada le llaman La Atalaya, están los cinco hombres con su máquina verdinegra y dorada, tras los sacos terreros, metidos en su pozo de caliza y grava.

Uno de ellos, baja por turno, todos los días hasta Intendencia a por el rancho que ellos mismos cocinan, en busca del tabaco una vez por semana, el correo o las sobras que apenas pueden gastarse porque siendo tan pocos no los relevan nunca y apenas un par de veces han podido bajar a la ciudad a gastárselas.

Han bajado también a por mantas que aún no tienen en Intendencia porque nadie pensaba en una guerra larga, pero la nieve amaga ya en las cumbres de la sierra y ya un día, en vez de llover, volaron sobre los sacos y la máquina, diminutos y blancos cristales.

Fue preciso echar una lona sobre esa máquina que es la causa de su presencia allí, cubrir su dotación de relucientes cartuchos engastados en sus negros peines, colocados tan ordenadamente, a su vez en cajas de madera.

La máquina, que como la cuerda de la torre, ordena su presencia allí, tiene tres grandes pies poderosos y macizos hundidos en la tierra y una boca diminuta, en cambio, que ya se puso candente disparando en otra guerra. También forma parte de su impedimenta un cubo para el agua, por si esa boca volviera a enrojecer o su cuerpo de aristas verdinegras o incluso ese sillín macizo donde Agustín se sienta a veces, a liar un cigarro.

Ahora que ya el verano pasó, que incluso el otoño está para acabar y todo el mundo adivina vagamente que la guerra va para largo, que mandaron afeitarse a todos las barbas y prescindir de las múltiples medallas que adornaban sus pechos; ahora que el viento baja en rachas afiladas desde ese puerto por el que hay que subir por vueltas y revueltas, es como si allí la guerra, tras los días iniciales se hubiese detenido y ya la carretera no sirviera de paso.

Así Agustín, cada vez que le tocaba su turno de bajar al pueblo, a ese pueblo rodeado de jardines, de palacios cerrados ahora y setos con esfinges convertidos en parapetos cubiertos de sacos terreros, procuraba escuchar, enterarse de la razón de aquel parón, de si era verdad que la cosa iba para largo. Los síntomas de sus cuentas eran buenas; él estaba en lo cierto porque ya cada cual preparaba su capote y sus botas y aquellas alpargatas de los primeros días se iban cambiando —aquellos que podían— por botas o abarcas de esas que el padre calzaba a veces, y el pie desnudo por gruesos calcetines que las señoras, en la ciudad tejían ya, y que la madre también, anticipándose había mandado en un grueso paquete con un poco de matanza que fueron asando a escondidas allá arriba, en la posición, unos días al buen fuego de las brasas y otros en una sartenilla que compraron en el pueblo.

El largo viaje de Agustín que comenzó el día en que explicó a su padre su propósito, y a la madre y a Inés que no entendían bien, que empezó en la oficina de reclutamiento ante un oficial amable que dejaba al cigarro consumir y consumir con su brasa en el borde de la mesa, concluía ahora allí en aquel monte, que tantas veces había adivinado de pequeño, sin llegarlo a reconocer, pero que era como la catedral, sólo que al revés ahora, y también como quien dice, al alcance de la mano.

El padre no había preguntado nada; tan sólo si se lo había pensado bien, y siguió en su trabajo, en aquel artefacto de madera que colocado en el techo de la alcoba, le permitía tocar la campana sin levantarse, ya por estar enfermo o por puro cansancio o vaguería. Porque el padre ya no era ningún mozo, ya el reuma le pegaba. Quizás por ello no dijo nada; quizás también él se hubiera apuntado, le hubiera gustado marchar, ver mundo, dejar para siempre la campana. Quizás por ello se encogió de hombros y dijo: «Tú sabrás; ya tienes años», en tanto Mesilla y la madre miraban asombradas.

El fin del viaje, de momento es allí: unas veces abajo, en el pueblo, y otras siempre arriba, en el pelado alcor de La Atalaya. ¿Cómo vivir? ¿Qué hacer cuando no existe enemigo, cuando sólo se le oye porque está casi a diez kilómetros delante, al otro lado de la sierra que de un momento a otro, la nieve volverá intransitable? Nada: comer, fumar, engordar, tiritar por la noche, dormir, rascarse.

Y cada semana, salvo caso de enfermedad o contraorden, medio día abajo, en el pueblo, sin otra cosa que poder hacer que pasearse. Pasear por un lugar de calles tres veces más pobladas de lo normal, donde todos son compañeros, pero donde, a la vez, nadie conoce a nadie; por calles tiradas a cordel en donde no hace tanto, vivían los invitados, la servidumbre del gran palacio, calles que ni la misma guerra volvió a la vida, casas iguales todas, con su gran portal, pero en las que se ve el cielo bajo del invierno a través de sus balcones, más allá de los vanos del tejado.

