38

Iluminan la sala del tribunal una especie de globos de cristal suspendidos de las alturas, que Jessie asocia con las tiendas de todo a cinco y a diez centavos de su juventud. El ambiente es tan somnoliento como el aula de un instituto de enseñanza media en un día de invierno, cuando las clases están a punto de acabar. Mientras avanza pasillo adelante, tiene conciencia de dos sensaciones: la de la mano de Brandon, todavía en la curva del talle, y la del velo que se pega a sus mejillas como una telaraña. La combinación de ambas sensaciones la hace sentirse extrañamente nupcial.

Dos juristas se encuentran ante el estrado del juez. El juez se ha inclinado hacia adelante y mira a los rostros vueltos hacia arriba. Los tres hombres parecen sumidos en una conversación técnica que desarrollan a base de murmullos. A Jessie le parece una escenificación, con toda la autenticidad de lo real, de una de aquellas crónicas de la vida cotidiana que Charles Dickens publicó con el seudónimo de Boz. El alguacil se encuentra a la izquierda, junto a la bandera estadounidense. Cerca de él, la taquígrafa del tribunal lee The Kitchen God’s Wife, mientras aguarda a que acabe la discusión legal, de la que ella ha quedado al parecer excluida. Y, sentado ante una mesa alargada, en el extremo más alejado de la baranda que separa el espacio que queda entre la zona destinada a los espectadores y la que pertenece a los contendientes, se encuentra una figura esquelética, increíblemente alta, vestida con el mono naranja brillante del centro penitenciario. Junto a esa figura, un hombre con traje, seguramente otro abogado. El individuo del mono color naranja se agacha sobre un cuaderno de notas amarillo, en el que parece escribir algo.

Jessie nota que, desde una distancia de un millón y medio de kilómetros, la mano de Brandon se le ciñe a la cintura con más insistencia.

—Ya estamos bastante cerca —susurra Brandon.

Jessie se aparta de él. Está equivocado; no se encuentran lo bastante cerca. Brandon no tiene la más remota idea de lo que ella piensa o siente, pero eso está bien; Jessie sabe. De momento, todas las voces se han convertido en una voz; disfruta de una inesperada unanimidad, y lo que sabe es: si no se acerca más a él, si no consigue aproximarse todo lo que pueda, él nunca estará lo bastante lejos. Siempre se encontrará en la alacena, o al otro lado de la ventana o escondido debajo de la cama a medianoche, con su pálida sonrisa arrugada: la que deja entrever los destellos de oro en el interior de la boca.

Jessie avanza rápidamente por el pasillo hacia la baranda divisoria, con la gasa del velo rozándole las mejillas como minúsculos dedos preocupados. Oye a Brandon, que rezonga, infeliz, pero el rumor le llega desde por lo menos diez años luz. Más cerca (pero todavía en el continente contiguo), uno de los abogados que se encuentran delante del estrado murmura: «… creo que el Estado se mostró intransigente en esta cuestión, señoría, y si tiene usted la bondad de echar una ojeada a nuestras citas, en particular la referente a Castonguay contra Hollis…».

Aún más cerca, y ahora el alguacil levanta la cabeza, receloso durante unos segundos, pero tranquilizándose cuando Jessie alza el velo y le sonríe. El alguacil corresponde a la mirada de Jessie, al tiempo que señala a Joubert con el pulgar y mueve casi imperceptiblemente la cabeza, un gesto que, en su estado altamente emocional y perceptivo, Jessie lee tan claramente como si se tratase del titular de un periódico tabloide: «No se acerque al tigre, señora. No se ponga al alcance de sus garras». El alguacil se tranquiliza todavía más cuando ve que Brandon llega a la altura de la mujer, un perfecto caballero andante, si alguna vez existió alguno. Pero el hombre percibe claramente la voz gruñona de Brandon: «Bájate el velo, Jessie, o te lo bajaré yo, ¡maldita sea!».

Jessie no sólo se niega a hacer lo que le dice, se niega incluso a mirar hacia él. Sabe que la de Brandon es una amenaza hueca —no provocará una escena en aquel sacrosanto lugar y hará cualquier cosa, o poco menos, para no dejarse arrastrar a ella—, pero aunque no lo fuera, a Jessie le tiene sin cuidado. Le gusta Brandon, sinceramente, pero para ella se acabaron ya los días de hacer las cosas sólo porque un hombre le dice que las haga. Se da cuenta, periféricamente, de que Brandon le sisea, el juez sigue conferenciando con el abogado de la defensa y el fiscal del condado, el alguacil ha vuelto a su estado de semicoma, la taquígrafa pasa la hoja despacio, soñadora y distante la cara. En el rostro de Jessie sigue congelada la sonrisa simpática con la que desarmó al alguacil, pero el corazón le late furiosamente en el pecho. Se encuentra ya a dos pasos de la baranda —dos pasos cortos— y observa que se ha equivocado respecto a lo que Joubert está haciendo. No escribe, después de todo. Dibuja. Su obra representa a un hombre con un pene erecto de aproximadamente las proporciones de un bate de béisbol. El sujeto del dibujo tiene la cabeza agachada y se encuentra en plena autofelación. Jessie distingue perfectamente la imagen, pero sólo puede vislumbrar una línea estrecha de la mejilla pálida del artista y las húmedas crenchas que le caen sobre la cara.