Y ese campo de polo, de cuando en tiempos, más cercanos, aún venía el rey a galopar sobre su césped que hoy aparece crecido sin cuidar, con las tribunas y las vallas de madera podridas y negras. Ahora se usa a veces para alguna ceremonia militar, para las misas de campaña, algún que otro domingo, o para las frecuentes juras de bandera, para estampillar oficiales apresuradamente que salen con sus compañías para el frente.

Ahora el campo de polo se mantiene vacío, azotado por las ráfagas que bajan de los puertos, que mecen sus plátanos enormes cubriendo sus hojas cárdenas y picudas todo el gran rectángulo verde.

A veces viene en el viento como un eco lejano de tambores y trompetas y otras el rumor del palacio mismo, una música distinta, del tiempo en que aquellos mismos balcones se encendían, cuando al caer la noche se iluminaban con multitud de lámparas y arañas de cristal fundido, soplado, tallado expresamente para aquellos salones, en la fábrica vecina que está no más lejos de dos o tres manzanas.

Esa música tenue que a veces es el zumbar del viento y otras como el rumor de tantos pinos en el monte, de tantas avenidas de castaños, cedros, álamos y robles, rotundas hayas y estirados cipreses, sube, a veces, hasta esa línea de ventanas que dan la cara al monte, tapiadas ahora con sacos terreros como los parapetos, y otras parece que surge de la fachada opuesta, de la que mira por encima de la verja principal, al Jardín del Príncipe, a las casas del servicio y a la ciudad más lejos.

¿Qué hacer? Andar, pasear, matar el tiempo. Las tabernas están llenas siempre, y putas no hay, para eso es necesario irse hasta la ciudad, aguantar una cola de a veces media tarde y esperar lo que venga después, aguantando encima las bromas de los compañeros, cada vez que te notan el miedo. Así que pasear, beberse un blanco entre gritos, algún cántico que otro y larguísimos bostezos, beber más para luego vomitarlo o sentarse a tomar el sol, al abrigo del viento, dormirse alguna siesta en el Jardín del Príncipe, al amparo de alguno de sus diminutos cenadores que ya nadie se molesta en cuidar, suponiendo que alguien los cuidara algún día, desandar el camino hasta la verja del jardín grande del Palacio con sus fuentes y el parque tan alabado siempre por el padre.

De tanto verle rondar por las verjas aquellas, los del cuerpo de guardia le han dejado pasar.

—Un día nos hacemos los locos —le ha dicho el cabo de guardia—. Un día hacemos como que no te vemos y pasas. Sólo porque eres de la Gloriosa —ha añadido señalando el escudo de infantería del gorro—, sólo por eso.

Y ese día fue el de la Patrona, no la del pueblo sino la de la ciudad, esa virgen que tiene un trono que es como un armario de plata y una corona con cerca —dicen—, de dos mil brillantes, esa imagen que está en la catedral como otros en el frente, hasta que consiga ganar la guerra, porque hasta entonces, como los demás, no le darán permiso para volver a casa.

Era su fiesta y por no romper la tradición, a fin de mantener bien alta la moral de los paisanos, vinieron de la ciudad el alcalde y el gobernador militar y muchos otros militares de fajines morados, cubiertos de medallas.

A media tarde, tras la misa de campaña en el campo de polo y el almuerzo en capitanía, fueron todos a ver correr las fuentes del parque, lo cual era un honor y a la vez el mejor espectáculo. Y esta vez sí que Agustín pudo pasar; le dejaron entrar unido al apretado cortejo de asistentes y ayudantes.

El agua salía de las fauces abiertas de caballos de plomo en posturas inverosímiles, resbalaba por grandes escalones de mármol que comenzaban arriba, entre los pinos, se proyectaba en un delgado chorro hacia lo alto o manaba despacio de un sinfín de caracolas, de mármol también, en torno a una glorieta habitada por estatuas desnudas que perseguían a ciervos y gamos, con perros y con arcos. El agua fue surgiendo, en todas las fuentes, pero de una en una, no en todas a la vez, a una orden del guarda general que alzaba su bandera para que el fontanero mayor desde su caseta, diera vuelta a la llave desde el palacete donde estaban los mandos.

Y cada vez que el agua nacía, se disparaba a lo alto o simplemente se volvía polvo bañando todas aquellas figuras de plomo bronceado, todo el público, el pequeño grupo errante por el parque a las órdenes del guarda mayor, estallaba en un murmullo prolongado que se venía a abajo con el agua, al mismo tiempo que el agua se cortaba.

¿Cómo fue? ¿Por qué le sucedió? ¿Cuándo empezó de veras aquel otro viaje? Quizás fue por culpa de ese tablón tentador igual que un desafío, ese rótulo que apenas puede leerse aún sobre el seto de entrada, que dice: LABERINTO.

«No puede ser. No me puedo perder. Nadie se perdió nunca en uno de estos sitios. Es sólo una bobada, un invento que se hicieron aquellos del Palacio, para matar el rato. No me voy a perder, no va a ser más difícil que ésos de las verbenas, en donde todas las paredes son espejos y en un trecho de diez metros —que no tienen más—, te puedes estar dando vueltas si no te sacan, por lo menos diez años. Éste, además, está deshecho, tiene las matas, las paredes de los setos rotas, de modo que si fallas, no hay más que tirar derecho, monte abajo; haciendo trampa, está lista la cosa. Ahora entro, ahora paso. Buenos trabajos estos de los ricos, de los reyes, organizarse este lío para perderse adrede, para buscarse, para encontrarse cualquiera sabe con quién, con sus chavalas, teniendo arriba tanto monte libre. Bueno, cosa de reyes, cada cual se entretiene como sabe, un rey tiene poco que hacer, para eso es rey, y la familia, no digamos, mucho menos. El mejor oficio del mundo: hermano de rey; el mejor, con su casa y su sueldo seguro y sin tener después que arriesgarse el pellejo en los desfiles, sin tener que aprenderse los discursos siquiera.

Y ahora volver, es sencillo, se vuelve, hay que volver, no vayan a cerrar la puerta. Van a llamarme pardillo o paleto que es peor, que duele más, a mí que como quien dice soy de capital, aunque de capital pequeña, pero no tan pequeña como un pueblo. Ahora se va y se tuerce a la derecha, luego dos a la izquierda y se llega a esa piedra manchada de verde, que debe ser de musgo, por ese canalillo que se siente pasar cerca.

Bueno, no es justo la segunda, puede que la tercera; no es esa piedra; después de todo hay muchas parecidas. Vamos a ver, vamos a estarnos quietos un momento. Si yo entré cara al monte quiere decirse que andando siempre con el monte a la espalda, se aleja uno del frente y va justo a dar, si no al Palacio, por lo menos a esa carretera que baja desde el frente y pasa por delante del campo de jurar bandera. Si hubiera estatuas, todos esos jarrones y cabezas que tiene todo el jardín, sería cosa fácil; sólo con unos bancos de esos de piedra blanca y respaldo de hierro que se ven tan bien, que tan bien te orientan. Pero no hay bancos aquí, ni cabezas, ni siquiera un mal reguero que seguir por aquello del camino del agua de que siempre va monte abajo y nunca se revuelve monte arriba.

Vamos a estarnos quietos, a ver si se oye algo. Nada. No se oye nada, ni el agua, ni las pisadas, ni las voces de los otros que venían; no se oye nada, sólo muy lejos el ruido de una ráfaga de disparos y luego, como siempre, los que contestan: muchos más disparos sueltos. Podrían bajar los otros ahora, los que tiran, podrían estar ahí delante, escondidos tras de un seto, o puede que detrás de esos negrillos espiándome, acechándome como ésos que se pasan por la noche, que dicen que se cuelan entre los centinelas para escuchar, a ver, y que luego se marchan, nada más que amanece. Pero no es de noche todavía, falta un rato para meterse el sol, aunque por este tiempo, si le da por caer, se mete tras de la tierra en un momento. A ver ahora, a ver más adelante. Si hubiera un sitio donde subirse… pero estos puñeteros que hicieron el invento, no pusieron ni un mal banco de piedra para cansar más todavía a la gente.

¿Estaré dando vueltas yo? Cortar por lo sano. Se pasa el seto y se va monte abajo, se pasa otro más y ya el terreno va siendo más por igual, más llano a pesar del siete que se hace uno con uno de esos espinos de la mierda. Se llega hasta una de esas glorietas y ahora hay cinco calles que todas son iguales, que no hay forma de saber por cual se tira. Si fuera más temprano, si no hubiera que volver allá arriba al toque de silencio, si no fuera por la verja del jardín que la cierran en cuanto salgan todos los peces gordos, si no fuera porque arriba está el frente y si por casualidad te equivocas y te encuentras con los del otro lado, te pueden dar un tiro a dos metros antes de que te enteres, se podría jugar uno a suertes las salidas, echarlo a pajas como de chico: la más larga la del camino que lleva hasta la verja. Pero el sol va bajando y la campana de un reloj que no sé dónde suena, da no sé qué toque como metiendo prisa, como diciendo, «ven, sígueme pardillo, todo adelante y te plantas en el pueblo».

Y cuando uno se pierde lo mejor es fijarse en las piedras, en las grandes sobre todo, y si es en tierra de agua, con musgo, mejor, porque la cara del musgo siempre mira al norte. Sólo que aquí no hay, debieron arrancarlas todas para hacer el palacio o los pilones o para engañarte más, cualquiera sabe. Otra rama de espino de ésas que no se ven porque crecen mezcladas a los brezos y el roto del pantalón que se hace cada vez más grande, que tendré que coser como abajo se les ocurra un día pasar revista.