—Jessie, no puedes… —empieza Brandon, y la sujeta por el brazo.

Ella se suelta de un tirón, sin volver la cabeza. Toda su atención está fija en Joubert.

—¡Eh! —le susurra—. ¡Eh, usted!

Nada, al menos por el momento. Una sensación de irrealidad se abate sobre ella como una ola. ¿Será posible que esté haciendo lo que está haciendo? ¿Es realmente posible? Y, en definitiva, ¿lo está haciendo? Nadie parece haberse percatado de su presencia, nadie en absoluto.

—¡Eh, majadero! —Más alto, en tono rabioso… Todavía es un susurro, pero a punto de dejar de serlo—. ¡Psssst! ¡Psssst! ¡Eh, le estoy hablando a usted!

El juez levanta ahora la cabeza, frunce el ceño, de modo que parece que por fin alguien ha reparado en ella. Brandon emite un gruñido de desesperación y deja caer la mano sobre el hombro de Jessie. Ella se habría soltado en el caso de que Brandon hubiera pretendido obligarla a retroceder por el pasillo, incluso aunque ello supusiera rasgar la parte superior del vestido en el proceso. Tal vez Brandon lo sabe, ya que se limita a obligarla a sentarse en el banco vacío que está inmediatamente detrás de la mesa de la defensa (todos los bancos están vacíos; se trata de una vista técnicamente a puerta cerrada) y, en aquel preciso momento, Raymond Andrew Joubert vuelve por fin la cabeza.

El grotesco asteroide que es su rostro, de labios hinchados, tumefactos, nariz como la hoja afilada de un cuchillo, frente abultada en forma de bulbo, aparece totalmente alelado, inexpresivo, indiferente…, pero es la cara, Jessie lo reconoce al instante y la poderosa sensación que la inunda no tiene el horror como principal componente. El alivio es lo que predomina en ella.

Luego, de súbito, el rostro de Joubert se ilumina. El color tiñe sus angostas mejillas como un sarpullido y en los ojos, rodeados por un borde rojo, se enciende un espantoso centelleo que Jessie ya ha visto con anterioridad. La miran ahora como la miraban en la casa del lago Kashwakamak, con el exaltado embeleso de un lunático irredento, y la mujer se queda inmóvil, hipnotizada por el brillo del reconocimiento que ve en las pupilas del individuo.

—¿Señor Milheron? —está preguntando, cortante, el juez, desde la otra orilla del universo—. Señor Milheron, ¿puede explicarme qué está haciendo aquí y quién es esta mujer?

Raymond Andrew Joubert ha desaparecido; éste es el Vaquero del Espacio, el espectro del amor. Sus labios desproporcionadamente grandes se curvan hacia atrás de nuevo para dejar al descubierto la dentadura: la sucia, desagradable y completamente funcional dentadura de un animal salvaje. Jessie ve el destello del oro como el fulgor de ojos feroces que relucen en el fondo de una cueva. Y despacio, oh, tan despacio, la pesadilla cobra vida y eleva sus monstruosamente largos brazos anaranjados.

—¡Señor Milheron, quisiera que usted y la persona que le acompaña, a quien nadie invitó, se acerquen inmediatamente al estrado!

Alertado por el chasquido de aquel tono de voz, el alguacil salta fuera de su adormilamiento. La taquígrafa cierra la novela, sin acordarse de señalar la página por la que va leyendo, y mira en torno. Jessie cree que Brandon la coge del brazo, con intención de cumplir la orden del juez, pero no está muy segura y de todos modos tampoco le importa, porque no puede moverse; lo mismo podría estar hundida hasta la cintura en un bloque de cemento. Es otra vez el eclipse; el eclipse total y definitivo. Al cabo de todos aquellos años, las estrellas vuelven a brillar en pleno día. Rutilan dentro de su cabeza.

Sentada allí, contempla a la sonriente criatura, que levanta sus brazos deformes, embutidos en las mangas del mono color naranja, y que sigue sosteniendo con sus ojos de cieno, orillados en escarlata, la mirada de Jessie. Alza los brazos hasta que las alargadas y estrechas manos quedan suspendidas en el aire a cosa de treinta centímetros de cada una de las pálidas orejas. La mímica es horriblemente efectiva: Jessie casi puede ver las columnas de la cama mientras la criatura del mono anaranjado primero revuelve y después estira sus manos de largos dedos… y luego las sacude hacia atrás y hacia adelante, como si hasta entonces las hubiese retenido algo que sólo él y la señora del velo levantado pueden ver. La voz que sale de su boca sonriente contrasta con el tosco superdesarrollo de la cara desde la cual deriva; es una voz aguda, aflautada, gimoteante, es la voz de un niño demente.

—¡No creo que seas nadie! —caramillea Raymond Andrew Joubert con su voz infantil ondulando en el aire. Corta como si fuera un cuchillo la atmósfera sobrecargada, excesivamente calurosa de la sala del tribunal—. ¡Estás hecha sólo de rayos de Luna!

Y estalla en carcajadas. Agita de un lado para otro sus espeluznantes manos, sujetas por unas esposas que sólo ellos dos pueden ver, y ríe… ríe… ríe.