Y como cuando aquí no hay matas, no hay otro remedio que esperar a que se haga de noche y mirar las estrellas, si es que hay suerte y no vienen las nubes. Si está el cielo tan claro como aquí queda siempre de noche, se mira el Carro o la Osa Mayor y ésa señala el norte, y un poco desviado para la izquierda, también puede servir el Camino de Santiago. Ahora se ha oído un toque de corneta. Seguro que se ha oído un poco y que viene de lejos. ¿De quién será? ¿De los otros o nuestro? Y el sol como si le corriera prisa, ya va afeitando el monte, las ramas ya negras de los pinos. ¿Y ahora, qué es? La corneta otra vez. No: es el ruido del aire, es la música de antes. Ya no hay sol, aunque puede verse todavía, pero el sol se ha metido y dentro de nada, tocarán silencio. Hace frío. Es ese puñetero viento que siempre se levanta por la noche, que allá arriba quema las manos. Hace viento y estoy —maldita sea—, en el mismo lugar o en otro parecido. Acabo de volver por una de las cinco calles a la misma glorieta de la mierda. Qué va a decir el cabo cuando vuelva; lo que dirán los otros, lo que diría el padre si lo supiera o el sargento si es que está todavía en la verja del jardín cuando vuelva. Hay que acertar ahora; ahora acierto seguro; vamos allá; no arrugarse, como si fuera un juego, una visita, como si sólo fuera cosa de volverse a casa.

Pero los setos estos se van volviendo cada vez más oscuros por momentos. No se puede cruzar ni por los agujeros, porque si dejas el camino no lo encuentras más, y eso que arriba el cielo parece despejado. Allá arriba está esa estrella, la primera que sale por la tarde, la primera que se veía desde casa, esa estrella, la mía; esto se pone fácil. Desde la torre se veía a la izquierda de modo que si la pongo a la derecha, llego al Palacio o por lo menos a los pinares de la jura. Se espera un camión que vuelva del frente o si no andando que para eso uno sabe. No iré a salir tan lejos aunque no haya luna porque sale más tarde. Está todo muy llano y, en un momento, se termina el viaje.

Es como aquella noche, allá en la catedral, dando toda la vuelta detrás de aquella luz, para volver al fin, a la escalera. Aquí lo malo es que falta la pared que nos guiaba entonces, que aquí todo son brezos y plátanos y espinos, eso sí: todos muy por derecho para engañarte más si pueden. Y arriba el Camino de Santiago. Menos mal, aunque de todas formas el paquete no te lo quitan y el permiso, adiós Agustinillo, adiós, majo, despídete y piensa en dos semanas en corrección si es que no te ponen a cavar trincheras o a limpiar letrinas.

O no; o puede que no sea tan tarde. Si hubiera contado las campanadas de ese reloj puñetero, lo sabría. Puede que las ocho o las diez. Desde que no se ve, no se sabe cómo pasa el tiempo, y lo que más revienta, aparte de ese frío tan negro, es eso de quedarte aquí, esa rabia de estar a lo mejor a dos pasos de la salida y no encontrarla, estarse como en otro país, perdido y a dos pasos, como quien dice, de la verja.

Y otra vez disparan allá arriba. Ahora, de noche, se oyen los tiros más o puede que disparen más cerca. Y ese bulto que viene para acá, no, que se está quieto, que es blanco como la nieve, que no se mueve, que es el viento que mueve tras él las ramas de los tilos, es una estatua medio en cueros, como las otras, pero con mala cara, con ojos atravesados como de viejo, con medio cuerpo al aire igual que su madre le parió y las piernas tapadas desde las caderas. Tiene cara de poco fiar, así, saliendo de lo oscuro. Con una mano se aguanta la poca ropa que lleva y en la derecha, que es la que tiene en alto, tiene un manojo de rayos, lo mismo que unas chispas que saltaran al aire.

Ahora que ya la luna viene desde allí, del lado donde la posición está, se le distingue bien, con el ombligo al aire y los árboles que ya no son del jardín, que son ya pinos resineros de los que cubren la carretera.

Y ahora la luna que se tapa arriba. Es una nube pequeña, redonda como una pelota de pelusa de esas que hacen los mirlos en sus nidos. Debe haber por aquí una buena partida de mochuelos y lechuzas, hasta de búhos tan grandes como don Simón. Por allá va una rata tan gorda como un gato. Debe de ir, aunque verla no se la ve, pero se sienten mover las ramas por abajo y esa carrera que es igual que cuando el viento arrastra las hojas de los castaños por la arena. Y ese que chilla ahora es un lirón ¡buen porvenir le espera! o un topillo de esos que salen por estas horas a rebañar el grano de las eras, que conocen el sitio donde están, nada más con olerlo, nada más asomando la cabeza.

Y ahora, por fin, vuelta a salir arriba Catalina allá va, tan de prisa como el sol antes, sólo que en contra, subiendo como un globo hacia las nubes. Sube tan gorda, con tanta luz ahora, que, luego, al mirar abajo, cuesta saber lo que hay entre los árboles hasta pasar un rato. Ahora, en un claro, al amparo de los pinos, o yo veo visiones o hay dos hombres parados. Están como esperando. ¿Qué hacen? ¿Qué miran? ¿A quién esperan? ¿De cuáles son? El más bajo de los dos se ha metido a toda prisa, en la sombra, el otro, el alto, es lo mismo que la estatua de antes: tiene en el puño un haz de relámpagos brillantes.

—Bueno, está bien; está bien hija. Ahora ya falta menos. Ya, como quien dice: vamos llegando, estamos.

—Sí; ya faltan menos de cien.

—¿Cien escalones? —pregunta el canónigo y se detiene a respirar.

—Más o menos, cerca de cien.

—Te creo, hija, te creo. ¿Quién no se va a fiar de ti, con todo eso que cuentas?

—Ahora vienen las dos ventanas grandes y después, hasta casa, cuatro tramos de escalones de madera.

El canónigo continúa apoyado en la barandilla de uno de los rasgados ventanales y finge mirar la ciudad a sus pies, los pinos a lo lejos, pero la verdad es que le estallan los pulmones y espera a recobrar el aliento con ambas manos apoyadas en los costados. El viento sopla con fuerza, a pesar de que el cielo esté despejado. Cruza, traspasa las ventanas y va a perderse a lo lejos, más lejos que los montes, moviendo blandamente las campanas pequeñas, no la mayor, inmóvil en su complicado mecanismo de cadenas.

—¿Ve aquello? Aquello es el pinar. Y allí, junto a la plaza de toros, se acababan las casas entonces. Mi padre, que en paz descanse, siempre iba a los toros por ferias y no sabe, después lo que nos andaba mareando; sobre todo a mi hermano. Las ferias las ponían allí donde está esa casa grande que debe ser el hospital de ahora, nuevo, no el de entonces. ¡Qué grande se ha vuelto todo ahora! Está grande por la parte de la estación —mire se ve hasta un tren que está saliendo ahora—; por allí sí que ha crecido bien, en cambio por el río medró poco; está lo mismo que era.

—Es que ésa es una parte muy baja. Se ve que es menos sana. Aquí arriba, en cambio, con estos aires no tendríais peligro de criar polilla.

—No señor, no.

—No, señor, no. El viento aquí, este viento que se siente, no es nada ahora. Hay que oírle, sentirle, aguantarle, allí por marzo, días y días, noches enteras. Todo suena, todo se mueve. Entra por bajo los filos de las puertas, mueve las cuerdas de las campanas y las hace silbar, llorar y que lloren también noches y noches las ventanas. A veces suena lo mismo que una música muy fina, otras habla, dice palabras que asustan al principio o se pone a gritar o canta tiempo y más tiempo, interminables letanías sin cansarse nunca, empujando las maderas hasta romper los quicios o saltar las aldabas. Entonces entra, embiste igual que un toro, lo mismo que una bestia y arremete con todo lo que pilla al paso, con la mesa y las sillas o la cama de Agustinillo, con los cacharros de la cocina o los tablones del corral de las gallinas. Pero de todo, lo que más miedo da es ese son, ese lamento como a difuntos que trae algunas veces, que hace callar los grajos, que van a arrebujarse y se quedan quietos, escondidos en sus agujeros. Un viento frío de esos que vienen por delante de la nieve, que no hay más que cerrar todo y meterse en la cama y taparse hasta arriba y sentir como todo se mueve, lo mismo que en un barco, lo mismo que si fuera un terremoto. Y hay vientos calientes también —los que vienen de la parte de los cerros pelados, y vientos que traen neblinas, que se queda la torre como en el cielo, flotando entre tinieblas y otros que te meten la nieve debajo de las puertas, esos vientos que mataron un mal día a la madre, después de dejarla sin mover a la pobre, por muchos meses, todo el lado derecho del cuerpo y de la cara.

Otras traían, en verano tormentas. Entonces nos bajábamos hasta media escalera o hasta la catedral y allí esperábamos a que pasaran los truenos y los rayos. Abajo, en la catedral se estaba bien. ¿Qué rayo? ¿Cuántos juntos podrían acabar con ella? Luego, al subir, Agustinillo, siempre miraba a ver si había entrado alguno, pero allí estaban las mesas y las sillas salvas, por el pincho que pusieron arriba que los paraba, los recogía y los mandaba por su cable abajo a apagarlos en el pozo de piedra del claustro.

—Y esto, ¿qué es? ¿Esto era vuestro también?

—Sí señor. Aquí teníamos el cerdo.

El canónigo ha dejado de mirar la vega y se ha vuelto asombrado.

—¿Cómo? ¿Que teníais un cerdo, también aquí?

—Sí señor; ya se lo dije antes, me parece.

—Y ¿cómo lo subíais?

—¡Hombre, el padre lo traía de pequeño!

—¡Ah, claro, sí, es verdad! —se corrige a sí mismo el canónigo como si le hubieran pillado en falta—. Siendo así, de pequeño, es fácil.

—Aquí teníamos el cerdo que le digo, y ahí, en ese rincón, un corralillo para las gallinas.

—De modo que teníais gallinas también…

—Siempre las hubo aquí. El otro campanero que estuvo aquí antes que mi padre, criaba palomas, pero aquí se dan mal y a mi madre la carne no le gustaba.

—¿Y la matanza?

—Pues la matanza, como en todas partes. Eso sí: teniendo cuidado de que el aire no espantara una brasa. En eso sí que tenía mi padre muchísimo cuidado, porque una vez una chispa saltó y prendió esas malas hierbas y esos cardos que crecen como la cola de ratón en los escombros de tierra del tejado y por poco organizamos un fuego. Gracias a Agustinillo, que se bajó en un vuelo y lo apagó él solo, a fuerza de mantazos.

—Y luego, todo el año, a comer del cerdo.

—Sí, señor. Matanza en casa no faltaba, aunque el animalito no es que fuera muy grande, que era más bien pequeño. No era de esos tan grandes que se crían en las granjas o que se ven con asombro en las ferias, pero eso sí: la matanza era una fiesta, la única fiesta grande, esperada a pesar de las fatigas, a pesar de los viajes al mercado. Luego los gruñidos del animal cada vez más altos, más agudos, como pidiendo auxilio, casi como una voz, gritando, llorando según el sacristán le metía tras la oreja el cuchillo tremendo. Y el rumor de la sangre, con su rojo vapor flotando en el aire, el espantado grito de los grajos, el graznar sordo de las gallinas alborotando, sintiendo también la muerte, el sordo repicar de las chovas huyendo de la torre, de sus muros salpicados de sangre, ahora tan negros de podredumbre y broza.

Inés y Agustinillo, vagando entre el padre, la madre y el sacristán con su cuchilla roja, asistiendo a los estertores del animal, al extinguirse de aquella fuente cálida y roja, al temblor final que cerraba toda aquella tremenda ceremonia que el sacristán experto, comenzaba enganchando al animal por la oreja con el garfio de acero que traía sujeto al cinto. Y fue ese mismo sacristán al que luego echaron por algún otro lío parecido al de «No te va a pasar nada, no te asustes» —como todos después—. «No pasa nada si te quieres estar quieta». Fue otro día después, cuando ya el cerdo estaba hecho tostón y las morcillas colgadas y recién salados los jamones. Fue otro día después, más o menos a media escalera. «No te va a pasar nada». «¿Quién lo va a saber?» «Tú estate quieta; déjame, quita». Y sus manos, queriendo apartar las otras manos, olían aún a sangre, unas manos tan fuertes y tan duras hurgando allá debajo de las faldas. «No grites, cállate. Te van a oír y si te caes por la escalera, rodando, allá tú si te matas.» Y ella luchando por quitárselo de encima, por quitar sobre todo esa bocaza con su peste a tocino y esos dedos con olor a matanza. «¿Qué? ¿No te gusto? ¿Tienes novio ya?» —murmuraba allá en la sombra, sin aliento—. Y aunque no se le alcanzaba a ver bien, sólo acordarse de la cuchilla aquella y sus brazos peludos y la calva sudando de la lucha con el cerdo, le hacían defenderse más, con los pies y las manos y hasta con la cabeza en cuanto pudo apartarle un poco. «¿Quién es tu novio, di?» Y él mismo proseguía: «No grites; tú no grites». Le tapaba la boca y ella pilló un buen mordisco en una de esas manos y él entonces maldijo muchas veces, insultándola a media voz y de un empellón la tiró rodando por la escalera.

Otro no la hubiera encontrado en donde fue a parar, pero él también se sabía la escalera de memoria y allí apareció asustado encendiendo una cerilla. «¿Te has hecho mucho? ¿Ves lo que pasa por ser tan cerril?» Pero a ella le sangraba la nariz y tenía el vestido roto y la cara manchada de lágrimas y sangre.

«¿Bueno vas a callarte de una vez?» Quería asustarla, amenazarla, pero bien a las claras se veía que ahora también él tenía miedo. «¿No lo cuentas a nadie, verdad? Ni te se ocurra. Si lo cuentas os echan de aquí, os echan de la torre, tú verás, os quedáis en la calle, se queda sin trabajo tu padre.»

Le temblaba la voz, debían de temblarle hasta las piernas cuando apagó su última cerilla y se fue, escaleras abajo, sin hacer ruido tentando las paredes, igual que los murciélagos.

Y por aquí, por este último tramo que ya da a nuestra casa, bajaron a la madre en su caja de pino tan endeble que se combaba por abajo, que parecía irse a romper del peso. Ella que era tan grande, cabía mal entre esas cuatro tablas que los soldados bajaban con tantas dificultades por este caracol de piedra tan estrecho. Y alguien dijo: «Hace falta estar loco para morirse aquí» y otro le contestó lo que todos pensaban: «Para vivir aquí, es para lo que hace falta estar mal de la cabeza». «Bueno —dijo uno más— aquí lo que pasa es que se hace uno más santo de estar tanto tiempo tan cerca del cielo». Y así hablando y rozando la caja a cada paso, la bajaron entre Antonio y los tres de transmisiones que, con la guerra, pusieron los militares en la torre, y ellos lo hicieron por un favor, porque Antonio, ya por entonces era medio novio mío.

¿Se acordará Antonio, allá abajo, esperando en el café, con los niños? Claro que tiene que acordarse, pero a él le da igual, o mejor dicho no le da igual, no quiere ni acordarse, ni menos subir. Dice que ya quedó bien harto de guerra, que no le hablen de entonces ni del hambre y el frío que pasó allá arriba cuando los destinaron para avisar si llegaban aviones del lado de la sierra.

Bajaron a la madre y nosotros queríamos enterrarla en tierra pero tuvo que ser en un nicho, y en tanto la iban tapando a la pobre con aquellos ladrillos fue —lo recuerdo bien— cuando Antonio me dijo aquello de en cuanto que esto se acabe mal o bien, nos vamos a Madrid o Barcelona y nos casamos. Aquí no nos quedamos. Eso de arriba no quiero ni volverlo a ver, y no por mí que estoy allí por obligación como quien dice, sino por ti y por tu padre también, aunque después de todo si a tu padre le gusta, allá él. Allí es vivir como viven los grajos, peor que ellos porque son animales y no conocieron otra cosa, peor que los presos y hasta que los gitanos.

Y ahora el palacio tiene todas sus ventanas despejadas, las que dan a la llanura y las otras, las que miran a la sierra, y los balcones abiertos de par en par, sin sacos, y desde su interior iluminado, viene esa música que parece rozar los castaños y los plátanos, que los mece a su compás, el compás suave y cálido del viento. Hay un sinfín de voces, de gentes que van y vienen, que se asoman a los balcones o pasan veloces al compás de la música. El Palacio, con sus relámpagos de luces y su voz melancólica y sus muros tan blancos flota como un pez blanco entre los árboles, entre sus múltiples estatuas que son hombres y mujeres de piedra blanca también, a la caza de blancos ciervos inmóviles en la soledad de sus caminos de arena. Y en el parque negro, a pesar de los resplandores del Palacio, a pesar de la luna que hace más nítido el contorno de sus fuentes, está todavía aquel hombre de la sonrisa mala, de pelo ensortijado que ni corre, ni caza, que continúa inmóvil con el ombligo al aire y su puñado de rayos en la mano. Sigue inmóvil y ríe; quizás de ese dolor aquí abajo en el vientre, de la hermana que calla, de la madre que pregunta como siempre «¿Te duele hoy? ¿Te encuentras mejor? ¿Cuándo dices que te mandan a casa?» Y allá por las llanuras que se prolongan hasta la ciudad desde la fachada principal del Palacio, viene, muy poco a poco, con su largo cayado, san Cristóbal, con los pies en el polvo y la frente en las nubes, como siempre. El cielo se vuelve rojo también como siempre cuando el sol cae, como la sangre de las matanzas de la torre a medida que la cuchilla se hundía cerdo adentro, igual que la otra herida, que la propia, manchando la sábana al despertar, cada mañana.

Y san Cristóbal pasa y se aleja, siempre buscando al amo más poderoso de la tierra, tan oscuro como las noches ya, tan alto como la torre de la catedral que ahora tiene otra voz: una sirena que avisa a todos, a médicos y monjas, a sanitarios y enfermeras para que se apresuren a bajar al sótano, con los enfermos que pueden moverse todavía.

«Ahora —cuenta Inés en la visita del domingo—, tenemos unos cuantos soldados arriba. Cuando viene la aviación tocan ese aparato, y es una cosa buena porque el padre no se desriñona volteando todo el tiempo que dura la alarma.»

Además, ya no tienen que contestar a la de la catedral las campanas de las demás parroquias; la sirena se basta y sobra para cubrir entera la ciudad con su voz que sube lentamente de potencia y tono. En los cuarteles tocan generala y los heridos que no pueden moverse, unos rezan y otros maldicen y se tapan con el embozo de la cama. En el patio enlosado de la catedral han hecho una función. Alzaron un tinglado de madera para sentarse el público, y la fachada de la catedral, que no mira a los pinos, ha servido de escenario. Salían las figuras vestidas como en tiempos antiguos y una era un santo y otra era Dios y otra el Alma, que hablaba desde lo alto de la torre por un altavoz. Allí estuvo la pobre, la noche entera, esperando lo que tenía que decir, pasando mucho frío. Y abajo, en la explanada de piedra, las luces de colores se encendían o apagaban y los cómicos iban y venían como aquellos otros de las ventanas del Palacio

¿Cuánto tiempo ha pasado? La voz de la sirena sigue sonando a ratos, por días; es cuestión de costumbre porque nunca pasa nada, sólo el zumbido de los aviones arriba, luego dos o tres explosiones y nada. Ya casi nadie baja al sótano, y ese chico que ya es novio de Inés, según dice la madre, tiene poco trabajo con la sirena, y las veces que lo tiene es tiempo perdido porque los aviones pasan de largo, bien lejos de la torre. Ese chico se ha hecho novio de Inés de tanto estar allí, de tanto lavarle la ropa a él y a sus compañeros, de tanto calentar su rancho y zurcir los calcetines. Se ve que la cogió cariño de todo eso y de tenerla tan cerca todo el día.

Ahora, en invierno, con esos copos que salpican los cristales que allá en el frente deben cubrir los parapetos y las lonas, y la máquina dorada y reluciente, ya no se oyen disparos en la noche, ni rumor de aviones, ni ese ruido pesado de los tractores que arrastraban la artillería para el frente. Sólo se ven manchas blancas, a veces solitarias, como esponjas diminutas flotando en el vacío; otras como allá, de pequeños en la torre, empujando el cristal, pugnando por entrar como un fantasma pálido y violento, luchando por forzar las aldabas, por romper los cristales. Hace frío; no el de la torre, sino un frío distinto, un vaho helado que, a pesar de las ventanas cerradas, es como si viniera de la misma nieve y fuera subiendo poco a poco, desde los pies de la cama hasta la almohada.

Un día son los pies, más tarde las rodillas y, poco a poco, es una mano helada y dolorosa, aquí abajo en el vientre. La monja ha dicho que va a traer más mantas, pero no las hay; las mantas prometidas no aparecen. Inés también va a traerlas. Algún día vendrán y, a fin de cuentas, el frío no resulta lo peor; lo peor es la noche y esa mancha de sangre que no se seca nunca, que mana siempre.

Fuera, más allá del cristal, está, tan blanco como en su jardín, el hombre que sonríe. Ahora tiene el color de la nieve y su rostro pegado al cristal. En su boca entreabierta, en su roma nariz, en sus pestañas y rizadas cejas, el hielo va dibujando complicados carámbanos que desfiguran su rostro. ¿Qué hace allí? ¿Qué espera? ¿Por qué se vino de allá, tan lejos? Inesilla no está, ni la madre, ni el padre, por supuesto. En torno, nada más que oscuridad y algún que otro lamento, sombras, camas que apenas se distinguen y ese sucio y desnudo ventanal borrado por la nieve, con el hombre asomando.

«¿Y tú qué te esperabas encontrar? Ya te lo dije yo: no hay nada. Lo barrieron todo, lo adecentaron todo cuando subieron a poner el motor de las campanas. Lo poco que quedó se lo llevaron o lo quemaron, o lo vendieron; no lo sé, porque entonces yo no estaba aquí; hablo de oído. Me dijeron que al marcharse el campanero a su pueblo y casársele la hija nadie quiso venir y fue cuando acordó el cabildo poner el motor ese. Bueno, ya ves que he subido contigo, porque lo que yo digo siempre: es más fácil dar la razón a los demás que intentar demostrarles lo contrario. De modo que ahí tienes: las paredes vacías. Los tabiques que había los tiraron. Eso sí; la vista sigue igual de espléndida por cualquiera de las ventanas que se mire.

Vamos, no hay que ponerse así; no hay que llorar. Al contrario, dar gracias infinitas a Dios por sacarte de aquí, de este sitio tan malo. Si; aquél es el cementerio y aquéllos los pinares donde estuvo el frente y aquello es el mercado nuevo, que el viejo lo tiraron, y aquello el río, y más allá la ermita de la Virgen, y a este lado la plaza, donde debe estar ya bien harto tu marido esperándote.»

Y más arriba aún, debajo de la media naranja que sostiene el pararrayos, dormita don Simón esperando la noche y sus ratones; entornando sus ojos color naranja, invisibles sus rasgadas pupilas, ajeno al postrer revoloteo de los grajos, de los gorriones y chovas, igual que si no oyera el rumor de la campana de las dos, igual que si tuviera tantos años como plumas, tantos como la torre. A veces abre los ojos, ahueca su plumaje oscuro y lo sacude como si un gran escalofrío recorriera su cuerpo pequeño, al que sólo las plumas dan ese su aspecto formidable. Cuando sus pupilas vuelven a ser como un tajo abierto en los globos rojos de sus ojos, mira más allá de las vigas plateadas por las heladas, más allá de los muros dorados por el musgo y la escarcha. Abajo está la plaza donde se encienden los nuevos faroles de neón, que se prolongan por la calle principal cuesta abajo hasta las afueras. Ya no se ven los pinos, ni el manto blanco y brillante de la sierra. En el silencio de la plaza, abajo, y del patio enlosado y de la torre, don Simón se estremece otra vez y deja escapar su grito repetido, que es como una exclamación de asombro que se repite igual muchas veces al día. Mas don Simón puede extrañarse de bien poco, él que vive, que aún le resta tanto tiempo por vivir allá arriba, en su nido escondido entre las vigas del tejado. Don Simón se desliza un poco sobre la madera buscando su rincón habitual y abre ahora del todo sus pupilas en su retiro nuevo, atento a los rumores que nacen con la noche.

Abajo, la catedral blanca, verde, verdinegra, roja, rosa, negra ya, rota a medias y a medias en obras; antigua, nueva, gótica, renacentista, con su gran san Cristóbal como todas, con la cuerda del señor Sebastián colgando invisible de la bóveda, se cierra ahora, la cierra el guarda en su puerta principal.

Dentro no queda nadie ya; solamente esa lámpara que vacila en la penumbra y que debe durar, por lo menos, hasta el día siguiente.